John Berger
Por Difuntos se
recuerda a todos los muertos. Dicen que ese es el día en que los muertos juzgan
a los vivos… y que las flores que se llevan al cementerio tienen por objeto
hacer menos severo el juicio de aquellos.
Una
semana después de los Difuntos, Hélene bajó al cementerio a recoger dos macetas
de crisantemos, una de la tumba de su marido, y de la de su padre la otra. Las
dos noches pasadas el cielo había estado excepcionalmente claro, con estrellas
firmes como uñas, y la escarcha había quemado las flores. Si se los llevaba
ahora, antes de que se helaran las raíces, podría trasplantarlos en primavera,
y al final del verano volverían a florecer para apaciguar a los muertos.
Al
pie de la tumba de su esposo, dijo:
–Sólo
pueden quedar dos o tres huesos.
Luego
hizo la señal de la cruz, pero no sobre su abrigo negro, sino en la tierra en
la que él había sido enterrado.
Al
pie de la tumba de su padre, que no tenía lápida, sino una cruz de madera,
dijo:
–¡Ay,
padre, si levantaras la cabeza y vieras a tu hija ahora!
No
le importaba pensar en alto.
El
cementerio, como todo lo demás, estaba en una ladera, así que salió por la
cancela de arriba para que la cuesta de regreso a casa se le hiciera más corta.
Llevaba
una maceta en cada brazo, y los capullos marchitos, con el borde de los pétalos
marrones por la helada, quedaban a la altura de la cabeza, a cada lado. Era una
mujer de setenta y cinco años.
Al
llegar a casa se quitó el abrigo negro, se puso un delantal y una chaqueta de
lana y luego se cubrió la cabeza con un pañuelo gris.
–¡Todavía
tenemos tiempo! –le dijo a una de las cabras mientras la sacaba del establo.
La
cabra triscaba ligera por el camino del bosque, a su lado. Al caminar, Hélene
arrastraba las botas sobre las hojas, que crujían, cubiertas aquí y allá por
una escarcha como sal gris.
Conducía
a la cabra atada de una cuerda corta, y en la otra mano llevaba una vara. Media
hora después, se paró bajo una encina y empezó a llenar de bellotas el gran
bolsillo del delantal.
–¡Jesús
María! –dijo dirigiéndose a la cabra– ¿No te da vergüenza que una vieja ande
recogiendo bellotas para ti?
La
cabra la miró desde el centro oscuro y alargado de sus ojos. Unas motas de
nieve, no más grandes que el serrín, caían entre los árboles.
–No
tardará en cubrirnos la gran blancura –dijo tirando de la cuerda–. A veces
intento rezar, pero me vienen cosas a la cabeza y me distraigo. Mi pobre padre
me decía lo mismo. Siempre quieres estar en misa y repicando y por eso no
prestas atención a nada. Te voy a explicar cómo eres, decía; eres como aquel
hombre al que un amigo le dice: “Te doy mi caballo si eres capaz de rezar un
padrenuestro sin pensar en otra cosa”. Y el hombre responde: “Hecho”. Y empieza
“Padre nuestro que estás…”
La
cabra y la anciana oían el estruendo del torrente. Iba tan subido que sus aguas
hacían espuma como de leche.
–…Y
cuando el hombre iba por la mitad del padrenuestro, se para y dice: “¿Me darás
también las riendas para el caballo?”
Todo
era gris, salvo el agua que se precipitaba torrente abajo y los copos de nieve
blancos posados en el cuello de la cabra. El camino salió del bosque y trepaba
ahora entre los pastos. La cabra empezó a andar más deprisa, tirando de la
anciana con ella. Hélene era la más fuerte de las dos, pero en lugar de
frenarla, iba trotando detrás de la cabra. En un punto, el camino estaba
enteramente cubierto de hielo.
Las
vacas andan posando las pezuñas con cierta delicadeza, como si llevaran zapatos
de tacón; las cabras, sin embargo, son patinadoras. Bailaba en el hielo la
cabra, y Hélene soltó la cuerda y bordeó con toda cautela la capa de hielo
agarrándose a la hierba del talud, a la orilla del camino. Cuando llegó al otro
lado, la cabra se negó a ir hacia ella. La amenazó con la vara.
–Está
nevando –refunfuñó–, es casi de noche. Como si no tuviera bastante con todo lo
que he perdido. Mierda. Ya me estás fastidiando.
A
veces, la cólera la volvía astuta. Cuando soltaba las gallinas, y estas
empezaban a arrancar las flores del patio, fingía tener maíz escondido y
cloqueaba bajito para atraerlas hasta que podía echar mano a una; entonces la
zarandeaba, y cuando las plumas revoloteaban a su alrededor, la lanzaba por
encima de su cabeza, lo más alto que podía, contra el suelo. Y las gallinas
eran tan estúpidas que se acercaban de una en una a que les diera su merecido.
La
cabra, que no era estúpida, observaba cómo sacudía la vara en el aire.
–¡Venga,
ven ya, pedazo de cabra perezosa!
Pasado
un rato, la cabra dejó la capa de hielo, y la pareja continuó su camino. La
propia desolación del paisaje hacía que parecieran cómplices. Los riscos se
elevaban sobre ellas, cortados a pico, como un gran muro de trescientos
cincuenta metros. En la media luz del anochecer, los inmensos pinos que los
coronaban apenas eran visibles, diminutos como pequeños ramilletes de hierbas
aromáticas.
Hélene
condujo la cabra hacia la pared de roca, y, al mismo tiempo, voceó el reclamo.
El sonido no era muy diferente del que hacía para atraer a las gallinas cuando
les echaba el pienso. Pero era más agudo y más breve, puntuado con silencios.
Tras
llamar varias veces, hubo una respuesta que ninguna voz humana podría haber
imitado. Tal vez un instrumento como la gaita podría hacer la reproducción más
aproximada. La queja del aliento que surge de una bolsa de piel. Los griegos
llamaban tragos al reclamo del macho cabrío, y de esa palabra se deriva el
término tragedia.
El
macho era más oscuro que el crepúsculo que lo envolvía, y sus cuatro cuernos
estaban entrelazados, como sucede a veces con las ramas de los árboles cuando
el tronco se ha dividido en dos. Tenía un andar cachazudo.
Hélene
metió la mano izquierda bajo la axila del otro brazo para resguardarla del
frío. Agarraba la cuerda con la derecha. La cabra estaba quieta, expectante.
Las motas de nieve iban convirtiéndose en grandes copos. Desde niña, siempre
había hecho lo mismo cuando caían los primeros copos de verdad.
Sacó
la lengua. El primer copo de nieve trajo a su lengua de setenta y cinco años un
cosquilleo similar al de los sorbetes.
La
cabra levantó la cola y la meneó. Hizo un movimiento circular, como una cuchara
que diera vueltas muy deprisa. El macho la lamió por debajo. Luego estiró el
cuello y replegó las comisuras de los labios, paladeando el sabor. Un pene fino
con el glande encamado asomó entre un mechón de pelo. El animal se quedó
parado, inmóvil como un berrueco. Pasado un momento, el pene se retrajo. Quizá
la ocasión no era demasiado propicia, ni siquiera para él.
–¡Jesús,
María y José! –refunfuñó Hélene– ¿Te darás prisa? Se me están helando las
manos. Ya es de noche.
El
macho seguía olisqueando y dejaba que la cola de la cabra le rozara el
entrecejo.
Si
nevaba toda la noche, no podría volver a traer la cabra, y en la primavera
tendría uno o dos cabritos menos para vender.
Y
allí estaba el macho, quieto, como esperando a que sucediera algo. Impaciente,
Hélene se agachó –la nieve se posaba en su pañuelo gris– para mirar bajo el
cuerpo del animal si había desaparecido toda esperanza. Todavía se veía una
mota encarnada.
–Si
la rabia fuera pólvora –murmuró–, haría esas rocas pedazos. ¿Te vas a dar
prisa?
Con
una de sus patas delanteras, el macho golpeó suavemente un costado de la cabra.
Varias veces. Luego hizo lo mismo con la otra pata en el lado opuesto. Cuando
la cabra estuvo en posición, la montó.
Nada
se movía de forma visible bajo los riscos, a excepción de los copos de nieve y
las ancas del macho. Sus movimientos eran tan rápidos como lenta caía la nieve.
Tras unas treinta embestidas, todo su cuerpo se estremeció. Entonces sus patas
cayeron deslizándose por los ijares de la hembra.
Hélene
apretó con todas sus fuerzas el lomo de la cabra, en el centro. Lo hacía para
estimular la retención del esperma. La pareja se encaminó de vuelta al pueblo.
Para bajar tomaron un camino más largo, pero más ancho, que pasaba por delante
de la casa de Arthaud.
Lloyse,
la mujer de Arthaud, había muerto sepultada por una peña que cayó desde lo más
alto de los riscos. Estaban en la cama, durmiendo. La roca pegó en la tierra
primero, abriendo un boquete lo bastante grande para enterrar un caballo.
Continuó, sin embargo, pendiente abajo. Despacio. Cuando alcanzó la casa, no la
arrolló por completo. Sólo derribó un muro y aplastó la mitad de la cama. Lloys
murió en el acto, y Arthaud se despertó, ileso, con el peñasco a su lado. Esto
sucedió hace veinte años. La roca era demasiado pesada para moverla. Así que
Arthaud quitó los trozos de madera y los cascotes y construyó una habitación
nueva al otro lado de la casa; ahora dormía en ella.
Cuando
Hélene y la cabra pasaron por delante, había luz en la ventana de esa
habitación; y la nieve brillaba en una cara de la peña.
Hélene
pasó una mano, cuyas articulaciones estaban tan inflamadas que nunca podía
estirar completamente los dedos, por el lomo del animal.
–Cabra
–dijo–, ¡no se te ocurra perderlo! ¡Cabra perezosa!
Los
espermatozoides que habían sobrevivido al inicio de su largo viaje navegaban
cuerpo adentro formando unas espirales que giraban en sentido contrario a las
agujas del reloj.
El
viento arremolinaba la nieve, y Hélene caminaba sujetando a la cabra por el
collar, no fuera a resbalar.
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