Álvaro Cepeda Samudio
María
Zenobia se sienta al piano en las tardes
a tocar larguísimas y tristísimas cosas que ella dice son “de Chopin, de Chopin”,
displicentemente, con su aspecto de señorita quedada, aún después de treinta y un
años de casada y de nueve hijos.
Las tardes de
María Zenobia comienzan a las once de la mañana. Cuando el ejército de muchachas,
de ayas y de gobernantes, disponen por fin de la algarabía del desayuno y los peones
han terminado de lavar los calambucos, de enganchar nuevamente los bueyes a las
carretas, como tapizadas con inmensas hojas, desflecadas y marrones, de banano,
y de ensillar sus mulas y el patio de los caimitos queda en silencio, sólo entonces
María Zenobia se aventura al comedor grande. Envuelta en un batón azul desvaído,
vaporoso, que compró alguna vez en Bruselas, pero ya el encrestado cuello de organdí
un poco mustio y las arandelas de las mangas, como de rumbera cubana, desgonzadas
todas sobre las manos muy pequeñas, apenas sostenidas por tres anillos imponentes,
emerge –porque esta es la palabra precisa para describir la salida de su cuarto–
apartando la cortina espesa de encaje que la ha aislado desde temprano de los ruidos
y de la actividad del despertar de la casa, que se prolonga hasta casi medio día.
Subrepticiamente,
podría decirse, María Zenobia se sienta sola y más diminuta aún, en el único puesto
que queda hecho en la mesa, a la izquierda de la cabecera y de espaldas al patio.
Destapa el vaso de leche agria desatando con mucho cuidado el cáñamo que sujetaba
el papel de estraza a la boca, bebe el suero que se ha acumulado sobre el coágulo
blanco, brillante, que ocupa más de la mitad del vaso, y luego, con una larga y
muy fina cucharita de plata, picotea tres o cuatro veces la leche endurecida. Sin
esperar siquiera a que Isabel venga a recoger el resto de la vajilla y de la cubiertería,
del pan, del café, de las frutas que nunca toca, se levanta y vuelve a su cuarto
para iniciar el lento y acucioso proceso de prepararse para sus tardes: la escritura
del diario, su correspondencia y el piano.
El diario de María
Zenobia había comenzado como todos los diarios: “en estas páginas de blancura impoluta
estamparé mis más recónditos y secretos pensamientos, mis azules alegrías y mis
grises tristezas” y avanzó familiarmente por entre “esta tarde me rozó, como por
casualidad, pero yo me di cuenta que no era casualidad, la mano: ¡perdóname San
Juan del Córdoba!”; desembocó lloroso en el sabido “sufro, sufro, sufro”; y luego
el largo y pudoroso silencio que hay en todos los diarios femeninos y que se extiende
desde día siguiente de la noche de bodas hasta el segundo o tercer hijo.
El diario se reanuda
dubitativo primero; inquisidor más tarde; narrativo y minucioso hasta la saciedad
en un período intermedio; resignado con la resignación del “ya me nació la albina”;
expectante cuando consigna que “los examino con mucho cuidado uno a uno para ver
cuándo va a comenzar a crecerles el pelo; no me preocupa en los varones, pero qué
habré de hacer si le toca a una de las niñas; de todas maneras el cuarto del fondo
ya está listo”.
Liberado por fin
de estos pequeños problemas domésticos como la muerte de algunos parientes cercanos
y del accidente del esposo, el diario de María Zenobia se lanza definitivamente
en los últimos años por los caminos de la más fantástica imaginación y poesía. Del
tomo 507, aproximadamente hasta nuestros días, el diario de María Zenobia no presenta
variaciones muy significativas en la temática, aunque el mundo fantasmagórico que
ha logrado crear y en el que se desenvuelve su existencia actual, es repoblado constantemente
por caracteres ya conocidos, sepultados, olvidados, que resucitan inesperadamente
en las más extrañas circunstancias y posiciones.
Aunque ya el cuarto
del fondo está desocupado y ahora se amontonan contra sus paredes volúmenes y volúmenes
del diario, que ya no caben en los dos cuartos de la esquina, adyacentes al dormitorio
de María Zenobia, y la obra parece que va a ser de una importancia que todavía no
puede medirse, lo que verdaderamente interesa de las tardes de María Zenobia son
sus interpretaciones de Chopin, y la carta que envía todos los días a Tucson, Arizona,
y que comienza invariablemente: “Mi querida Juana, desde que te fuiste tan lejos
en este pueblo ya no queda ninguna albina, y la verdad es que las echamos mucho
de menos…”
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