sábado, 27 de abril de 2024

Los venusianos evanescentes

Leigh Brackett

 

Capítulo 1

La brisa era firme, aunque no demasiado fuerte. Hinchaba la vela lo suficiente para que el casco, lleno de algas, se abriera paso entre las aguas, y poco más. Matt Harker se encontraba junto a la caña del timón y contaba los chorros de sudor que se deslizaban por su cuerpo desnudo, mientras observaba, con ojos hundidos y opacos, la noche color índigo. La furia, contenida e impotente, se alzó en su garganta como vómito amargo.

El mar (la venusiana esposa de Rory McLaren lo llamaba el mar de los Ópalos de la Mañana) se extendía tranquilo, negro, surcado de fosforescencias. El cielo, cubierto por el manto de nubes de Venus, hacía que el Sol pareciera una leyenda medio recordada a los exiliados de la Tierra. Luces móviles ardían en la penumbra azul, formando una línea. Doce naves, tres mil ochocientas personas, yendo a ninguna parte, atrapados en el intervalo existente entre el nacimiento y la muerte, y sin saber qué hacer al respecto.

Matt Harker observó la vela y, a continuación, la linterna fija de la nave que iba delante. Su rostro, en el tenue brillo que ilumina a Venus incluso de noche, era un delgado conjunto oblongo de sombras y duros huesos, escariado y cicatrizado por vivir, por querer y no tener, por morir y no estar muerto. Era un hombre enjuto, nervudo y bajo, con una serpentina seguridad de movimientos.

Alguien avanzó en silencio por la cubierta, evitando los cuerpos dormidos que se encontraban por todas partes.

–Hola, Rory –dijo Harker, sin emoción.

–Hola, Matt –respondió Rory McLaren.

Se sentó. Era joven, tal vez con la mitad de la edad de Harker. Aún quedaba esperanza en su expresión, pero se le acababa. Durante un rato, permaneció sentado, sin hablar y mirando a la nada.

–En serio, Matt –dijo entonces–. ¿Cuánto tiempo más podemos durar?

–¿Qué sucede, muchacho? ¿Empiezas a desmoronarte?

–No lo sé. Tal vez. ¿Cuándo vamos a detenernos en alguna parte?

–Cuando encontremos un lugar donde hacerlo.

–¿Existe? Me da la sensación de que llevamos buscándolo desde que nací. Siempre ocurre algo. Nativos hostiles, o fiebre, o mal terreno, siempre algo, y volvemos a reemprender la marcha. No es justo. No es forma de intentar vivir.

–Te dije que no tuvieras hijos.

–¿Y eso qué tiene que ver?

–Empiezas a preocuparte –dijo Harker–. El bebé ni siquiera ha nacido, y ya estás preocupado.

–Por supuesto que sí –McLaren se llevó las manos a la cabeza y maldijo; Harker sabía que lo hacía para no echarse a llorar–. Me preocupa que a mi esposa y a mi hijo les suceda lo mismo que a los tuyos. Hay fiebre a bordo.

Durante un instante, los ojos de Harker se convirtieron en carbones encendidos. Luego, miró hacia la vela.

–Estarían mejor muertos.

–No digas eso.

–Es la verdad. Como acabas de preguntarme, ¿cuándo vamos a detenernos en alguna parte? Tal vez nunca. Te preocupas al respecto desde que naciste. Bien, yo llevo más tiempo. Antes de que nacieras, vi nuestro primer asentamiento incendiado por el Pueblo Nube, y a mis padres crucificados en su propio huerto. Estuve presente allá en la Tierra cuando este viaje a la Tierra Prometida comenzó, y aún espero la promesa.

Los tendones del cuello de Harker eran como cables de acero. Su voz adquirió una terrible calma.

–Sería mejor que tu esposa y tu hijo murieran ahora, mientras Viki es joven y tiene esperanza… y antes de que el niño llegue a abrir los ojos siquiera.

Sim, el hombretón negro, relevó a Harker antes del amanecer. Empezó a cantar, en voz baja, algo lastimero y lento como la brisa, e igual de hermoso. Harker lo maldijo y se fue a dormir a la proa, pero la canción lo acompañó.

Oh, miré al Jordán, y lo que vi, viniendo para llevarme a casa.

Harker se quedó dormido. Poco después empezó a gemir, a retorcerse y luego a gritar. La gente que había a su alrededor se despertó. Lo observaron con interés. Harker era un lobo solitario cuando estaba despierto, violento y con mal temperamento. Si, en largos intervalos, tenía que montar guardia, nadie se sentía ansioso por relevarlo. Les gustaba observar a Harker cuando no miraba.

A él no le importaba. Ahora jugaba con la nieve. Tenía siete años; las nubes eran altas y blancas, y el cielo, por encima de ellas, era tan azul y despejado que se preguntaba si Dios lo limpiaría cada pocos días, como mamá hacía con el suelo de la cocina. El Sol resplandecía. Parecía una gran moneda dorada, y hacía que la nieve brillara como diamantes pulverizados. Alzó los brazos hacia el Sol, y el frío aire lo abofeteó con manos claras; él se echó a reír. Entonces, todo desapareció…

–Por Dios –dijo alguien–, ¿pues no tiene lágrimas en el rostro?

–Lloriquea. Lloriquea como un niño pequeño. Escúchenlo.

–Eh –dijo el primero con cierta timidez–. ¿No les parece que deberíamos despertarlo?

–Al infierno con él, viejo resentido. Eh, ¿oyen lo que dice?

–Papá –susurraba Harker–. Papá, quiero irme a casa.

 

El amanecer llegó como un tamiz de ópalos de fuego a través de las capas de nubes color gris perla. En su sueño, Harker oyó los gritos atenuados. Se sentía embotado y cansado y sus párpados se negaron a abrirse. Los gritos tomaron forma gradualmente y se convirtieron en la palabra “¡Tierra!” repetida una y otra vez. Harker se obligó a despertar y se levantó.

El mar sin mareas brillaba con colores irisados bajo la bruma. Manadas de pequeños dragones marinos de resplandecientes escamas se alzaban en las omnipresentes islas flotantes de algas, y las algas en sí, parte de ellas, se rebullían y extendían con vida consciente.

Por delante había un bajo montículo de terreno enlodado que se convertía en un enmarañado pantano. Más allá, alzándose hacia las nubes, había un acantilado de granito, un escarpado arrebatador que se alzaba como un muro contra la esperanzada mirada de los exiliados.

Harker descubrió a Rory McLaren junto a él; con un brazo rodeaba a Viki, su esposa. Viki era una de las venusianas que se habían casado con hombres de la colonia terrestre. Tenía la piel de un blanco lechoso, el cabello era plateado brillante, y sus labios vívidamente rojos. Sus ojos se parecían al mar, cambiantes, llenos de vida oculta. Ahora tenían ese brillo especial que los ojos de las mujeres adoptan cuando piensan en la creación. Harker miró hacia otro lado.

–Es tierra –dijo McLaren.

–Es barro. Pantano. Fiebre. Como los demás.

–¿Podemos detenernos aquí un poco? –preguntó Viki.

Harker se encogió de hombros.

–Eso depende de Gibbons.

Quiso preguntar qué importancia tenía dónde demonios fuera a nacer el niño; pero, por una vez, refrenó su lengua. Se volvió. En algún lugar de la cubierta, una mujer gritaba de delirio. Había tres formas envueltas en sábanas harapientas y tendidas sobre planchas junto a las portillas de los embornales. La boca de Harker se torció en una sonrisa amarga.

–Es probable que nos detengamos para enterrarlos –dijo–. Tal vez haya tiempo suficiente.

Echó un rápido vistazo al rostro de McLaren. La esperanza que había en él ya no estaba cansada, sino muerta. Muerta, como el resto de Venus.

Gibbons reunió a los jefes en su nave, los líderes, los guerreros, cazadores y marineros; los hombres duros y correosos que eran la armadura en torno al blando cuerpo de la colonia. Allí se encontraban Harker y McLaren. Este último era joven; pero hasta hacía poco tenía un optimismo que alegraba a sus compañeros, un liderazgo natural.

Gibbons era viejo, el espíritu guía original de los cinco mil colonos que habían salido de la Tierra para volver a empezar en un nuevo mundo. El tiempo y la tragedia, la decepción y la traición lo habían marcado cruelmente, pero aún mantenía la cabeza erguida. Harker admiraba sus agallas mientras lo maldecía por ser un loco idealista.

Comenzó la inevitable discusión de si deberían intentar asentarse permanentemente en ese llano de lodo o seguir vagabundeando por el desconocido e interminable mar.

–Por el amor de Dios, miren este lugar –dijo Harker, impaciente–. Recuerden la última vez, y la anterior; dejen de decir tonterías.

–La gente se cansa –dijo Sim, el grandulón negro–. El hombre está hecho para tener raíces en alguna parte. Muy pronto tendremos problemas si no encontramos tierra.

–Si crees que puedes encontrarla, amigo, ve a buscarla –dijo Harker.

–Pero tiene razón –repuso un Gibbons ominoso–. Hay histeria, fiebre, disentería y hastío, y el hastío es lo peor de todo.

–Voto por que nos establezcamos aquí –dijo McLaren.

Harker se echó a reír. Estaba apoyado en la puerta de la cabina, y contemplaba el acantilado. El granito gris parecía despejado por encima del pantano. Harker trató de escrutar las nubes que ocultaban la cima, pero no pudo. Sus oscuros ojos se entornaron. Las caldeadas voces que había tras él se perdieron en la distancia. De repente, se volvió.

–Señor, pido permiso para ver qué hay en la cima de ese acantilado –dijo.

Se hizo un completo silencio.

–Hemos perdido demasiados hombres en viajes como éste con anterioridad sólo para encontrar que el lugar es inhabitable –dijo Gibbons lentamente.

–Siempre existe la oportunidad. Recuerde que nuestro primer asentamiento fue en las zonas altas. Aire limpio, buen terreno, nada de fiebre.

–Lo recuerdo –repuso Gibbons–. Lo recuerdo –guardó silencio durante un instante, y después dirigió una mirada sagaz a Harker–. Te conozco, Matt. Harás lo que quieras, con mi permiso o sin él.

Harker sonrió.

–Ahora no repararán mucho en mi ausencia. Ya no soy una buena influencia –anduvo hacia la puerta–. Concédame tres semanas. De todas formas, las necesitarán para carenar y limpiar las quillas. Tal vez regrese con algo.

–Voy contigo, Matt –dijo McLaren.

Harker lo miró directamente a los ojos.

–Será mejor que te quedes con Viki.

–Si allá arriba hay buena tierra, y te sucede algo, y no puedes venir a decirnos…

–¿Algo como no molestarme en volver, tal vez?

–No dije eso. Es posible que no regresemos ninguno. Pero dos es mejor que uno.

Harker sonrió. Fue una sonrisa enigmática y no muy agradable.

–Tiene razón, Matt –admitió Gibbons.

Harker se encogió de hombros. Entonces Sim se levantó.

–Dos está bien, pero tres es mejor –dijo, y se volvió hacia Gibbons–. Somos casi quinientos, señor. Si allá arriba hay tierra nueva, debemos compartir la carga de encontrarla.

Gibbons asintió.

–Estás loco, Sim –dijo Harker–. ¿Por qué quieres hacer toda esa escalada, tal vez para no llegar a ningún sitio?

Sim sonrió. Sus dientes resaltaban con increíble blancura en la negritud pulida por el sudor de su rostro.

–Pero si eso es lo que mi gente ha estado haciendo, Matt. Escalar mucho para no llegar a ninguna parte.

Lo dispusieron todo y gozaron de una última noche de sueño. McLaren se despidió de Viki. Ella no lloró. Sabía por qué se marchaba. La besó.

–Ten cuidado –fue todo lo que le dijo.

–Volveré antes de que nazca –fue cuanto él le dijo a ella.

Partieron al amanecer. Llevaban pescado seco, tasajos de bayas marinas, además de sus largos cuchillos y cuerdas para la escalada. Hacía tiempo que se habían quedado sin municiones para sus pocas armas láser, y no disponían de equipo para conseguir más. Todos eran diestros en arrojar las lanzas, por lo que llevaban tres cortas, con punta de hueso, a la espalda.

Cuando cruzaron el llano de lodo, llovía, y chapotearon en él hasta los muslos en medio de la densa niebla. Harker abrió el camino a través del pantano. Era un experto en ello, con una increíble rapidez para detectar la vegetación que estaba tan independientemente viva y hambrienta como él. Venus es un enorme invernadero, y las plantas se han desarrollado en especies tan variadas y maravillosas como los mamíferos de los reptiles surgidos de los mares precámbricos, con flagelos primitivos y el desarrollo de voluntades propias, apetitos y motivaciones. Los niños de la colonia aprendían desde muy pequeños a no coger flores. A menudo, los capullos contraatacaban.

El pantano era estrecho, y salieron de él sin problema. Un gran dragón de los pantanos, un leshen, rugió no muy lejos; pero su especie cazaba de noche, y tenía demasiado sueño para cazarlos. Finalmente Harker pisó suelo firme y estudió el acantilado.

La roca estaba carcomida por el clima, marcada por siglos de erosión, destrozada por los terremotos. Había fragmentos de pizarra suelta y grandes planchas que parecían capaces de desmoronarse sólo con el contacto; sin embargo, Harker asintió.

–Podremos escalarlo –dijo–. El problema es hasta qué altura.

Sim se echó a reír.

–Tal vez hasta la Ciudad Dorada. ¿Tenemos todos la conciencia limpia? ¡No podemos llevar ninguna carga de pecado hasta tan lejos!

Rory McLaren miró a Harker.

–Muy bien, lo confieso –dijo Harker–. No me importa si hay tierra allá arriba o no. Todo lo que quería era salir de ese maldito barco antes de que me volviera loco. Ahora, ya lo saben.

McLaren asintió. No parecía sorprendido.

–Escalemos.

Alcanzaron las nubes la mañana del segundo día. Ascendieron a través de un vapor opalino, medio líquido, caliente e insoportable. Siguieron arrastrándose durante dos días más. Las primeras dos noches Sim cantó durante su guardia, mientras descansaban en algún recodo. Después se sintió demasiado cansado. McLaren empezó a perder las esperanzas, mas no lo dijo. Matt Harker se volvió más taciturno y su carácter empeoró, si aquello era posible; pero, por lo demás, no hubo cambio alguno. Las nubes continuaron ocultando la cima del acantilado.

–¿Es que no termina nunca este acantilado? –preguntó McLaren con voz ronca durante un alto para descansar.

Su piel estaba amarillenta, y los ojos le brillaban de fiebre.

–Tal vez continúa más allá del cielo –repuso Harker.

La fiebre lo había asaltado también. Una fiebre que vivía en los organismos de los exiliados y surgía a intervalos para sacudirlos y marchitarlos, y luego retirarse. A veces no lo hacía, y, al cabo de nueve días no había necesidad de ello.

–No te importaría si así fuera, ¿verdad? –dijo McLaren.

–No te he pedido que vinieras.

–Pero no te importaría.

–¡Ah, cierra el pico!

McLaren saltó hacia la garganta de Harker.

Éste le golpeó, con cuidado y precisión. McLaren se derrumbó, se llevó las manos a la cabeza y rompió en llanto. Sim se mantuvo al margen, meneó la cabeza, y, después de un rato, empezó a cantar para sí, o para alguien más allá de sí mismo.

Nadie conoce los problemas que sufro…

Harker se levantó. Los oídos le zumbaban y temblaba sin control, pero aún podía llevar consigo parte del peso de McLaren. Subían una empinada cornisa, bastante ancha y sin dificultad.

–Vamos –dijo Harker.

Unos sesenta metros más adelante la cornisa se hundía y empezaba a descender de nuevo en una serie de peldaños rotos. Por encima, sobresalía la cara del acantilado. Sólo una mosca podría haber escalado aquello. Se detuvieron. Harker maldijo con sañuda lentitud. Sim cerró los ojos y sonrió. También estaba un poco enloquecido por la fiebre.

–La Ciudad Dorada se halla en la cima. Ahí es donde voy.

Empezó a recorrer la cornisa, siguiendo su declive hacia un recodo, donde desaparecía. Harker se rio, sardónico. McLaren se zafó de él y fue tras Sim. Entonces, Harker se encogió de hombros y los siguió.

Tras el recodo la cornisa desaparecía por completo.

Se quedaron inmóviles. Las vaporosas nubes los cercaban por delante, y tras ellos había una pared de granito llena de gruesas enredaderas carnosas. Un callejón sin salida.

–¿Y bien? –preguntó Harker.

McLaren se sentó. No lloró, ni dijo nada. Sólo se sentó. Sim permaneció de pie, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo y la barbilla hundida en su enorme pecho negro.

–¿Ven lo que digo yo sobre la Tierra Prometida? –dijo Harker–. Venus es una rueda fija, y no se puede ganar.

Entonces fue cuando advirtió aquel aire frío. Había pensado que era un estremecimiento producido por la fiebre, pero le revolvía el cabello y se marcaba claramente en su cuerpo. Incluso tenía un olor claro y límpido. Surgía de las enredaderas.

Harker empezó a escarbar con su cuchillo. Descubrió la boca de una cueva, un corte irregular suavizado al pie por lo que antaño tuvo que ser un río.

–Esta corriente de aire procede de lo alto de la meseta –dijo–. El viento debe de soplar allá arriba y lo empuja hacia abajo. Puede que haya un camino.

McLaren y Sim sintieron un lento y terrible brote de esperanza. Sin hablar, los tres penetraron en el túnel.

 

Capítulo 2

Hicieron un buen promedio. El aire despejado actuaba como tónico, y la esperanza los acicateaba. De repente, el túnel se curvaba hacia arriba, y Harker, poco después, oyó agua, un murmullo bajo y estrepitoso como si encima hubiera un río subterráneo. Estaba completamente oscuro, pero era fácil seguir el suave canal de piedra.

–¿No es luz eso de ahí arriba? –preguntó Sim.

–Sí –respondió Harker–. Una especie de fosforescencia. No me gusta ese río. Puede detenernos.

Continuaron su ascensión en silencio. El brillo se agudizó. El aire se hizo más húmedo. Parches de líquenes fosforescentes aparecieron en las paredes, brillando con tonalidad de joya como un arcoíris inestable. El rumor del agua aumentó.

De súbito se toparon con el río. Era un río ancho, lento y majestuoso. Cruzaba el curso del túnel en un ancho canal horadado a bastante profundidad en la roca, de forma que su nivel había caído bajo su antiguo curso y dejaba seco el túnel. Los líquenes salpicaban techo y paredes, y se reflejaban en oscuros destellos de color procedentes del agua.

En la parte más alta había una oscura chimenea que subía a través de la roca, y la fría corriente surgía de ella con una fuerza casi huracanada que se disipaba en su mayor parte en el túnel del río. Harker juzgó que había una formación de acantilados en la superficie que impulsaba el viento hacia abajo. La chimenea resultaba de todo punto inaccesible.

–Supongo que tendremos que ir corriente arriba por la ribera –dijo.

La roca, con amplias cornisas a diferentes niveles, estaba lo suficientemente erosionada para hacerlo posible.

–¿Y si el río no procede de la superficie? –preguntó McLaren–. ¿Y si viene de una fuente subterránea?

–¡Córtate el cuello! –dijo Harker–. Vamos.

Se pusieron en marcha. Después de un rato, dando vueltas como delfines en el agua negra, las criaturas doradas aparecieron nadando, y vieron a los hombres, y se detuvieron, y volvieron a nadar.

No eran muy grandes: el mayor de todos tenía el tamaño de un niño de doce años. Sus cuerpos eran antropoides, pero adaptados para la natación con brillantes membranas. Resplandecían con una luz dorada, fosforescente como la del liquen; sus ojos carecían de párpados y eran negros, como una gran pupila abierta. Sus rostros resultaban increíbles. A Harker le recordaron algo los dientes de león que crecían en el campo en verano. Los rostros y cabezas de los nadadores eran así, cubiertos de radiantes pétalos que parecían tener movimientos independientes, como si fueran órganos sensores además de decorativos.

–Por el amor de Dios –preguntó Harker–, ¿qué son?

–Parecen flores –respondió McLaren.

–Más bien, peces –dijo el negro.

Harker se echó a reír.

–Creo que ambas cosas. Apuesto que son planis que crecieron en un lugar donde no tuvieron más remedio que hacerse anfibios (los colonos habían contraído planta-animal en planimal, y, luego, sólo en plani) –aseguró Harker–. He visto bichos en los pantanos que no eran demasiado diferentes a éstos. Pero, vaya, ¡miren esos ojos! Parecen humanos.

–La forma es también casi humana –tembló McLaren–. Ojalá no nos miraran de esa forma.

–Mientras se limiten a mirar, no voy a preocuparme… –dijo Sim.

No lo hicieron. Empezaron a acercarse a los hombres, nadando sin esfuerzo contra la corriente. Algunos de ellos empezaron a salir del agua. Eran ágiles y graciosos. Había algo desagradablemente infantil en ellos. Contaron quince o veinte, y a Harker le recordaron una pandilla de niños picaros… sólo que la picardía tenía una despiadada cualidad de malevolencia.

Harker apretó el paso a lo largo de la cornisa. Había desenvainado el cuchillo y llevaba una lanza corta en la mano derecha.

El tono del río cambió. El canal se ensanchó, y, por encima, Harker vio que la caverna terminaba en un gran lugar en sombras, donde el agua, manando lentamente sobre un borde de roca, formaba un lago obscuro. Más brillantes cosas-niño jugaban allí. Se unieron a sus compañeros, y cerraron el círculo en torno a los tres hombres.

–Esto no me gusta –dijo McLaren–. ¡Si al menos hicieran algún sonido!

Y lo hicieron, sin previo aviso… un chirrido entre dientes como la blasfemia de una risa infantil. Sus ojos brillaron. Se abalanzaron hacia ellos, subiendo el escalón, y salieron del agua para tomarlos por los tobillos, entre risas. Harker sintió que las tripas se le revolvían dentro de su plano vientre.

McLaren gritó y pataleó. Las garras le arañaron el tobillo, uñas aguzadas como espinas. Sim atravesó un pecho dorado con su lanza. No tenía huesos. El cuerpo era liviano y membranoso, y la sangre que brotó de él, pegajosa y verde, como savia. A puntapiés, Harker devolvió a dos criaturas al río, agarró su lanza como si fuera un bate y echó a otros dos más del escalón (eran increíblemente livianos).

–Ahí arriba –gritó–, a esa cornisa alta. No creo que puedan trepar hasta ella.

Empujó a McLaren para que pasara delante de él y ayudó a Sim a cubrir la retaguardia mientras escalaba con dificultad. McLaren se agazapó en lo alto de la cornisa y lanzó piedras contra los atacantes. Una gran grieta corría por el techo de la caverna, la cicatriz de un antiguo terremoto, que empezó a ensancharse.

–Muy bien –jadeó Harker–. Deja de hacer eso antes de que derrumbes el techo. No pueden seguirnos.

Los planis estaban dotados para la natación, no para la escalada. Aunque se aferraban furiosamente a la roca, resbalaban, y, enfurruñados, se retiraron al agua. De repente, agarraron el cuerpo que Sim había atravesado de un lanzazo y lo devoraron, disputándoselo con fiereza. McLaren se asomó a la cornisa y se sintió enfermo.

Harker tampoco se encontraba del todo bien. Se levantó y continuó su avance. Sim ayudó a McLaren, cuyo tobillo sangraba copiosamente.

La cornisa superior subía y rodeaba la pared de la gran cueva sobre el lago. Hacía más frío, aunque el lugar era más seco, y los líquenes disminuían de número, hasta desaparecer, lo que producía una oscuridad total. Harker gritó una vez. Por el eco de su voz, supieron que el lugar era inmenso.

Muy por debajo, en el agua negra, los cuerpos dorados fluían como cometas en un universo de ébano, dirigiéndose rápidamente hacia alguna parte. Harker continuó su cuidadoso avance. La piel le hormigueaba con un nervioso impulso de peligro, una sensación de algo invisible, no natural, y perverso.

–Oigo algo –dijo Sim.

Se detuvieron. El negro aire estaba cargado de una fragancia fuerte y agradable, aunque, de alguna manera, sucia. El agua suspiraba perezosa por debajo. En alguna parte, por delante de ellos, había un suave rumor que Harker supuso era un recodo del río. Pero Sim no se refería a eso.

Se refería al sonido reptante que procedía de todas partes. La negra superficie del agua estaba salpicada de manchas de color fosforescente que dejaban fieras estelas. Las manchas crecían con rapidez, acercándose, para convertirse en alfombras de flores, escarlatas, azules, doradas y púrpuras. Campos flotantes, guiados por los brillantes nadadores.

–¡Dios mío! –exclamó Harker en voz baja–. ¿Qué tamaño tienen?

–Como tres veces el mío –dijo Sim, que era un hombre grande–. Los pequeños eran niños, está claro. Fueron a llamar a sus padres. ¡Oh, Señor!

Los nadadores, idénticos a los pequeños que los habían atacado en el río, a excepción de su tamaño gigante, no eran torpes, sino todo lo contrario; resultaban magníficos, con miembros flexibles y livianos. Sus membranas se habían convertido en grandes alas brillantes, cada reborde teñido de fuego. Sólo las doradas cabezas de diente de león habían cambiado.

Ya no llevaban sus pétalos. Sus cabezas adultas estaban coronadas de desarrollos lisos y rizados que tenían la belleza venenosa y repugnante de los hongos. Y sus rostros eran rostros de hombres.

Por primera vez desde la infancia, Harker sintió miedo.

Los campos de flores ardientes se agruparon al pie del acantilado. Los gigantes dorados gritaron, de súbito, una nota sonora y resonante, y el agua se convirtió en espuma burbujeante cuando miles de cuerpos parecidos a flores se separaron y empezaron a subir el acantilado sobre patas de ventosa y arácnidas.

Parecía que ni siquiera valía la pena intentarlo; pero Harker exclamó:

–¡Salgamos de aquí!

Había un poco de luz, procedente del ejército de debajo. Harker empezó a correr por la cornisa, con los otros siguiéndolo de cerca. Los sabuesos-flores subían con rapidez y sus amos nadaban tranquilamente debajo, observando.

La cornisa se hundió. Harker saltó sobre ellos como un gamo. Tras el reborde inferior se perdía en el túnel de donde el río procedía. Un túnel corto, y al otro extremo…

–¡Luz! – gritó Harker–. ¡Luz!

La pierna herida de McLaren cedió y el muchacho cayó.

Harker lo agarró. Estaban en la parte inferior de la depresión. Los sabuesos-flores estaban debajo y escalaban con rapidez. El pie de McLaren se veía hinchado; el muslo, descolorido. Se había infectado en seguida por efecto de las garras de los planis.

–¡Vete! –le instó a Harker–. ¡Vete!

Harker lo golpeó en la sien con fuerza. Se puso en marcha, cargando a McLaren a medias, pero vio que aquello no funcionaría bien: McLaren pesaba más que él. Lo entregó a los poderosos brazos de Sim. El enorme negro asintió y corrió, llevando al hombre semiinconsciente como si fuera un niño. Harker vio a las primeras cosas-flores subir a la cornisa, delante de ellos.

Sim las golpeó. No eran grandes y sólo había tres. Se apresuraron a continuar y Harker las atacó con la lanza, acometiéndolas y golpeándolas con la afilada punta de hueso. Tras ellos, toda la marea se alzó. Corrió, pero ellos eran más rápidos. Los mantuvo a raya con la lanza y el cuchillo, y volvió a correr; al instante, se dio la vuelta y los combatió de nuevo. Cuando alcanzaron el túnel, Harker jadeaba, agotado.

Sim se detuvo.

–No hay salida –dijo.

Harker miró por encima del hombro. El río caía sobre una gran roca: demasiado alto y con demasiada fuerza sobre el agua incluso para que los gigantescos planis acuáticos lo intentaran. La luz fluía de lo alto, cálida y agradable, como si estuvieran en Marte.

Callejón sin salida.

Entonces, Harker vio el pequeño canal erosionado que se retorcía en un lado. Era poco más que un canalillo de desagüe, y seco desde hacía mucho tiempo, que conducía a un pasadizo tras la cima de la cascada… una rendija lo bastante grande apenas para que un hombre pequeño pudiera pasar a rastras por ella. Era una esperanza infernal, pero…

Harker señaló el enjambre de flores.

–Tú primero –gritó Sim.

Dado que Harker era el mejor escalador, obedeció, y ayudó a subir al jadeante McLaren. Sim aferró su lanza como si fuera una maza, y, vigilando la retaguardia, subió centímetro a centímetro.

Llegó a un punto relativamente seguro, y se detuvo. Su enorme pecho soplaba como un fuelle, y su brazo subía y bajaba como una barra de pulido ébano. Harker le gritó para que continuara. McLaren y él se encontraban casi en la cima.

Sim se echó a reír.

–¿Cómo vas a hacer que entre por ese agujerito?

–¡Vamos, idiota!

–Será mejor que se den prisa. Yo estoy acabado.

–¡Sim! ¡Sim, maldito seas!

–¡Arrástrense por ese agujero, pequeños! Soy un hombre grande y tengo que quedarme. Vamos, rápido –añadió, furioso–, o los agarrarán antes de que pasen.

Tenía razón; Harker sabía que tenía razón. Ayudó a McLaren a pasar por la estrecha abertura. McLaren estaba atontado y no servía de mucha ayuda, pero era delgado y pequeño, y lo consiguió. Salió rodando a un declive cubierto de hierba verde, la primera que Harker veía desde su infancia. Empezó a correr tras McLaren. No se volvió a mirar a Sim.

El negro cantaba sobre la gloria de la venida del Señor.

Harker asomó la cabeza a la obscuridad de la ensenada.

–¡Sim!

–¿Sí? –resonó su voz, ronca y débil.

–Hay tierra aquí, Sim. Buena tierra.

–Sí.

–Sim, encontraremos un modo…

Sim volvía a cantar. El sonido se hizo más débil, y acabó por perderse en la distancia. Las palabras se perdieron, pero no lo que subyacía tras ellas. Matt Harker enterró el rostro en la verde hierba, y la voz de Sim lo acompañó en la obscuridad.

Las nubes cambiaban de color con el ocaso del Sol oculto. Colgaban como un palio de oro líquido bañado en sangre. El silencio era completo, a excepción de los pájaros. Nunca se oye a pájaros así en los lugares bajos. Matt Harker se dio media vuelta y se sentó con lentitud. Parecía que le hubieran dado una paliza. Se sentía enfermo, y avergonzado, y la vieja ira oscura se enroscaba, mortífera, en su corazón.

Ante él se extendía el largo declive de hierba hasta el río, cuyo curso se curvaba a la izquierda hasta perderse de vista tras un macizo de granito. Tras el declive había una ancha llanura y luego un bosque de árboles gigantescos. Parecían flotar en la neblina de cobre, y sus oscuras ramas se extendían como alas, repletas de flores. El aire era frío, sin ningún rastro de lodo o putrefacción. La hierba, rica, y la tierra bajo ella, limpia y dulce.

Rory McLaren gimió suavemente y Harker se volvió hacia él. Su pierna mostraba mal aspecto. Estaba sumido en una especie de estupor, y tenía la piel enrojecida y reseca. Harker maldijo en voz baja, y se preguntó qué iba a hacer a continuación.

Miró hacia el llano y vio a la muchacha.

No sabía cómo había llegado allí. Tal vez provenía de entre los setos que crecían en el declive. Podría llevar allí mucho rato, observando. Los miraba, inmóvil, a unos quince metros. Una gran mariposa escarlata colgaba de su hombro, moviendo sus alas con perezoso deleite.

Parecía más una niña que una mujer. Estaba desnuda, y era pequeña, esbelta y exquisita. Su piel tenía un leve tono de verde traslúcido bajo su blancura. Sus cabellos, rizados y cortos, eran de un bello azul oscuro, al igual que sus ojos, también azules, y muy extraños.

Harker la miró, y ella le devolvió la mirada; ninguno de los dos se movió. Un brillante pájaro descendió del cielo y revoloteó junto a los labios de ella durante un momento, acariciándolos con el pico. Ella lo tocó y sonrió, pero no apartó los ojos de Harker.

Éste se paró, despacio, con facilidad.

–Hola –dijo.

Ella no se movió, ni produjo sonido alguno; pero, de repente, un par de pájaros enormes, con picos y garras como águilas, y negros como el pecado, pasaron volando junto a la cabeza de Harker y regresaron, dando vueltas. Harker volvió a sentarse.

La mirada de los extraños ojos de la muchacha se apartó de él, y se dirigió hacia la grieta, en la falda de la colina, por donde ellos habían subido. Sus labios no se movieron, pero su voz (o algo) habló con enorme claridad dentro de la cabeza de Harker.

“Viniste de… allí”.

“Allí” tenía una tremenda carga emotiva que no era agradable en absoluto.

“Sí –pensó Harker–. Eres telépata, ¿no?”

“Pero tú no eres…” Una imagen de los nadadores dorados se formó en la mente de Harker. Era reconocible, sin embargo, el odio y el miedo habían borrado toda la belleza y dejado sólo el horror.

“No”, dijo Harker. Le explicó quiénes eran McLaren y él. Le habló de Sim. Supo que la muchacha sondeaba cuidadosamente su mente, en busca de la verdad. A él no le preocupaba lo que ella pudiera encontrar. “Mi amigo está herido –dijo–. Necesitamos comida y refugio”.

Durante un rato no hubo respuesta. La muchacha volvió a mirar a Harker. Observaba su rostro, la forma y textura de su cuerpo, su cabello, y, por último, sus ojos. Él nunca había mirado a nadie de esa manera antes. Harker empezó a sonreír. Una sonrisa provocativa y desdeñosa que inyectó una sorprendente cantidad de luz y encanto a su sardónica personalidad.

“Cariño –dijo–, eres magnífica. ¿Animal, mineral o vegetal?”

Sorprendida, ella inclinó su redonda cabecita, y le formuló idéntica pregunta. Harker se echó a reír. Ella sonrió, su boca formó una pequeña V invitadora, y sus ojos chispearon. Harker se dirigió hacia ella.

De inmediato, los pájaros le advirtieron. La muchacha se rio, un pícaro murmullo de diversión.

“Ven”, dijo, y dio media vuelta.

Harker frunció el ceño. Se agachó y habló a McLaren con su peculiar amabilidad. Consiguió levantar al muchacho, y luego se lo cargó a hombros, tambaleándose ligeramente bajo su peso.

–Volveré antes de que nazca –dijo McLaren con claridad.

Harker esperó hasta que la muchacha se puso en marcha, aunque mantuvo su distancia. Los dos pájaros negros los siguieron, vigilantes. Recorrieron la densa hierba de la llanura, en dirección a los árboles. En esos momentos el cielo tenía el color de la sangre.

Una suave brisa prendió el cabello de la muchacha y jugueteó con él. Matt Harker vio que las cortas hebras rizadas eran anchas y planas, Cómo pétalos azules.

 

Capítulo 3

La caminata hasta el bosque fue larga. La cima de la altiplanicie parecía tener forma de cuenco invertido, protegida por los acantilados que la rodeaban. Harker, pensando en aquel primer asentamiento de hacía tanto tiempo, decidió que ese lugar era infinitamente superior: como las visiones que había tenido en sus sueños febriles… de la Tierra Prometida. Su frialdad y claridad le daban la sensación de que le habían quitado un peso de los pulmones, el corazón, el cuerpo.

Sin embargo, el aire reconfortante no lo alivió del peso de McLaren.

“Espera”, dijo Harker poco después, y se sentó, depositando a McLaren con cuidado sobre la hierba.

La muchacha se detuvo. Retrocedió un poco y observó a Harker, que resoplaba como un caballo agotado. Él sonrió.

“Estoy hecho polvo –dijo–. Demasiado trabajo para un hombre de mi edad. ¿No puedes encontrar a alguien que me ayude a cargar con él?”

Ella le estudió una vez más con sorprendida fascinación. Caía la noche, de un índigo claro, menos obscura que al nivel del mar. Los ojos de la muchacha tenían una curiosa luminosidad en la penumbra.

“¿Por qué lo haces?”, preguntó ella.

“¿Hacer el qué?”

“Cargar con eso”.

Por “eso”, Harker supuso que se refería a McLaren. Fue súbita y fríamente consciente del abismo que existía entre ambos, un abismo que ninguna explicación podría llenar.

“Es mi amigo. Es… tengo que hacerlo”.

Ella estudió sus pensamientos y sacudió la cabeza.

“No comprendo. Está gastado… –su pensamiento-imagen era una combinación de ‘roto’, ‘acabado’ e ‘inútil’–. ¿Por qué sigues cargando con él?”

“McLaren no es un objeto. Es un hombre como yo, mi amigo. Está herido, y debo ayudarlo”.

“No lo comprendo”.

Su encogimiento de hombros le dijo que era su funeral, y que estaba loco. Se puso de nuevo en marcha, sin prestar atención a la llamada de Harker para que lo esperara. Así, Harker recogió a McLaren y la siguió otra vez. Deseó que Sim estuviera allí, y, de inmediato, deseó no haber pensado en él. Esperaba que Sim hubiera muerto rápidamente antes… ¿antes de qué? “Oh, Dios, la oscuridad me rodea; estoy asustado, el estómago me duele, y esa cosa que trota delante de mí a través de la neblina azul…”

La “cosa”, no obstante, era hermosa. Maravillosamente formada, fascinante, un sinuoso destello de luz lunar, una flor en forma de cáliz que contenía el néctar místico y oloroso de lo irreal, lo desconocido, lo insondado. A su pesar, el corazón de Harker empezó a latir con una profunda excitación.

Llegaron a las fragantes sombras de los árboles. El bosque estaba despejado, con anchos cerros de musgo y claros. Había flores debajo, pero no matojos, y grupos de helechos. La muchacha se detuvo y extendió su mano. Una rama plumosa, muy por encima de su alcance, se curvó y le rozó el rostro; entonces, ella cortó un gran capullo pálido y se lo colocó en el cabello.

“¿Cómo has hecho eso?”, preguntó él.

La muchacha pareció sorprendida.

“¿Te refieres a la rama? ¡Oh, eso! –se echó a reír; era el primer sonido que él le oía hacer, y le atravesó como plata líquida caliente–. Pensé que me gustaría una flor y ya está”.

Teleportación, energía telequiinética… ¿cómo lo llamaban los libros? Allá en la Tierra sabían algo al respecto; pero la colonia no había tenido mucho tiempo para estudiar el tema en su pobre biblioteca. Había algunas sectas religiosas que hacían que las rosas se doblaran en sus manos. Vieja sabiduría, la fuerza tras los milagros bíblicos, sólo el infinito poder del pensamiento. Muy simple. Sí. Harker se preguntó, incómodo, si ella estaría dispuesta a hacerlo por él. Pero, claro, él tenía un cerebro propio. ¿O no?

“¿Cómo te llamas?”, preguntó él.

Ella emitió un sonido claro y chirriante. Harker trató de silbarlo a su vez y renunció a hacerlo. Una especie de lenguaje tonal, supuso, sin palabras como él las conocía. Parecía como si ellos (su pueblo, fueran los que fuesen) lo hubieran copiado de los pájaros.

“Te llamaré Aciano –dijo él–. Aciano, como la flor… pero, claro, no puedes saberlo”.

Ella recogió la imagen de su mente y se la envió de vuelta. Flores de hojas azules en el cuenco de porcelana de su madre. Volvió a reírse, echó a volar a sus pájaros y se internó en el bosque, gritando como un oriol. Otras voces contestaron, y poco después, corriendo con el viento entre los árboles, apareció su pueblo.

Eran como ellos. Había machos, criaturas delgadas como muchachos, y jovencitas como Aciano. Había varios centenares, todos desnudos, todos risueños y curiosos, sus cuerpos flexibles revoloteando como mariposas a través de las sombras índigo. Sus cabezas estaban cubiertas de pétalos (Harker los llamaba así, aunque seguía sin estar seguro), pétalos de todos los colores, desde escarlata sangre a blanco puro.

Hablaban entre sí. Al parecer, Aciano les estaba contando cómo había encontrado a Harker y McLaren. Todo el grupo avanzó poco a poco a través del bosque y se dirigió a un gran claro donde sólo había árboles dispersos. Un manantial formaba una laguna y, a continuación, un arroyo que se perdía entre los helechos.

Se acercaron más seres; entonces Harker vio a los jóvenes, criaturas pequeñas y delgadas, de todos los tamaños, réplicas de sus mayores. No había viejos. No había ninguno con cuerpos imperfectos o lastimados. Harker, exhausto y al borde del colapso febril, no se sintió confortado.

Depositó a McLaren junto al manantial. Bebió; jadeaba como un animal, y se mojó la cabeza y los hombros. El pueblo del bosque se quedó observándolo, formando un círculo. Guardaban silencio. Harker se sintió rudo y bestial, como si hubiera eructado con fuerza en una iglesia.

Se volvió hacia McLaren. Lo bañó, le ayudó a beber y se puso a atenderle la pierna. Necesitaba luz y fuego.

Había hojas secas e hilachos de musgo seco en las rocas alrededor del manantial. Cogió un puñado. El pueblo del bosque siguió mirándolo. Su mirada, silenciosa y luminosa, lo puso nervioso. Le temblaban tanto las manos que hubo de hacer cuatro intentos con la yesca y el pedernal antes de conseguir una chispa.

La pequeña llama hizo que las silenciosas fibras se agitaran bruscamente. Harker le sopló. Las llamas prendieron, pequeñas y pálidas al principio, y luego se afianzaron, crecieron, entre chisporroteos. Harker vio sus rostros a la luz, los ojos henchidos de terror. Un chirrido surgió de ellos, y desaparecieron, como hojas caídas arrastradas por el viento.

Harker sacó su cuchillo. El bosque estaba silencioso. Silencioso, pero no en paz. Harker sintió que la piel le hormigueaba en la espalda y el cuero cabelludo, y se le tensaba en los pómulos. Pasó la hoja a través de la llama. McLaren le miró.

–Todo va bien, Rory –dijo Harker, y le golpeó en la mandíbula con cuidado.

McLaren se quedó quieto. Harker le agarró la pierna hinchada y se puso a trabajar.

 

Amaneció de nuevo. Harker se hallaba tendido en la fría hierba, junto al manantial; las cenizas de su hoguera estaban grises y muertas al lado de las manchas obscuras. Se sentía descansado, relajado, y la fiebre parecía haber desaparecido. El aire olía a vino.

Rodó sobre su espalda. El viento soplaba; un viento vivo y fuerte cargado de olor. Los árboles se mecían, casi gritando de placer. Harker inspiró hondo. El olor, el puro y limpio ribete…

De súbito, advirtió que las nubes estaban altas, mucho más de lo que él esperaba. El viento las dispersaba, y la luz del día era brillante, tan brillante que…

Harker se puso en pie de un salto. La sangre corría con fuerza en su interior. Había un picante borrón en sus ojos. Empezó a correr, hacia un árbol alto; se encaramó a sus ramas y subió por él, sin descanso, hasta la ondulante copa.

La concavidad del valle se extendía ante él, verde, rica y encantadora. Los grises acantilados de granito la rodeaban, más altos en la dirección de donde el viento soplaba. Más y más alto, y, tras ellos, muy lejos, había montañas que se recortaban contra el cielo.

En las montañas, asomado entre los jirones de nubes había nieve, blanca y fría y cegadoramente pura. Mientras Harker miraba, se produjo un destello, tan rápido y fugaz que lo vio más con el corazón que con los ojos…

La luz del Sol. Campos nevados y, sobre ellos, el Sol.

Después de un largo rato, descendió de nuevo al silencio del claro. Se quedó allí, sin moverse, y observó lo que no había tenido tiempo de ver antes.

Rory McLaren había desaparecido. Las mochilas, con la comida y las cuerdas para escalar, las vendas, la yesca y el pedernal habían desaparecido también. Las lanzas cortas tampoco estaban. Al palparse la cadera, Harker no encontró más que carne desnuda. Le habían quitado el cuchillo, e incluso su taparrabos.

Un cuerpo esbelto y exquisito avanzó desde las sombras de los árboles. Grandes capullos blancos brillaban contra el azul rizado que le coronaba la cabeza. Ojos luminosos contemplaron a Harker, llenos de burla y sutil animación. Aciano sonrió.

Matt Harker caminó hacia ella, sin apresurarse, su rostro duro y curtido carente de expresión. Trató de mantener su mente del mismo modo.

“¿Dónde está el otro, mi amigo?”

“En el lugar-final”.

Ella señaló vagamente con la cabeza hacia los acantilados, cerca del lugar por donde Harker y McLaren habían escapado de las cuevas. Su pensamiento-imagen estaba entre basurero y cementerio, por lo que Harker pudo deducir. También era indiferente por completo, un poco molesto de que se perdiera tiempo en tales trivialidades.

“¿Lo… está todavía vivo?”

“Lo estaba cuando le pusimos allí. Se encontraba bien, esperará hasta que… se pare. Como todos ellos”.

“¿Por qué se lo llevaron? ¿Por qué…?”

Aciano se encogió de hombros.

“Era feo. Y, de todas formas, estaba roto”.

Extendió los brazos hacia arriba y alzó la cabeza al viento. Un escalofrío de placer la recorrió. Sonrió de nuevo a Harker.

Él trató de mantener oculta su furia. Comenzó a caminar de nuevo, como si no tuviera ningún propósito in mente, y se dirigió hacia los acantilados. Pasó junto a un arbusto de flores amarillas y espinosas, con ramas finas. De repente, el arbusto se revolvió y lo golpeó en el vientre. Harker se detuvo en seco y se dobló, mientras escuchaba la risa de Aciano.

Cuando se enderezó, ella se encontraba ante él.

“Es roja”, dijo Aciano, sorprendida, y posó sus puntiagudos deditos sobre los arañazos producidos por las espinas.

Parecía excitada y fascinada por el color y el aspecto de la sangre. Sus dedos se movieron, tanteando la forma de los músculos de Harker, la textura de su piel y el obscuro vello de su pecho. Dibujaron pequeñas líneas de fuego por su cuello, por la línea de su mandíbula, y tocaron sus rasgos, uno a uno, sus párpados, sus negras cejas…

“¿Qué eres?”, susurró su mente en la de él.

“Esto”.

Harker la rodeó lentamente con sus brazos. Sintió su fría y extraña piel bajo las manos, que le provocó un escalofrío indescriptible, mitad placer, mitad repulsión. Inclinó la cabeza. Los ojos de ella se ensancharon, lagos de fuego azul; entonces, él encontró sus labios. Eran fríos y extraños, como el resto de su cuerpo; dóciles, con un fuerte sabor, el mismo perfume que procedía con súbita y abrumadora dulzura de sus pétalos rizados.

Harker vio movimiento en el bosque, una concentración de brillantes cabezas-flores. Aciano se apartó. Le asió las manos y lo condujo al río y los suaves helechos de sus riberas. Cuando Harker alzó la mirada, vio que los dos pájaros negros les seguían.

“Entonces, ¿son realmente plantas? ¿Flores, como éstas?”

Él rozó los capullos blancos de su cabeza.

“Entonces, ¿eres realmente una bestia? ¿Como las cosas peludas y rugientes que a veces suben por el paso?”

Los dos se echaron a reír. El cielo era del color del vellón claro. La cálida tierra y los helechos aplastados eran dulces bajo sus cuerpos.

“¿Qué ocurrió?”, preguntó Harker.

“Por allí –ella señaló hacia el borde del valle–. Creo que baja hasta el mar. Hace mucho tiempo solíamos recorrerlo, pero no hay necesidad, y las bestias lo vuelven peligroso”.

“Seguro –dijo Harker, y la besó en el hoyuelo de su barbilla–. ¿Qué pasa cuando vienen las bestias?”

Aciano se echó a reír. Antes de que Harker pudiera moverse, quedó atrapado en una telaraña de enredaderas y duros helechos, y los negros pájaros chirriaron e hicieron chasquear sus afilados picos ante su rostro.

“Esto pasa –dijo Aciano; acarició los helechos–. Nuestros primos nos comprenden, aún mejor que los pájaros”.

Harker se quedó tendido, empapado en sudor, incluso después de ser liberado.

“Esas criaturas del lago subterráneo –dijo finalmente–, ¿son sus primos?”

El pensamiento-miedo de Aciano empujó su mente como si fueran unas manos que lo apartaran.

“No, no… La leyenda dice que hace mucho, mucho tiempo, este valle era un gran lago, y que los nadadores vivían en él. Eran una especie diferente de la nuestra por completo. Nosotros procedíamos de los altos barrancos, donde ahora sólo hay acantilados desnudos. Eso ocurrió hace mucho tiempo. A medida que el lago retrocedía, nos hacíamos más numerosos y empezamos a bajar. Finalmente hubo una batalla y empujamos a los nadadores al lago negro. Una y otra vez han intentado salir, para volver a la luz, pero no pueden. En ocasiones, nos envían sus pensamientos. Ellos… –se interrumpió–. No quiero seguir hablando de ellos”.

“¿Cómo combatirían contra ellos si salieran? –preguntó Harker tranquilamente–. ¿Con los pájaros y las plantas nada más?”

Aciano tardó en contestar.

“Te enseñaré un modo”, dijo.

Le colocó una mano sobre los ojos. Durante un momento, sólo hubo oscuridad. Luego, una imagen empezó a formarse: en la mente de Harker, gente, su propia gente, vistos como reflejos en un espejo oscuro y distorsionado, pero reconocibles. Entraban en el valle, a través de una hendidura en los acantilados; al instante, todos los matojos, árboles y hierbas se curvaban sobre ellos, que luchaban, golpeaban con sus cuchillos, mientras se abrían paso, pero con lentitud. Luego, cruzando el llano, aparecía una especie de niebla, una fina cortina de suave blancura a la deriva.

Se acercaba, moviéndose con impulso propio, sin hacer caso al viento. Harker vio que era vilano. Semillas, cargadas en alas sedosas. Se posaba sobre la gente atrapada en los matojos. Era lento e interminable, y ls cubría a todos con un fino vellón. Ellos empezaban a revolverse y a gritar de dolor, llenos de miedo. Se debatían, pero no podían liberarse.

El blanco rocío se apartó de ellos. Sus cuerpos aparecían cubiertos de interminables sarmientos verdes, que sorbían los elementos químicos de la carne viva y empezaban a crecer.

El pensamiento de Aciano cortó la imagen.

“He visto tus pensamientos, algunos de ellos, desde el momento en que saliste de las cuevas. Aunque no los comprendo, sí puedo ver nuestra llanura pelada hasta la tierra, nuestros árboles talados y todo convertido en algo feo. Si tu especie viviera, tendríamos que irnos. Y este valle nos pertenece”.

El cerebro de Matt Harker quedó inmóvil en la obscuridad de su cráneo, cansado, rebulléndose.

“Antes perteneció a los nadadores”.

“No pudieron conservarlo. Nosotros, sí”.

“¿Por qué me has salvado, Aciano? ¿Qué quieres de mí?”

“No había peligro por tu parte. Eras extraño. Quería jugar contigo”.

“¿Sientes amor por mí, Aciano?”

Sus dedos rozaron una gran piedra lisa, entre las raíces de los helechos.

“¿Amor? ¿Qué es eso?”

“Es mañana y ayer. Es esperanza y felicidad y dolor; el yo completo porque carece de egoísmo; la cadena que te ata a la vida y hace que ésta merezca la pena. ¿Comprendes?”

“No. Yo crezco, vivo del suelo y de la luz, juego con los otros, con los pájaros, el viento y las flores. Cuando la época llega, estoy madura de semillas, y, después de eso, voy al lugar final y espero. Eso es todo lo que comprendo. Eso es todo lo que hay”.

Él la miró a los ojos. Sintió un escalofrío.

“No tienes alma, Aciano. Ésa es la diferencia que existe entre nosotros. Vives, pero no tienes alma”.

Después de aquello, no fue tan difícil llevar a cabo lo que tenía que hacer. Hacer rápidamente, muy rápidamente, lo que era su única oportunidad de justificar la muerte de Sim. Lo que Aciano tal vez había vislumbrado en su mente pero contra lo que no podía protegerse, porque ella no era capaz de comprender la idea del asesinato.

 

Capítulo 4

Los pájaros negros se precipitaron contra Harker; pero la compulsión que los enviaba desapareció pronto. Los helechos y enredaderas se sacudieron, y luego permanecieron quietos, y los pájaros se marcharon pesadamente. Matt Harker se puso en pie.

Pensó que tal vez tenía un poco de tiempo. Probablemente, el pueblo-flor, se mantenía en contacto con la mente; pero quizá no advirtieran la ausencia de Aciano durante un rato. Tal vez no hurgaran en sus pensamientos, ya que era el juguete de Aciano. Tal vez…

Empezó a correr hacia los acantilados donde se encontraba el lugar-final. Se mantuvo en el descampado todo el tiempo que le fue posible, apartado de los matojos. No volvió a mirar lo que yacía a sus pies.

Se hallaba cerca de su destino cuando supo que había sido localizado. Los pájaros regresaron, y se precipitaron sobre él con sus negras alas sibilantes. Harker cogió una rama muerta para espantarlos y ésta se le deshizo en las manos. Telequinesis, el poder de la mente sobre la materia. Harker había leído en una ocasión que, si sabías cómo, siempre podías conseguir tus puntos pensando en la posición de los dados. Deseó poder pensar en un láser. Los picos ganchudos le desgarraron la carne de los brazos. Se cubrió el rostro, agarró a uno de los pájaros por el cuello y lo mató. El otro gritó, y esa vez, Harker no tuvo tanta suerte. Cuando terminó de matarlo, el segundo le había clavado las garras y abierto el rostro hasta los pómulos. Volvió a echar a correr.

Los matorrales se inclinaban hacia él mientras pasaba. Las ramas espinosas se estiraban. Las enredaderas se alzaban de la hierba como serpientes, y todas las hojas verdes se volvieron cuchillos contra sus pies.

Pero ya había alcanzado el acantilado, donde había espacios rocosos y pocas plantas.

Sabía que se encontraba cerca del lugar-final porque podía olerlo. La suave fragancia pútrida de flores marchitas, y una descomposición mortal y amarga. Gritó el nombre de McLaren, enfermo ante la amenaza de que quizá no hubiera respuesta, débil de alivio cuando la hubo. Corrió entre las rocas hacia el sonido. Una pequeña enredadera se enredó en su pie y le hizo caer. La arrancó de raíz, y continuó. Al mirar por encima de su hombro, vislumbró un fino velo blanco, un parche diminuto en el aire distante que avanzaba hacia él.

Llegó al lugar-final.

Era un desfiladero bastante profundo, con altas paredes lisas, de forma que casi era un pozo ancho. En el fondo había cuerpos amontonados y resecos. Cuerpos-flor sin color, marchitos y grises, una increíble fosa común.

Rory McLaren se encontraba en lo alto del montículo, ileso en apariencia. Las dos mochilas se hallaban a su lado, con las armas. Esparcidos en el montón, sentados, tendidos, moviéndose débilmente de un lado a otro, estaban los que esperaban el momento de pararse, como Aciano había expresado. Allí estaban los viejos, los agotados, los imperfectos y los heridos, donde su fealdad no pudiera ofender. Parecían ya muertos mentalmente. No prestaban atención a los hombres, ni entre ellos. Una absoluta vitalidad ciega les hacía continuar un poco más, igual que los geranios dan flor después de que se les corta el tallo.

–Matt –dijo McLean–. ¡Oh, Dios, Matt, me alegro de verte!

–¿Te encuentras bien?

–Claro. Incluso me parece que tengo mejor la pierna. ¿Puedes sacarme de aquí?

–Lánzame esas mochilas.

McLaren obedeció. Por el talante febril de Harker y su rostro, feo y sangrante, se dio cuenta que arriba sucedía algo desagradable. Harker se lo explicó con rapidez mientras sacaba una de las cuerdas y medio izaba a McLaren del pozo. El velo blanco se hallaba ahora cerca. Muy cerca.

–¿Puedes andar? –preguntó Harker.

McLaren miró a la nube blanca. Harker acababa de hablarle de ella.

–Puedo andar –dijo–. Y correr.

Harker le tendió la cuerda.

–Da la vuelta hasta el otro lado del cañón. Hasta aquel claro, ¿lo ves? –ayudó a McLaren a ponerse la mochila–. Quédate junto a la cuerda para ayudarme a subir. Y no te apartes de la zona de las rocas.

McLaren se puso en marcha. Cojeaba, y tenía el rostro contraído de dolor. Harker maldijo entre dientes. La nube estaba ahora tan cerca que podía ver los millones de diminutas semillas flotando sobre sus fibras satinadas, el vilano guiado por las mentes del pueblo-flor del valle. Rebuscó en su mochila y empezó a enrollar vendas y puñados de hierba muerta en torno a la punta de hueso de su lanza, ya recuperada. El borde de la nube estaba casi sobre él cuando la chispa prendió en la improvisada antorcha y Harker corrió hacia el montículo de cosas-flores muertas del pozo.

Se hundió en él y dio tumbos por la traicionera superficie, atravesándola mientras aplicaba la antorcha. La sustancia reseca y marchita prendió. Harker corrió hasta la pared opuesta y miró atrás. Las criaturas moribundas no se habían movido, ni siquiera cuando el fuego las envolvió. En lo alto, los bordes de la nube-semilla ardían y crepitaban. Se movía a ciegas sobre el fuego. Hubo un débil destello de luz, y la nube se desvaneció en una humareda.

–¡Rory! –gritó Harker–. ¡Rory!

Durante un largo instante, se quedó allí, tosiendo; se asfixiaba con el denso humo, y sentía que el calor le chamuscaba la piel. Entonces, cuando ya era casi demasiado tarde, el sudoroso rostro de McLaren apareció por encima de él y la cuerda bajó reptando. Lenguas de llamas le lamieron la espalda, furiosas mientras él ascendía como un mono por la pared.

Se marcharon de allí, subiendo por el terreno rocoso, y empleando, en ocasiones, sus cuchillos contra los matorrales y enredaderas que no podían evitar. McLaren tiritó.

–Es imposible –dijo–. ¿Cómo lo hacen?

–Son primos de sangre. O debería decir de savia. Supongo que es una especie de control de radio; cuestión de transmitir las frecuencias adecuadas. Eh, frena un momento.

McLaren se desplomó, agradecido. La sangre manaba a través de los tensos vendajes donde Harker le había abierto la herida. Harker miró el valle.

El pueblo-flor estaba desplegado en una larga media luna, sus brillantes cabezas multicolores recortadas contra la llanura verde. Harker supuso que sabían lo que sucedía en su mente con tanta precisión como Aciano. Una nueva forma de comunicación, una mente para todos y todos para una mente. Se dio cuenta de que, incluso sin el impedimento de McLaren, nunca conseguirían llegar al paso. Ni un ratón podría hacerlo.

Se preguntó cuánto tardaría en llegar la siguiente nube-semilla.

–¿Qué vamos a hacer, Matt? ¿Hay algún medio de…?

McLaren no pensaba en sí mismo. Contemplaba el valle como Lucifer el Paraíso, con el pensamiento puesto en Viki. No en Viki sola, sino como símbolo de los tres mil ochocientos vagabundos sobre la faz de Venus.

–No lo sé –dijo Harker–. El paso está descartado, y también las cavernas… ¡Eh! ¿Recuerdas cuando combatimos a esas criaturas junto al río y casi provocaste un derrumbamiento al arrojarles rocas? Había una falla, justo sobre el borde del lago. Producto de un terremoto. Si pudiéramos localizarla desde arriba y sacudirla…

McLaren tardó un instante en comprenderlo. Sus ojos se abrieron.

–Un deslizamiento crearía una presa en el lago y… si el nivel subiera lo suficiente, los nadadores podrían salir.

Harker miró con ojos expectantes las ondulantes cabezas-flor de abajo.

–Pero si el valle se inundara, Matt, y esas criaturas se apoderaran de él, ¿qué sucedería con nuestra gente?

–No creo que el deslizamiento fuera muy grande. La roca es sólida a ambos lados de la falla. Y, de todas formas, el peso del agua se abriría paso contra cualquier cosa, incluso una presa de hormigón, en cuestión de un par de semanas –Harker estudió el suelo del valle con atención–. ¿Ves la forma en que se inclina hacia allí? Aunque el deslizamiento no se retirara, secaría la inundación del paso con excavar un poco. Simplemente, estaríamos construyendo un nuevo río.

–Tal vez –asintió McLaren–. Eso al menos supongo. Pero sigue quedando el asunto de los nadadores. No creo que sean más agradables que esas criaturas en lo que respecta a su tierra.

Su tono decía que prefería combatir con el pueblo de Aciano.

La boca de Harker se torció en una lenta mueca.

–Los nadadores son criaturas acuáticas, Rory. Anfibios. Además, llevan bajo tierra, en total obscuridad, desde Dios sabe cuándo. Ya sabes lo que le sucede a las lombrices cuando las sacas a la luz. Y lo que les ocurre a los hongos que crecen en la oscuridad –se pasó los dedos por la piel, casi con reverencia–. ¿No te has notado algo, Rory? ¿O has estado demasiado ocupado?

McLaren se sorprendió. Se frotó la piel, y dio un respingo; volvió a frotarse, y observó cómo sus dedos dejaban marcas blancas que se desvanecían al instante.

–¡Quemaduras solares! –exclamó, atónito–. ¡Dios mío, quemaduras solares!

Harker se levantó.

–Vamos a echar un vistazo –abajo, las cabezas-flor se agitaban–. No les gusta esa idea, Rory. Tal vez puede lograrse, y lo saben.

McLaren se levantó, apoyándose en una de las lanzas cortas como si fuera un bastón.

–Matt. No nos dejarán salirnos con la nuestra.

Harker frunció el ceño.

–Aciano dijo que había otros modos además de las semillas… –se dio la vuelta–. No sirve de nada preocuparse por ello.

Comenzaron a escalar de nuevo, muy despacio a causa de McLaren. Harker trató de decidir dónde estaban en relación con la caverna de abajo. El río era una buena guía. Las rocas apenas tenían vegetación en aquel lugar, lo que era providencial para ellos. Observó; pero no pudo ver nada amenazador que se les acercara desde el valle. El pueblo-flor no eran más que puntitos, perfectamente inmóviles.

La formación rocosa cambió de repente. Antiguos terremotos habían dejado cicatrices en la forma de los retorcidos estratos, que formaban brillantes planchas de granito colocadas como bailarines, y grietas que desaparecían en la oscuridad.

Harker se detuvo.

–Esto es. Escucha, Rory. Quiero que subas hasta allá arriba, fuera de la zona de peligro.

–Matt, yo…

–Calla. Uno de nosotros debe vivir para llevar la noticia a los barcos en cuanto pueda atravesar el valle. No hay prisa y podrás recorrerlo en tres o cuatro días.

–¿Pero por qué yo? Eres mejor montañero…

–Estás casado –repuso Harker, cortante–. Sólo se necesita uno de nosotros para empujar una de esas grandes planchas. Están casi listas para caer por su propio peso. Tal vez no suceda nada, o quizá consiga salir de aquí sin problemas, Pero es una tontería que los dos corramos ese riesgo, ¿no?

–Sí. Pero, Matt…

–Escucha, muchacho –la voz de Harker era extrañamente amable–. Sé lo que hago. Dale recuerdos míos a Viki y al…

Se interrumpió con un brusco grito de dolor. Cuando bajó la mirada, incrédulo, vio su cuerpo cubierto de una tentativa de llamas, débiles, fluctuantes, que desaparecieron tras dejar sus rojas huellas.

A McLaren le sucedía lo mismo.

Se miraron mutuamente. Un terror ciego aferró a Harker por la garganta. Otra vez telequinesis. El pueblo-flor volvía su propia arma contra ellos. Habían visto el fuego, y lo que hacía, y copiaban el proceso en sus mentes, concentrando, todos juntos, la fuerza mental de la colonia sobre los dos hombres. Harker pudo comprender incluso por qué se centraban en la piel. Habían captado el pensamiento de las quemaduras solares y lo aplicaban literalmente.

Fuego. Combustión espontánea. Una reacción simple y fácil, si sabías el truco. Había algo sobre un matojo ardiendo…

El ataque regresó, más fuerte esta vez. El pueblo-flor empezaba a saber utilizarlo. Dolía. ¡Oh, Dios, cómo dolía! Las vendas y el taparrabos empezaron a chamuscarse.

“¿Qué hacer? –pensó Harker– ¡Rápido, dime qué he de hacer…!”

El pueblo-flor se concentra en nosotros a través de nuestras mentes, de nuestras mentes conscientes. Tal vez no puedan llegar al subconsciente con tanta facilidad, porque los pensamientos no son dirigidos, son imágenes, símbolos, cosas vagas. Tal vez si Rory no pudiera pensar conscientemente no lograrían encontrarlo…

Otra llamarada de ardiente y agonizante dolor. En un minuto la dominarían. Podrían continuar.

Sin una advertencia, Harker golpeó duramente a McLaren en la mandíbula y le arrastró hasta un lugar donde la roca era firme. Lo hizo todo con sorprendente fuerza y velocidad. No había necesidad de que él se salvara. No iba a ser necesario mucho más tiempo.

Se alejó unos treinta metros, y observó a McLaren. Un tercer ataque lo asaltó, mareándolo y deslumbrándolo de forma que estuvo a punto de caer. Rory McLaren no fue tocado.

Harker sonrió. Volteó y corrió hacia el lugar podrido de los acantilados. Una parte de su pensamiento consciente estaba tan fuertemente formada que su cuerpo lo obedeció de forma automática, sin detenerse ni siquiera cuando las llamas volvieron a aparecer una y otra vez sobre su piel, cada vez brillaban más, crecían, se reforzaban a sí mismas a medida que las energías-pensamiento del pueblo de Aciano se unían. Derribó una gigantesca piedra tambaleante, y la conmoción hizo caer a otra. Harker se dirigió a una tercera, apoyada sobre un lecho deslizante de guijarros, y empujó con todas sus fuerzas. La roca cayó también, retumbando.

Y Harker con ella.

El universo se disolvió en un caos rugiente y temblequeante tras un brillante velo de llamas y el olor a carne quemada. Pero, para entonces, sólo había una cosa para Harker, la segunda parte de su mente consciente, resuelta y aún más fuerte que la primera.

La imagen que se llevó consigo a la muerte era una alta montaña con la cima cubierta de nieve, destellando al sol.

 

Era de noche. Rory McLaren yacía tendido en un recodo, sobre el valle que se extendía bajo él, perdido en sombras índigo. Pero había un nuevo sonido… el correr del agua furiosa y rápida.

Había nueva vida en el valle. Recorría la cresta de las aguas, oro ardiente en la noche azul, gigantes brillantes que regresaban, cargados de venganza, a su lugar de origen. Grandes parches de ardiente fosforescencia salpicaban el agua: los sabuesos-flor, libres para ir de caza. Y, entre ellos, rodando y saltando en su juego mortífero, los nadadores jóvenes.

McLaren los observó cazar al pueblo del bosque. Los observó durante toda la noche, temblando, mientras los titanes dorados se resarcían por los siglos que habían vivido en la obscuridad. Al amanecer, todo había terminado. Y, entonces, a lo largo del día, vio morir a los nadadores.

El río, vuelto sobre sí mismo, los arrancó de las cuevas. La fuerte y brillante luz los golpeó. Al principio, ellos se volvieron a saludarla con patética alegría. Después se dieron cuenta…

McLaren se volvió. Esperó, descansando, hasta que, como Harker había predicho, el bloque fue arrastrado por la corriente y el agua volvió a fluir otra vez con normalidad. El valle se estaba secando cuando él encontró el paso. Contempló las montañas y respiró el dulce viento; entonces, sintió gran vergüenza y humildad por encontrarse allí para poder hacerlo.

Volteó hacia las cuevas donde Sim había muerto, y a los acantilados donde éstos habían enterrado los restos de Harker. Le pareció que debería decir algo pero no se le ocurrió ninguna palabra, sólo que notaba el pecho tan henchido que apenas podía respirar. Volteó en silencio hacia el paso rocoso, hacia el mar de los Ópalos de la Mañana y los tres mil ochocientos vagabundos que habían encontrado un hogar.

 

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