Leigh Brackett
Capítulo 1
La brisa era firme, aunque no demasiado fuerte. Hinchaba la vela lo
suficiente para que el casco, lleno de algas, se abriera paso entre las aguas,
y poco más. Matt Harker se encontraba junto a la caña del timón y contaba los
chorros de sudor que se deslizaban por su cuerpo desnudo, mientras observaba,
con ojos hundidos y opacos, la noche color índigo. La furia, contenida e
impotente, se alzó en su garganta como vómito amargo.
El mar (la venusiana esposa de Rory McLaren lo llamaba el
mar de los Ópalos de la Mañana) se extendía tranquilo, negro, surcado de
fosforescencias. El cielo, cubierto por el manto de nubes de Venus, hacía que
el Sol pareciera una leyenda medio recordada a los exiliados de la Tierra.
Luces móviles ardían en la penumbra azul, formando una línea. Doce naves, tres
mil ochocientas personas, yendo a ninguna parte, atrapados en el intervalo
existente entre el nacimiento y la muerte, y sin saber qué hacer al respecto.
Matt Harker observó la vela y, a continuación, la
linterna fija de la nave que iba delante. Su rostro, en el tenue brillo que
ilumina a Venus incluso de noche, era un delgado conjunto oblongo de sombras y
duros huesos, escariado y cicatrizado por vivir, por querer y no tener, por
morir y no estar muerto. Era un hombre enjuto, nervudo y bajo, con una
serpentina seguridad de movimientos.
Alguien avanzó en silencio por la cubierta, evitando los
cuerpos dormidos que se encontraban por todas partes.
–Hola, Rory –dijo Harker, sin emoción.
–Hola, Matt –respondió Rory McLaren.
Se sentó. Era joven, tal vez con la mitad de la edad de
Harker. Aún quedaba esperanza en su expresión, pero se le acababa. Durante un
rato, permaneció sentado, sin hablar y mirando a la nada.
–En serio, Matt –dijo entonces–. ¿Cuánto tiempo más
podemos durar?
–¿Qué sucede, muchacho? ¿Empiezas a desmoronarte?
–No lo sé. Tal vez. ¿Cuándo vamos a detenernos en alguna
parte?
–Cuando encontremos un lugar donde hacerlo.
–¿Existe? Me da la sensación de que llevamos buscándolo
desde que nací. Siempre ocurre algo. Nativos hostiles, o fiebre, o mal terreno,
siempre algo, y volvemos a reemprender la marcha. No es justo. No es forma de
intentar vivir.
–Te dije que no tuvieras hijos.
–¿Y eso qué tiene que ver?
–Empiezas a preocuparte –dijo Harker–. El bebé ni
siquiera ha nacido, y ya estás preocupado.
–Por supuesto que sí –McLaren se llevó las manos a la
cabeza y maldijo; Harker sabía que lo hacía para no echarse a llorar–. Me
preocupa que a mi esposa y a mi hijo les suceda lo mismo que a los tuyos. Hay
fiebre a bordo.
Durante un instante, los ojos de Harker se convirtieron
en carbones encendidos. Luego, miró hacia la vela.
–Estarían mejor muertos.
–No digas eso.
–Es la verdad. Como acabas de preguntarme, ¿cuándo vamos
a detenernos en alguna parte? Tal vez nunca. Te preocupas al respecto desde que
naciste. Bien, yo llevo más tiempo. Antes de que nacieras, vi nuestro primer
asentamiento incendiado por el Pueblo Nube, y a mis padres crucificados en su
propio huerto. Estuve presente allá en la Tierra cuando este viaje a la Tierra
Prometida comenzó, y aún espero la promesa.
Los tendones del cuello de Harker eran como cables de
acero. Su voz adquirió una terrible calma.
–Sería mejor que tu esposa y tu hijo murieran ahora,
mientras Viki es joven y tiene esperanza… y antes de que el niño llegue a abrir
los ojos siquiera.
Sim, el hombretón negro, relevó a Harker antes del
amanecer. Empezó a cantar, en voz baja, algo lastimero y lento como la brisa, e
igual de hermoso. Harker lo maldijo y se fue a dormir a la proa, pero la
canción lo acompañó.
Oh, miré al Jordán, y lo que vi, viniendo para llevarme a
casa.
Harker se quedó dormido. Poco después empezó a gemir, a
retorcerse y luego a gritar. La gente que había a su alrededor se despertó. Lo
observaron con interés. Harker era un lobo solitario cuando estaba despierto,
violento y con mal temperamento. Si, en largos intervalos, tenía que montar
guardia, nadie se sentía ansioso por relevarlo. Les gustaba observar a Harker
cuando no miraba.
A él no le importaba. Ahora jugaba con la nieve. Tenía
siete años; las nubes eran altas y blancas, y el cielo, por encima de ellas,
era tan azul y despejado que se preguntaba si Dios lo limpiaría cada pocos
días, como mamá hacía con el suelo de la cocina. El Sol resplandecía. Parecía
una gran moneda dorada, y hacía que la nieve brillara como diamantes
pulverizados. Alzó los brazos hacia el Sol, y el frío aire lo abofeteó con
manos claras; él se echó a reír. Entonces, todo desapareció…
–Por Dios –dijo alguien–, ¿pues no tiene lágrimas en el
rostro?
–Lloriquea. Lloriquea como un niño pequeño. Escúchenlo.
–Eh –dijo el primero con cierta timidez–. ¿No les parece
que deberíamos despertarlo?
–Al infierno con él, viejo resentido. Eh, ¿oyen lo que
dice?
–Papá –susurraba Harker–. Papá, quiero irme a casa.
El amanecer llegó como un tamiz de ópalos de fuego a través de las capas
de nubes color gris perla. En su sueño, Harker oyó los gritos atenuados. Se
sentía embotado y cansado y sus párpados se negaron a abrirse. Los gritos
tomaron forma gradualmente y se convirtieron en la palabra “¡Tierra!” repetida
una y otra vez. Harker se obligó a despertar y se levantó.
El mar sin mareas brillaba con colores irisados bajo la
bruma. Manadas de pequeños dragones marinos de resplandecientes escamas se
alzaban en las omnipresentes islas flotantes de algas, y las algas en sí, parte
de ellas, se rebullían y extendían con vida consciente.
Por delante había un bajo montículo de terreno enlodado
que se convertía en un enmarañado pantano. Más allá, alzándose hacia las nubes,
había un acantilado de granito, un escarpado arrebatador que se alzaba como un
muro contra la esperanzada mirada de los exiliados.
Harker descubrió a Rory McLaren junto a él; con un brazo
rodeaba a Viki, su esposa. Viki era una de las venusianas que se habían casado
con hombres de la colonia terrestre. Tenía la piel de un blanco lechoso, el
cabello era plateado brillante, y sus labios vívidamente rojos. Sus ojos se
parecían al mar, cambiantes, llenos de vida oculta. Ahora tenían ese brillo
especial que los ojos de las mujeres adoptan cuando piensan en la creación.
Harker miró hacia otro lado.
–Es tierra –dijo McLaren.
–Es barro. Pantano. Fiebre. Como los demás.
–¿Podemos detenernos aquí un poco? –preguntó Viki.
Harker se encogió de hombros.
–Eso depende de Gibbons.
Quiso preguntar qué importancia tenía dónde demonios
fuera a nacer el niño; pero, por una vez, refrenó su lengua. Se volvió. En
algún lugar de la cubierta, una mujer gritaba de delirio. Había tres formas
envueltas en sábanas harapientas y tendidas sobre planchas junto a las
portillas de los embornales. La boca de Harker se torció en una sonrisa amarga.
–Es probable que nos detengamos para enterrarlos –dijo–.
Tal vez haya tiempo suficiente.
Echó un rápido vistazo al rostro de McLaren. La esperanza
que había en él ya no estaba cansada, sino muerta. Muerta, como el resto de
Venus.
Gibbons reunió a los jefes en su nave, los líderes, los
guerreros, cazadores y marineros; los hombres duros y correosos que eran la
armadura en torno al blando cuerpo de la colonia. Allí se encontraban Harker y
McLaren. Este último era joven; pero hasta hacía poco tenía un optimismo que
alegraba a sus compañeros, un liderazgo natural.
Gibbons era viejo, el espíritu guía original de los cinco
mil colonos que habían salido de la Tierra para volver a empezar en un nuevo
mundo. El tiempo y la tragedia, la decepción y la traición lo habían marcado
cruelmente, pero aún mantenía la cabeza erguida. Harker admiraba sus agallas
mientras lo maldecía por ser un loco idealista.
Comenzó la inevitable discusión de si deberían intentar
asentarse permanentemente en ese llano de lodo o seguir vagabundeando por el desconocido
e interminable mar.
–Por el amor de Dios, miren este lugar –dijo Harker,
impaciente–. Recuerden la última vez, y la anterior; dejen de decir tonterías.
–La gente se cansa –dijo Sim, el grandulón negro–. El
hombre está hecho para tener raíces en alguna parte. Muy pronto tendremos
problemas si no encontramos tierra.
–Si crees que puedes encontrarla, amigo, ve a buscarla
–dijo Harker.
–Pero tiene razón –repuso un Gibbons ominoso–. Hay
histeria, fiebre, disentería y hastío, y el hastío es lo peor de todo.
–Voto por que nos establezcamos aquí –dijo McLaren.
Harker se echó a reír. Estaba apoyado en la puerta de la
cabina, y contemplaba el acantilado. El granito gris parecía despejado por
encima del pantano. Harker trató de escrutar las nubes que ocultaban la cima,
pero no pudo. Sus oscuros ojos se entornaron. Las caldeadas voces que había
tras él se perdieron en la distancia. De repente, se volvió.
–Señor, pido permiso para ver qué hay en la cima de ese
acantilado –dijo.
Se hizo un completo silencio.
–Hemos perdido demasiados hombres en viajes como éste con
anterioridad sólo para encontrar que el lugar es inhabitable –dijo Gibbons
lentamente.
–Siempre existe la oportunidad. Recuerde que nuestro
primer asentamiento fue en las zonas altas. Aire limpio, buen terreno, nada de
fiebre.
–Lo recuerdo –repuso Gibbons–. Lo recuerdo –guardó
silencio durante un instante, y después dirigió una mirada sagaz a Harker–. Te
conozco, Matt. Harás lo que quieras, con mi permiso o sin él.
Harker sonrió.
–Ahora no repararán mucho en mi ausencia. Ya no soy una
buena influencia –anduvo hacia la puerta–. Concédame tres semanas. De todas
formas, las necesitarán para carenar y limpiar las quillas. Tal vez regrese con
algo.
–Voy contigo, Matt –dijo McLaren.
Harker lo miró directamente a los ojos.
–Será mejor que te quedes con Viki.
–Si allá arriba hay buena tierra, y te sucede algo, y no
puedes venir a decirnos…
–¿Algo como no molestarme en volver, tal vez?
–No dije eso. Es posible que no regresemos ninguno. Pero
dos es mejor que uno.
Harker sonrió. Fue una sonrisa enigmática y no muy
agradable.
–Tiene razón, Matt –admitió Gibbons.
Harker se encogió de hombros. Entonces Sim se levantó.
–Dos está bien, pero tres es mejor –dijo, y se volvió
hacia Gibbons–. Somos casi quinientos, señor. Si allá arriba hay tierra nueva,
debemos compartir la carga de encontrarla.
Gibbons asintió.
–Estás loco, Sim –dijo Harker–. ¿Por qué quieres hacer
toda esa escalada, tal vez para no llegar a ningún sitio?
Sim sonrió. Sus dientes resaltaban con increíble blancura
en la negritud pulida por el sudor de su rostro.
–Pero si eso es lo que mi gente ha estado haciendo, Matt.
Escalar mucho para no llegar a ninguna parte.
Lo dispusieron todo y gozaron de una última noche de
sueño. McLaren se despidió de Viki. Ella no lloró. Sabía por qué se marchaba. La
besó.
–Ten cuidado –fue todo lo que le dijo.
–Volveré antes de que nazca –fue cuanto él le dijo a
ella.
Partieron al amanecer. Llevaban pescado seco, tasajos de
bayas marinas, además de sus largos cuchillos y cuerdas para la escalada. Hacía
tiempo que se habían quedado sin municiones para sus pocas armas láser, y no
disponían de equipo para conseguir más. Todos eran diestros en arrojar las
lanzas, por lo que llevaban tres cortas, con punta de hueso, a la espalda.
Cuando cruzaron el llano de lodo, llovía, y chapotearon
en él hasta los muslos en medio de la densa niebla. Harker abrió el camino a
través del pantano. Era un experto en ello, con una increíble rapidez para
detectar la vegetación que estaba tan independientemente viva y hambrienta como
él. Venus es un enorme invernadero, y las plantas se han desarrollado en
especies tan variadas y maravillosas como los mamíferos de los reptiles
surgidos de los mares precámbricos, con flagelos primitivos y el desarrollo de voluntades
propias, apetitos y motivaciones. Los niños de la colonia aprendían desde muy
pequeños a no coger flores. A menudo, los capullos contraatacaban.
El pantano era estrecho, y salieron de él sin problema.
Un gran dragón de los pantanos, un leshen, rugió no muy lejos; pero su
especie cazaba de noche, y tenía demasiado sueño para cazarlos. Finalmente
Harker pisó suelo firme y estudió el acantilado.
La roca estaba carcomida por el clima, marcada por siglos
de erosión, destrozada por los terremotos. Había fragmentos de pizarra suelta y
grandes planchas que parecían capaces de desmoronarse sólo con el contacto; sin
embargo, Harker asintió.
–Podremos escalarlo –dijo–. El problema es hasta qué
altura.
Sim se echó a reír.
–Tal vez hasta la Ciudad Dorada. ¿Tenemos todos la
conciencia limpia? ¡No podemos llevar ninguna carga de pecado hasta tan lejos!
Rory McLaren miró a Harker.
–Muy bien, lo confieso –dijo Harker–. No me importa si
hay tierra allá arriba o no. Todo lo que quería era salir de ese maldito barco
antes de que me volviera loco. Ahora, ya lo saben.
McLaren asintió. No parecía sorprendido.
–Escalemos.
Alcanzaron las nubes la mañana del segundo día.
Ascendieron a través de un vapor opalino, medio líquido, caliente e
insoportable. Siguieron arrastrándose durante dos días más. Las primeras dos
noches Sim cantó durante su guardia, mientras descansaban en algún recodo.
Después se sintió demasiado cansado. McLaren empezó a perder las esperanzas,
mas no lo dijo. Matt Harker se volvió más taciturno y su carácter empeoró, si
aquello era posible; pero, por lo demás, no hubo cambio alguno. Las nubes
continuaron ocultando la cima del acantilado.
–¿Es que no termina nunca este acantilado? –preguntó
McLaren con voz ronca durante un alto para descansar.
Su piel estaba amarillenta, y los ojos le brillaban de
fiebre.
–Tal vez continúa más allá del cielo –repuso Harker.
La fiebre lo había asaltado también. Una fiebre que vivía
en los organismos de los exiliados y surgía a intervalos para sacudirlos y
marchitarlos, y luego retirarse. A veces no lo hacía, y, al cabo de nueve días
no había necesidad de ello.
–No te importaría si así fuera, ¿verdad? –dijo McLaren.
–No te he pedido que vinieras.
–Pero no te importaría.
–¡Ah, cierra el pico!
McLaren saltó hacia la garganta de Harker.
Éste le golpeó, con cuidado y precisión. McLaren se derrumbó,
se llevó las manos a la cabeza y rompió en llanto. Sim se mantuvo al margen,
meneó la cabeza, y, después de un rato, empezó a cantar para sí, o para alguien
más allá de sí mismo.
Nadie conoce los problemas que sufro…
Harker se levantó. Los oídos le zumbaban y temblaba sin control,
pero aún podía llevar consigo parte del peso de McLaren. Subían una empinada cornisa,
bastante ancha y sin dificultad.
–Vamos –dijo Harker.
Unos sesenta metros más adelante la cornisa se hundía y
empezaba a descender de nuevo en una serie de peldaños rotos. Por encima,
sobresalía la cara del acantilado. Sólo una mosca podría haber escalado
aquello. Se detuvieron. Harker maldijo con sañuda lentitud. Sim cerró los ojos
y sonrió. También estaba un poco enloquecido por la fiebre.
–La Ciudad Dorada se halla en la cima. Ahí es donde voy.
Empezó a recorrer la cornisa, siguiendo su declive hacia
un recodo, donde desaparecía. Harker se rio, sardónico. McLaren se zafó de él y
fue tras Sim. Entonces, Harker se encogió de hombros y los siguió.
Tras el recodo la cornisa desaparecía por completo.
Se quedaron inmóviles. Las vaporosas nubes los cercaban
por delante, y tras ellos había una pared de granito llena de gruesas
enredaderas carnosas. Un callejón sin salida.
–¿Y bien? –preguntó Harker.
McLaren se sentó. No lloró, ni dijo nada. Sólo se sentó.
Sim permaneció de pie, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo y la
barbilla hundida en su enorme pecho negro.
–¿Ven lo que digo yo sobre la Tierra Prometida? –dijo
Harker–. Venus es una rueda fija, y no se puede ganar.
Entonces fue cuando advirtió aquel aire frío. Había
pensado que era un estremecimiento producido por la fiebre, pero le revolvía el
cabello y se marcaba claramente en su cuerpo. Incluso tenía un olor claro y
límpido. Surgía de las enredaderas.
Harker empezó a escarbar con su cuchillo. Descubrió la
boca de una cueva, un corte irregular suavizado al pie por lo que antaño tuvo
que ser un río.
–Esta corriente de aire procede de lo alto de la meseta
–dijo–. El viento debe de soplar allá arriba y lo empuja hacia abajo. Puede que
haya un camino.
McLaren y Sim sintieron un lento y terrible brote de
esperanza. Sin hablar, los tres penetraron en el túnel.
Capítulo 2
Hicieron un buen promedio. El aire despejado actuaba como tónico, y la esperanza
los acicateaba. De repente, el túnel se curvaba hacia arriba, y Harker, poco
después, oyó agua, un murmullo bajo y estrepitoso como si encima hubiera un río
subterráneo. Estaba completamente oscuro, pero era fácil seguir el suave canal
de piedra.
–¿No es luz eso de ahí arriba? –preguntó Sim.
–Sí –respondió Harker–. Una especie de fosforescencia. No
me gusta ese río. Puede detenernos.
Continuaron su ascensión en silencio. El brillo se
agudizó. El aire se hizo más húmedo. Parches de líquenes fosforescentes
aparecieron en las paredes, brillando con tonalidad de joya como un arcoíris inestable.
El rumor del agua aumentó.
De súbito se toparon con el río. Era un río ancho, lento
y majestuoso. Cruzaba el curso del túnel en un ancho canal horadado a bastante
profundidad en la roca, de forma que su nivel había caído bajo su antiguo curso
y dejaba seco el túnel. Los líquenes salpicaban techo y paredes, y se
reflejaban en oscuros destellos de color procedentes del agua.
En la parte más alta había una oscura chimenea que subía
a través de la roca, y la fría corriente surgía de ella con una fuerza casi
huracanada que se disipaba en su mayor parte en el túnel del río. Harker juzgó
que había una formación de acantilados en la superficie que impulsaba el viento
hacia abajo. La chimenea resultaba de todo punto inaccesible.
–Supongo que tendremos que ir corriente arriba por la
ribera –dijo.
La roca, con amplias cornisas a diferentes niveles,
estaba lo suficientemente erosionada para hacerlo posible.
–¿Y si el río no procede de la superficie? –preguntó
McLaren–. ¿Y si viene de una fuente subterránea?
–¡Córtate el cuello! –dijo Harker–. Vamos.
Se pusieron en marcha. Después de un rato, dando vueltas
como delfines en el agua negra, las criaturas doradas aparecieron nadando, y
vieron a los hombres, y se detuvieron, y volvieron a nadar.
No eran muy grandes: el mayor de todos tenía el tamaño de
un niño de doce años. Sus cuerpos eran antropoides, pero adaptados para la
natación con brillantes membranas. Resplandecían con una luz dorada,
fosforescente como la del liquen; sus ojos carecían de párpados y eran negros,
como una gran pupila abierta. Sus rostros resultaban increíbles. A Harker le
recordaron algo los dientes de león que crecían en el campo en verano. Los
rostros y cabezas de los nadadores eran así, cubiertos de radiantes pétalos que
parecían tener movimientos independientes, como si fueran órganos sensores
además de decorativos.
–Por el amor de Dios –preguntó Harker–, ¿qué son?
–Parecen flores –respondió McLaren.
–Más bien, peces –dijo el negro.
Harker se echó a reír.
–Creo que ambas cosas. Apuesto que son planis que
crecieron en un lugar donde no tuvieron más remedio que hacerse anfibios (los
colonos habían contraído planta-animal en planimal, y, luego, sólo en plani)
–aseguró Harker–. He visto bichos en los pantanos que no eran demasiado
diferentes a éstos. Pero, vaya, ¡miren esos ojos! Parecen humanos.
–La forma es también casi humana –tembló McLaren–. Ojalá
no nos miraran de esa forma.
–Mientras se limiten a mirar, no voy a preocuparme… –dijo
Sim.
No lo hicieron. Empezaron a acercarse a los hombres,
nadando sin esfuerzo contra la corriente. Algunos de ellos empezaron a salir
del agua. Eran ágiles y graciosos. Había algo desagradablemente infantil en
ellos. Contaron quince o veinte, y a Harker le recordaron una pandilla de niños
picaros… sólo que la picardía tenía una despiadada cualidad de malevolencia.
Harker apretó el paso a lo largo de la cornisa. Había
desenvainado el cuchillo y llevaba una lanza corta en la mano derecha.
El tono del río cambió. El canal se ensanchó, y, por
encima, Harker vio que la caverna terminaba en un gran lugar en sombras, donde
el agua, manando lentamente sobre un borde de roca, formaba un lago obscuro.
Más brillantes cosas-niño jugaban allí. Se unieron a sus compañeros, y cerraron
el círculo en torno a los tres hombres.
–Esto no me gusta –dijo McLaren–. ¡Si al menos hicieran
algún sonido!
Y lo hicieron, sin previo aviso… un chirrido entre
dientes como la blasfemia de una risa infantil. Sus ojos brillaron. Se
abalanzaron hacia ellos, subiendo el escalón, y salieron del agua para tomarlos
por los tobillos, entre risas. Harker sintió que las tripas se le revolvían
dentro de su plano vientre.
McLaren gritó y pataleó. Las garras le arañaron el
tobillo, uñas aguzadas como espinas. Sim atravesó un pecho dorado con su lanza.
No tenía huesos. El cuerpo era liviano y membranoso, y la sangre que brotó de
él, pegajosa y verde, como savia. A puntapiés, Harker devolvió a dos criaturas
al río, agarró su lanza como si fuera un bate y echó a otros dos más del
escalón (eran increíblemente livianos).
–Ahí arriba –gritó–, a esa cornisa alta. No creo que
puedan trepar hasta ella.
Empujó a McLaren para que pasara delante de él y ayudó a
Sim a cubrir la retaguardia mientras escalaba con dificultad. McLaren se
agazapó en lo alto de la cornisa y lanzó piedras contra los atacantes. Una gran
grieta corría por el techo de la caverna, la cicatriz de un antiguo terremoto,
que empezó a ensancharse.
–Muy bien –jadeó Harker–. Deja de hacer eso antes de que
derrumbes el techo. No pueden seguirnos.
Los planis estaban dotados para la natación, no
para la escalada. Aunque se aferraban furiosamente a la roca, resbalaban, y,
enfurruñados, se retiraron al agua. De repente, agarraron el cuerpo que Sim
había atravesado de un lanzazo y lo devoraron, disputándoselo con fiereza.
McLaren se asomó a la cornisa y se sintió enfermo.
Harker tampoco se encontraba del todo bien. Se levantó y
continuó su avance. Sim ayudó a McLaren, cuyo tobillo sangraba copiosamente.
La cornisa superior subía y rodeaba la pared de la gran
cueva sobre el lago. Hacía más frío, aunque el lugar era más seco, y los
líquenes disminuían de número, hasta desaparecer, lo que producía una oscuridad
total. Harker gritó una vez. Por el eco de su voz, supieron que el lugar era
inmenso.
Muy por debajo, en el agua negra, los cuerpos dorados
fluían como cometas en un universo de ébano, dirigiéndose rápidamente hacia
alguna parte. Harker continuó su cuidadoso avance. La piel le hormigueaba con
un nervioso impulso de peligro, una sensación de algo invisible, no natural, y
perverso.
–Oigo algo –dijo Sim.
Se detuvieron. El negro aire estaba cargado de una
fragancia fuerte y agradable, aunque, de alguna manera, sucia. El agua
suspiraba perezosa por debajo. En alguna parte, por delante de ellos, había un
suave rumor que Harker supuso era un recodo del río. Pero Sim no se refería a
eso.
Se refería al sonido reptante que procedía de todas
partes. La negra superficie del agua estaba salpicada de manchas de color
fosforescente que dejaban fieras estelas. Las manchas crecían con rapidez,
acercándose, para convertirse en alfombras de flores, escarlatas, azules,
doradas y púrpuras. Campos flotantes, guiados por los brillantes nadadores.
–¡Dios mío! –exclamó Harker en voz baja–. ¿Qué tamaño
tienen?
–Como tres veces el mío –dijo Sim, que era un hombre
grande–. Los pequeños eran niños, está claro. Fueron a llamar a sus padres.
¡Oh, Señor!
Los nadadores, idénticos a los pequeños que los habían
atacado en el río, a excepción de su tamaño gigante, no eran torpes, sino todo
lo contrario; resultaban magníficos, con miembros flexibles y livianos. Sus
membranas se habían convertido en grandes alas brillantes, cada reborde teñido
de fuego. Sólo las doradas cabezas de diente de león habían cambiado.
Ya no llevaban sus pétalos. Sus cabezas adultas estaban
coronadas de desarrollos lisos y rizados que tenían la belleza venenosa y
repugnante de los hongos. Y sus rostros eran rostros de hombres.
Por primera vez desde la infancia, Harker sintió miedo.
Los campos de flores ardientes se agruparon al pie del
acantilado. Los gigantes dorados gritaron, de súbito, una nota sonora y
resonante, y el agua se convirtió en espuma burbujeante cuando miles de cuerpos
parecidos a flores se separaron y empezaron a subir el acantilado sobre patas
de ventosa y arácnidas.
Parecía que ni siquiera valía la pena intentarlo; pero
Harker exclamó:
–¡Salgamos de aquí!
Había un poco de luz, procedente del ejército de debajo.
Harker empezó a correr por la cornisa, con los otros siguiéndolo de cerca. Los
sabuesos-flores subían con rapidez y sus amos nadaban tranquilamente debajo,
observando.
La cornisa se hundió. Harker saltó sobre ellos como un
gamo. Tras el reborde inferior se perdía en el túnel de donde el río procedía.
Un túnel corto, y al otro extremo…
–¡Luz! – gritó Harker–. ¡Luz!
La pierna herida de McLaren cedió y el muchacho cayó.
Harker lo agarró. Estaban en la parte inferior de la
depresión. Los sabuesos-flores estaban debajo y escalaban con rapidez. El pie
de McLaren se veía hinchado; el muslo, descolorido. Se había infectado en
seguida por efecto de las garras de los planis.
–¡Vete! –le instó a Harker–. ¡Vete!
Harker lo golpeó en la sien con fuerza. Se puso en
marcha, cargando a McLaren a medias, pero vio que aquello no funcionaría bien:
McLaren pesaba más que él. Lo entregó a los poderosos brazos de Sim. El enorme
negro asintió y corrió, llevando al hombre semiinconsciente como si fuera un
niño. Harker vio a las primeras cosas-flores subir a la cornisa, delante de
ellos.
Sim las golpeó. No eran grandes y sólo había tres. Se
apresuraron a continuar y Harker las atacó con la lanza, acometiéndolas y
golpeándolas con la afilada punta de hueso. Tras ellos, toda la marea se alzó.
Corrió, pero ellos eran más rápidos. Los mantuvo a raya con la lanza y el
cuchillo, y volvió a correr; al instante, se dio la vuelta y los combatió de
nuevo. Cuando alcanzaron el túnel, Harker jadeaba, agotado.
Sim se detuvo.
–No hay salida –dijo.
Harker miró por encima del hombro. El río caía sobre una
gran roca: demasiado alto y con demasiada fuerza sobre el agua incluso para que
los gigantescos planis acuáticos lo intentaran. La luz fluía de lo alto,
cálida y agradable, como si estuvieran en Marte.
Callejón sin salida.
Entonces, Harker vio el pequeño canal erosionado que se
retorcía en un lado. Era poco más que un canalillo de desagüe, y seco desde
hacía mucho tiempo, que conducía a un pasadizo tras la cima de la cascada… una
rendija lo bastante grande apenas para que un hombre pequeño pudiera pasar a
rastras por ella. Era una esperanza infernal, pero…
Harker señaló el enjambre de flores.
–Tú primero –gritó Sim.
Dado que Harker era el mejor escalador, obedeció, y ayudó
a subir al jadeante McLaren. Sim aferró su lanza como si fuera una maza, y,
vigilando la retaguardia, subió centímetro a centímetro.
Llegó a un punto relativamente seguro, y se detuvo. Su
enorme pecho soplaba como un fuelle, y su brazo subía y bajaba como una barra
de pulido ébano. Harker le gritó para que continuara. McLaren y él se
encontraban casi en la cima.
Sim se echó a reír.
–¿Cómo vas a hacer que entre por ese agujerito?
–¡Vamos, idiota!
–Será mejor que se den prisa. Yo estoy acabado.
–¡Sim! ¡Sim, maldito seas!
–¡Arrástrense por ese agujero, pequeños! Soy un hombre
grande y tengo que quedarme. Vamos, rápido –añadió, furioso–, o los agarrarán
antes de que pasen.
Tenía razón; Harker sabía que tenía razón. Ayudó a
McLaren a pasar por la estrecha abertura. McLaren estaba atontado y no servía
de mucha ayuda, pero era delgado y pequeño, y lo consiguió. Salió rodando a un
declive cubierto de hierba verde, la primera que Harker veía desde su infancia.
Empezó a correr tras McLaren. No se volvió a mirar a Sim.
El negro cantaba sobre la gloria de la venida del Señor.
Harker asomó la cabeza a la obscuridad de la ensenada.
–¡Sim!
–¿Sí? –resonó su voz, ronca y débil.
–Hay tierra aquí, Sim. Buena tierra.
–Sí.
–Sim, encontraremos un modo…
Sim volvía a cantar. El sonido se hizo más débil, y acabó
por perderse en la distancia. Las palabras se perdieron, pero no lo que
subyacía tras ellas. Matt Harker enterró el rostro en la verde hierba, y la voz
de Sim lo acompañó en la obscuridad.
Las nubes cambiaban de color con el ocaso del Sol oculto.
Colgaban como un palio de oro líquido bañado en sangre. El silencio era
completo, a excepción de los pájaros. Nunca se oye a pájaros así en los lugares
bajos. Matt Harker se dio media vuelta y se sentó con lentitud. Parecía que le
hubieran dado una paliza. Se sentía enfermo, y avergonzado, y la vieja ira oscura
se enroscaba, mortífera, en su corazón.
Ante él se extendía el largo declive de hierba hasta el
río, cuyo curso se curvaba a la izquierda hasta perderse de vista tras un
macizo de granito. Tras el declive había una ancha llanura y luego un bosque de
árboles gigantescos. Parecían flotar en la neblina de cobre, y sus oscuras
ramas se extendían como alas, repletas de flores. El aire era frío, sin ningún
rastro de lodo o putrefacción. La hierba, rica, y la tierra bajo ella, limpia y
dulce.
Rory McLaren gimió suavemente y Harker se volvió hacia
él. Su pierna mostraba mal aspecto. Estaba sumido en una especie de estupor, y
tenía la piel enrojecida y reseca. Harker maldijo en voz baja, y se preguntó
qué iba a hacer a continuación.
Miró hacia el llano y vio a la muchacha.
No sabía cómo había llegado allí. Tal vez provenía de
entre los setos que crecían en el declive. Podría llevar allí mucho rato,
observando. Los miraba, inmóvil, a unos quince metros. Una gran mariposa
escarlata colgaba de su hombro, moviendo sus alas con perezoso deleite.
Parecía más una niña que una mujer. Estaba desnuda, y era
pequeña, esbelta y exquisita. Su piel tenía un leve tono de verde traslúcido
bajo su blancura. Sus cabellos, rizados y cortos, eran de un bello azul oscuro,
al igual que sus ojos, también azules, y muy extraños.
Harker la miró, y ella le devolvió la mirada; ninguno de
los dos se movió. Un brillante pájaro descendió del cielo y revoloteó junto a
los labios de ella durante un momento, acariciándolos con el pico. Ella lo tocó
y sonrió, pero no apartó los ojos de Harker.
Éste se paró, despacio, con facilidad.
–Hola –dijo.
Ella no se movió, ni produjo sonido alguno; pero, de
repente, un par de pájaros enormes, con picos y garras como águilas, y negros
como el pecado, pasaron volando junto a la cabeza de Harker y regresaron, dando
vueltas. Harker volvió a sentarse.
La mirada de los extraños ojos de la muchacha se apartó
de él, y se dirigió hacia la grieta, en la falda de la colina, por donde ellos
habían subido. Sus labios no se movieron, pero su voz (o algo) habló con enorme
claridad dentro de la cabeza de Harker.
“Viniste de… allí”.
“Allí” tenía una tremenda carga emotiva que no era
agradable en absoluto.
“Sí –pensó Harker–. Eres telépata, ¿no?”
“Pero tú no eres…” Una imagen de los nadadores dorados se
formó en la mente de Harker. Era reconocible, sin embargo, el odio y el miedo
habían borrado toda la belleza y dejado sólo el horror.
“No”, dijo Harker. Le explicó quiénes eran McLaren y él.
Le habló de Sim. Supo que la muchacha sondeaba cuidadosamente su mente, en
busca de la verdad. A él no le preocupaba lo que ella pudiera encontrar. “Mi
amigo está herido –dijo–. Necesitamos comida y refugio”.
Durante un rato no hubo respuesta. La muchacha volvió a
mirar a Harker. Observaba su rostro, la forma y textura de su cuerpo, su
cabello, y, por último, sus ojos. Él nunca había mirado a nadie de esa manera
antes. Harker empezó a sonreír. Una sonrisa provocativa y desdeñosa que inyectó
una sorprendente cantidad de luz y encanto a su sardónica personalidad.
“Cariño –dijo–, eres magnífica. ¿Animal, mineral o
vegetal?”
Sorprendida, ella inclinó su redonda cabecita, y le
formuló idéntica pregunta. Harker se echó a reír. Ella sonrió, su boca formó
una pequeña V invitadora, y sus ojos chispearon. Harker se dirigió hacia ella.
De inmediato, los pájaros le advirtieron. La muchacha se rio,
un pícaro murmullo de diversión.
“Ven”, dijo, y dio media vuelta.
Harker frunció el ceño. Se agachó y habló a McLaren con
su peculiar amabilidad. Consiguió levantar al muchacho, y luego se lo cargó a
hombros, tambaleándose ligeramente bajo su peso.
–Volveré antes de que nazca –dijo McLaren con claridad.
Harker esperó hasta que la muchacha se puso en marcha,
aunque mantuvo su distancia. Los dos pájaros negros los siguieron, vigilantes.
Recorrieron la densa hierba de la llanura, en dirección a los árboles. En esos momentos
el cielo tenía el color de la sangre.
Una suave brisa prendió el cabello de la muchacha y
jugueteó con él. Matt Harker vio que las cortas hebras rizadas eran anchas y
planas, Cómo pétalos azules.
Capítulo 3
La caminata hasta el bosque fue larga. La cima de la altiplanicie parecía
tener forma de cuenco invertido, protegida por los acantilados que la rodeaban.
Harker, pensando en aquel primer asentamiento de hacía tanto tiempo, decidió
que ese lugar era infinitamente superior: como las visiones que había tenido en
sus sueños febriles… de la Tierra Prometida. Su frialdad y claridad le daban la
sensación de que le habían quitado un peso de los pulmones, el corazón, el cuerpo.
Sin embargo, el aire reconfortante no lo alivió del peso
de McLaren.
“Espera”, dijo Harker poco después, y se sentó,
depositando a McLaren con cuidado sobre la hierba.
La muchacha se detuvo. Retrocedió un poco y observó a
Harker, que resoplaba como un caballo agotado. Él sonrió.
“Estoy hecho polvo –dijo–. Demasiado trabajo para un
hombre de mi edad. ¿No puedes encontrar a alguien que me ayude a cargar con
él?”
Ella le estudió una vez más con sorprendida fascinación.
Caía la noche, de un índigo claro, menos obscura que al nivel del mar. Los ojos
de la muchacha tenían una curiosa luminosidad en la penumbra.
“¿Por qué lo haces?”, preguntó ella.
“¿Hacer el qué?”
“Cargar con eso”.
Por “eso”, Harker supuso que se refería a McLaren. Fue
súbita y fríamente consciente del abismo que existía entre ambos, un abismo que
ninguna explicación podría llenar.
“Es mi amigo. Es… tengo que hacerlo”.
Ella estudió sus pensamientos y sacudió la cabeza.
“No comprendo. Está gastado… –su pensamiento-imagen era
una combinación de ‘roto’, ‘acabado’ e ‘inútil’–. ¿Por qué sigues cargando con
él?”
“McLaren no es un objeto. Es un hombre como yo, mi amigo.
Está herido, y debo ayudarlo”.
“No lo comprendo”.
Su encogimiento de hombros le dijo que era su funeral, y
que estaba loco. Se puso de nuevo en marcha, sin prestar atención a la llamada
de Harker para que lo esperara. Así, Harker recogió a McLaren y la siguió otra
vez. Deseó que Sim estuviera allí, y, de inmediato, deseó no haber pensado en
él. Esperaba que Sim hubiera muerto rápidamente antes… ¿antes de qué? “Oh,
Dios, la oscuridad me rodea; estoy asustado, el estómago me duele, y esa cosa
que trota delante de mí a través de la neblina azul…”
La “cosa”, no obstante, era hermosa. Maravillosamente
formada, fascinante, un sinuoso destello de luz lunar, una flor en forma de
cáliz que contenía el néctar místico y oloroso de lo irreal, lo desconocido, lo
insondado. A su pesar, el corazón de Harker empezó a latir con una profunda
excitación.
Llegaron a las fragantes sombras de los árboles. El
bosque estaba despejado, con anchos cerros de musgo y claros. Había flores
debajo, pero no matojos, y grupos de helechos. La muchacha se detuvo y extendió
su mano. Una rama plumosa, muy por encima de su alcance, se curvó y le rozó el
rostro; entonces, ella cortó un gran capullo pálido y se lo colocó en el
cabello.
“¿Cómo has hecho eso?”, preguntó él.
La muchacha pareció sorprendida.
“¿Te refieres a la rama? ¡Oh, eso! –se echó a reír; era
el primer sonido que él le oía hacer, y le atravesó como plata líquida
caliente–. Pensé que me gustaría una flor y ya está”.
Teleportación, energía telequiinética… ¿cómo lo llamaban
los libros? Allá en la Tierra sabían algo al respecto; pero la colonia no había
tenido mucho tiempo para estudiar el tema en su pobre biblioteca. Había algunas
sectas religiosas que hacían que las rosas se doblaran en sus manos. Vieja
sabiduría, la fuerza tras los milagros bíblicos, sólo el infinito poder del
pensamiento. Muy simple. Sí. Harker se preguntó, incómodo, si ella estaría
dispuesta a hacerlo por él. Pero, claro, él tenía un cerebro propio. ¿O no?
“¿Cómo te llamas?”, preguntó él.
Ella emitió un sonido claro y chirriante. Harker trató de
silbarlo a su vez y renunció a hacerlo. Una especie de lenguaje tonal, supuso,
sin palabras como él las conocía. Parecía como si ellos (su pueblo, fueran los
que fuesen) lo hubieran copiado de los pájaros.
“Te llamaré Aciano –dijo él–. Aciano, como la flor… pero,
claro, no puedes saberlo”.
Ella recogió la imagen de su mente y se la envió de
vuelta. Flores de hojas azules en el cuenco de porcelana de su madre. Volvió a
reírse, echó a volar a sus pájaros y se internó en el bosque, gritando como un
oriol. Otras voces contestaron, y poco después, corriendo con el viento entre
los árboles, apareció su pueblo.
Eran como ellos. Había machos, criaturas delgadas como
muchachos, y jovencitas como Aciano. Había varios centenares, todos desnudos,
todos risueños y curiosos, sus cuerpos flexibles revoloteando como mariposas a
través de las sombras índigo. Sus cabezas estaban cubiertas de pétalos (Harker
los llamaba así, aunque seguía sin estar seguro), pétalos de todos los colores,
desde escarlata sangre a blanco puro.
Hablaban entre sí. Al parecer, Aciano les estaba contando
cómo había encontrado a Harker y McLaren. Todo el grupo avanzó poco a poco a
través del bosque y se dirigió a un gran claro donde sólo había árboles
dispersos. Un manantial formaba una laguna y, a continuación, un arroyo que se
perdía entre los helechos.
Se acercaron más seres; entonces Harker vio a los
jóvenes, criaturas pequeñas y delgadas, de todos los tamaños, réplicas de sus
mayores. No había viejos. No había ninguno con cuerpos imperfectos o
lastimados. Harker, exhausto y al borde del colapso febril, no se sintió
confortado.
Depositó a McLaren junto al manantial. Bebió; jadeaba
como un animal, y se mojó la cabeza y los hombros. El pueblo del bosque se
quedó observándolo, formando un círculo. Guardaban silencio. Harker se sintió
rudo y bestial, como si hubiera eructado con fuerza en una iglesia.
Se volvió hacia McLaren. Lo bañó, le ayudó a beber y se
puso a atenderle la pierna. Necesitaba luz y fuego.
Había hojas secas e hilachos de musgo seco en las rocas
alrededor del manantial. Cogió un puñado. El pueblo del bosque siguió mirándolo.
Su mirada, silenciosa y luminosa, lo puso nervioso. Le temblaban tanto las
manos que hubo de hacer cuatro intentos con la yesca y el pedernal antes de
conseguir una chispa.
La pequeña llama hizo que las silenciosas fibras se
agitaran bruscamente. Harker le sopló. Las llamas prendieron, pequeñas y
pálidas al principio, y luego se afianzaron, crecieron, entre chisporroteos.
Harker vio sus rostros a la luz, los ojos henchidos de terror. Un chirrido
surgió de ellos, y desaparecieron, como hojas caídas arrastradas por el viento.
Harker sacó su cuchillo. El bosque estaba silencioso.
Silencioso, pero no en paz. Harker sintió que la piel le hormigueaba en la
espalda y el cuero cabelludo, y se le tensaba en los pómulos. Pasó la hoja a
través de la llama. McLaren le miró.
–Todo va bien, Rory –dijo Harker, y le golpeó en la
mandíbula con cuidado.
McLaren se quedó quieto. Harker le agarró la pierna
hinchada y se puso a trabajar.
Amaneció de nuevo. Harker se hallaba tendido en la fría hierba, junto al manantial;
las cenizas de su hoguera estaban grises y muertas al lado de las manchas
obscuras. Se sentía descansado, relajado, y la fiebre parecía haber desaparecido.
El aire olía a vino.
Rodó sobre su espalda. El viento soplaba; un viento vivo
y fuerte cargado de olor. Los árboles se mecían, casi gritando de placer.
Harker inspiró hondo. El olor, el puro y limpio ribete…
De súbito, advirtió que las nubes estaban altas, mucho
más de lo que él esperaba. El viento las dispersaba, y la luz del día era
brillante, tan brillante que…
Harker se puso en pie de un salto. La sangre corría con
fuerza en su interior. Había un picante borrón en sus ojos. Empezó a correr,
hacia un árbol alto; se encaramó a sus ramas y subió por él, sin descanso,
hasta la ondulante copa.
La concavidad del valle se extendía ante él, verde, rica
y encantadora. Los grises acantilados de granito la rodeaban, más altos en la
dirección de donde el viento soplaba. Más y más alto, y, tras ellos, muy lejos,
había montañas que se recortaban contra el cielo.
En las montañas, asomado entre los jirones de nubes había
nieve, blanca y fría y cegadoramente pura. Mientras Harker miraba, se produjo
un destello, tan rápido y fugaz que lo vio más con el corazón que con los ojos…
La luz del Sol. Campos nevados y, sobre ellos, el Sol.
Después de un largo rato, descendió de nuevo al silencio
del claro. Se quedó allí, sin moverse, y observó lo que no había tenido tiempo
de ver antes.
Rory McLaren había desaparecido. Las mochilas, con la
comida y las cuerdas para escalar, las vendas, la yesca y el pedernal habían
desaparecido también. Las lanzas cortas tampoco estaban. Al palparse la cadera,
Harker no encontró más que carne desnuda. Le habían quitado el cuchillo, e
incluso su taparrabos.
Un cuerpo esbelto y exquisito avanzó desde las sombras de
los árboles. Grandes capullos blancos brillaban contra el azul rizado que le
coronaba la cabeza. Ojos luminosos contemplaron a Harker, llenos de burla y
sutil animación. Aciano sonrió.
Matt Harker caminó hacia ella, sin apresurarse, su rostro
duro y curtido carente de expresión. Trató de mantener su mente del mismo modo.
“¿Dónde está el otro, mi amigo?”
“En el lugar-final”.
Ella señaló vagamente con la cabeza hacia los
acantilados, cerca del lugar por donde Harker y McLaren habían escapado de las
cuevas. Su pensamiento-imagen estaba entre basurero y cementerio, por lo que
Harker pudo deducir. También era indiferente por completo, un poco molesto de
que se perdiera tiempo en tales trivialidades.
“¿Lo… está todavía vivo?”
“Lo estaba cuando le pusimos allí. Se encontraba bien,
esperará hasta que… se pare. Como todos ellos”.
“¿Por qué se lo llevaron? ¿Por qué…?”
Aciano se encogió de hombros.
“Era feo. Y, de todas formas, estaba roto”.
Extendió los brazos hacia arriba y alzó la cabeza al
viento. Un escalofrío de placer la recorrió. Sonrió de nuevo a Harker.
Él trató de mantener oculta su furia. Comenzó a caminar
de nuevo, como si no tuviera ningún propósito in mente, y se dirigió
hacia los acantilados. Pasó junto a un arbusto de flores amarillas y espinosas,
con ramas finas. De repente, el arbusto se revolvió y lo golpeó en el vientre.
Harker se detuvo en seco y se dobló, mientras escuchaba la risa de Aciano.
Cuando se enderezó, ella se encontraba ante él.
“Es roja”, dijo Aciano, sorprendida, y posó sus
puntiagudos deditos sobre los arañazos producidos por las espinas.
Parecía excitada y fascinada por el color y el aspecto de
la sangre. Sus dedos se movieron, tanteando la forma de los músculos de Harker,
la textura de su piel y el obscuro vello de su pecho. Dibujaron pequeñas líneas
de fuego por su cuello, por la línea de su mandíbula, y tocaron sus rasgos, uno
a uno, sus párpados, sus negras cejas…
“¿Qué eres?”, susurró su mente en la de él.
“Esto”.
Harker la rodeó lentamente con sus brazos. Sintió su fría
y extraña piel bajo las manos, que le provocó un escalofrío indescriptible,
mitad placer, mitad repulsión. Inclinó la cabeza. Los ojos de ella se
ensancharon, lagos de fuego azul; entonces, él encontró sus labios. Eran fríos
y extraños, como el resto de su cuerpo; dóciles, con un fuerte sabor, el mismo
perfume que procedía con súbita y abrumadora dulzura de sus pétalos rizados.
Harker vio movimiento en el bosque, una concentración de
brillantes cabezas-flores. Aciano se apartó. Le asió las manos y lo condujo al
río y los suaves helechos de sus riberas. Cuando Harker alzó la mirada, vio que
los dos pájaros negros les seguían.
“Entonces, ¿son realmente plantas? ¿Flores, como éstas?”
Él rozó los capullos blancos de su cabeza.
“Entonces, ¿eres realmente una bestia? ¿Como las cosas
peludas y rugientes que a veces suben por el paso?”
Los dos se echaron a reír. El cielo era del color del
vellón claro. La cálida tierra y los helechos aplastados eran dulces bajo sus
cuerpos.
“¿Qué ocurrió?”, preguntó Harker.
“Por allí –ella señaló hacia el borde del valle–. Creo
que baja hasta el mar. Hace mucho tiempo solíamos recorrerlo, pero no hay
necesidad, y las bestias lo vuelven peligroso”.
“Seguro –dijo Harker, y la besó en el hoyuelo de su
barbilla–. ¿Qué pasa cuando vienen las bestias?”
Aciano se echó a reír. Antes de que Harker pudiera
moverse, quedó atrapado en una telaraña de enredaderas y duros helechos, y los
negros pájaros chirriaron e hicieron chasquear sus afilados picos ante su
rostro.
“Esto pasa –dijo Aciano; acarició los helechos–. Nuestros
primos nos comprenden, aún mejor que los pájaros”.
Harker se quedó tendido, empapado en sudor, incluso
después de ser liberado.
“Esas criaturas del lago subterráneo –dijo finalmente–,
¿son sus primos?”
El pensamiento-miedo de Aciano empujó su mente como si
fueran unas manos que lo apartaran.
“No, no… La leyenda dice que hace mucho, mucho tiempo,
este valle era un gran lago, y que los nadadores vivían en él. Eran una especie
diferente de la nuestra por completo. Nosotros procedíamos de los altos
barrancos, donde ahora sólo hay acantilados desnudos. Eso ocurrió hace mucho
tiempo. A medida que el lago retrocedía, nos hacíamos más numerosos y empezamos
a bajar. Finalmente hubo una batalla y empujamos a los nadadores al lago negro.
Una y otra vez han intentado salir, para volver a la luz, pero no pueden. En
ocasiones, nos envían sus pensamientos. Ellos… –se interrumpió–. No quiero
seguir hablando de ellos”.
“¿Cómo combatirían contra ellos si salieran? –preguntó
Harker tranquilamente–. ¿Con los pájaros y las plantas nada más?”
Aciano tardó en contestar.
“Te enseñaré un modo”, dijo.
Le colocó una mano sobre los ojos. Durante un momento,
sólo hubo oscuridad. Luego, una imagen empezó a formarse: en la mente de
Harker, gente, su propia gente, vistos como reflejos en un espejo oscuro y
distorsionado, pero reconocibles. Entraban en el valle, a través de una
hendidura en los acantilados; al instante, todos los matojos, árboles y hierbas
se curvaban sobre ellos, que luchaban, golpeaban con sus cuchillos, mientras se
abrían paso, pero con lentitud. Luego, cruzando el llano, aparecía una especie
de niebla, una fina cortina de suave blancura a la deriva.
Se acercaba, moviéndose con impulso propio, sin hacer
caso al viento. Harker vio que era vilano. Semillas, cargadas en alas sedosas.
Se posaba sobre la gente atrapada en los matojos. Era lento e interminable, y ls
cubría a todos con un fino vellón. Ellos empezaban a revolverse y a gritar de
dolor, llenos de miedo. Se debatían, pero no podían liberarse.
El blanco rocío se apartó de ellos. Sus cuerpos aparecían
cubiertos de interminables sarmientos verdes, que sorbían los elementos
químicos de la carne viva y empezaban a crecer.
El pensamiento de Aciano cortó la imagen.
“He visto tus pensamientos, algunos de ellos, desde el
momento en que saliste de las cuevas. Aunque no los comprendo, sí puedo ver
nuestra llanura pelada hasta la tierra, nuestros árboles talados y todo
convertido en algo feo. Si tu especie viviera, tendríamos que irnos. Y este
valle nos pertenece”.
El cerebro de Matt Harker quedó inmóvil en la obscuridad
de su cráneo, cansado, rebulléndose.
“Antes perteneció a los nadadores”.
“No pudieron conservarlo. Nosotros, sí”.
“¿Por qué me has salvado, Aciano? ¿Qué quieres de mí?”
“No había peligro por tu parte. Eras extraño. Quería
jugar contigo”.
“¿Sientes amor por mí, Aciano?”
Sus dedos rozaron una gran piedra lisa, entre las raíces
de los helechos.
“¿Amor? ¿Qué es eso?”
“Es mañana y ayer. Es esperanza y felicidad y dolor; el
yo completo porque carece de egoísmo; la cadena que te ata a la vida y hace que
ésta merezca la pena. ¿Comprendes?”
“No. Yo crezco, vivo del suelo y de la luz, juego con los
otros, con los pájaros, el viento y las flores. Cuando la época llega, estoy
madura de semillas, y, después de eso, voy al lugar final y espero. Eso es todo
lo que comprendo. Eso es todo lo que hay”.
Él la miró a los ojos. Sintió un escalofrío.
“No tienes alma, Aciano. Ésa es la diferencia que existe
entre nosotros. Vives, pero no tienes alma”.
Después de aquello, no fue tan difícil llevar a cabo lo
que tenía que hacer. Hacer rápidamente, muy rápidamente, lo que era su única
oportunidad de justificar la muerte de Sim. Lo que Aciano tal vez había
vislumbrado en su mente pero contra lo que no podía protegerse, porque ella no
era capaz de comprender la idea del asesinato.
Capítulo 4
Los pájaros negros se precipitaron contra Harker; pero la compulsión que
los enviaba desapareció pronto. Los helechos y enredaderas se sacudieron, y
luego permanecieron quietos, y los pájaros se marcharon pesadamente. Matt
Harker se puso en pie.
Pensó que tal vez tenía un poco de tiempo. Probablemente,
el pueblo-flor, se mantenía en contacto con la mente; pero quizá no advirtieran
la ausencia de Aciano durante un rato. Tal vez no hurgaran en sus pensamientos,
ya que era el juguete de Aciano. Tal vez…
Empezó a correr hacia los acantilados donde se encontraba
el lugar-final. Se mantuvo en el descampado todo el tiempo que le fue posible,
apartado de los matojos. No volvió a mirar lo que yacía a sus pies.
Se hallaba cerca de su destino cuando supo que había sido
localizado. Los pájaros regresaron, y se precipitaron sobre él con sus negras
alas sibilantes. Harker cogió una rama muerta para espantarlos y ésta se le
deshizo en las manos. Telequinesis, el poder de la mente sobre la materia.
Harker había leído en una ocasión que, si sabías cómo, siempre podías conseguir
tus puntos pensando en la posición de los dados. Deseó poder pensar en un
láser. Los picos ganchudos le desgarraron la carne de los brazos. Se cubrió el
rostro, agarró a uno de los pájaros por el cuello y lo mató. El otro gritó, y
esa vez, Harker no tuvo tanta suerte. Cuando terminó de matarlo, el segundo le
había clavado las garras y abierto el rostro hasta los pómulos. Volvió a echar
a correr.
Los matorrales se inclinaban hacia él mientras pasaba.
Las ramas espinosas se estiraban. Las enredaderas se alzaban de la hierba como
serpientes, y todas las hojas verdes se volvieron cuchillos contra sus pies.
Pero ya había alcanzado el acantilado, donde había
espacios rocosos y pocas plantas.
Sabía que se encontraba cerca del lugar-final porque
podía olerlo. La suave fragancia pútrida de flores marchitas, y una
descomposición mortal y amarga. Gritó el nombre de McLaren, enfermo ante la
amenaza de que quizá no hubiera respuesta, débil de alivio cuando la hubo.
Corrió entre las rocas hacia el sonido. Una pequeña enredadera se enredó en su
pie y le hizo caer. La arrancó de raíz, y continuó. Al mirar por encima de su
hombro, vislumbró un fino velo blanco, un parche diminuto en el aire distante
que avanzaba hacia él.
Llegó al lugar-final.
Era un desfiladero bastante profundo, con altas paredes
lisas, de forma que casi era un pozo ancho. En el fondo había cuerpos
amontonados y resecos. Cuerpos-flor sin color, marchitos y grises, una
increíble fosa común.
Rory McLaren se encontraba en lo alto del montículo,
ileso en apariencia. Las dos mochilas se hallaban a su lado, con las armas.
Esparcidos en el montón, sentados, tendidos, moviéndose débilmente de un lado a
otro, estaban los que esperaban el momento de pararse, como Aciano había
expresado. Allí estaban los viejos, los agotados, los imperfectos y los
heridos, donde su fealdad no pudiera ofender. Parecían ya muertos mentalmente.
No prestaban atención a los hombres, ni entre ellos. Una absoluta vitalidad ciega
les hacía continuar un poco más, igual que los geranios dan flor después de que
se les corta el tallo.
–Matt –dijo McLean–. ¡Oh, Dios, Matt, me alegro de verte!
–¿Te encuentras bien?
–Claro. Incluso me parece que tengo mejor la pierna.
¿Puedes sacarme de aquí?
–Lánzame esas mochilas.
McLaren obedeció. Por el talante febril de Harker y su
rostro, feo y sangrante, se dio cuenta que arriba sucedía algo desagradable.
Harker se lo explicó con rapidez mientras sacaba una de las cuerdas y medio
izaba a McLaren del pozo. El velo blanco se hallaba ahora cerca. Muy cerca.
–¿Puedes andar? –preguntó Harker.
McLaren miró a la nube blanca. Harker acababa de hablarle
de ella.
–Puedo andar –dijo–. Y correr.
Harker le tendió la cuerda.
–Da la vuelta hasta el otro lado del cañón. Hasta aquel
claro, ¿lo ves? –ayudó a McLaren a ponerse la mochila–. Quédate junto a la
cuerda para ayudarme a subir. Y no te apartes de la zona de las rocas.
McLaren se puso en marcha. Cojeaba, y tenía el rostro
contraído de dolor. Harker maldijo entre dientes. La nube estaba ahora tan
cerca que podía ver los millones de diminutas semillas flotando sobre sus
fibras satinadas, el vilano guiado por las mentes del pueblo-flor del valle.
Rebuscó en su mochila y empezó a enrollar vendas y puñados de hierba muerta en
torno a la punta de hueso de su lanza, ya recuperada. El borde de la nube
estaba casi sobre él cuando la chispa prendió en la improvisada antorcha y Harker
corrió hacia el montículo de cosas-flores muertas del pozo.
Se hundió en él y dio tumbos por la traicionera
superficie, atravesándola mientras aplicaba la antorcha. La sustancia reseca y
marchita prendió. Harker corrió hasta la pared opuesta y miró atrás. Las
criaturas moribundas no se habían movido, ni siquiera cuando el fuego las
envolvió. En lo alto, los bordes de la nube-semilla ardían y crepitaban. Se
movía a ciegas sobre el fuego. Hubo un débil destello de luz, y la nube se
desvaneció en una humareda.
–¡Rory! –gritó Harker–. ¡Rory!
Durante un largo instante, se quedó allí, tosiendo; se
asfixiaba con el denso humo, y sentía que el calor le chamuscaba la piel.
Entonces, cuando ya era casi demasiado tarde, el sudoroso rostro de McLaren
apareció por encima de él y la cuerda bajó reptando. Lenguas de llamas le
lamieron la espalda, furiosas mientras él ascendía como un mono por la pared.
Se marcharon de allí, subiendo por el terreno rocoso, y
empleando, en ocasiones, sus cuchillos contra los matorrales y enredaderas que
no podían evitar. McLaren tiritó.
–Es imposible –dijo–. ¿Cómo lo hacen?
–Son primos de sangre. O debería decir de savia. Supongo
que es una especie de control de radio; cuestión de transmitir las frecuencias
adecuadas. Eh, frena un momento.
McLaren se desplomó, agradecido. La sangre manaba a
través de los tensos vendajes donde Harker le había abierto la herida. Harker
miró el valle.
El pueblo-flor estaba desplegado en una larga media luna,
sus brillantes cabezas multicolores recortadas contra la llanura verde. Harker
supuso que sabían lo que sucedía en su mente con tanta precisión como Aciano.
Una nueva forma de comunicación, una mente para todos y todos para una mente.
Se dio cuenta de que, incluso sin el impedimento de McLaren, nunca conseguirían
llegar al paso. Ni un ratón podría hacerlo.
Se preguntó cuánto tardaría en llegar la siguiente
nube-semilla.
–¿Qué vamos a hacer, Matt? ¿Hay algún medio de…?
McLaren no pensaba en sí mismo. Contemplaba el valle como
Lucifer el Paraíso, con el pensamiento puesto en Viki. No en Viki sola, sino
como símbolo de los tres mil ochocientos vagabundos sobre la faz de Venus.
–No lo sé –dijo Harker–. El paso está descartado, y
también las cavernas… ¡Eh! ¿Recuerdas cuando combatimos a esas criaturas junto
al río y casi provocaste un derrumbamiento al arrojarles rocas? Había una
falla, justo sobre el borde del lago. Producto de un terremoto. Si pudiéramos
localizarla desde arriba y sacudirla…
McLaren tardó un instante en comprenderlo. Sus ojos se
abrieron.
–Un deslizamiento crearía una presa en el lago y… si el
nivel subiera lo suficiente, los nadadores podrían salir.
Harker miró con ojos expectantes las ondulantes
cabezas-flor de abajo.
–Pero si el valle se inundara, Matt, y esas criaturas se
apoderaran de él, ¿qué sucedería con nuestra gente?
–No creo que el deslizamiento fuera muy grande. La roca
es sólida a ambos lados de la falla. Y, de todas formas, el peso del agua se
abriría paso contra cualquier cosa, incluso una presa de hormigón, en cuestión
de un par de semanas –Harker estudió el suelo del valle con atención–. ¿Ves la
forma en que se inclina hacia allí? Aunque el deslizamiento no se retirara,
secaría la inundación del paso con excavar un poco. Simplemente, estaríamos
construyendo un nuevo río.
–Tal vez –asintió McLaren–. Eso al menos supongo. Pero
sigue quedando el asunto de los nadadores. No creo que sean más agradables que
esas criaturas en lo que respecta a su tierra.
Su tono decía que prefería combatir con el pueblo de
Aciano.
La boca de Harker se torció en una lenta mueca.
–Los nadadores son criaturas acuáticas, Rory. Anfibios.
Además, llevan bajo tierra, en total obscuridad, desde Dios sabe cuándo. Ya
sabes lo que le sucede a las lombrices cuando las sacas a la luz. Y lo que les
ocurre a los hongos que crecen en la oscuridad –se pasó los dedos por la piel,
casi con reverencia–. ¿No te has notado algo, Rory? ¿O has estado demasiado
ocupado?
McLaren se sorprendió. Se frotó la piel, y dio un
respingo; volvió a frotarse, y observó cómo sus dedos dejaban marcas blancas
que se desvanecían al instante.
–¡Quemaduras solares! –exclamó, atónito–. ¡Dios mío,
quemaduras solares!
Harker se levantó.
–Vamos a echar un vistazo –abajo, las cabezas-flor se
agitaban–. No les gusta esa idea, Rory. Tal vez puede lograrse, y lo saben.
McLaren se levantó, apoyándose en una de las lanzas
cortas como si fuera un bastón.
–Matt. No nos dejarán salirnos con la nuestra.
Harker frunció el ceño.
–Aciano dijo que había otros modos además de las
semillas… –se dio la vuelta–. No sirve de nada preocuparse por ello.
Comenzaron a escalar de nuevo, muy despacio a causa de
McLaren. Harker trató de decidir dónde estaban en relación con la caverna de
abajo. El río era una buena guía. Las rocas apenas tenían vegetación en aquel
lugar, lo que era providencial para ellos. Observó; pero no pudo ver nada
amenazador que se les acercara desde el valle. El pueblo-flor no eran más que
puntitos, perfectamente inmóviles.
La formación rocosa cambió de repente. Antiguos
terremotos habían dejado cicatrices en la forma de los retorcidos estratos, que
formaban brillantes planchas de granito colocadas como bailarines, y grietas
que desaparecían en la oscuridad.
Harker se detuvo.
–Esto es. Escucha, Rory. Quiero que subas hasta allá
arriba, fuera de la zona de peligro.
–Matt, yo…
–Calla. Uno de nosotros debe vivir para llevar la noticia
a los barcos en cuanto pueda atravesar el valle. No hay prisa y podrás
recorrerlo en tres o cuatro días.
–¿Pero por qué yo? Eres mejor montañero…
–Estás casado –repuso Harker, cortante–. Sólo se necesita
uno de nosotros para empujar una de esas grandes planchas. Están casi listas
para caer por su propio peso. Tal vez no suceda nada, o quizá consiga salir de
aquí sin problemas, Pero es una tontería que los dos corramos ese riesgo, ¿no?
–Sí. Pero, Matt…
–Escucha, muchacho –la voz de Harker era extrañamente
amable–. Sé lo que hago. Dale recuerdos míos a Viki y al…
Se interrumpió con un brusco grito de dolor. Cuando bajó
la mirada, incrédulo, vio su cuerpo cubierto de una tentativa de llamas,
débiles, fluctuantes, que desaparecieron tras dejar sus rojas huellas.
A McLaren le sucedía lo mismo.
Se miraron mutuamente. Un terror ciego aferró a Harker
por la garganta. Otra vez telequinesis. El pueblo-flor volvía su propia arma
contra ellos. Habían visto el fuego, y lo que hacía, y copiaban el proceso en
sus mentes, concentrando, todos juntos, la fuerza mental de la colonia sobre
los dos hombres. Harker pudo comprender incluso por qué se centraban en la
piel. Habían captado el pensamiento de las quemaduras solares y lo aplicaban
literalmente.
Fuego. Combustión espontánea. Una reacción simple y
fácil, si sabías el truco. Había algo sobre un matojo ardiendo…
El ataque regresó, más fuerte esta vez. El pueblo-flor
empezaba a saber utilizarlo. Dolía. ¡Oh, Dios, cómo dolía! Las vendas y el
taparrabos empezaron a chamuscarse.
“¿Qué hacer? –pensó Harker– ¡Rápido, dime qué he de
hacer…!”
El pueblo-flor se concentra en nosotros a través de
nuestras mentes, de nuestras mentes conscientes. Tal vez no puedan llegar al
subconsciente con tanta facilidad, porque los pensamientos no son dirigidos,
son imágenes, símbolos, cosas vagas. Tal vez si Rory no pudiera pensar
conscientemente no lograrían encontrarlo…
Otra llamarada de ardiente y agonizante dolor. En un
minuto la dominarían. Podrían continuar.
Sin una advertencia, Harker golpeó duramente a McLaren en
la mandíbula y le arrastró hasta un lugar donde la roca era firme. Lo hizo todo
con sorprendente fuerza y velocidad. No había necesidad de que él se salvara.
No iba a ser necesario mucho más tiempo.
Se alejó unos treinta metros, y observó a McLaren. Un
tercer ataque lo asaltó, mareándolo y deslumbrándolo de forma que estuvo a
punto de caer. Rory McLaren no fue tocado.
Harker sonrió. Volteó y corrió hacia el lugar podrido de
los acantilados. Una parte de su pensamiento consciente estaba tan fuertemente
formada que su cuerpo lo obedeció de forma automática, sin detenerse ni
siquiera cuando las llamas volvieron a aparecer una y otra vez sobre su piel,
cada vez brillaban más, crecían, se reforzaban a sí mismas a medida que las
energías-pensamiento del pueblo de Aciano se unían. Derribó una gigantesca
piedra tambaleante, y la conmoción hizo caer a otra. Harker se dirigió a una
tercera, apoyada sobre un lecho deslizante de guijarros, y empujó con todas sus
fuerzas. La roca cayó también, retumbando.
Y Harker con ella.
El universo se disolvió en un caos rugiente y
temblequeante tras un brillante velo de llamas y el olor a carne quemada. Pero,
para entonces, sólo había una cosa para Harker, la segunda parte de su mente
consciente, resuelta y aún más fuerte que la primera.
La imagen que se llevó consigo a la muerte era una alta
montaña con la cima cubierta de nieve, destellando al sol.
Era de noche. Rory McLaren yacía tendido en un recodo, sobre el valle que
se extendía bajo él, perdido en sombras índigo. Pero había un nuevo sonido… el correr
del agua furiosa y rápida.
Había nueva vida en el valle. Recorría la cresta de las
aguas, oro ardiente en la noche azul, gigantes brillantes que regresaban,
cargados de venganza, a su lugar de origen. Grandes parches de ardiente
fosforescencia salpicaban el agua: los sabuesos-flor, libres para ir de caza.
Y, entre ellos, rodando y saltando en su juego mortífero, los nadadores
jóvenes.
McLaren los observó cazar al pueblo del bosque. Los
observó durante toda la noche, temblando, mientras los titanes dorados se
resarcían por los siglos que habían vivido en la obscuridad. Al amanecer, todo
había terminado. Y, entonces, a lo largo del día, vio morir a los nadadores.
El río, vuelto sobre sí mismo, los arrancó de las cuevas.
La fuerte y brillante luz los golpeó. Al principio, ellos se volvieron a
saludarla con patética alegría. Después se dieron cuenta…
McLaren se volvió. Esperó, descansando, hasta que, como
Harker había predicho, el bloque fue arrastrado por la corriente y el agua
volvió a fluir otra vez con normalidad. El valle se estaba secando cuando él
encontró el paso. Contempló las montañas y respiró el dulce viento; entonces,
sintió gran vergüenza y humildad por encontrarse allí para poder hacerlo.
Volteó hacia las cuevas donde Sim había muerto, y a los
acantilados donde éstos habían enterrado los restos de Harker. Le pareció que
debería decir algo pero no se le ocurrió ninguna palabra, sólo que notaba el
pecho tan henchido que apenas podía respirar. Volteó en silencio hacia el paso
rocoso, hacia el mar de los Ópalos de la Mañana y los tres mil ochocientos
vagabundos que habían encontrado un hogar.
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