Massimo Bontempelli
Una vez, mientras
estaba en la plataforma de un tranvía de Milán, un individuo con barba gris,
sombrero verde y aspecto de calabrés, fijó sobre mí sus blancos ojos de poseído
y me dijo:
–Le
pido perdón, señor…
Nunca
hubiera imaginado que con aquellos ojos pudiera pronunciar una frase tan
cortés. Olvidé mi primera impresión, cercana al sobresalto.
–Le
pido perdón, señor, ¿podría usted decirme dónde se encuentra la calle
Bellovesi?
–No
lo sé –le contesté, tan amablemente como pude–. Debo decirle que yo no soy
milanés.
–¡Ah!
Ese
¡ah! no era uno de esos ¡ah! gorditos y bien alimentados, de obispo, que en la
conversación cotidiana indican una conclusión completamente satisfactoria y que
dejan a uno el espíritu sereno. Era un ¡ah! árido, lleno de sarcasmos. Los
novelistas todavía no han encontrado la manera de distinguir esos ¡ah! de los
otros por la ortografía. Escriben en ambos casos ¡ah!, así, por las buenas, lo
mismo que en muchos otros casos intermediarios y colaterales. Es una enorme
laguna de nuestro lenguaje.
Sentía
un malestar oscuro y seguía a la defensiva, mientras el tranvía continuaba su
carrera a lo largo de las rectas avenidas y de las curvas calles de la ciudad.
El
hombre insistió, con tono amenazador:
–¿Y
si usted fuera de Milán? –me preguntó.
–Si
yo fuera de Milán –le contesté con lógica indudable– sería más probable, pero
no cierto, que yo supiera dónde se encuentra la calle Bellovesi.
La
satisfacción íntima inspirada por la brillantez de mi contestación me llenó de
seguridad, y durante un momento me creí liberado del sorprendente personaje,
pues casi en seguida se dirigió al más próximo de sus vecinos de tranvía, un
hombre común, con sombrero hongo y alfiler en la corbata. Con los mismos ojos y
la misma voz le preguntó a él también:
–Le
pido perdón, señor… ¿es usted de Milán?
–Sí
–contestó el señor del sombrero hongo–. De lo más milanés que hay. ¡Del
Verziere!
–Entonces,
si es usted milanés, ¿podrá decirme dónde está la calle Bellovesi?
El
hombre común se molestó:
–¿Qué
quiere usted decir?
–Señor
de Milán, ¿sabe usted quién fue Bellovesi?
El
otro lo miró, luego me miró a mí, después a todos los pasajeros a su alrededor,
lanzó una ojeada a la calle que se deslizaba bajo nuestros ojos y, por fin,
bruscamente, en un momento en que el tranvía frenó la marcha, bajó aprisa y se
alejó sin mirar para atrás.
El
tranvía se paró. El amable energúmeno volvió a mi lado:
–Pero
usted, señor, que por lo menos no es de Milán, baje, por favor. ¡Baje conmigo!
Ignoro
qué fuerza me empujó a darle satisfacción. En un rincón de la calle, un policía
de tránsito echaba un sueño, la cabeza baja. El amigo lo despertó:
–Señor
policía, ¿puede decirme dónde está la calle Bellovesi?
Mitad
dormido, mitad despierto, el otro murmuró:
–Peliveso,
Belifesi, no sé, no sé…
–Mire
usted en su guía, por lo menos…
Con
infinita dulzura, el exiliado napolitano sacó una libretita de la chaqueta y se
puso a hojearla.
–¿Cómo
dice? ¿Pelurcsu?
–No.
Bellovesi, con B.
–Belleza…
Bellini… Bellotti… Ya estamos… Be-naco… no. No está Billeveso, excelencia.
Lo
dejamos, pues ya no podía más. Yo seguía a mi compañero, agitado, con mucho
interés, pero no sin dificultad. Vi que se precipitaba sobre un coche vacío y
tranquilo que avanzaba hacia nosotros. Lo paramos, lo ocupamos. Una vez
instalados, mi compañero le dijo al cochero, con aire parsimonioso:
–Llévenos
a la calle Bellovesi.
Me
quedé asombrado al ver que el cochero no decía nada. Ni siquiera se volvió
hacia nosotros. Hizo restallar su látigo en el aire, le pegó con el pie al
caballo y salimos hacia adelante. Y nosotros con él.
Y
el coche corrió, atravesando innumerables calles, plazas ilustres, cruceros muy
peligrosos, siempre por en medio de esa multitud agitada que hace de Milán la
ciudad de la vida intensa y de la vida de trabajo. Mi compañero se había
envuelto en su silencio digno. Bajó sobre la frente el borde de su verde
sombrero calabrés, y contemplaba con aire místico la puntera cuadrada de sus
zapatones. Yo respetaba ese silencio y esa contemplación, y me interesaba en el
paisaje que recorríamos. Las calles se hacían menos frecuentadas y las plazas
menos ilustres. Las boticas y las casas iban tomando un aire de barriada.
Penetramos en lo desconocido. Llegábamos a lo aborigen. De vez en cuando,
movido por ignoro qué ocultas razones, en lugar de continuar todo derecho, el
coche daba vuelta en una calle lateral. A las cantinas sucedieron las fondas.
El coche se estremecía cada vez más, como si exprimiera una nostalgia
sollozante por los lejanos empedrados.
Después
de tres o cuatro virajes imprevistos, la luz volvió a hacerse brillante, habían
desaparecido las tiendas de vino y reaparecían los bares románticos. Volví a
sentir las brisas familiares. Más tiendas y algunos grandes almacenes
aparecieron ante nosotros. Poco a poco, al encontrar las calles y las plazas
conocidas, recuperé mi espíritu. Algunos cruceros que atravesamos me recordaron
que volvíamos a estar junto al corazón del inmenso cuerpo cuyos miembros más
alejados ya habían sido explorados por nosotros.
En
aquel momento, sin razón aparente, el caballo se detuvo, la cabeza baja, y el
coche se inmovilizó. El cochero se volvió hacia nosotros y nos dijo:
–No
entendí bien. ¿Qué calle dijo?
–Calle
Bellovesi.
–Ahora
veo. No existe esa calle, por lo menos en Milán.
Mi
prodigioso compañero me miró y dijo:
–Yo
sabía muy bien que no existe esa calle.
–Pero
entonces, ¿por qué la busca?
–Pues
precisamente porque no existe.
El
caballo, el cochero, el coche, el personaje, y yo, todos estábamos inmóviles y
mudos. Miré para otro lado.
Mi
compañero me preguntó:
–¿De
dónde es usted, señor?
Para
estos casos siempre tengo a mi disposición una larga lista de ciudades. Tuve la
brillante inspiración de contestar:
–Soy
de Roma.
–¿Y
sabe usted, señor, quiénes fueron Rómulo y Remo?
Mi
memoria, en cuestión de medio segundo, me llevó hasta la escuela de mi
infancia, y pude recitar:
–Rómulo
y Remo, señor, fueron los fundadores de Roma, capital de Italia.
–¿Y
qué diría usted, señor, de un romano que no supiera quiénes fueron Rómulo y
Remo?
–Diría
que es sordomudo.
–¡Sordomudo!
¡Vaya, sea bendito por esa palabra! ¡Los milaneses –y alargó la mano para
indicar la espalda del cochero, la cola del caballo, el empedrado, la casa de
enfrente, la multitud que pasaba–, los milaneses son sordomudos! No saben quién
fue Bellovesi. Bellovesi fue el Rómulo y Remo de Milán. Es el galo Bellovesus,
señor, sobrino de un rey de los Biturigos, que casi seis siglos antes de Cristo
franqueó los Alpes, acampó aquí y fundó Milán, capital moral de Italia. Y en
Milán nadie, absolutamente nadie, lo sabe. Ni una calle en Milán, ni una plaza,
o una avenida, o un bulevar, o monumento, callejuela, pórtico, arco, café,
escuela o casa de citas siquiera, que consagre el nombre de Bellovesi. Bajemos,
señor. ¿Quién paga el coche, usted o yo?
–Páguelo
usted –propuse.
–Está
bien.
Pagó
y se bajó del coche. Yo también bajé. Y antes de que pudiera despedirme de él,
había desaparecido.
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