Miriam Allen DeFord
Lo que más oprimía a Lee era el silencio. En su casa, en Boston, había aprendido
de memoria a Longfellow: “El murmullo de los pinos y los abetos”. Allí había pinos
y abetos de Canadá, aunque la mayor parte del bosque estaba formado por abetos corrientes
y, sobre todo, abetos rojos; pero ninguno de ellos murmuraba. No había pájaros cantores
y sólo de tarde en tarde escuchaba la llamada de una tórtola. Incluso echaba de
menos el rumor del río Snoqualmie que tanto lo había importunado la primera noche.
El muchacho depositó en el suelo la hornilla de latón y las sartenes y latas, para
dar un descanso a sus hombros, y bebió un largo trago de su botella de agua. Pensó
que, tal vez, a fin de cuentas, había sido una insensatez no intentar cruzar ese
puente a medio terminar.
Pero jamás hubiera podido cruzarlo. Todas las bromas y burlas
de Watt sobre los cobardes jovenzuelos de dieciocho años incapaces de mantener el
equilibrio sólo sirvieron para encenderle la cara; no pudieron obligarlo a poner
un pie sobre ese artilugio tambaleante con los enormes boquetes que se abrían en
medio. Nunca había soportado la altura. Cierta vez, cuando era un renacuajo y su
padre lo llevó a Vermont en verano, descubrió que se mareaba y sentía náuseas cuando
no tenía un terreno sólido bajo los pies. Se las arreglaría muy bien solo. Tenía
un hacha para cortar la maleza si los matorrales y los rododendros se hacían demasiado
espesos. Si se topaba con un puma, o incluso con un oso, lo más probable era que
éste retrocediera apresuradamente al verlo. No tenía miedo. Sólo que todo estaba
tan terriblemente callado.
Para darse ánimos empezó a silbar “McGinty bajó al fondo del
mar”, una cancioncilla en boga en Boston dos años atrás, en 1890, antes de que falleciera
su padre y él se encontrara a la deriva. Entonces le había parecido un sueño romántico
y aventurero dejar la escuela y dedicar todo lo que le restaba del dinero del seguro
para viajar a Seattle con Watt Gibson. Sólo hacía un año que Washington se había
convertido en un estado; Watt, con los cinco años que le aventajaba en edad, y un
tío que llevaba una década en el Oeste y lo había mandado a buscar, estaba lleno
de optimistas historias de futuras perspectivas en las que se mezclaban inextricablemente
el dinero y la excitación. Pero los muchachos llegaron a la zaga de un gran incendio
que dejó a la pequeña ciudad postrada, con sólo dos edificios comerciales en pie;
la gente vivía en tiendas de campaña y había poco trabajo, excepto para carpinteros
y albañiles con experiencia. Entonces el tío de Watt se unió a una partida que iba
a colonizar el territorio al este del Snoqualmie; y Lee, que había salido raras
veces de la ciudad, agradeció abrumado la oportunidad de acompañarlos como cocinero.
No había contado con que tendría que recorrer varios kilómetros
a lo largo de una quebrada, completamente solo, hasta que ésta se hiciera lo suficientemente
estrecha para poder cruzarla, y luego recorrer el camino de regreso hasta el campamento.
Bueno, si los otros eran capaces de sobrevivir todo ese tiempo
sin tocino ni tortas, él lograría sobrevivir hasta volver a encontrarlos. Se agachó
y volvió a cargarse al hombro la pesada mochila con los utensilios de cocina. No
se oyó el menor crujido de ramitas ni un susurro de aire; pero cuando dio un rodeo
en torno al enorme tronco de un abeto se encontró cara a cara con un hombre que
lo esperaba calladamente.
Lee dio un salto y las latas tintinearon, pero el hombre continuó
quieto, esperando. Era un indio, probablemente uno de los indios Flathead de la
plantación de lúpulo, pues a veces salían al bosque en busca de bayas, perdices
y antílopes durante la temporada baja.
–Klahowya sikhs –dijo tímidamente Lee.
Todas esas tribus indias de orígenes y lenguas diversas hablaban
chinook, la jerga comercial; y también lo hablaban todos los hombres blancos que
tenían tratos con ellos; y Lee se había entretenido casi dos años en aprender a
hablar con fluidez la curiosa mezcla de inglés, francés, castellano y diversos dialectos
indios.
–Klahowya –respondió tajantemente el desconocido.
Lee no hablaba con tanta facilidad como había imaginado. El
impasible rostro moreno que tenía delante casi se sonrió mientras él le explicaba
trabajosamente hacia dónde se dirigía, eludiendo los motivos del viaje. Esos tipos
eran capaces de cruzar el Gran Cañón sobre un tablón; su delicado sentido del equilibrio
los emparentaba con los gatos.
Se enteró de que estaba casi a ocho kilómetros del final de
la quebrada. Ya había recorrido al menos cinco, de modo que le quedarían trece kilómetros
de regreso por el otro lado. Todavía estaba poco avanzado el día; con suerte, podría
reunirse con su grupo al atardecer. Si tenían hambre, podían encender una hoguera,
calentar café y comer algunas galletas que habían sobrado del desayuno, pero él,
a pesar de llevar la hornilla y todos los utensilios de cocina, no llevaba consigo
nada comestible, aparte de la sal y la levadura y una pequeña y solitaria lata de
harina. Se sintió bastante aliviado cuando el indio inquirió:
–¿Mesika olo?
Sí, tenía mucha hambre, como sólo puede tenerla un muchacho
de dieciocho años en perfecto estado de salud. El indio tenía una bolsa llena de
bayas y dos tórtolas. Celebrarían un festín.
Gravemente, sin hablar demasiado, montaron el hornillo y recogieron
astillas. Lee preparó unas tortas mientras el indio desplumaba y limpiaba las tórtolas.
Se pusieron a comer con buen apetito.
Inesperadamente, las matas de rododendro a su derecha se abrieron
sin apenas un sonido y apareció una muchacha. El indio la saludó cortésmente con
la cabeza y la muchacha esbozó una tímida sonrisa, pero no pronunció ni una palabra.
Lee permaneció sentado con la boca entreabierta, la mirada fija en ella, con un
palillo olvidado entre los dedos. La muchacha se dejó caer en el suelo a su lado,
con un gracioso gesto, y se dispuso a compartir la comida, sin haber pronunciado
aún una palabra.
En medio de su sorpresa, el muchacho se olvidó de la comida.
Miró inquisitivamente a su compañero, pero el indio se limitó a menear muy levemente
la cabeza y continuó impasible su comida. La muchacha no emitió ni un sonido y no
pareció advertir las miradas subrepticias de Lee.
Iba vestida como una india, pero resultaba evidente que era
de pura sangre blanca. Su cabello, que llevaba peinado en dos largas trenzas, era
de un suave color castaño, y cuando alargó el brazo para coger una torta, Lee pudo
distinguir la blancura de su piel, más allá de la parte bronceada. Una vez le miró
de lleno, con una curiosidad equivalente a la suya, y Lee vio que tenía los ojos
azul obscuro.
Luego se levantó tan sigilosamente como había aparecido, alzó
un momento las manos por encima de la cabeza, en señal de saludo y aparentemente
también de agradecimiento, y se alejó en silencio. Sus pasos, con los mocasines
de ante, no produjeron ni un sonido, y aunque Lee se levantó de un salto y corrió
algunos pasos tras ella, no pudo descubrirla por ningún lado.
Cuando volvió, el indio estaba recogiendo las cosas y enterrando
los restos de su comida. Parecía divertido, pero esperó que fuera Lee quien hablara.
–¿Quién es? –preguntó el muchacho en chinook.
El indio estaba atareado encendiendo su pipa. Cuando consiguió
que tirara bien, respondió pausadamente, en la misma lengua, aunque sin ir al grano.
–Ella no puede oír –dijo–, pero si hablamos de ella cuando
ella está aquí, ella lo sabe y se pone triste.
–¿Pero quién es?
–Okustie stick–dijo el indio y siguió chupando su pipa
en silencio.
–La hija del árbol.
Lee se ruborizó: ¿se estaría burlando de él ese hombre? Pero
el indio le miró con amodorrada amabilidad.
Un poco ofendido, el muchacho terminó de empacar sus cosas
y se dispuso a continuar su viaje. Sentía los ojos del hombre fijos en él, pero
no miró hacia donde se encontraba el indio. Cuando hubo terminado su tarea, dijo
secamente:
–Gracias por la comida. Adiós, amigo.
Y le volvió la espalda para marcharse.
El indio soltó una risita.
–Espera. Te lo contaré –se ofreció secamente.
Eso era justo lo que deseaba Lee. De inmediato dejó caer la
mochila y se instaló en cuclillas al lado del hombre, con la espalda apoyada en
el gran abeto.
Se produjo un cómodo silencio. Luego el indio, fumando tranquilamente
al tiempo que emitía las palabras guturales de la extraña lengua, dijo:
–Hace mucho tiempo yo vine aquí, yo era un niño. Hace mucho
tiempo mi padre venía a veces aquí a cazar. A veces hacía un puchero, quería mucha
comida para dar a sus amigos. Entonces vivíamos a la orilla del lago, pescábamos.
A veces buscábamos carne de oso, carne de antílope, mi padre recorría muchos kilómetros,
cazando aquí en los bosques. Yo era un niño, él me trajo, me enseñó a cazar. Y mucho
antes de que ella naciera, yo conocí a la madre de esa chica.
–Es una chica blanca, ¿verdad? –se le escapó a Lee.
El indio arrugó el ceño; había interrumpido el orden de su
relato.
–Su madre mujer blanca.
–Pero parece toda blanca. ¿Su padre es un indio?
–Su padre no indio, no hombre blanco. Escucha, no hables.
Yo te lo contaré.
Lee se acomodó. Los hombres podían esperar; estarían bastante
cómodos y contentos de gozar de un merecido descanso tras varios días de marcar
senderos y talar matorrales. El indio levantó una mano admonitoria para atajar nuevas
interrupciones y continuó:
–Esa chica más joven que tú. Esto que te diré sucedió cuando
yo ya hombre. Pero empezó hace mucho tiempo, cuando mi padre me trajo aquí de niño,
me enseñó a cazar. Cuando yo mayor, vine solo. Entonces un hombre blanco y una mujer
blanca vinieron de muy lejos, a vivir aquí en los bosques.
“Pronto tal vez muchos hombres blancos vivirán aquí, talarán
árboles, construirán casas. Tú vienes hoy, mañana muchos más. Algún día no habrá
bosques, todo casas, todo hombres blancos. Pero entonces él, primer hombre blanco
que vino aquí, y trajo una mujer con él.
“Por qué vino, no lo sé, mi padre no lo sabía. Tal vez hizo
algo malo, escapó. Tal vez estaba enfermo, quería curarse en el bosque. Tú vienes
aquí enfermo, los árboles te curan. Pero no, era un hombre fuerte, trabajaba mucho,
no estaba enfermo. Tal vez estaba loco, no sé. Pero vino, y trajo una mujer.
“Primero acampó, luego taló árboles y construyó una casa.
Ahora la casa no está, los árboles crecieron sobre ella. Pero él la construyó y
cazó para comer, y la mujer recogía bayas. Ella limpió el terreno e intentó plantar
maíz, no pudo. No era mujer para trabajar duro. Cuando la vi noté en sus manos que
no era mujer para trabajar.
“El hombre trabajaba mucho, todo el día, talaba árboles construyó
una cerca, cazaba. Al final del día, estaba muy cansado; comía, se acostaba, dormía.
En la mañana se levantaba salía a trabajar. Nunca hablaba mucho; siempre mucho silencio
para la mujer”.
Lee pensó en el silencio del bosque, que tanto lo había oprimido.
Imaginó a una mujer blanca de buena familia condenada a vivir para siempre en ese
bosque y se estremeció.
–Cada año, el hombre blanco se marchaba, volvía a su tierra.
Tal vez no había hecho cosas malas, tal vez sólo vino porque estaba loco. Pero no
estaba tan loco, cuidaba muy bien de todo. Estuvo fuera tal vez dos lunas.
“Esos días nuestra gente tenía esclavos. Él acudía a nosotros,
pedía un esclavo para ayudarle a llevar una carga. Volvía, devolvía el esclavo,
nos dejaba regalos. A veces nosotros queríamos cosas, se lo decíamos, las compraba,
nos las traía. Siempre volvía muy cargado, todo lo que necesitaba hasta el próximo
año. Cuando estaba fuera, dejaba la mujer sola en la casa.
“Un día vino así a nuestro lugar, habló con mi padre. Dijo:
“–Mi mujer escapó.
“Mi padre dijo:
“–¿La has encontrado?
“Él dijo:
“–Oh, sí, la he encontrado. Ha escapado dos veces, tres veces,
tal vez está loca, creo.
“Mi padre dijo:
“–¿Qué hizo para que creas que está loca?
“El hombre blanco dijo:
“–Cuando la encontré, hacía el amor con un abeto. Abrazaba
al abeto, le decía como a un hombre: ‘Tú me entiendes, tú me quieres’.
“El hombre blanco rio, pero mi padre meneó la cabeza. Sabía
que los árboles son buena medicina para los enfermos, mala medicina para los locos.
¿Ves este árbol grande?”
Lee asintió con un movimiento de cabeza. El indio rozó levemente
el enorme abeto contra el cual estaban apoyados.
–Los árboles quieren a la gente, algunos árboles antes fueron
gente, hace mucho tiempo. Este árbol oye todo lo que decimos. No puede responder,
pero oye.
Parecía absurdo, pero a pesar suyo Lee sintió un leve estremecimiento
en la espina dorsal. El indio continuó gravemente:
–Tú tratas mal a la mujer, la dejas sola, a lo mejor le pegas,
a lo mejor le dices malas palabras, algún árbol lo oye. Ese árbol llama a esa mujer,
se la quita al hombre, tal vez se hace su marido.
Eso era excesivo. El muchacho se rio. El indio arrugó el ceño.
–Tú no rías. El hombre blanco se rio cuando mi padre se lo
dijo. Él dijo: “Tú también estás loco, como mi mujer”. Él se fue.
“Entre tanto, yo me hice hombre mayor, iba a cazar solo al
bosque. Mi padre era hombre viejo, no iba conmigo. Nos hicimos pobres, dejamos nuestra
casa, no más esclavos, salimos a trabajar para los hombres blancos en la plantación
de lúpulo. A veces, como ahora, recordaba cuando era niño. Volvía a los bosques,
vivía aquí dos, tres días. Recordaba los buenos tiempos que viví, olvidaba los malos
tiempos. Cada vez que venía, cuando era un hombre joven, veía a la mujer blanca
aquí. A veces su marido estaba trabajando en el bosque, a veces estaba lejos, en
su tierra. Pero siempre lo mismo: ella paseaba por el bosque, sin miedo a nada.
Los jaguares, los osos, los antílopes: ella hablaba con esos animales, nunca le
hacían daño. A veces cantaba. Una vez la vi, hace mucho tiempo. Alguien mató una
hembra de antílope, tal vez su hombre, tal vez un indio. La pequeña cría estaba
sola, tal vez tenía un mes. Ella cogió la cría en los brazos como un niño, le cantó.
Yo lo vi.
“Siempre hablaba también con los árboles, como si fueran gente.
Eso es malo, hablar con los árboles. Los árboles escuchan, no pueden hablar, pero
oyen. Un gran abeto –grande como éste– la vi abrazarlo, besar la corteza, hablarle
al árbol. Lo vi y corrí. No quería que el árbol me castigara porque lo vi con la
mujer. Tú no me crees, pero yo te lo digo.
“Luego vino un largo invierno, muy malo. Mucha nieve, muy
profunda. No podía trabajar; le dije al patrón; me voy a los bosques, tal vez cace
algo para comer, tal vez no. Hace diecisiete años, tal vez”.
Diecisiete años. Juzgando su edad lo mejor que pudo, Lee pensó
que la muchacha debía tener unos dieciséis.
–Traté de cazar todo el día; ni una perdiz, ni una tórtola,
ni un antílope, nada. La nieve caía fuerte, hacía mucho frío. Me acerqué a la casa
del hombre blanco. Ahora la casa ya no está, los árboles han crecido sobre ella.
Pero entonces la casa estaba allí. Oí voces dentro. Yo no quería entrar, tal vez
se peleaban, no querían que un extraño oyera. Esperé fuera, escuché. La mujer blanca
estaba muy enfadada, lloraba, decía: “¡Deja esa hacha!” Yo miré por la ventana:
sólo había un papel en la ventana y el viento había rasgado una esquina, de modo
que pude ver. El hombre blanco tenía un hacha, ella le sujetaba el brazo, muy fuerte.
“Él dijo: ‘¡Voy a acabar con esta tontería! ¡Acabaré con esto!’
Pensé que tal vez iba a hacerle daño, tenía que impedirlo, pero ella le soltó el
brazo, corrió a la puerta y él no la tocó. Él dijo: ‘¿Qué haces? ¿A dónde vas?’
Entonces la oí hablar con la voz de otra mujer, no su voz; si no lo veo, pienso
que hay otra mujer en la habitación. Aguarda. Recuerdo lo que dijo ella, las palabras.
No chinook, las diré en King Chautch le Lang”.
El indio hizo una pausa, como si intentara recordar exactamente;
luego muy despacio, en su voz gutural, dijo en inglés: “Terminé contigo. Me voy
a un lugar donde me quieran”.
El sonido de esas lentas palabras mal pronunciadas, en la
monótona voz del indio, recorrió con un estremecimiento de horror las venas de Lee.
Era un muchacho con imaginación –otro sin imaginación, como Watt Gibson, habría
cruzado ese puente colgante sin pensárselo dos veces–, y de pronto oyó a esa criatura
perdida, desolada, agotada hasta la locura, pronunciando su terrible desafío. En
el silencio que siguió, imaginó por un momento que podía oír los ligeros pasos de
la muchacha. Pero cuando se volvió bruscamente, no había nadie a la vista.
–Entonces –siguió diciendo el indio con deliberación–, porque
habló con la voz de otra mujer, supe que estaba loca de verdad. Prefería quedarme
afuera en la nieve que estar con una mujer loca. No escuché más, me fui.
–¿Y no averiguaste qué pasó? –preguntó Lee–. Él debía tener
intención de cortar ese gran árbol que tanto le gustaba a ella, ¿no crees? Y ella
intentaba impedírselo. ¿Lo cortó?
Con gran turbación, de pronto advirtió que había hablado en
inglés, lengua de la cual el indio probablemente no conocía más que un par de palabras.
Pero el hombre no hizo caso de su interrupción y siguió hablando plácidamente.
–Me alejé, pero no encontré nada que cazar. Llegó la noche,
seguía nevando. Yo tenía mucho frío, no podía hacer fuego en la nieve. No tenía
más remedio que pasar la noche con la mujer loca. Volví a la casa del hombre blanco.
No había luz. Me acerqué a la puerta para llamar, ni un ruido en la casa. Tropecé
junto a la puerta, me agaché. Cogí una rama de árbol, estaba tirada en el umbral.
Sacudí la nieve de la rama, la palpé. Era una rama de abeto. Entonces supe.
–¿Supiste qué?
–Supe que el abeto había venido a buscar a la mujer. Supe
que la había oído, había venido a buscarla. Supe otra cosa. Abrí la puerta. El hombre
blanco estaba tendido en el suelo. Encendí la luz, pero ya lo sabía antes de mirar.
Estaba muerto.
–¿Muerto?
–Llevaba cuatro, cinco horas muerto. Miré para ver alguna
señal de cómo había muerto, pero lo sabía antes de mirar. La nuca estaba rota.
–¿Con el hacha?
–El hacha estaba en un rincón, estaba limpia. El árbol había
oído; había venido a buscar a su mujer, lo había matado.
–¡Pero, por Dios! –explotó Lee. Se contuvo y continuó pausadamente
en chinook–: un árbol no puede entrar en una casa y matar a un hombre.
–El espíritu del árbol puede entrar en cualquier parte, matar
a cualquiera. Escúchame.
“Regresé al rancho, pero volví aquí. Antes del verano vi a
la mujer blanca, tal vez dos, tres veces. No lo dije a nadie, ni a mi padre, ni
a nadie. No quería que el árbol viniera, me castigara. La primera vez que volví,
la luna siguiente, la casa estaba limpia, el cuerpo muerto enterrado. Una mujer
puede hacer eso, trabaja lentamente sobre la tierra helada. Hizo mucho frío todo
el tiempo, el cuerpo se conservó hasta que ella hubo terminado. Una vez volví, justo
antes del verano. Vi a la mujer, ella dijo: “Vuelve cuando caiga la primera nieve”.
Yo dije: “Vendré”.
“Cayó la primera nieve, le dije al patrón: no puedo trabajar,
vine aquí, fui a la casa de la mujer blanca. Ahora era su casa, el hombre estaba
muerto. Pero ella vivía casi todo el tiempo afuera, en el bosque, con el árbol.
Entré en la casa, estaba muy enferma. Iba a morir. Tenía un bebé. Esa niña que has
visto.
“Ella dijo: ‘Yo voy a morir, tú coge la niña, dásela a tu
mujer’. Yo dije: ‘Me quedaré. Esperaré’. Me quedé, tal vez dos, tres días, le di
comida. Luego, ella murió. Cavé una fosa, la enterré. Luego, le llevé la niña a
mi mujer.
“Era la hija del árbol. El árbol oye demasiado, por eso ella
no puede oír, no puede hablar. Pero era una niña muy buena, muy tranquila. Vivió
con nosotros, como nuestra hija. Muy bonita, muy buena, pero no podía hablar. Cuando
fue una niña mayor, se escapó. Yo sabía dónde estaba. Vine aquí, la encontré, me
la llevé. Ella se escapó una y otra vez.
“Ahora está todo el invierno en nuestro campamento. Ayuda
a mi mujer, trabaja en el rancho, es muy buena chica. Pero cuando llega la primavera,
se escapa, se queda aquí hasta la primera nieve. Ahora no la sigo, sé dónde está.
Vengo aquí, a veces la veo, a veces no. Ella vive aquí, coge bayas, se lava en el
río, duerme en el suelo. Está con su padre.
Instintivamente, Lee se apartó del abeto gigante contra el
cual se había apoyado. El indio casi se sonrió.
–No este árbol. Yo no me apoyo en ese árbol. Ese árbol está
muy escondido en el bosque. Si un hombre blanco corta algún día ese árbol, tal vez
lo lamente. Tal vez el árbol le mate al caer.
–¡Todo lo que dices es imposible! –exclamo Lee, en voz excesivamente
alta. Luego cambió otra vez al chinook–: Ella es una muchacha mayor. ¿Estará segura
en el bosque?
–Está segura –dijo tristemente el indio–. Mi mujer vigila
que esté segura en el campamento, su padre vigila que esté segura en el bosque.
Yo pienso que tal vez nunca amará a un hombre. Sólo es medio como tú y como yo.
Lee lo miró dubitativo. La muchacha era muy bonita.
El indio se levantó. Sin duda debía estar de regreso en la
plantación, en Snoqualmie, al amanecer.
–Tú vuelve con tus amigos, tal vez esta noche. Esta noche
hay luna llena, será fácil –levantó una mano en señal de despedida–: Klahowya
sikhs.
–Klahowya –respondió Lee. Luego, cuando ya se había
alejado algunos pasos y empezaba a preguntarse con el pulso acelerado si la muchacha
no volvería a aparecer entre los matorrales cuando el hombre se perdiera de vista,
le gritó–: no te creo. La mujer blanca mató al hombre. La niña era su hija.
“O la tuya”, pensó para sus adentros.
El indio también se volvió y le sonrió con condescendencia.
Había vivido con hombres blancos: sabía cómo funcionaba su mente.
–La niña no era su hija –dijo sin pasión–. La niña no era
mi hija, tampoco. Yo no toco una mujer que pertenece a un árbol. Tú eres un hombre,
no un niño, no hables como un niño. Esa chica no es la hija de ningún hombre. Nació
diez meses después de morir el hombre, cuando empezó a caer la nieve. Es hija del
árbol.
Lee también sonrió y meneó obstinadamente la cabeza. El indio
se encogió de hombros y dio media vuelta para marcharse. El muchacho lo vio desaparecer
entre los árboles; luego se ajustó la pesada mochila y empezó a avanzar por el sendero.
Era cierto lo que le había dicho Watt; esos indios tenían mentalidad de niños. ¡Todas
esas historias fantásticas!
Oyó un leve rumor a su izquierda, entre los matorrales. Lee
levantó bruscamente la vista y alcanzó a divisar una larga cabellera castaña.
¡Ajá, se dijo, conque se ha fijado en mí! Tenía mucho tiempo;
el día todavía era joven. Deliberadamente depositó la mochila en el suelo ató su
pañuelo a una rama para señalar el lugar y se apartó del sendero.
Ella era más ligera que él y el bosque era terreno familiar
para ella. Pero se mantuvo lo bastante próxima a su vista y a su oído para seguir
atrayéndole. De pronto se detuvo, a menos de veinte metros de él; y sus ojos le
miraban invitadores.
–¡Espera! –le llamó Lee, olvidando que no podía oírle. No
se oía ningún otro sonido; los árboles le rodeaban como solemnes guardianes. Echó
a correr.
Se encontró ridículamente tendido sobre el duro suelo, con
las rodillas lastimadas, la mano izquierda ensangrentada.
Se levantó dolorido. Vio tirada en el suelo la rama caída
que lo había hecho tropezar.
Se agachó y la recogió. Se le quedó mirando un largo minuto.
De un vistazo comprobó que los árboles que lo rodeaban eran abetos rojos, con algunos
pinos.
La rama que tenía en la mano era de un abeto corriente.
La muchacha había desaparecido. Sólo había silencio a su alrededor.
Temblando bajo los cálidos rayos del sol, Lee regresó cojeando
al sendero. Se cargó la mochila a la espalda tan rápidamente como pudo y echó a
andar rumbo al campamento. Sólo deseaba estar junto a Watt y los otros tan pronto
se lo permitieran sus presurosas piernas.
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