Stig Dagerman
Abre la puerta.
Dicen
que abra la puerta, y yo no la abro. No solo dicen que la abra, ruegan; y
cuando los ruegos no surten efecto, amenazan, pero cuando las amenazas no
surten efecto se callan un rato, susurran jadeantes y ansiosos mientras están
totalmente quietos al otro lado de la puerta como si quisieran hipnotizarla. O
tal vez hipnotizarme a mí a través del ojo de la cerradura.
Hip-no-ti-zar.
Pero
yo no abro. No, no solo eso, me retiro más y más adentro en la habitación, lo
más adentro que puedo, hasta el rincón donde está la cama. Me acuesto en esa
cama y cojo la almohada y me tapo la cabeza con ella para no oír, para no ver,
para no saber. A veces sin embargo sé, lo que tengo que saber penetra en mí a
través de canales infernales y se necesitarían todas las almohadas del mundo
para taponarlos. Yo solo tengo una, alta, compacta y blanda; pero ¡qué puede
hacer contra esto!
¡Qué
puede hacer! No puede hacer nada, y, no obstante, hay momentos en esta
habitación cerrada en los que todo el tormento desaparece de repente, en los
que la almohada pese a todo basta y una alegría serena, dulce como la miel,
fluye dentro de mí. En esos instantes raros estoy completamente abierta, me
figuro que estoy aquí acostada como un mar que recibe un ancho y suave río en
sus brazos y se deja besar cálido y feliz por sus tibias aguas. En esos raros
momentos puedo incluso liberarme de la almohada, dejarla caer de la cama y con
la nuca apoyada en mis manos cruzadas mirarle a los ojos al techo que está
encima de mí. Entonces no es solamente una puerta cerrada lo que me separa de
los de allí fuera, no solamente un cuarto largo, estrecho, lleno de silencio,
sino algo que es mucho más fuerte, mucho más brutal en su capacidad de hacerme
sentir sola.
Pero
algo ha ocurrido entre los de allí fuera porque de pronto uno, no sé si Knut o
Inge, da un paso firme hacia la puerta y empieza a golpear con los nudillos, y
a pesar de que el que golpea no está del todo sobrio, es sin embargo un
golpeteo diabólicamente calculado. No se posa una vez aquí, otra vez allí en la
superficie de la puerta, se reúne en un único lugar reducido, justo encima de
la manija, y trabaja esa mancha con una obstinación tan tranquila y horrible
como si se tratara de hacer un agujero en la puerta para de esa manera
vencerme.
Deja
que sigan, pienso jubilosa, deja que se rompan los nudillos, deja que se
golpeen las manos hasta hacerse sangre. Dios mío, qué engañados están si creen
que van a poder hacerme girar la llave antes de que yo misma quiera.
Así
pues, todavía puedo dejar la almohada, todavía casi me divierte que alguien
desgaste sus nudillos por mí. Por mí. Por una vez hay alguien que hace algo por
mí. Me estiro en la cama y estoy de vacaciones. Sé que esto no va a durar
mucho, no es la primera vez que pasa y por eso sé que no va a durar mucho. No
tardaré en notar que el que golpea no golpea la fría e insensible puerta sino
mi cálido y dolorido cuerpo. Los nudillos saben siempre lo que quieren, los
nudillos saben siempre dónde hacen más daño, los nudillos están tan
acostumbrados a mi cuerpo que encuentran el lugar más sensible por sí solos.
Los
golpes se interrumpen un momento. Entonces Knut susurra (era él pues el que
llamaba):
–Abre,
nena, nenita, nena, abre.
Luego
se hace el silencio, es decir, se hace el silencio fuera de la puerta, y, al
hacerse tanto silencio fuera de la puerta, se oyen las voces cascadas y ebrias
de la cocina mucho mejor. Allí hay mujeres también, sé que han traído mujeres,
pero ni siquiera eso me importa ahora. Mientras tenga fuerza para no abrir la
puerta no hay nada que me importe.
Ahora
los oigo murmurar al otro lado de la puerta de nuevo y soy lo bastante
orgullosa y feliz para no esforzarme por oír lo que dicen de mí. Sé que están
indecisos, sé que tengo ventaja. Ellos no pueden hacer nada contra mí mientras
la cocina esté llena de amigos borrachos. Un hombre no puede decirle a un amigo
borracho que mi parienta se ha encerrado en la habitación y no quiere salir, la
muy bruja. Entonces el amigo borracho se echaría a reír y cada trocito de esa
risa penetraría como metralla en el alma de ese hombre. Perdería la cara, y la
cara es lo más importante que tiene un hombre borracho, bueno, no solo uno
borracho sino también uno completamente normal. La cara de un hombre es como la
manija de una puerta. Aunque esté en la puerta de una barraca tiene que parecer
la manija de la puerta de un banco o de un bar. Tiene que parecer siempre
orgullosa, orgullosa como el bronce, y la misión de la mujer es limpiar cada
día ese orgullo de las manchas de cobardía y angustia.
Knut
no va a empezar a gritar porque a ver quién quiere que otros oigan que la mujer
de uno está loca. Inge no va a echar abajo la puerta porque a ver quién quiere
que otros sepan que uno tiene una hermana loca. Así que deliberan y todavía
están demasiado sobrios como para ponerse de acuerdo en algo que hacer. Alguien
gritó en la cocina. Estoy segura de que fue una mujer, pero que nadie crea que
me importa. Yo estoy acostada sin almohada y me doy cuenta de que era un grito,
un pequeño y agudo grito de mujer jugando.
–Nenita,
nenita, nena querida –dice Knut mientras yo sonrío al techo–, querida nena,
¿por qué no abres? ¿Estás enfadada conmigo? ¿Qué te he hecho? ¡Por lo menos
podías decir qué te he hecho!
Hecho
y hecho.
Mi
querido Knut, pienso yo, o por lo menos creo que pienso así, mi querido Knut,
tú no has hecho nada. Una persona normal no pensaría que tú has hecho nada. Una
persona normal pensaría que eres condenadamente bueno. Pero es que yo no soy
normal. Porque una persona normal no se encerraría en un cuarto, no se
acostaría en ese cuarto a llorar solo porque su hombre ha vuelto del trabajo
unas horas más tarde de lo que suele los sábados y ha traído a casa a un par de
amigos latosos con sus mujeres o sus novias o unas chicas cualesquiera.
Y,
sin embargo, eso es lo que ha ocurrido. Eso y ninguna otra cosa. Cuando les oí
venir por la escalera, riéndose, llenando toda la subida de un crudo hedor de
voces, apagué el gas, tiré el delantal en el respaldo de una silla, corrí al
cuarto y cerré con llave. Después estuve pegada a la puerta oyendo cómo hacían
tonterías en el vestíbulo y cómo hacían tonterías luego en la cocina. Oí la
risa ahogada de las mujeres, llena de ambigüedad, al sentarse en las rodillas
de alguien. Supongo que habría bebida en la mesa y tazas de café y una taza se
rompió. Knut se hizo el gallito y gritó que no tiene importancia, joder.
Pero
luego oí claramente cómo Knut se empequeñecía, cuando había cerrado la puerta
de la cocina y se quedó solo y tosiendo de apuro en el vestíbulo. Yo no podía
verle, desde luego, pero sabía qué aspecto tenía y cómo iba a comportarse. Su
aspecto era furioso y avergonzado al mismo tiempo, quizá más avergonzado porque
un hombre no debe llegar a casa después del trabajo de la jornada y no
encontrar a la esposa en su sitio. A una esposa hay que tenerla en su sitio,
especialmente un sábado, ella tiene que estar ahí, con la misma seguridad que
el medio litro de aguardiente en el armario de la cocina.
Knut
empezó a buscar. Abrió la puerta del váter y, aunque seguro que no lo necesitaba,
entró y estuvo allí un rato porque no hay que dar la impresión de que uno anda
buscando a su esposa. Yo estaba todo el tiempo pegada a la puerta escuchando la
comedia, comedia porque él sabía todo el tiempo que yo me había encerrado aquí.
No es la primera vez, pero sí es la primera vez que se ha visto obligado a
darse por aludido. Las otras veces ha venido a casa solo, o hemos estado solos
los dos en la cocina y de repente yo me he levantado y he corrido al cuarto y
he cerrado la puerta con llave. Entonces él se ha quedado un rato esperando, ha
ido unas cuantas veces del fogón a la ventana, ha prendido una pipa y luego ha
llamado a mi hermano para quedar con él a la puerta de un bar. Esas veces me ha
vencido yéndose, dejándome sola en lugar de venir a estar conmigo.
¿Era
eso lo que yo quería? ¿Es eso lo que quiero? ¿No se encierra uno en una
habitación para poder estar solo? No, yo no. La primera vez que ocurrió y Knut
pasó fuera toda la noche después con Inge y me encontró llorando en la alfombra
del cuarto con la cabeza envuelta en un almohadón empapado, se acostó en la
cama con los zapatos puestos gritando que él era el hombre más considerado del
mundo que dejaba a su jodida esposa en paz cuando quería estar sola.
Quería-estar-sola.
¡Queríaestarsola!
Estarqueríasola.
Esquertaríasola.
Una
vez sin embargo vino y llamó a la puerta, y yo le dejé que llamara primero.
Luego le dejé rogar un rato. Se me debería perdonar, creo, esa pequeña
intransigencia. Yo solo quería enseñarle lo que se siente al tener que luchar
un poco para conseguir a una mujer. Yo solo quería inducirle a que me ayudara a
vencer mi soledad penetrando en ella. Mientras él rogaba yo me desnudé sin
hacer el menor ruido y cuando giré la llave estaba casi desnuda. Y sin embargo
él no me vio. Entró directamente en la habitación con la misma apresurada
indiferencia con que se entra en una cabina telefónica. Entró, abrió un cajón
de su escritorio, sacó el medio litro de aguardiente de él y salió y
desapareció para el resto de la noche. ¡Y que yo no me hundiera a través del
suelo con mi desnudez! Me sentí como una ramera despreciada, como se puede
comprender.
Pero
esta noche es diferente. Estuve escuchando los pasos de Knut, cómo a
regañadientes y ansiosos y un poco ebrios se acercaban a la puerta del cuarto,
más despacio a medida que se acercaban porque sabían. Y luego la manija que se
presionaba hacia abajo lentamente y el juramento que no llegó nunca porque él
sabía.
–Inge
–gritó luego a través de la puerta de la cocina–, ven un momento. Te llaman por
teléfono.
Inge
es mi hermano, pero no es solo mi hermano. Es algo mucho más grande también. Él
es la buena conciencia de Knut. Puede ser bastante difícil para la buena
conciencia de un hombre descuidar a su esposa tan abiertamente como él desearía
poder hacerlo. Tener a Inge le viene muy bien a Knut. Inge debe de hacerle
pensar: Es verdad que a veces salgo y no vuelvo a casa, pero en todo caso es
con su hermano con quien estoy. ¡Su hermano, figúrense!
No
hay una frase que sea tan buena como en todo caso. Yo conozco esa frase y sé
que puede usarse como estaca cuando uno quiere empujar a otro más adentro en su
fango.
Pero
Inge acudió. Inge no es tonto y entendió enseguida lo que había pasado. Inge,
pensé yo allí al pie de la puerta, tú eres en todo caso mi hermano. Ahora
confío en ti. Ahora me ayudarás a salir de aquí sin que por eso tenga que
perderme. Estuve a punto de decírselo, pero unos segundos más tarde me habría
mordido la lengua si se lo hubiera dicho. Porque esto es lo que le dijo Inge a
Knut:
–¿Para
qué quieres que salga, ahora que ya has conseguido encerrarla? Déjala ahí y que
rabie si quiere. A algunas mujeres no hay nada que más les guste. Déjala así
hasta que se ablande.
Fue
entonces cuando sentí que necesitaba una almohada. Fue entonces cuando me
arrastré por la habitación hasta la cama. No, arrastrarme tal vez no me
arrastré, solo que eso fue lo que sentí. Me pareció que toda una galería de
ojos ebrios, alegres, despiadados me contemplaba durante la corta huida por el
suelo desde la puerta hasta la cama, y ellos fueron los que me hicieron
arrastrarme, aunque a lo mejor corrí. Hundida en una almohada oí que los dos
que estaban allí fuera se iban, pero también que volvían casi enseguida.
Vuelven,
pensé, aunque la almohada debía impedirme pensar. Vuelven. Algo han olvidado
pues en la habitación. Aquí hay algo que ellos quieren. O…
Me
levanté a buscar en la habitación, abrí cajones, armarios, miré bajo la ropa y
detrás de la loza, pero no había ninguna bebida escondida en ningún sitio.
Necesitaba la almohada todavía un rato para cubrir mis dudas. No puedo ser
débil, pensé, solo una vez le abre una mujer la puerta a un hombre en vano.
Mientras ellos estaban allí fuera llamando, temerosos de que les oyeran las
bulliciosas personas de la cocina y temerosos de que no les oyera yo, yo estaba
acostada con una almohada fuertemente apretada contra la cabeza para ahogar mis
estúpidas ganas de levantarme corriendo a girar la llave y mostrarles mi cara
boba y feliz a los dos hombres que estaban al otro lado de mi puerta. Pero el
dolor se deslizó por debajo de la almohada y clavó sus tormentos en mí, me
recordó el momento terrible de humillación, pero la alegría se pega al dolor
como una sanguijuela, y la sanguijuela chupó mi dolor, y yo me sentí lo
suficientemente feliz y débil como para dejar caer la almohada.
Voy,
pensé, claro que abro. Ahora sé que es por mí por quien llamáis. Porque en la
cocina tenéis todo lo que queréis: bebidas y mujeres y hombres que se ríen. Y
sin embargo estáis donde estáis. También me necesitáis a mí. Solo un minuto más
y voy.
Pero
si uno ha estado muy solo no hay nada que sea tan precioso como los minutos
anteriores al fin de la soledad, y yo aplacé lo que iba a hacer porque eso me
enriquecía más. Por cada minuto de soledad me iba hinchando más de felicidad.
Yo era un sapo y el sapo pensó: “Todavía hay piel. Todavía me falta mucho para
estallar”.
Y
entonces fue de repente demasiado tarde. Si la puerta de la cocina no se
hubiera abierto justo en ese momento estoy segura de que yo habría estado
camino de mi puerta cerrada. Pero la puerta de la cocina se abrió y yo
permanecí acostada en la cama, inflada e inmóvil de satisfacción como una
serpiente después de haberse tragado un conejo. Fue una mujer la que llegó
primero, y luego llegaron todos. Y los hombres que me esperaban a mí dejaron de
reclamarme. De repente ya no me esperaban. Solo esperaban a que su dignidad
corriese a alcanzarles. Y finalmente llegó y entonces Inge gritó:
–Estamos
tratando de engañar a mi hermana para que salga, pero nada.
Y
Knut gritó:
–Bueno,
¿sales o no sales?
Y
entonces yo no podía salir. Yo estaba paralizada allí tumbada y una mano se
cayó de la cama y empezó a buscar una almohada. Pero antes de que esa mano alcanzase
la almohada empezó a cantar una de las mujeres desconocidas de allí fuera. Si a
eso se le puede llamar cantar, yo no lo sé. Estoy demasiado cansada y demasiado
lejos.
–Open
the door, Richard. Open the door and let
me in.
–Eso
quiere decir abre la puerta, Rickard, por si acaso no lo supieras, cascarrabias
–gritó Inge.
Yo
entonces hubiera debido levantarme corriendo y gritando con todas mis fuerzas:
“Yo no me llamo Rickard. Yo no soy un tío y sobre todo yo no soy una puta que
tiene tiempo para andar por las tiendas de música todo el día buscando discos
para sus amantes nocturnos”.
Hubiera
debido y hubiera debido, pero no fue así. En lugar de ello la piadosa almohada
cayó sobre mi cabeza y era como una masa que llegaba a todas las rendijas de mi
cara y las tapaba y se endurecía, y todo lo que pasó luego lo oí y lo supe,
pero no podía hacer ni lo más mínimo para evitarlo. Ni siquiera podía hacer que
mi cara se estremeciese de tristeza por ello.
Y
cuando la puerta del vestíbulo se cerró de un portazo y toda la chusma se llevó
las estrepitosas carcajadas escaleras abajo, ni siquiera pude pensar: Si al
menos uno viviera en un piso que diera a la calle. Y no al patio, porque al
patio no sale nadie un sábado por la noche. No, yo solo seguí acostada y la
almohada creció y creció, se volvió techo y se volvió paredes y se volvió
suelo. Y con todo, no era de eso de lo que yo tenía miedo. De lo que tenía
miedo era del terrible despertar al que ni mis mejores artimañas podrían
aplazar. Yo volvería a ser pequeña y normal de nuevo. Me levantaría, iría hasta
la puerta y la abriría, iría a la cocina a beber un vaso de agua. Luego
regresaría a un cuarto no cerrado con llave, me acostaría en la cama y solo
pensaría en una única cosa hasta que me durmiese, si es que me dormía: es
únicamente cuando estoy sola cuando puedo abrir. Únicamente cuando nadie puede
entrar puedo tener la puerta abierta. ¿Hasta qué punto tengo que quedarme sola
para que alguien descubra al fin mi soledad y me salve? ¿Para que eche abajo mi
puerta?
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