Vicente Blasco Ibáñez
A las diez de la noche,
el conde de Sagreda entró en su Círculo del bulevar de los Capuchinos. Gran movimiento
de los criados para tomarle el bastón, el sombrero de innumerables reflejos y el
gabán de ricas pieles, que, al separarse de sus hombros, dejó al descubierto la
pechera de inmaculada nitidez, la gardenia de una solapa, todo el uniforme negro
y blanco, discreto y brillante, de un gentleman que viene de comer.
La
noticia de su ruina era conocida en el Círculo. Su fortuna, que quince años antes
había despertado cierta resonancia en París, desparramándose fastuosamente a los
cuatro vientos, estaba agotada. El conde vivía de los restos de su opulencia, como
esos náufragos que subsisten sobre los despojos del buque, retardando entre angustias
la llegada de la última hora. Los mismos criados que se agitaban en torno de él
como esclavos de frac, conocían su desgracia y comentaban sus apuros vergonzosos;
pero ni el más leve reflejo de insolencia turbaba el agua incolora de sus ojos,
petrificada por la servidumbre. ¡Era tan gran señor! ¡Había tirado su dinero con
tanta majestad!… Además, era un noble de veras, con esa nobleza secular cuyo rancio
tufillo inspira cierta gravedad ceremoniosa a muchos ciudadanos cuyos abuelos hicieron
la Revolución. No era un conde polaco de los que se dejan entretener por señoras,
ni un marqués italiano que acaba haciendo trampas en el juego, ni un gran señor
ruso que muchas veces vive de los fondos de la policía; era un “hidalgo”, un grande
de España. Tal vez alguno de sus abuelos figuraba en El Cid, en Ruy
Blas o cualquiera otra de las piezas heroicas que se dan en la Comedia Francesa.
El
conde entró en los salones del Círculo, alta la frente, arrogante el paso, saludando
a los amigos con una sonrisa fina y alegre, mezcla de altivez y frivolidad.
Estaba
próximo a los cuarenta años, pero aún era el beau Sagreda, como lo habían
bautizado mucho tiempo antes las damas noctámbulas de Maxim y las madrugadoras amazonas
del Bosque. Algunas canas en las sienes y un triángulo de ligeras arrugas junto
al vértice de los párpados revelaban el esfuerzo de una existencia demasiado rápida
con la máquina vital a toda presión. Pero los ojos aún eran juveniles, intensos
y melancólicos; unos ojos que le hacían ser llamado “el moro” por sus amigas y amigos.
El vizconde de La Tremisinière, premiado por la Academia como autor de un estudio
sobre uno de sus abuelos, compañero de Condé, y muy apreciado por los anticuarios
de la orilla izquierda del Sena, que le colocaban todos los lienzos malos de sus
almacenes, le llamaba Velásquez, satisfecho de que la color morena y ligeramente
verdosa del conde, el negro y empinado bigote y los ojos graves, le proporcionaran
ocasión de lucir sus grandes conocimientos en pintura española.
Todos
en el Círculo hablaban de la ruina de Sagreda con discreta compasión. ¡El pobre
conde! ¡No caerle una herencia nueva! ¡No encontrar una millonaria americana que
se prendase de su persona y sus títulos!… Había que hacer algo para salvarle.
Y
él marchaba entre esta compasión muda y sonriente, sin percatarse de ella, abroquelado
en su altivez, tomando por admiración lo que era simpatía dolorosa, obligado a penosos
fingimientos para conservarse en el mismo ambiente de años antes, creyendo engañar
a los demás, sin otro resultado que engañarse a sí mismo.
Sagreda
no se hacía ilusiones acerca del porvenir. Todos los parientes que podían sacarle
a flote con un testamento oportuno lo habían hecho ya muchos años antes, saliéndose
de la escena del mundo. Nadie quedaba “allá abajo” que pudiera acordarse de su nombre.
Sólo tenía en España vagos parientes, nobles personajes unidos a él por vínculos
históricos más que por afectos de sangre. Le hablaban de tú, pero no debía esperar
de ellos otro auxilio que buenos consejos y amonestaciones por sus locas prodigalidades…
Todo acabado. Quince años de intenso brillo habían consumido el rico bagaje con
que un día llegó Sagreda a París. Los cortijos de Andalucía, con sus vacadas y yeguadas,
habían cambiado de dueño sin conocer apenas a este amo fastuoso y siempre ausente.
Tras ellos habían pasado a manos extrañas inmensos trigales de Castilla, arrozales
de Valencia, caserías de las provincias del Norte, toda la hacienda principesca
de los antiguos condes de Sagreda, a más de las herencias de varias tías solteronas
y devotas y de los fuertes legados de otros parientes muertos de vejez en sus vetustos
caserones.
París
y las estaciones elegantes de verano habían devorado en unos cuantos años esta fortuna
de siglos. El recuerdo de unos amores ruidosos con dos actrices de moda; la sonrisa
nostálgica de una docena de mundanas de precio; la fama olvidada de unos cuantos
desafíos; cierto prestigio de jugador temerario y sereno, y una reputación de esgrimidor
caballeresco e intransigente en materias de honra, era todo lo que restaba al beau
Sagreda después de su ruina.
Vivía
del antiguo prestigio, contrayendo nuevas deudas con ciertos proveedores que fiaban
en un restablecimiento de su fortuna al acordarse de otras crisis. “Su suerte estaba
echada”, según se decía el conde. Cuando no pudiera más, anclaría a una resolución
extrema. ¿Matarse?… ¡Nunca! Los hombres como él sólo se suicidan por deudas de juego
o de honor. Abuelos suyos, nobles y gloriosos, habían debido enormes sumas a gentes
que no eran sus iguales, sin pensar por esto en matarse. Cuando los acreedores le
cerrasen sus puertas y los prestamistas le amenazaran con el escándalo ante los
tribunales, el conde de Sagreda, haciendo un esfuerzo, se arrancaría de la dulce
existencia de París. Sus ascendientes habían sido soldados y colonizadores. Él iría
a engancharse en la Legión Extranjera de Argelia o se embarcaría para la América
conquistada por sus abuelos, siendo jinete pastor en las soledades del sur de Chile
o en las infinitas llanuras de la Patagonia.
Mientras
llegaba el temido momento, esta vida azarosa y cruel, que le obligaba a continuas
mentiras, era el período mejor de su existencia. De su último viaje a España, para
liquidar ciertos restos del patrimonio, había vuelto con una mujer, una señorita
de provincias, cautivada por el prestigio del gran señor, y en cuyo afecto ferviente
y sumiso entraba la admiración casi tanto como el amor. ¡Una mujer!… Sagreda abarcaba
por primera vez toda la significación de esta palabra, como si hasta entonces no
la hubiese comprendido. La compañera del presente era una mujer; las hembras nerviosas
y descontentadizas, de sonrisa pintada y artificios voluptuosos, que habían llenado
su existencia anterior, pertenecían a otra Humanidad.
¡Y
cuando llegaba la verdadera mujer se iba para siempre el dinero!… ¡Y cuando se presentaba
la desgracia venía con ella el amor!… Sagreda, lamentando la fortuna perdida, pugnaba
por mantener su boato. Vivía como siempre, en la misma casa, sin disminuir sus gastos,
haciendo a su compañera iguales regalos que a las amigas de otros tiempos, gozando
una satisfacción casi paternal ante la sorpresa infantil y las ingenuas alegrías
de la pobre muchacha, aturdida por las fastuosidades de París.
Sagreda
se hundía, ¡se hundía! pero con la sonrisa en los labios, contento de sí mismo,
de su vida actual, de este dulce ensueño, que iba a ser el último y se prolongaba
milagrosamente. La fortuna, que le había maltratado en los últimos años, devorando
los restos de su hacienda en Montecarlo, en Ostende y en los grandes círculos del
bulevar, parecía ahora ayudarle, apiadada por su nueva existencia. Todas las noches,
después de comer en un restaurant de moda con su compañera, dejaba a ésta
en el teatro y se dirigía a su Círculo, único lugar donde le esperaba la suerte.
No era un gran juego. Simples partidas de écarté con íntimos amigos, compañeros
de juventud, que continuaban la existencia alegre, con el bagaje de una gran fortuna
o habían cristalizado su existencia en un matrimonio rico, conservando de los antiguos
hábitos la costumbre de frecuentar el Círculo honorable.
Apenas
se sentaba el conde, con las cartas en la mano, frente a uno de estos amigos, la
suerte parecía soplar sobre su cabeza, y ellos no se cansaban de perder, invitándole
a una partida todas las noches, como si le aguardasen por riguroso turno. Las ganancias
no eran para enriquecerse: unas noches, diez luises; otras, veinticinco; algunas
llegó Sagreda a retirarse con cuarenta monedas de oro en el bolsillo. Pero merced
a este ingreso casi diario iba reparando las grietas de su existencia señorial,
que amenazaba venirse abajo, y mantenía a su amiga en un ambiente de amorosa comodidad,
recobrando al mismo tiempo la confianza en su porvenir. ¿Quién sabe lo que le esperaba?…
Al
ver en uno de los salones al vizconde de La Tremisinière, le sonrió con expresión
de amistoso reto.
–¿Una
partida?…
–Como
usted quiera, querido Velásquez.
–A
cinco francos los siete puntos, para no exagerar. Estoy seguro de ganarle. La suerte
viene conmigo.
Comenzó
la partida bajo la discreta luz de las bujías eléctricas en el confortable silencio
de las mullidas alfombras y los cortinajes espesos.
Sagreda
ganaba siempre, como si su buena fortuna se complaciese en sacarle vencedor de las
más desgraciadas combinaciones. Ganaba sin tener juego. Nada importaba que careciese
de triunfos y que sus cartas fuesen desfavorables: las de su contrincante eran siempre
peores, y el éxito venía milagrosamente a continuación de todas las jugadas.
Tenía
ya ante él veinticinco luises. Un compañero de club, que vagaba aburrido de salón
en salón, vino a detenerse junto a los jugadores, interesándose en la partida. Primeramente
se mantuvo de pie junto a Sagreda; luego fue a colocarse detrás del vizconde, que
parecía molesto y nervioso por la vecindad.
–¡Pero
eso es una locura! –exclamó de pronto el curioso–. Usted no juega su juego, vizconde.
Aparta usted los triunfos y sólo hace uso de las cartas malas. ¡Qué tontería!
No
pudo decir más. Sagreda dejó sus cartas sobre la mesa. Estaba intensamente pálido,
con una palidez verdosa. Sus ojos, desmesuradamente abiertos, miraron al vizconde.
Después se levantó.
–He
comprendido –dijo con frialdad–. Permítame que me retire.
Luego,
con mano nerviosa, empujó hacia su amigo el montón de monedas de oro.
–Esto
es de usted.
–¡Pero,
querido Velásquez!… ¡Pero, Sagreda!… ¡Permítame usted, conde, que le explique!…
–¡Basta,
caballero! Repito que he comprendido.
Por
sus ojos pasó una punta de luz, el mismo brillo que habían visto sus amigos en ciertas
ocasiones, cuando tras breve disputa o una palabra molesta levantaba su guante con
un arcaico ademán de reto.
Pero
este gesto hostil sólo duró un instante. Después sonrió con una amabilidad que daba
frío.
–Muchas
gracias, vizconde. Estos son favores que no se olvidan nunca… Le repito mi agradecimiento.
Y
saludó como un gran señor, alejándose erguido, lo mismo que en los días más hermosos
de su opulencia.
***
Con el gabán
de pieles abierto sobre el plastrón inmaculado, el conde de Sagreda camina por el
bulevar. La gente sale de los teatros; las mujeres revolotean de una acera a otra;
pasan los automóviles con su interior iluminado, dejando una rápida visión de plumas,
joyas y blancos escotes; gritan los vendedores de periódicos; en lo alto de las
fachadas se inflaman y se extinguen los enormes anuncios eléctricos.
El
grande de España, “el hidalgo”, el nieto de los nobles caballeros de El Cid
y Ruy Blas, marcha contra la corriente, abriéndose paso a empujones, queriendo
ir más aprisa, sin saber adónde va, sin darse cuenta del lugar donde se halla.
Contraer
deudas… Bueno. La deuda no deshonra al caballero. ¡Pero recibir limosna!… En sus
horas de negros pensamientos nunca tembló ante la idea de infundir desprecio por
su ruina, de ver alejarse a sus amigos, de descender a las últimas capas, perdiéndose
en el subsuelo social. ¡Pero inspirar compasión!…
Inútil
la comedia. Los íntimos, que le sonreían como en otros tiempos, habían penetrado
el secreto de su pobreza, y se asociaban a impulsos de la conmiseración para darle
por turno una limosna, fingiendo jugar con él. E igualmente poseían el penoso secreto
los demás amigos, y hasta los criados, que se inclinaban a su paso con el respeto
de la costumbre. Y él, pobre engañado, iba por el mundo con sus aires de gran señor,
rígido y solemne en su extinta grandeza, como el cadáver del caudillo legendario
que, después de muerto, pretendía ganar batallas montado en su caballo.
¡Adiós,
conde de Sagreda! El heredero de adelantados y virreyes puede ser soldado sin nombre
en una legión de desesperados y de bandidos; puede ser aventurero en tierras vírgenes,
matando para vivir; puede hasta presenciar impávido el naufragio de su nombre y
su historia ante la mesa de un tribunal… ¡pero vivir de la compasión de los amigos!…
¡Adiós
para siempre, últimas ilusiones! El conde ha olvidado a su compañera, que le aguarda
en un restaurant de noche. No se acuerda de ella; como si jamás la hubiese
visto, como si nunca hubiera existido. No piensa en nada de lo que embellecía su
vida horas antes. Marcha a solas con su vergüenza, y cada uno de sus pasos parece
sacar del suelo una cosa muerta, una influencia ancestral, una preocupación de raza,
un orgullo de familia, altiveces, selecciones, honores y fierezas que dormitaban
en él, y al despertar angustian su pecho y perturban su pensamiento.
¡Cómo
habrán reído a sus espaldas con lastimera compasión!… Ahora camina con mayor apresuramiento,
como si ya supiera adónde dirigir sus pasos, y la inconsciencia de la emoción le
hace murmurar irónicamente, cual si hablase a alguien que marcha tras sus pasos
y del que desea huir:
–¡Muchas
gracias… muchas gracias!
Cerca
de la madrugada, dos disparos de arma de fuego ponen en conmoción a los habitantes
de un hotel vecino a la Gare Saint-Lazare, uno de esos establecimientos
equívocos que ofrecen abrigo fácil a los conocimientos amorosos iniciados en plena
calle. Los criados encuentran en una habitación a un señor vestido de frac, con
una abertura en la bóveda del cráneo, por la que se escapan piltrafas sanguinolentas,
retorciéndose como un gusano sobre el raído tapiz. Sus ojos, de un negro mate, aún
tienen vida. Nada queda en ellos de la dulce imagen de la compañera. Su último pensamiento,
cortado por la muerte, es para la amistad, terrible en su lástima; para la ofensa
fraternal de una compasión generosa y frívola.
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