Julio Cortázar
En
esta época de retorno desmelenado y turístico a la Naturaleza en que los ciudadanos
miran la vida de campo como Rousseau miraba al buen salvaje, me solidarizo más que
nunca con: a) Max Jacob, que en respuesta a una invitación para pasar el fin de
semana en el campo, dijo entre estupefacto y aterrado: “¿El campo, ese lugar donde
los pollos pasean crudos?”; el doctor Johnson, que en mitad de excursión al parque
de Greenwich, expresó enérgicamente su preferencia por Fleet Street; c) Baudelaire,
que llevó el amor de lo artificial hasta la noción misma de paraíso.
Un
paisaje, un paseo por el bosque, un chapuzón en una cascada, un camino entre las
rocas, sólo pueden colmarnos estéticamente si tenemos asegurado el retorno a casa
o al hotel, la ducha lustral, la cena y el vino, la charla de sobremesa, el libro
o los papeles, el erotismo que todo lo resume y lo recomienza. Desconfío de los
admiradores de la naturaleza que cada tanto se bajan del auto para contemplar el
panorama y dar cinco o seis saltos entre las peñas; en cuanto a los otros, esos
boy-scouts vitalicios que suelen errabundear bajo enormes mochilas y barbas desaforadas,
sus reacciones son sobre todo monosilábicas o exclamatorias; todo parece consistir
en quedarse una y otra vez como estúpidos delante de una colina o una puesta de
sol que son las cosas más repetidas imaginables.
Los
civilizados mienten cuando caen en el deliquio bucólico; si les falta el scotch
on the rocks a las siete y media de la tarde, maldecirán el minuto en que abandonaron
su casa para venir a padecer tábanos, insolaciones y espinas; en cuanto a los más
próximos a la naturaleza, son tan estúpidos como ella. Un libro, una comedia, una
sonata, no necesitan regreso ni ducha; es allí donde nos alcanzamos por todo lo
alto, donde somos lo más que podemos ser. Lo que busca el intelectual o el artista
que se refugia en la campaña es tranquilidad, lechuga fresca y aire oxigenado; con
la naturaleza rodeándolo por todos lados, él lee o pinta o escribe en la perfecta
luz de una habitación bien orientada; si sale de paseo o se asoma a mirar los animales
o las nubes, es porque se ha fatigado de su trabajo o de su ocio. No se fíe, che,
de la contemplación absorta de un tulipán cuando el contemplador es un intelectual.
Lo que hay allí es tulipán + distracción, o tulipán + meditación (casi nunca sobre
el tulipán). Nunca encontrará un escenario natural que resista más de cinco minutos
a una contemplación ahincada, y en cambio sentirá abolirse el tiempo en la lectura
de Teócrito o de Keats, sobre todo en los pasajes donde aparecen escenarios naturales.
Sí, Max Jacob tenía razón: los pollos, cocidos.
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