Enrique Anderson Imbert
El
nuevo cigarrero del zaguán –flaco, astuto– lo miró burlonamente al venderle el
atado.
Juan entró en su cuarto, se tendió en la cama para
descansar en la oscuridad y encendió en la boca un cigarrillo.
Se sintió furiosamente chupado. No pudo resistir.
El cigarro lo fue fumando con violencia; y lanzaba espantosas bocanadas de
pedazos de hombre convertidos en humo.
Encima de la cama el cuerpo se le fue desmoronando
en ceniza, desde los pies, mientras la habitación se llenaba de nubes
violáceas.
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