Alejo Carpentier
Sobre mi mesa hay un cuadro
de Savitry: El estudiante
I
Cuando el sol estuvo bien bruñido por ripolín de rocío y gamuzas
de nube, el estudiante llegó al Hotel-Dieu, después de esquivar con cuidado las
rayas de las aceras. Tres peldaños, un corredor y la estatua del primer operador
de la catarata. “Sin duda, tenía vocación de ingeniero”, pensó el estudiante, antes
de calcular mentalmente la cantidad de cocaína que sería necesaria para dar anestesia
local al Niágara.
Sus reflexiones fueron interrumpidas por la aparición
de un cuerpo blanco y estirado, atado sobre un cochecillo silencioso, que surgió
de una puerta, empujado por un interno, como barrera de guardavías. El estudiante
esbozó un saludo militar. En el fondo del corredor apareció un cuerpo idéntico.
Y varios más. Todos se deslizaban silenciosamente sobre el cemento gris del piso,
guiados por pilotos de bata blanca y alpargatas. Los cochecillos se cruzaban y volvían
a cruzarse en una ronda queda y misteriosa. El estudiante se apoyó sobre un cartel
anunciador de tratamientos antivenéreos, temiendo ser atropellado.
Pronto vio salir de una sala a un batallón de formas
blancas, que seguían a un vejete rubicundo, cuyas manos crispadas acababan de conmover
entrañas. Ello se apreciaba por su expresión de general triunfante, y las conversaciones
de sus discípulos, idénticas en tono a las que comentan el home-run de
la tarde o la patada salvadora de un juego de foot-ball. “Debe ser el divino
Zamora”, pensó el estudiante. Se hubiera asegurado que el vejete feroz había vuelto
a colgar riñones en el armario humano, o promovido fuegos artificiales de permanganato,
o soldado los caños intestinales con celeridad mágica. Prendido a la mesa de metal
por diez alfilerazos helados, el paciente había sabido de guantes de caucho paseándose
por sus vísceras, y, en menos de veintidós segundos, su vientre había sido zurcido
con el gesto favorito de los sastres agazapados en sus mesas, mientras el hilo recorría
ovillos de carne, y la aguja relucía entre el pulgar y el índice a la luz de las
bombillas.
–¡En qué espantoso lugar he venido a caer! –pensó
el estudiante.
Trató de huir. Vio una ancha puerta, amparada por
una inscripción en caracteres huecos: Trousseau. Aquella palabra tenía una tibia
sugerencia de ajuar de novia. El estudiante penetró en un corredor oscuro, esperando
admirar Malinas sedosas, evocadoras de las frescas carnes de doncellas, que se presentan
sabiamente como los filetes caros que se envuelven con encajes de papel.
El estudiante se encontró de pronto en un anfiteatro
lleno de espectadores silenciosos, vestidos de batas blancas. Todos parecían aguardar
algo sensacional. En el centro cuatro cubos de hojalata derramaban luz sobre un
artefacto blanco, parecido a una pesa de nuevo modelo. “Vaya –pensó el estudiante–;
se trata de un match de boxeo”. E instintivamente se palpó los bolsillos,
en busca de monedas para el caso de posibles apuestas.
De pronto, el ring fue invadido por un
escuadrón de trágicos griegos. Peplos nítidos, gruesos coturnos y máscaras blancas
sobre los rostros dejando ver pares de ojos llenos de ferocidad. El estudiante se
preparó a escuchar la primera estrofa del coro. Pero, en ese momento, se trajo al
Prometeo encadenado, que todos parecían aguardar. Dos Euménides colocaron una suerte
de cafetera sobre sus narices. Y el coro comenzó a agitarse en torno del héroe esquilino.
Pero era un coro de fantasmas. Sus voces estaban hechas de silencio y de misterio.
Solo se escuchaba, de cuando en cuando, el retintín de diminutos puñales, cayendo
sobre placas de cristal.
El estudiante trataba inútilmente de recordar a
qué escena del teatro clásico pertenecía la extraña escena. Pronto llegó a la conclusión
de que los espectros blancos mimaban un epílogo nunca escrito del Filoctetes. Para
evocar al guerrero con toda propiedad, habían comenzado por tallar una larga herida
en su vientre. Esa herida parecía ser el objeto de toda la pieza. Los trágicos hundían
en ella sus manos ávidas, introducían esponjas en las vísceras, navajeaban con maestría
de chulos, afinaban nervios al diapasón, pellizcaban el alma a uñas de pinza… Fascinado
por la ferocidad de aquellos hombres extraordinarios, el estudiante abandonó su
banqueta, y se acercó al grupo silencioso y horrendo.
Se vio entre ellos, inclinado sobre un surco rojo
que volvía a cerrarse, como agua de piscina en cinta de zanbullidura proyectada
al revés. El estudiante observó entonces que, en lugar de carne, los mimos recocían
un cuero grisáceo y aceitoso (“¡Horror, están tallando carne de sirena!”). Sus miradas
remontaron a contrapelo por esa humanidad insólita, hasta tropezar con una enorme
cabeza de bacalao, colocada –con el ojo redondo y vítreo–, bajo la cafetera del
cloroformo…
Los trágicos se apartaron del paciente; arrojaron
sus máscaras y guantes al suelo. Y la mesa de operaciones salió guiada por una de
las Euménides. El estudiante siguió el coche metálico hasta una sala triste y desnuda
en que fue abandonado. En un rincón, un hombre parecía aguardar. Estaba vestido
de lona amarilla, y llevaba altas botas de pescador, y bonete de cuero. Se levantó.
Quitó la sábana que cubría el bacalao aún anestesiado, y, asiéndolo por una cuerda
pasada por sus agallas, se lo echó al hombro.
El estudiante siguió al extraño visitante hasta
la puerta del Hotel-Dieu. Con él entró en la primera estación del metro donde los
personajes de los anuncios de papel de cigarrillos, pastas para sopa, lejía y ripolín,
los saludaron con aire de antiguos conocidos. Después de un viaje por túneles olientes
a ozono, el estudiante volvió a la luz con el raro personaje y su bacalao. Estaban
en el barrio comunista de Belville. Entonces el insólito pescador dio un gran salto,
y fue a completar nuevamente el anuncio de la Emulsión, que se alzaba en la cornisa
de un viejo edificio gris.
Cansado por sus emociones de la mañana, el estudiante
entró en una funeraria y pidió de comer.
II
El estudiante tenía una cita con la Albertina de Marcel Proust, a
las 4, detrás de la Magdalena.
(Fin del manuscrito, en el quinto renglón de la
quinta cuartilla.)
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