Philip K. Dick
–Bien, cabo Westerburg –preguntó suavemente el doctor Henry Harris–, ¿por
qué piensa que es usted una planta?
Mientras hablaba, Harris miró la nota que tenía sobre el
escritorio, redactada de puño y letra por el propio comandante de la base con
su tosca caligrafía: “Doctor, éste es el tipo que le mencioné. Hable con él e
intente averiguar cuál es el motivo de su alucinación. Forma parte de la nueva
guarnición en la estación de control del asteroide Y-3, y no queremos que nada
vaya mal allí, especialmente por una tontería como ésta”.
Harris hizo a un lado la tarjeta y observó al joven que
tenía enfrente.
Parecía incómodo y ávido de evadir el interrogatorio.
Harris frunció el ceño. Westerburg era un muchacho guapo, atractivo con su
uniforme de la patrulla y con el mechón de pelo rubio que le caía sobre un ojo.
Era alto, casi un metro ochenta, de aspecto saludable, y había terminado el
entrenamiento dos años antes, según la ficha. Había nacido en Detroit. Tuvo sarampión
a los nueve años. Interesado en los motores de reacción, el tenis y las muchachas.
Veintiséis años.
–Bien, cabo Westerburg –repitió el doctor Harris–. ¿Por
qué piensa que es usted una planta?
El cabo lo miró con timidez. Se aclaró la garganta.
–No es que lo piense, señor, es que soy una planta. Hace
días que soy una planta.
–Comprendo –el doctor movió la cabeza–. ¿Quiere decir que
no fue siempre una planta?
–No, señor. Me convertí en una planta hace poco.
–¿Y qué era antes de convertirse en una planta?
–Pues, señor, igual que los demás.
Hubo un silencio. El doctor Harris cogió su pluma y
garabateó algunas líneas, pero no surgió nada importante. ¿Una planta? Un joven
de aspecto tan sano… Harris se quitó los anteojos con montura de acero y los
limpió con su pañuelo. Se los puso de nuevo y se reclinó en la silla.
–¿Le apetece un cigarro, cabo?
–No, señor.
El doctor encendió uno para él y posó el brazo sobre el
borde de la silla.
–Cabo, debe comprender que muy pocos hombres se
convierten en plantas, especialmente en un lapso de tiempo tan breve. He de
admitir que es usted la primera persona que me comunica algo semejante.
–Sí, señor, es algo muy raro.
–Comprenderá los motivos de mi interés. Cuando dice que
es una planta, ¿significa que carece de movilidad? ¿O que es un vegetal y no un
animal? ¿O qué?
El cabo desvió la mirada.
–No puedo decirle nada más –murmuró–. Lo lamento.
–Bien, ¿le importaría decirme cómo se convirtió en una
planta?
El cabo Westerburg vaciló. Bajó la vista al suelo, luego
miró por la ventana al espaciopuerto y después siguió las evoluciones de una
mosca sobre el escritorio. Por fin, se puso lentamente en pie.
–Ni siquiera puedo decirle eso, señor.
–¿No puede? ¿Por qué?
–Porque… porque prometí no hacerlo.
La habitación quedó en silencio. El doctor Harris se
levantó a su vez y ambos quedaron frente a frente. Harris frunció el entrecejo
y se acarició el mentón.
–Cabo, dígame únicamente quién se lo hizo prometer.
–No puedo decírselo, señor. Lo siento.
El doctor reflexionó unos momentos. Luego fue hacia la
puerta y abrió.
–Muy bien, cabo. Puede marcharse. Y gracias por
concederme tiempo.
–Siento no poder ayudarle.
El cabo salió con paso cansino y Harris cerró la puerta a
sus espaldas. Luego se dirigió al videófono. Tecleó la clave del comandante
Cox. Al cabo de unos instantes apareció la faz bovina del comandante de la
base.
–Cox, soy Harris. Hablé con él. Sólo obtuve la
información de que era una planta. ¿Qué hago ahora? ¿Tiene más datos?
–Bueno, lo primero que observaron es que no hacía ningún
trabajo. El jefe de la guarnición informó que Westerburg salía del recinto y se
pasaba todo el día sentado. Nada más.
–¿Al sol?
–Sí, nada más sentado al sol. Regresaba al anochecer.
Cuando le preguntaron por qué no había estado trabajando en el edificio de
reparación de motores, contestó que le era imprescindible tomar el sol. Después
dijo… –Cox vaciló.
–¿Sí? ¿Qué dijo?
–Dijo que el trabajo era absurdo, que era una pérdida de
tiempo, que lo único útil era sentarse y contemplar…
–¿Y qué más?
–Entonces le preguntaron cómo se le ocurrió la idea y les
reveló que se había convertido en una planta.
–Veo que tendré que hablar con él de nuevo –dijo Harris–.
¿Le dieron la baja permanente de la patrulla? ¿Qué motivos alegó?
–El mismo, que ahora es una planta y ya no le interesa
ser un patrullero. Sólo quiere quedarse sentado al sol. Es la cosa más extraña
que he oído en mi vida.
–De acuerdo. Creo que lo visitaré en su barracón –Harris
consultó su reloj–. Iré después a cenar.
–Buena suerte –dijo Cox lúgubremente–. ¿Alguna vez oyó
hablar de un hombre que se convertía en planta? Le dijimos que era imposible.
pero se limitó a sonreír.
–Le informaré de lo que averigüe –prometió Harris.
Harris cruzó lentamente el vestíbulo. Eran más de las seis; la cena había terminado.
Un concepto borroso comenzaba a formarse en su mente, pero era demasiado pronto
para estar seguro. Aceleró el paso y dobló a la derecha al final del vestíbulo.
Dos enfermeras pasaron corriendo. Westerburg se alojaba con un compañero, un
hombre que había sufrido graves heridas con un motor y que ya estaba casi
recuperado. Harris se acercó al ala de los dormitorios y se detuvo para
examinar los números de las puertas.
–¿Puedo ayudarlo, señor? –preguntó el robot que hacía las
veces de conserje.
–Busco la habitación del cabo Westerburg.
–La tercera puerta a la derecha.
Harris siguió caminando. El asteroide Y-3 tenía una
guarnición desde hacía poco tiempo. Había llegado a ser el principal puesto de
control para detener y examinar las naves que entraban en el sistema
provenientes del espacio exterior. La guarnición cuidaba que no se infiltraran
bacterias, hongos u otros elementos perniciosos. Era un asteroide agradable,
cálido, bien provisto de agua, árboles, lagos y mucho sol. Y la guarnición era
la más moderna de los nueve planetas. Al llegar frente a la tercera puerta
meneó la cabeza. Levantó la mano y golpeó.
–¿Quién es?
–Busco al cabo Westerburg.
La puerta se abrió. Un joven de aspecto paciente, con anteojos
de concha y un libro en las manos se asomó.
–¿Quién es usted?
–El doctor Harris.
–Lo siento, señor. El cabo Westerburg está durmiendo.
–¿Podría despertarlo? Me interesa mucho hablar con él.
Harris echó un vistazo al interior. Vio una habitación
limpia, con un escritorio, una alfombra, una lámpara y dos literas. Westerburg
yacía en una de ellas, boca arriba, los brazos cruzados sobre el pecho y los
ojos firmemente cerrados.
–Señor –dijo el joven–, no creo que pueda despertarlo por
más que me esfuerce.
–¿Por qué?
–Señor, el cabo Westerburg no se despierta hasta la
salida del sol. Es imposible despertarlo.
–¿Catalepsia?
–Sin embargo, en cuanto sale el sol, salta de la cama y va
al exterior, donde permanece todo el día.
–Vaya –dijo el doctor–. Bueno, muchas gracias, de todos
modos.
Regresó al vestíbulo y la puerta se cerró detrás de él.
–Es más complicado de lo que pensaba –murmuró.
Volvió por donde había venido.
Era un día cálido y soleado. El cielo se veía casi por completo despejado
de nubes, y un viento suave se deslizaba entre los cedros que bordeaban la
orilla del río, al que se llegaba por un sendero que se iniciaba al pie del
hospital. Un puentecillo conducía al otro lado del río. Algunos pacientes,
cubiertos por albornoces, se apoyaban en la barandilla y miraban distraídamente
el agua.
A Harris le costó varios minutos localizar a Westerburg.
El joven no estaba con los demás pacientes, sino más allá de los cedros, en una
franja brillante de pradera, rebosante de hierba y amapolas. Estaba sentado
sobre una piedra plana y grisácea, inclinado hacia atrás y con la boca
entreabierta. No advirtió la presencia del doctor Harris hasta que estuvo casi
a su lado.
–Hola –dijo Harris con afabilidad.
Westerburg abrió los ojos. Sonrió y se puso en pie con
parsimonia, efectuando un movimiento grácil y ondulante, sorprendente para un
hombre de su envergadura.
–Hola, doctor. ¿Qué lo trae por aquí?
–Nada en especial. Quería tomar el sol.
–Venga, comparta mi roca.
Westerburg se apartó y Harris se sentó con cuidado de no
desgarrarse los pantalones con los afilados bordes de la roca. Encendió un
cigarro y contempló en silencio el agua. Westerburg recobró su pintoresca
posición, inclinado hacia atrás, apoyado sobre las manos y con los ojos
fuertemente cerrados.
–Bonito día –dijo el doctor.
–Sí.
–¿Viene cada día?
–Se está mejor aquí que adentro. No puedo estar adentro.
–¿Que no puede? ¿Qué quiere decir?
–Usted se moriría sin aire, ¿verdad?
–¿Y usted se moriría sin la luz del sol?
Westerburg movió la cabeza en señal de asentimiento.
–Cabo, ¿puedo hacerle una pregunta? ¿Se propone hacer
esto el resto de sus días? ¿Pretende seguir sentado al sol sobre una roca?
Westerburg asintió.
–¿Y su trabajo? Fue a la escuela durante años para ser un
patrullero. Deseaba con verdaderas ganas ingresar en la patrulla. Obtuvo
excelentes calificaciones, una posición de primera clase. ¿No le apena
abandonar todo esto? Le resultaría muy difícil volver. ¿No se da cuenta?
–Sí.
–¿De veras va a tirarlo todo por la borda?
–Exacto.
Harris permaneció en silencio un rato. Por fin, arrojó el
cigarro y se giró hacia el joven.
–De acuerdo, supongamos que deja su trabajo y se sienta
al sol. ¿Qué pasará después? Alguien ocupará su lugar, ¿verdad? Alguien tiene
que hacer su trabajo. Si usted no lo hace, lo hará otro.
–Supongo que sí.
–Westerburg, imagínese que todo el mundo se comportara
como usted. Imagine que todo el mundo quisiera estar sentado al sol todos los
días. ¿Qué ocurriría? Nadie se ocuparía de controlar las naves que llegan desde
el espacio exterior. Bacterias y cristales tóxicos penetrarían en el sistema,
provocando la muerte en masa y tremendos sufrimientos. ¿Le parece bien?
–Si todo el mundo se comportara como yo, nadie iría al
espacio.
–Pero es necesario. Hay que comerciar, hay que conseguir
minerales, productos y plantas nuevas.
–¿Por qué?
–Para que la sociedad prosiga su curso.
–¿Por qué?
–Bien… –Harris hizo un ademán vago–. La gente no podría
vivir sin una sociedad.
Westerburg no respondió. Harris lo miró fijamente, pero
el joven no dijo nada.
–¿No es así? –preguntó Harris.
–Quizá. Es un asunto complicado, doctor. Como ya sabe, me
esforcé durante muchos años para pasar el entrenamiento. Tenía que trabajar
para estudiar: fregaba platos, era pinche en las cocinas y por las noches
estudiaba, aprendía, me quemaba las cejas, un día tras otro. ¿Sabe lo que
pienso ahora?
–No.
–Ojalá me hubiera convertido antes en una planta.
El doctor Harris se incorporó como impulsado por un
resorte.
–Westerburg, cuando vuelva adentro, ¿tendría algún
inconveniente en pasar por mi despacho? Me gustaría hacerle algunas pruebas, si
no le importa.
–¿La caja de sorpresas? –Westerburg sonrió–. Ya imaginaba
que acabaríamos así. Claro, no me importa.
Irritado, Harris saltó de la roca y se alejó unos pasos.
–¿A eso de las tres, cabo?
Westerburg asintió.
Harris regresó por la colina al sendero que llevaba hacia
el hospital. Cada vez lo tenía más claro. Un joven que había luchado toda su
vida.
Inseguridad económica. El ideal de su vida consistía en
ingresar en la Patrulla. Y, al alcanzarlo, encontraba la carga demasiado
pesada. En el asteroide Y-3 había demasiada vegetación, la suficiente para
pasarse todo el día en plan contemplativo. Identificación primaria y proyección
en la flora del asteroide. La inmovilidad y la permanencia implican el concepto
de seguridad. Un bosque inmutable.
Entró al edificio. Un robot le detuvo de inmediato.
–Señor, el comandante Cox desea hablar con usted
urgentemente por el videófono.
–Gracias.
Harris se precipitó en su despacho. Marcó el código de
Cox y el rostro del comandante se materializó en la pantalla.
–¿Cox? Soy Harris. He estado charlando con el muchacho.
Empiezo a comprender lo que ocurre. El peso de la responsabilidad lo agobia.
Cuando al fin alcanza lo que tanto deseaba, la idealización se derrumba bajo
el…
–¡Harris! –ladró Cox–. Cállese y escuche. Acabo de
recibir un informe de Y-3. Un cohete expreso está en camino.
–¿Un cohete expreso?
–Cinco casos más como el de Westerburg. ¡Todos se creen
plantas! El jefe de la guarnición está hasta los huevos. Dice que o averiguamos
lo que sucede o la guarnición se irá al carajo. ¿Me entiende, Harris? ¡Descubra
lo que pasa!
–Sí, señor –musitó Harris–. Sí, señor.
Al final de la semana se contabilizaban veinte casos, todos provenientes,
por supuesto, del asteroide Y-3.
El comandante Cox y Harris se hallaban de pie en la
cumbre de la colina, mirando sombríamente el río que discurría bajo sus pies.
Dieciséis hombres y cuatro mujeres estaban sentados en la orilla, tomando el
sol. Ninguno se movía, ninguno hablaba. No habían efectuado el menor movimiento
en la hora que Harris y Cox llevaban observando.
–No lo entiendo –Cox sacudió la cabeza–. No lo entiendo
de ninguna de las maneras. Harris, ¿es el principio del fin? ¿Es que todo se va
a derrumbar en torno nuestro? Me jode ver a toda esa gente echando la güeva al
sol.
–¿Quién es aquel pelirrojo?
–Ulrich Deutsch. El segundo comandante de la guarnición.
¡Mírelo ahora! Tirado, con la boca abierta y los ojos cerrados. Hace una semana
ese hombre iba camino de la cumbre. Tomaría el mando de la guarnición cuando el
comandante en jefe se jubilara. Le quedaba un año, como máximo. Toda su vida luchando
para llegar a eso.
–Y ahora se dedica a tomar el sol.
–Esa muchacha, la morena de pelo corto. Una chica de
carrera. Responsable del equipo administrativo de la guarnición. El hombre que
está junto a ella: conserje. Esa jovencita de ahí, la tetona: secretaria,
recién salida de la escuela. De todas clases. Y esta mañana me comunicaron que
vienen tres más en camino.
Harris asintió.
–Lo más raro es… que realmente les gusta sentarse allí.
Son completamente racionales: podrían hacer cualquier otra cosa, pero no
quieren.
–¿Y bien? –preguntó Cox–. ¿Qué piensa hacer? ¿Ha
descubierto algo? Contamos con usted. Dígame lo que sabe.
–No obtuve nada de ellos con las entrevistas, pero la
caja de sorpresas ha proporcionado algunos resultados interesantes. Entremos y
se lo enseñaré.
–Bien –Cox se encaminó al hospital–. Enséñeme lo que
tenga. El asunto es muy grave. Ahora entiendo lo que sentía Tiberio cuando los
cristianos salieron a la luz.
Harris apagó las luces. El cuarto quedó completamente a oscuras.
–Le pasaré el primer rollo. El sujeto es uno de los
mejores biólogos de la guarnición, Robert Bradshaw. Llegó ayer. Obtuve un buen
material de la caja de sorpresas porque la mente de Bradshaw es muy peculiar.
Contiene una cantidad de material reprimido de naturaleza no racional superior
al de la media.
Oprimió un interruptor. El proyector zumbó, y en la pared
opuesta apareció una imagen tridimensional en color, tan real como si
contemplaran al hombre en persona. Robert Bradshaw frisaba en la cincuentena,
era corpulento, de pelo gris acero y mandíbula cuadrada. Estaba sentado
tranquilamente en una silla, con las manos apoyadas en el respaldo, indiferente
a los electrodos sujetos a su cuello y muñecas.
–Ahora empieza –indicó Harris–. Observe.
Apareció su propia imagen filmada, acercándose a
Bradshaw.
–Bien, señor Bradshaw –dijo la imagen–, esto no le
causará ningún daño y, sin embargo, nos ayudará mucho a nosotros.
La imagen movió los controles de la caja de sorpresas.
Bradshaw se puso rígido y apretó las mandíbulas, pero ya no se volvió a mover.
La imagen de Harris lo examinó un tiempo y después se apartó de los controles.
–¿Me oye, señor Bradshaw? –preguntó la imagen.
–Sí.
–¿Cómo se llama?
–Robert Bradshaw.
–¿Qué cargo ocupa?
–Jefe de biología en la estación de control de Y-3.
–¿Se encuentra allí ahora?
–No. He vuelto a la Tierra. Estoy en un hospital.
–¿Por qué?
–Porque admití ante el jefe de la guarnición que me había
convertido en una planta.
–¿Es eso verdad? ¿Es usted una planta?
–Sí, en un sentido no biológico. Conservo la fisiología
de un ser humano, por supuesto.
–¿Qué entiende usted por ser una planta?
–Se trata de una actitud. En sicología se denomina
Weltans Chauung.
–Continúe.
–A un animal de sangre caliente, a un primate superior,
le es posible adoptar hasta cierto punto la sicología de una planta.
–¿Sí?
–Me refiero a esto.
–¿Les pasa lo mismo a los otros?
–Sí.
–¿Cómo llegaron a adoptar esta actitud?
La imagen de Bradshaw titubeó. Hizo una mueca.
–¿Lo ve? –le indicó Harris a Cox–. Un poderoso conflicto.
De haber estado consciente no habría seguido.
–Yo…
–¿Sí?
–Me enseñaron a convertirme en una planta.
La imagen de Harris mostró sorpresa e interés.
–¿Qué significa que le enseñaron a convertirse en una
planta?
–Comprendieron mis problemas y me enseñaron a ser una
planta. Ahora me he desembarazado de los problemas.
–¿Quién? ¿Quién le enseñó?
–Los Flautistas.
–¿Quién? ¿Los Flautistas? ¿Quiénes son los Flautistas?
No hubo respuesta.
–Señor Bradshaw, ¿quiénes son los Flautistas?
Después de una larga y agónica pausa los labios se
movieron.
–Viven en los bosques…
Harris detuvo el proyector y las luces se encendieron.
Cox y él parpadearon.
–Esto es cuanto pude obtener –explicó Harris–. Y puedo
considerarme afortunado. No esperaba que me dijera nada. Todos prometieron no
revelar quién les había enseñado a ser plantas: los Flautistas que viven en los
bosques de Y-3.
–¿Contaron los veinte la misma historia?
–No –Harris hizo una mueca de disgusto–. Casi todos opusieron
mucha resistencia. Ni siquiera les extraje esa información.
–Los Flautistas –reflexionó Cox–. ¿Y bien? ¿Qué se
propone hacer? ¿Esperar cruzado de brazos a completar la historia? ¿Es su plan?
–No –dijo Harris–. De ninguna manera. Iré a Y-3 y
averiguaré por mí mismo quiénes son los Flautistas.
La pequeña nave patrullera aterrizó con cuidado y precisión; los motores
tosieron hasta el silencio final. La escotilla se abrió y el doctor Henry
Harris contempló el campo de aterrizaje, inundado de sol. En el extremo del
campo se alzaba la torre de control. Largos edificios grises estaban
diseminados por todo el terreno: la estación de control Garrison. Un enorme
crucero venusino se hallaba estacionado en las cercanías: un inmenso casco
verde semejante a una gran babosa. Los técnicos de la estación pululaban a su
alrededor, examinando y analizando cada centímetro en busca de formas de vida
letales o tóxicas que pudieran haberse adherido al casco.
–Todo está listo, señor –dijo el piloto.
Harris asintió. Cogió sus dos maletas y bajó con cuidado.
El suelo estaba caliente, y la luz del sol lo hizo parpadear. En el cielo se
veía Júpiter; el vasto planeta reflejaba una considerable cantidad de luz
solar.
Harris atravesó el campo, cargado con las maletas. Un
empleado se ocupaba en abrir el depósito de la nave patrullera para sacar su
baúl. Lo puso en una carretilla y siguió al doctor con aire de aburrimiento.
Cuando Harris llegó a la entrada de la torre de control,
la puerta se abrió y un hombre de edad madura, ancho y robusto, de pelo gris y
paso seguro, salió a recibirlo.
–¿Cómo está, doctor? –dijo alargándole la mano–. Soy
Lawrence Watts, el jefe de la guarnición.
Intercambiaron un apretón de manos. Watts le dirigió una
sonrisa. Era un anciano de gran estatura, todavía apuesto con su uniforme azul
oscuro y las charreteras doradas sobre los hombros.
–¿Tuvo un buen viaje? –preguntó Watts–. Pase, tomaremos
un trago. Hace calor con el Gran Espejo ahí arriba.
–¿Júpiter? –Harris le siguió al interior del edificio, la
torre de control estaba fresca y sombreada, un auténtico alivio–. ¿Cómo es que
la gravedad es tan parecida a la de la Tierra? Esperaba que me pondría a dar
saltos como un canguro. ¿Es artificial?
–No. El asteroide tiene un núcleo denso, una especie de
depósito metálico; por eso lo elegimos. Simplificó el problema de la
construcción, y además posee aire y agua. ¿Ve las colinas?
–¿Las colinas?
–Desde la torre obtendrá una buena visión. Esto es como
un parque natural, con bosques en los que hay de todo. Venga, Harris. Éste es
mi despacho –el anciano lo guio hasta un apartamento amplio y bien amueblado–.
¿No es agradable? Mi intención es pasar el último año de servicio lo más
confortablemente posible –frunció el ceño–. Claro que, ahora que Deutsch se fue,
igual me quedo para siempre. Bueno… Siéntese, Harris.
–Gracias –Harris se sentó y estiró las piernas, observó
como Watts cerraba la puerta que comunicaba al pasillo–. Por cierto, ¿ha habido
más casos?
–Otros dos, hoy –el rostro de Watts se ensombreció–. Son
casi treinta en total. Hay trescientos hombres en esta estación. Al paso que
vamos…
–Comandante, mencionó que había bosques en el asteroide.
¿Concede permiso a los hombres para que vayan allí cuando quieran? ¿O sólo los
deja circular por los edificios y el campo?
Watts se frotó el mentón.
–Bien, es una situación compleja, Harris. Debo permitirles
que salgan de vez en cuando. Ven el bosque desde los edificios y basta
contemplar un lugar hermoso para que te entren ganas de ir. Cada diez días se
les concede un periodo de descanso. Entonces salen a pasear.
–¿Y luego vuelven trastornados?
–Sí, creo que sí, pero es lógico que si ven el bosque
tengan ganas de ir. No puedo impedirlo.
–Lo sé, no lo censuro. Bien, ¿cuál es su teoría? ¿Qué les
sucede allí? ¿Qué hacen?
–¿Qué sucede? Que en cuanto salen y se relajan un rato ya
no quieren volver a trabajar. Es inútil. Se paralizan. No quieren trabajar, así
que se largan.
–¿Qué opina de sus fantasías?
Watts rio de buena gana.
–Escuche, Harris, usted sabe tan bien como yo que todo
eso son cuentos. Son tan plantas como usted o yo. Lo único que pasa es que no
quieren trabajar, y punto. Cuando era cadete usábamos varios métodos para
obligar a la gente a trabajar. Me gustaría darles unos azotes en el culo, como
solíamos hacer.
–¿Así que piensa que todo es un truco?
–¿Usted no?
–No –dijo Harris–. Creen realmente que son plantas. Los
sometí a tratamiento de choque, la caja de sorpresas. Todo el sistema nervioso
se paraliza, las inhibiciones desaparecen. Confiesan la verdad. Y todos dijeron
lo mismo… y más.
Watts paseó de un lado a otro, con las manos a la
espalda.
–Harris, usted es médico, y supongo que sabe de lo que
habla, pero examine la situación. Tenemos una guarnición, una excelente y
moderna guarnición, probablemente la mejor del sistema. Contamos con los más
complejos adelantos de la ciencia. Harris, esta guarnición es una gran máquina.
Los hombres son partes de ella con un trabajo a realizar, el equipo de
mantenimiento, los biólogos, la guardia y la administración.
“¿Qué pasa cuando una persona deserta de su labor? Todo
se tambalea. No podemos arreglar los desperfectos si nadie hace funcionar las
máquinas. No podemos solicitar provisiones y vituallas si nadie se ocupa de los
inventarios y los informes. No podemos organizar la actividad si el segundo
jefe decide marcharse a tomar el sol.
“Treinta personas, la décima parte de la guarnición. Son
imprescindibles. La guarnición funciona así. Si quitamos los cimientos, los
edificios se derrumban. Nadie puede marcharse. Formamos un todo, y esa gente lo
sabe. Saben que no tienen derecho a hacer lo que les dé la gana. Nadie lo
tiene. Estamos demasiado entrelazados. Es injusto para con los demás, la
mayoría”.
Harris aprobó con un gesto.
–Comandante, ¿puedo hacerle una pregunta?
–¿Cuál?
–¿Hay habitantes nativos en el asteroide?
–¿Nativos? –Watts reflexionó unos instantes–. Sí, existen
algunos aborígenes.
Hizo un gesto vago en dirección a la ventana.
–¿Cómo son? ¿Los ha visto?
–Sí, los he visto. Al menos los vi la primera vez que se
acercaron por aquí. Merodearon un rato, nos observaron y se largaron.
–¿Murieron? ¿Alguna enfermedad?
–No. Simplemente… se esfumaron en el bosque. Imagino que deben
seguir allí.
–¿Qué clase de gente es?
–Bueno, la leyenda dice que provienen de Marte, aunque no
se parecen mucho a los marcianos. Son de piel obscura, cobriza. Delgados. Muy
ágiles a su manera. Cazan y pescan. Carecen de lenguaje escrito. No les
prestamos mucha atención.
–Entiendo –Harris hizo una pausa–. Comandante, ¿ha oído
hablar de… los Flautistas?
–¿Los Flautistas? –Watts frunció el ceño–. No. ¿Por qué?
–Los pacientes mencionaron unos seres a los que llamaban
los Flautistas. Según la declaración de Bradshaw, los Flautistas les enseñaron
a ser plantas.
–Los Flautistas. ¿Qué son?
–No lo sé –admitió Harris–. Pensé que usted lo sabría. Mi
primera deducción, por supuesto, fue que se trataba de nativos, pero ahora ya
no estoy tan seguro, después de oír su descripción.
–Los nativos son salvajes primitivos. Es imposible que
puedan enseñar algo a nadie, especialmente a un biólogo de altos vuelos.
Harris titubeó.
–Comandante, me gustaría explorar los bosques. ¿Es
posible?
–Desde luego. No hay problema. Ordenaré que un hombre lo
acompañe.
–Prefiero ir solo. ¿Hay algún peligro?
–No, ninguno que yo sepa. Excepto…
–Excepto los Flautistas –concluyó Harris–. Lo sé. Bueno,
sólo hay una forma de encontrarlos, y es ésa. Tomaré todo tipo de precauciones.
–Si camina en línea recta estará de vuelta en la
guarnición en menos de seis horas. Este jodido asteroide no es muy grande. Hay
un par de ríos y lagos, de modo que procure no ahogarse.
–¿Serpientes o insectos venenosos?
–No tenemos noticia. Al principio hicimos bastantes
exploraciones, pero la hierba ha vuelto a crecer. Nunca encontramos nada
peligroso.
–Gracias, comandante –Harris se levantó y le estrechó la
mano–. Nos veremos antes del anochecer.
–Buena suerte.
El comandante y dos guardias armados salieron y se
dirigieron hacia la guarnición. Harris los vio desaparecer en el interior del
edificio. Después se adentró en el macizo de árboles.
El bosque estaba silencioso. Árboles enormes de color
verde obscuro lo rodeaban. Parecían eucaliptos. El suelo era suave, cubierto de
miles de hojas caídas de los árboles. Al cabo de un rato atravesó un claro de
hierba quemada por el sol. Miríadas de insectos surgían de los tallos secos.
Algo corrió a esconderse entre la vegetación. Divisó una bola gris con muchas
piernas y antenas temblorosas.
El claro terminaba al pie de una colina. El camino se
empinaba más y más. Ante él se extendía una infinita pradera verde y salvaje.
Descansó unos minutos para recobrar el aliento.
Siguió adelante. Descendió hacia una quebrada profunda en
la que crecían helechos del tamaño de árboles. Pisaba un auténtico bosque del
Jurásico. Los helechos unían sus copas sobre su cabeza. Se abrió paso con sumo
cuidado. Notó el aire más frío. El suelo de la quebrada era húmedo y
silencioso.
Llegó a un terreno llano. Densas matas de helechos
crecían por todas partes, silenciosos e inmóviles, oscureciendo el suelo. Halló
un sendero natural, el antiguo lecho de un río, áspero y rocoso, pero fácil de
seguir. La atmósfera era pesada y opresiva. Más allá de los helechos pudo ver
la ladera de la próxima colina, una pradera verde que ascendía por ella.
Tenía enfrente algo grisáceo. Grandes rocas amontonadas.
El lecho seco del río conducía directamente hacia ellas. Imaginó que se trataba
de un antiguo lago del que nacía el río. Trepó con dificultades a la primera
roca y descansó al llegar arriba.
Hasta entonces no había tenido suerte. Ni rastro de los
nativos, los únicos que tal vez podrían ayudarlo a encontrar a los misteriosos
Flautistas que engatusaban a los hombres, caso de que existieran. Si pudiera
hablar con los nativos, tal vez descubriría algo, pero el éxito no le sonreía.
Paseó la mirada en derredor. El bosque estaba en silencio. Una ligera brisa
movía las hojas. ¿Dónde estaban los nativos? Probablemente tenían un poblado,
cabañas, un claro. El asteroide era pequeño; daría con ellos antes del
anochecer.
Descendió por las rocas y volvió a trepar por las
siguientes. De repente se detuvo a escuchar. Oyó un sonido lejano, el sonido
del agua. ¿Se estaba acercando a un lago? Reemprendió el camino con la
esperanza de localizar el origen del sonido. Continuó subiendo y bajando rocas.
El silencio era total, excepto por el ruido distante del agua. Quizá una
catarata o un torrente. Si lo encontraba, hallaría a los nativos.
Las rocas se acabaron y apareció de nuevo el lecho del
río, bastante húmedo, fangoso y cubierto de musgo. Seguía una buena pista; el
cauce había llevado agua recientemente, quizá durante la estación de las
lluvias. Subió por una de las márgenes a través de los helechos y las
enredaderas. Una serpiente dorada se cruzó en su camino. Algo brillaba entre
los helechos: agua. Un lago. Corrió en aquella dirección, apartando las
enredaderas que le impedían el paso.
Llegó al borde de un lago, un profundo lago enclavado
entre las rocas grises, rodeado de plantas. El agua era clara y brillante, y
nacía de una catarata que caía por el extremo opuesto. Era hermoso, y
permaneció admirando la serenidad del lugar. Un rincón virginal, inalterado
desde que se formó el asteroide. Quizá, incluso, era el primero en verlo, tan
oculto y disimulado entre la vegetación. Le deparó una sensación extraña, casi
de propiedad. Dio unos pasos en dirección al agua.
Y entonces la vio.
La muchacha estaba sentada en la otra orilla. Miraba el
agua con la cabeza apoyada en una rodilla doblada. En seguida reparó en que
había estado bañándose. Su cuerpo cobrizo todavía estaba húmedo y brillante al
sol. No lo había visto. Harris contuvo el aliento, incapaz de apartar la vista
de ella.
Era muy hermosa. Su largo pelo obscuro le cubría los
hombros y los brazos. Tenía el cuerpo delgado y esbelto. La perfección de sus
formas le impresionó, a pesar de que estaba acostumbrado a contemplar toda
clase de anatomías. El tiempo, inmóvil, extraño, pasó mientras la admiraba. Tal
vez el tiempo se había detenido en la imagen de la muchacha sentada sobre una
roca y los helechos tan quietos como si estuvieran pintados a sus espaldas.
De repente, la muchacha levantó los ojos. Harris se
revolvió inquieto, consciente de entremeterse en su intimidad. Retrocedió un
paso.
–Lo siento –murmuró–. Vengo de la guarnición. No
pretendía espiarla.
Ella asintió sin hablar.
–¿No le importa? –preguntó Harris al instante.
–No.
¡Hablaba la lengua de la Tierra! Se acercó un poco,
bordeando el lago.
–Espero que no la esté molestando. Pronto me iré del
asteroide. Acabo de llegar de la Tierra.
Ella esbozó una sonrisa tímida.
–Soy médico. Me llamo Henry Harris –miró el cuerpo
cobrizo que brillaba al sol, la fina capa de humedad que cubría sus brazos y
sus muslos–. Tal vez le interese saber por qué estoy aquí. Es posible que pueda
ayudarme.
–¿Sí?
–¿Le gustaría ayudarme?
–Sí –sonrió ella–. Claro que sí.
–Estupendo. ¿Puedo sentarme? –se acomodó sobre una roca
plana, de cara a ella–. ¿Un cigarro?
–No.
–Bueno, me fumaré uno –lo encendió y aspiró una profunda
bocanada–. Tenemos un problema en la guarnición. Algo le está sucediendo a los
hombres, y se extiende como una epidemia. Hay que averiguar las causas antes de
que la guarnición se venga abajo.
Aguardó unos segundos. Ella asintió levemente. Se
mantenía inmóvil y silenciosa como los helechos.
–Bien, he conseguido extraerles cierta información, de la
que destaca un hecho en concreto. Se empeñan en afirmar que los… los Flautistas
son los responsables de su estado. Dicen que los Flautistas les enseñaron… –se interrumpió,
una extraña expresión cruzó por el rostro oscuro y delicado de la muchacha–.
¿Conoce a los Flautistas?
Ella asintió con la cabeza.
Harris se sintió invadido por una oleada de satisfacción.
–¿De veras? Estaba seguro de que los nativos los
conocerían –se puso en pie–. Por lo tanto, existen, ¿verdad?
–Existen.
Harris frunció el ceño.
–¿Y viven aquí, en el bosque?
–Sí.
–Bien –aplastó el cigarro con impaciencia–. ¿Podría
llevarme hasta ellos?
–¿Llevarlo?
–Sí. Me urge resolver este problema. El comandante en
jefe de la base de la Tierra me asignó la misión de investigar sobre los
Flautistas. Hay que llegar al fondo del enigma, y yo soy el encargado de
resolverlo. Es vital encontrarlos, ¿me comprende?
Ella asintió.
–Bien, ¿me va a acompañar?
La muchacha permaneció en silencio. Estuvo largo rato
contemplando el agua con la cabeza descansando sobre la rodilla. Harris se
impacientó. Apoyó su peso en un pie y luego en el otro.
–¿Lo hará? –insistió–. Es muy importante para la
guarnición. ¿Qué me responde? –inspeccionó sus bolsillos–. Quizá pueda
ofrecerle algo. Aquí tengo… –sacó su encendedor–. Le daré mi encendedor.
La chica se levantó lenta y armoniosamente, sin aparentar
el menor esfuerzo. Harris se quedó boquiabierto. ¡Con qué agilidad se había
erguido de un solo movimiento! Parpadeó. Apenas había percibido el cambio. De
pronto estaba en pie, mirándolo tranquilamente con su rostro inexpresivo.
–¿Lo hará? –repitió.
–Sí. Vámonos.
La muchacha se dirigió hacia los helechos. Harris la
siguió, moviéndose con torpeza sobre las rocas.
–Estupendo. Muchas gracias. Me interesa mucho encontrar a
esos Flautistas. ¿Dónde me lleva, a su poblado? ¿Cuánto queda para que
anochezca?
La muchacha no respondió. Se había adentrado en los
helechos y Harris apresuró el paso para no perderla de vista. ¡Con qué silencio
se deslizaba!
–Espere –gritó–, espéreme.
La joven se detuvo a esperarlo, grácil y hermosa,
observándolo sin decir una palabra.
Harris penetró en la masa de helechos, pisándole los
talones.
–¡Carajo! –exclamó el comandante Cox–. No ha tardado mucho –bajó de dos en
dos los escalones–. Deje que le eche una mano.
Harris sonrió mientras acarreaba sus pesadas maletas. Las
dejó en el suelo con un suspiro de alivio.
–No se preocupe. En lo sucesivo procuraré no ir tan
cargado.
–Entre. Soldado, ayúdele.
Un patrullero se acercó y cogió una maleta. Los tres
tomaron por el pasillo que conducía a las habitaciones de Harris. Éste abrió la
puerta y el patrullero depositó la maleta en el suelo.
–Gracias –dijo Harris, colocó la otra junto a la
primera–. Estoy contento de volver, aunque sea por poco tiempo.
–¿Por poco tiempo?
–Regresé para poner en orden mis asuntos. Volveré a Y-3
mañana por la mañana.
–¿No solucionó el problema?
–Lo hice, pero no lo he erradicado. Debo volver de
inmediato. Queda mucho por hacer.
–Pero ¿averiguó lo que pasa?
–Sí. Exactamente lo que los hombres decían: los
Flautistas.
–¿Los Flautistas existen?
–Sí. Existen.
Se quitó la chaqueta y la colocó sobre el respaldo de la
silla. Después abrió la ventana. Un aire cálido y primaveral invadió la habitación.
Se sentó en la cama.
–Los Flautistas existen, es cierto… ¡en la mente de los
hombres de la guarnición! Para ellos, los Flautistas son reales, ellos los
crearon. Se trata de una hipnosis colectiva, una proyección de grupo, y ninguno
se libra de padecerla hasta cierto punto.
–¿Cómo empezó?
–Los hombres elegidos para la estación Y-3 fueron
seleccionados por sus especiales habilidades, su capacidad y el alto grado de
entrenamiento. A lo largo de sus vidas han sido modelados por la compleja
sociedad moderna, el ritmo acelerado y una fuerte integración con el resto de
la gente. Han sido sometidos a una intensa presión para alcanzar ciertos
objetivos y realizar ciertos trabajos.
“De repente, los trasladan a un asteroide habitado por
nativos que viven la más primitiva de las existencias, completamente vegetal.
Desconocen el concepto de objetivo, de propósito y de planificación. Los
nativos viven como animales, al día, durmiendo y obteniendo su comida de los
árboles, como en el Jardín del Edén, sin luchas ni conflictos.
–¿Sí? Pero…
–Los miembros de la guarnición ven a los nativos y
piensan inconscientemente en su vida anterior, cuando eran niños, cuando no
tenían problemas, ni responsabilidades, ni se habían integrado a la sociedad
desarrollada. Niños echados al sol.
“¡Pero son incapaces de admitirlo! No pueden admitir que
les gustaría vivir como los nativos, descansando y durmiendo todo el día. De
modo que inventan a los Flautistas, un misterioso grupo que vive en los bosques
y les enseña una nueva forma de vivir. Descargan su culpa sobre ellos. Les
enseñan a convertirse en parte de los bosques”.
–¿Qué piensa hacer? ¿Quemar los bosques?
–No –Harris meneó la cabeza–. Esa no es la respuesta
adecuada; los bosques son inofensivos. La solución reside en la sicoterapia.
Volveré para empezar a trabajar cuanto antes. Hay que convencerlos de que los
Flautistas viven en su interior, de que los llaman inconscientemente para que los
descarguen de sus responsabilidades. Los bosques son inofensivos y los nativos
no les pueden enseñar nada nuevo. Son salvajes primitivos que carecen incluso
de lenguaje escrito. Nos enfrentamos a una proyección sicológica de todos los
hombres de la guarnición que desean abandonar su trabajo y descansar una
temporada.
Se hizo el silencio en la habitación.
–Comprendo –dijo Cox al cabo de un rato–. Bueno, tiene
cierto sentido –se puso en pie–. Ojalá haga reaccionar a los hombres cuando
vuelva.
–Eso espero –aprobó Harris–. Y creo que lo conseguiré.
Después de todo, sólo se trata de reforzar su propio conocimiento de sí mismos.
Cuando lo logren, los Flautistas se desvanecerán.
–Bien, deshaga las maletas, doctor. Lo veré a la hora de
cenar. O quizá mañana, antes de que se marche.
–Espléndido.
Harris abrió la puerta y el comandante salió al pasillo.
Harris cerró con llave y cruzó la habitación. Miró un momento por la ventana,
con las manos en los bolsillos.
Era casi de noche y estaba refrescando. El sol. acababa
de desaparecer detrás de los edificios de la ciudad que rodeaba el hospital.
Contempló el ocaso.
Después se acercó a sus maletas. Se sentía cansado, muy
cansado a causa del viaje. Una gran pereza atenazaba sus miembros. Le quedaban
muchas cosas por hacer, muchísimas. ¿Cómo esperaba llevarlas a cabo? Volviendo
al asteroide. ¿Y luego?
Bostezó, se le cerraban los ojos. ¡Cuánto sueño tenía!
Dio un vistazo a la cama, se sentó en el borde y se quitó los zapatos. ¡Tenía
tanto que hacer al día siguiente!
Dejó los zapatos en un rincón de la habitación. Se
inclinó y soltó el cierre de una maleta. La abrió. Extrajo un enorme saco de
tela. Vació con cuidado su contenido sobre el suelo. Tierra, tierra rica y
suave. Tierra que había recogido en las últimas horas pasadas en el asteroide.
La extendió sobre el suelo y se sentó en el centro. Se
estiró de espaldas sobre ella. Cuando se sintió cómodo cruzó los brazos sobre
el pecho y cerró los ojos. Quedaba tanto por hacer… pero más tarde, por
supuesto. Mañana. La tierra era tan cálida…
Se durmió al cabo de un momento.
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