Enrique Lázaro
Aquella
noche Atónitus tuvo una larga y profusa intuición. Supo que estaba soñando porque
ningún detalle se le escapaba, ningún matiz le era ajeno, cualquier faceta se mostraba
singularmente útil y necesaria. También, porque podía moverse con facilidad y sus
extremidades obedecían pasmosa y rápidamente los signos de su cerebro: Atónitus
el Descompensado supo que debía ser forzosamente un sueño, porque su cuerpo y su
deseo formaban un todo compacto, coordinado, sin señales de la vieja y torturante
descompensación fruto de una antigua batalla y una amarga reflexión de cinco lustros.
Fue entonces cuando soñó por primera vez a Lluevemuertos.
Más exactamente: soñó un narrador. El tiempo de los
narradores era ya lejano, remoto en el pasado y en el futuro. Desde Timustimus el
Maquinócrata, o quizá desde antes, los cuentos y las historias languidecieron para
desaparecer finalmente en el caos de un presente eterno: apenas subsistían algunos
nombres mágicos de antiguos filósofos o cuentistas, quizá de grandes epopeyas o
recuerdos líricos y vanos, reducidos a sílabas y fonemas sin sentido ni contenido,
tenazmente afianzadas en la memoria colectiva y fósil, cambiante sin embargo. Era
pues el tiempo de su gloria, la única gloria posible para pensadores y alucinados
que insistieron en dejar huella perenne: transformados en sustantivos eventuales,
habían alcanzado la incomunicación máxima, la máxima inexpresión e incomprensión.
Sus nombres o los nombres de sus obras daban forma a exclamaciones, a tópicos, a
calles y objetos, a angustias sin posible definición en la realidad y el ahora persistente.
Su gloria era el olvido total, la soledad inexpresiva, la atemporalidad sin referencias:
por ella lucharon, se explicaron y comprendieron lo incomprensible; por ella inventaron
el universo. Por eso el tiempo de los narradores era siempre un tiempo remoto, acabado.
Por eso ya no había narradores.
Y sin embargo Atónitus lo soñó. Y el narrador le hablaba
de Lluevemuertos, la ciudad cuya naturaleza metafórica sólo alcanza su plenitud
en el dorso de los razonamientos, transformada en alegoría de sí misma. Su historia
nada tiene que ver con la vigilia; merece ser escuchada: cierta e inconcreta, su
devenir discurre paralelo entre la estadística y el azar, porque no hay cosas más
imposibles que otras, decía, ni un pasado más pasado, ni un futuro más remoto. Puede
estar o no estar, pero nada de ello le obliga necesariamente a ser. La estadística
no miente y el azar jamás puede equivocarse por su mediación, insignes tratadistas
y geógrafos demostraron sin lugar a dudas la inevitable existencia de Lluevemuertos,
y Agag el aventurero la exploró de lado a lado. Aún perduran carteles indicadores
en algunos caminos y construcciones en los puestos limítrofes, pese a que sus límites
sólo son conocidos por aquellos que los traspasaron sin retorno. Más aún: Lluevemuertos
se expande. Se ignora hacia dónde, se desconocen los motivos si los hay y las leyes
físicas o químicas que lo regulan, pero nadie puede ya ignorar su constante e imperceptible
expansión. Sin embargo, el propio nombre de la ciudad denota a las claras que no
se trata de una formación natural, sino de algo artificioso y provocado, algo con
un objeto o, por lo menos, con un proyecto de objeto, de finalidad. Alguien debió
concebirla y alguien le dio un nombre cuyos múltiples posibles significados le privan
de todo significado posible: de ese alguien y de su proyecto no habló el narrador.
Lo ignoraba, o tal vez formase parte él mismo del objetivo y del nombre.
‒Si alguna vez vienes a Lluevemuertos, búscame.
Atónitus se sumió completamente en
el sueño, se corporeizó en él, se disolvió en él. Soñó al narrador durante incontables
días y eternas noches, y cuando despertaba agotado para descansar, seguía pensándolo.
No se olvida fácilmente Lluevemuertos.
‒Llegarás más pronto avanzando en dirección siempre
tangencial. Luego ven a verme ‒decía el narrador.
Le llamaban “el Descompensado” porque entre sus componentes
no existía la menor similitud ni la menor coordinación. Su intención y su acción
divergían penosamente. No sólo su cuerpo era ajeno a su voluntad, lo cual sería
al fin bastante común, sino que lo era también a cualquier voluntad, a cualquier
orden imaginable. Un día, en plena batalla de los tres mil años, precisamente en
el momento en que se aprestaba a defender su posición contra diez enemigos armados
fuertemente con Disuasores, especie de engendros psicomecánicos operantes según
el principio de la disuasión de masas, sus resortes Ánimo-motrices se aflojaron
súbita y lastimosamente, dejándolo completamente expuesto al ataque. Un considerable
chorro de disuasión gaseosa se abatió sobre él, convenciéndole por medio de un bombardeo
de realidades concentradas a alta frecuencia de la inútil estupidez de su destino
y su combate. Dado por muerto, toda vez que la magnitud de la descarga era necesariamente
mortal por anulación completa de cualquier intención o motivo de vivir, fue abandonado
en el campo de batalla durante largas noches. Recogido posteriormente por un cadaverador
de su propio bando, que hacía el recuento de pérdidas con vistas a la estadística
del frente y posterior uso como arma para minar la moral del adversario, fue rápidamente
deportado a un hospital de campaña, donde permaneció cinco lustros reflexionando
amargamente sobre la descompensación y los hospitales de campaña. Y, aunque en un
principio se culpabilizó como es lógico al ataque sufrido y se pensó que tal era
la causa de la descompensación de Atónitus, más tarde se evidenció que ésta tuvo
que producirse forzosamente segundos antes, y que precisamente gracias a ella había
sobrevivido. Cosa no exenta de cierta lógica, ya que únicamente su total divergencia
interna, su fragmentarismo en lucha y su desordenada incoherencia permitían un leve
asidero a su vida sin motivo, a su mentalidad disuadida de todo. Y cuando Atónitus
salió al fin del hospital ‒hay que decir que sus cinco lustros de reflexión, lejos
de mejorarlo, lo habían descompensado aún más‒ se encontró casi absolutamente incapaz
de cualquier acto, ni siquiera de cualquier razonamiento que no llevase implícito
su propio razonamiento. Sus piernas avanzaban locamente en sentidos opuestos. Sus
brazos giraban no bien intentaba coger algo, y sólo el azar le permitía a veces
sentarse cuando estaba cansado o levantarse luego de un sueño agotador. Mas normalmente,
por simple matemática de posibilidades, sus intenciones, sus deseos y sus acciones
se desviaban insensatamente, se bifurcaban, se anulaban, se entrelazaban en un todo
inoperante y atormentador. No era sólo que sus múltiples facetas físicas, síquicas
o químicas actuaran independientemente y hasta antagónicamente; era, sobre todo,
que se obstinaban por existir todas a la vez, juntas y encerradas en la entidad
sin entidad de Atónitus.
‒Le aconsejo que se someta voluntariamente a la disuasión
‒dijo el doctor Cutcut poco antes de darle el alta definitiva‒; no le será difícil,
puesto que en realidad ya está disuadido. Créame, su vida en estas condiciones no
vale la pena.
‒Lo siento, pero estoy disuadido de todo eso. No creo
en ello. No vale la pena sólo porque la vida no valga la pena ‒Atónitus articulaba
con dificultad, intercalando numerosas matizaciones, puntualizaciones, espacios,
gestos, silencios, repeticiones que ora reafirmaban ora desmentían‒. No, lo siento,
pero tampoco veo motivos para eso.
Y sin embargo, una vez establecido en su casa y metido
dentro de un traje especial que le alimentaba y resolvía sus necesidades más perentorias
contra su aparente y confusa voluntad ‒sólo así sobreviven los descompensados‒,
Atónitus fue muy visitado. Sus consejos y sus discursos se hicieron famosos, así
como su personal manera de enfocar ‒de desenfocar, mejor‒ las cuestiones delicadas,
pues, según decía, sólo en el desenfoque puede estar la verdad, ya que no está en
parte alguna. Tenía respuestas para todo, y ningún inconveniente en contradecirse
sin cesar o, por el contrario, ser angustiosamente consecuente con la contradicción.
Cualquiera podía obtener lo que desease con sólo escuchar atentamente, y todos se
iban convencidos de lo acertado de sus suposiciones, puesto que, evidentemente,
cualquier suposición es suponible y Atónitus lo suponía todo. La única diferencia
estribaba en que cuando ellos se marchaban aferrados a su vaporosa y escurridiza
opinión, él continuaba opinando también todo lo demás, incapaz totalmente de elegir.
Por otra parte, es bien sabido que toda acción, resolución o pensamiento se basa
en la teoría de las compensaciones, también llamada del mal menor. A Atónitus nada
le compensaba, era incapaz de hallar males menores ni de reconfortarse con opciones
consoladoras: era demasiado inteligente para eso. Y por eso también estaba descompensado,
incluso en el plano puramente somático, lleno de gestos espasmódicos no sujetos
a la usual compensación acción-reacción. Pero nada de ello importaba lo más mínimo
a sus muchos visitantes, que pasaban por alto cuanto no fuera lograr la opinión
o consejo que confirmase la suya propia, dado que nadie encuentra sino lo que está
buscando. Ni tampoco importaba al propio Atónitus, que no buscaba nada en concreto,
y que estando como estaba disuadido, sabía perfectamente que tal era su única esperanza
de vida, su motivo.
‒Cuando llegues al cruce del río Amm con el camino de
la espiral principal, verás un cartel que dice: “DESVIACIÓN A LLUEVEMUERTOS. CONTINÚE
TODO DESVIADO”. Sigue, y yo saldré a tu encuentro ‒decía el narrador.
De manera que Atónitus decidió ir a Lluevemuertos. Había
soñado ya tantas historias sobre la fabulosa ciudad, que la resolución se formó
sola, sin el menor impulso consciente por su parte. Presumía que era un sueño, no
sólo por la extraordinaria claridad de los detalles, tan diferente de la bruma y
evanescencia que formaba habitualmente su campo de visión, sino sobre todo porque
no se notaba trazas de descompensación alguna; funcionaba perfecta y coherentemente,
dueño absoluto de sus multiplicidades, facetas, antagonismos y bifurcaciones. Podía
desplazarse sin trajes especiales tipo nodriza, fabricados para toda la gama de
minusvalidez posible, incluida la del exceso de inteligencia: por todo eso y porque
hacía tanto que no existían los narradores, sabía que era un sueño.
Sin embargo, no dormía cuando emprendió el camino a
Lluevemuertos.
Además, tenía aún otro motivo. El narrador le había
hablado del juego del diveredro, y su curiosidad estaba excitada: sólo en Lluevemuertos,
decía, se juega a tal juego, pues sólo allí existen diveredros, especie de poliedros
de múltiples caras divergentes que no convergen ninguna en otra ni, por tanto, en
parte alguna, siendo a su vez cada cara un divertípedo, suerte de paralelepípedo
de lados no paralelos formado del mismo modo por rectas que se huyen y se tuercen.
De modo que Atónitus llenó su bolsa y partió.
Pensaba en lo que le había decidido finalmente, cuando
el narrador le contó el fin último y el propósito del juego.
Porque el juego del diveredro, jugado únicamente en
Lluevemuertos, consistía básicamente en destruir por completo al adversario.
Y, según los virtuosos, nunca se sabía exactamente cuándo
había empezado ni, mucho menos, cuándo una partida estaba definitivamente concluida.
El camino de la espiral principal era recto. Tormentoso
a menudo, gris casi siempre, sujeto a todas las fluctuaciones y alteraciones del
mundo. Accidentado, quebradizo, de naturaleza onírica en algunos tramos y duramente
sólido en otros, cruzaba casi todos los lugares conocidos a lo largo de su ramificado
trayecto y, según se decía, bastantes de los desconocidos. Con la pretensión de
alcanzar todos los sitos, podía transformarse ‒y de hecho lo hacía‒ en trampa mortal,
no alcanzando ninguno. Su forma espiral, de donde le venía el nombre, es una pura
especulación matemática debida al genio relativista y tergiversador del gran metafísico
y compositor Erculcul, que definió la recta como una espiral cortada en dos puntos
próximos y le dedicó más tarde una sinfonía para dedo solo llamada “Cementerio a
rayas”, largamente celebrada. Y dado que por imperativos de la configuración del
universo, así como del sentido de la vista, todas las rectas se aprecian cortadas,
se generalizó la nominación de espiral truncada para todas ellas, y el antiguo camino
de la Gran Diagonal pasó a llamarse Espiral Principal. Pero nada de todo esto afecta
a la historia, puesto que casi nadie utilizaba ya ese camino. Ni ningún otro, toda
vez que casi nadie usaba ya los caminos: resultaba mucho más cómodo desplazarse
campo a través o bien no desplazarse, y tanto para una cosa como para otra existían
ingenios y artilugios más que suficientes. Desde los zancos de agrimensor que además
de trasladar al interesado por medio de ingeniosas poleas adosadas a los dedos de
manos y pies le cantaban canciones de cuna, hasta el mismo Desnaturalizador que
permitía a cualquiera quedarse en casa sin riesgo de concebir idea alguna o ver
jamás a nadie, todas las necesidades y contranecesidades más perentorias ‒o sea,
todas‒ estaban satisfechas desde los tiempos de Timustimus el Maquinócrata. Por
lo demás, ningún sentido tenía seguir caminos que habían demostrado sobradamente
no ir a ninguna parte, trazados seguramente con la vana pretensión de que dichos
lugares inexistentes existieran. Atónitus, que no tenía nada que oponer a estas
consideraciones, pero tampoco a cualquier otra consideración, tomó la espiral principal
y se fue a Lluevemuertos.
Estaba muy extraño.
Su extrañeza no era su extrañeza habitual, nacía precisamente
del singular hecho de no estar extrañado. Sin su traje especial y sin su absoluta
polivalencia descompensada, andaba firmemente y se desplazaba hacia un sitio. Tal
seguridad le llenaba de extrañeza. Se preguntó si seguía soñando que iba al encuentro
del narrador o si por el contrario el narrador soñado le había dado de algún modo
las claves para encontrarlo. Decidió que no tenía importancia, puesto que tampoco
aquella recta era una recta ni aquel camino iba a ningún sitio. Asió fuertemente
la bolsa y siguió avanzando. A los pocos días, en un lugar nebuloso donde el camino
no semejaba desaparecer subdivido en múltiples y contradictorias desviaciones, encontró
el primer cartel. Creyó que había alcanzado el punto de cita, pero pronto se desengañó
ante la visible inexistencia del río Amm, que no sólo no pasaba por allí, sino que
la naturaleza desértica y opaca del paisaje expresaba a las claras cómo jamás pudo
haber río alguno. Acercándose, confirmó sus sospechas: “LLUEVEMUERTOS, LA CIUDAD
QUE SE EVAPORA”. Y un poco más abajo: “VENGA Y LLUÉVASE”. El cartel era muy antiguo
y, fijándose bien, se podía notar algo turbador e incongruente por debajo de los
milenios acumulados: pese a encontrarse en el cruce de múltiples ramales, no señalaba
ninguno. Atónitus se sentó y esperó. No pasó nadie. De manera que optó por desviarse,
puesto que al fin y al cabo todos los ramales se unían más pronto o más tarde con
el principal.
Siguió desviándose por espacio de cuatro años.
Evidentemente, todos volvían a la espiral principal
más pronto o más tarde, pero quizá algunos demasiado tarde. Quizá, sobre todo, no
había forma de saber cuándo se estaba en la principal y cuándo no; puesto que, además,
existen puntos en toda espiral que, pese a estar muy juntos, se encuentran extraordinariamente
alejados en el espacio y en el tiempo por pertenecer a un plano de curva distinto.
Añadiendo a ello las derivaciones y desviaciones, Atónitus llegó a la conclusión
de que el problema era irresoluble. Desde entonces, dejó de preocuparse e incluso
de leer los carteles. Había visto ya muchos y casi todos parecían haber referencia
a la extraña ubicuidad de Lluevemuertos, pues si bien uno solo no indicaba nada
‒más bien desindicaba‒, todos juntos alcanzaban a crear una insólita sensación de
presencia, de realidad envolvente, ya que se desviase Atónitus por donde se desviase,
siempre encontraba otro cartel que decía: “A LLUEVEMUERTOS. CONTINÚE Y LLEGARÁ”.
De manera que continuaba.
Ni siquiera se acordaba del río Amm.
Tampoco había vuelto a soñar al narrador, ni estaba
seguro de haberlo soñado alguna vez. Sólo una cosa recordaba: se sentía bien, compensado.
Con horror y alivio memorizaba sus días antes de la partida, su descompensación
y sus cinco lustros en un hospital de campaña. Su motivo ahora se llamaba diveredro.
Sin cesar su camino, recordaba cuánto le había explicado el narrador del juego.
Reconstruía mentalmente gigantescas partidas contra imaginarios rivales a los que
siempre destruía, merced probablemente a la gran cantidad de trampas que casi inconscientemente
deslizaba. El juego le distraía y le daba motivos para defenderse de la vieja disuasión
y el largo camino a Lluevemuertos. Recordaba también cuanto había leído sobre la
ciudad antes de la partida: la documentación era amplia y exhaustiva, y Atónitus
estaba seguro de que no formaba parte de su sueño, pues aún se acordaba de las dificultades
pasadas para fijar en ella su atención y clavar en las páginas sus ojos desviados
y descompensados.
Reflexionando sobre “Lluevemuertos y los ocasos fluidos”,
del eximio historiador y geógrafo Difusus de la Fundación Paleocontemporánea, Atónitus
empezó a vislumbrar una desazonadora realidad. Sostenía Difusus ‒y con él una larga
serie de pensadores de lo que luego se llamaría Movimiento para la Disgregación
o MOPALDIS‒ que el mundo no es más que un conjunto dispar y caótico de restos, los
restos del naufragio como gustaba de llamarlo en sus momentos líricos, procedentes
de la antigua desintegración y expansión de Lluevemuertos, ciudad mítica que abarcaba
todo y se subdividía en cuantas partes grandes o pequeñas fuera posible imaginar.
Encrucijada y enclave de civilizaciones, fue invadida y colonizada tanto desde el
exterior ‒cuando aún quedaba‒ como desde el interior, tipo éste de invasión de los
más peligrosos y destructores. Durante milenios, resistió mientras aún había por
donde expandirse y, más tarde, hasta por donde no había. Incapaz de dar cabida a
su propia tensión interna, tanto la puramente física como la psicopatológica que
constantemente la oprimía contra sus propios límites, y no existiendo forma alguna
de traspasar éstos, sus habitantes ensayaron cuantos sistemas de expansión permitía
la ciencia. A tal objeto, el mayor de los éxitos correspondió sin duda a Homihomi,
antiguo celador de prisiones y sagaz físico, que ideó y ejecutó fríamente un sistema
de evaporación de personas y cosas sumamente práctico, resistiendo como buen científico
las presiones de tipo sentimental en su contra. Precisamente de ahí venía, según
el gran arqueólogo Dudax, el nombre de Lluevemuertos con que se conoció a la ciudad,
toda vez que una parte cada vez más amplia de ella se veía obligada a permanecer
en estado gaseoso, lloviendo y condensándose cuanto las condiciones lo permitían,
ante el pasmo y el desagrado de los aún sólidos que debían subir sobre sus cabezas
o paraguas reforzados las inesperadas lluvias de muertos. Y quizá sea también eso
lo que explica, citando al astrólogo y ocultista Ooso en su obra póstuma “Llueve,
Lluevemuertos”, el gran auge que alcanzaron las ciencias meteorológicas y de adivinación
del tiempo, dada la necesidad de prevenir chubascos y, sobre todo, las tormentas
que asolaban la ciudad de cadáveres. Naturalmente, tales sucesos no formaban parte
del plan ni intenciones del gran científico Homihomi, pero puesto que nunca fue
resuelto satisfactoriamente el problema del cambio de estado, se consideró accidental
y despreciable que lo llovido no fuese exactamente lo evaporado, sino sólo su envoltura
o aspecto externo; de tal manera que en los últimos siglos de la ciudad, ésta amanecía
cubierta de cadáveres ligeramente incompletos o deformados, envolviendo a modo rocío
y tapizando calles, jardines y azoteas, introduciéndose incluso y goteando por las
goteras de los tejados: como afirmaba el propio Homihomi, es iluso suponer que la
ciencia avance sin accidentes. Forzoso es pensar sin embargo que la vida no debía
ser fácil, y que más pronto o más tarde la ciudad acabaría degenerando y desintegrándose
totalmente en vapor del vapor y sucesivos muertos evaporados y llovidos sucesivas
e incontables veces. Atónitus, en sus reflexiones y recuerdos, llegó a la conclusión
de que tan desazonador suceso ya había sucedido y que, por tanto, se encontraba
plenamente inmerso en Lluevemuertos, en sus restos aún en expansión, razón por la
cual el camino no le llevaba a ningún sitio. Y atribuyó a la pertinaz sequía el
que aún no le hubiese llovido cadáver alguno, sin bien en este caso existía la posibilidad
de que el mecanismo estuviera definitivamente agotado por falta de materia prima
o por la simple acción del tiempo: de cualquier forma, estaba en Lluevemuertos.
Sin embargo, había soñado un narrador y el narrador
hablaba en presente y le esperaba.
Por eso, para distraerse de la duda y ambigua realidad,
Atónitus jugaba al diveredro.
Se sentía bien, compensado. Y una noche, acostado en
el interior de una pequeña construcción de las que abundaron en los límites de la
ciudad y ahora, sin nada que limitar o defender, aparecían como simples abstracciones
en un paisaje ferozmente inconcreto, Atónitus volvió a soñar al narrador.
El narrador, como antiguamente, le hablaba. Pero no
como antiguamente.
‒Veo que al fin has llegado ‒dijo‒. Te aguardé mucho
tiempo, no es aquí donde quedamos.
Atónitus se frotó los ojos y le miró.
‒No. Creo que me perdí, esto es un laberinto ‒el narrador
le contemplaba con ironía, y no pudo menos que sentirse algo incómodo‒. Me alegro
de encontrarte, aunque seas un sueño.
‒Así pues, crees que soy un sueño.
Atónitus, que como todos los genios era muy poco ingenioso
y nada ocurrente, no supo qué contestar. De modo que no contestó. El narrador, por
su parte, seguía mirándolo irónicamente, compasivamente. Pareció dispuesto a decir
algo y cambió de opinión en el último momento.
‒Si te parece, puedo contarte una historia ‒titubeó‒,
si es que tienes tiempo.
Tenía mucho tiempo. Demasiado, en realidad, puesto que
estaba soñando. Se recostó contra la pared y se relajó.
‒Te escucho.
‒Bien, no será demasiado larga, también yo tengo cosas
que hacer. Te ruego sin embargo que procures no interrumpirme, pues es algo complicada:
trata de una ciudad inexistente, un juego cruel y dos seres que se odian. Cuando
acabe podrás preguntar lo que desees, si aún deseas algo. Escucha bien.
‒Te advierto que sé todo eso. Sé que Lluevemuertos no
existe, sino sólo su expansión, sus caminos, sus límites que no limitan nada y los
carteles anunciadores. Si pretendes…
Pero el narrador, ya sin compasión alguna, le cortó
con un gesto terminante.
‒No, no sabes nada.
Luego siguió hablando:
‒En un mundo cuyo nombre no hace al caso pues bien podría
ser cualquiera, dos sabios teóricos y expertos en metafísica mantenían una interminable
discusión sobre los fines y los medios, sobre lo permanente y lo circunstancial.
Uno se llamaba Atat y el otro Nonono. Escribieron incontables obras, se zahirieron
pública y privadamente, se acusaron de distorsionadores, ambiguos y falsarios, se
lanzaron a modo de ariete sus respectivos seguidores y, en suma, llegaron a crear
el mayor de los caos en el pensamiento científico del momento. Pufuf, delegado para
asuntos vagos de Su Extraordinaria Majestad Timustimus IX, descendiente de aquel
gran Timustimus el Maquinócrata, se vio finalmente obligado a llamarlos al orden,
ya que la notoria influencia que ambos ejercían sobre el proceso cultural aconsejaba
que se pusieran de acuerdo siquiera en lo accesorio, a riesgo de dividir la opinión
pública y dejarla flotando estúpidamente en una inhóspita tierra de nadie. Atat
dijo que no existía inconveniente por su parte, siempre y cuando Nonono se retractara
de su afirmación de que las circunstancias no existen y los medios tampoco, puesto
que todo es permanente y fin en sí mismo hasta el momento de su destrucción. A lo
que Nonono replicó que jamás se retractaría de ello, porque tal frase era asimismo
incuestionable y permanente; pero que estaría dispuesto a hacer concesiones en los
aspectos circunstanciales de su teoría, siempre y cuando Atat no insistiera en considerar
que nada es sino su propio camino hacia algo, y que toda existencia se basa en el
capricho circunstancial. Atat se negó terminantemente acusándolo de incoherente
con su propio proceso, y Nonono se retiró tras afirmar que con semejante espíritu
evanescente no existía posibilidad alguna de razonar.
“Timustimus IX, por su parte, cansado de escuchar protestas
y recibir anónimos amenazadores en un momento en que la guerra de los tres mil años
le ocupaba todo su tiempo, expulsó a ambos de todos sus cargos, los inhabilitó para
cualquier ejercicio profesional, y les prohibió bajo pena de muerte emitir opiniones
o dejarse ver en los círculos intelectuales de matemáticos, sofistas, físicos y
demás pensadores. Sus obras fueron quemadas y toda referencia suya en tratados científicos
o históricos borrada. Ambos se encontraron en la mayor inexistencia teórica, paso
previo como sabes para la inexistencia total.
“Se encaminaron al destierro de cualquier tierra. Cada
uno llevaba bajo el brazo su explicación completa del mundo, y con ella recorrieron
espejismos y tabernas, durmieron en zanjas, pasaron hambre y frío. Inevitablemente,
un día se encontraron.
“Ya sabes lo que es el juego del diveredro, pero te
lo recordaré. Se trata de un juego antiquísimo, cuyo único propósito es destruir
totalmente al adversario. Casi todos lo juegan, pero sólo los grandes cerebros pueden
comprenderlo y saborearlo. Y sólo cuando los jugadores se odian profundamente el
juego se desarrolla en toda su complejidad y posibilidades. Atat y Nonono eran grandes
cerebros y se odiaban profundamente. El diveredro propiamente dicho, o sea, el tablero
o campo de juego, es una especulación matematicogeométrica concebida para encerrar
al contrario, puesto que se trata de un poliedro cuyas caras divergen y no se cortan
en ningún sitio, acota un espacio geométrico de naturaleza atemporal, irreproducible,
incapaz de simetría por ser su propio simétrico; ni dextrógiro ni levógiro. Supongo
que recuerdas: el interior es asimismo divergente y su exterior tronchado y discontinuo,
quebrado en todos sus puntos. Siendo abierto, no se puede entrar; desde dentro,
no se puede salir, pues cada dirección diverge en varias contradirecciones. Se le
podría llamar laberinto si no fuera en exceso simplificador. Y el objetivo del juego
es encerrar allí dentro al oponente para lograr su total aniquilación, su retorno
imposible. La regla, la única regla, hacerlo con los propios materiales del enemigo,
pues caso contrario el diveredro no sería creíble para él. En fin, ya lo sabes.
El narrador hizo una pausa y observó a Atónitus, visiblemente
interesado y algo pálido, nervioso. Continuó:
‒Cuando Atat y Nonono se encontraron, resolvieron, sin
mirarse ni comunicárselo, jugar su partida. Su odio permitía suponerlo. Y en realidad,
ya hacía mucho tiempo que ambos se preparaban secretamente para ello: ninguno llegó
a saber con certeza si el otro jugaba ‒tal detalle es innecesario, recuerda, incluso
impropio de grandes jugadores‒, pero no ignoraban que sería una partida definitiva.
“Atat se basó en el desprecio de Nonono por los medios
y las circunstancias que modifican las situaciones. El diveredro que le construyó
estaba formado por una ciudad inexistente, una vasta bibliografía que él mismo escribió
y la necesidad de Nonono de convertir algo de razón en esperanza, puesto que en
su creencia de que todo era un fin en sí mismo, carecía de estímulo para la propia
vida.
“Nonono, en cambio, fabricó para Atat un diveredro multiforme,
apoyado en su transitoriedad y circunstancialidad; en su deseo de vencer y en la
inercia, para tratar de encerrarlo entre la esquizofrenia múltiple descompensadora
y la aridez completa de su existencia.
“Ambos, a su modo, triunfaron.
“Atat creó una teoría, un universo, una biblioteca iniciada
con un inexistente historiador llamado Difusus y terminada con las exploraciones
del valiente aventurero Agag. Inventó una hipótesis y le dio vida, aunque fuera
una vida alegórica, llamándola Lluevemuertos. Creó un vacío que nada excepto la
mítica ciudad podía llenar, probando así su existencia por medio de la matemática
y el azar, combinados con la estadística. Evidenció que sólo eso era capaz de explicar,
por reducción al absurdo de su contrario, el caos actual del universo, transformándolo
en la resultante lógica de la expansión incontrolada de Lluevemuertos, de la que
todo lo demás no eran sino sus restos, los restos del naufragio. Nonono, sin darse
cuenta e ignorante de la maniobra, cayó en ella, lo creyó. Estudió, leyó, investigó
la amplia documentación suministrada por Atat y comprobó la existencia de caminos,
puestos y señales, tal como el explorador Agag había contado en “Muerte en Lluevemuertos”.
Pronto se vio atrapado por la primera cara del diveredro. Su propia necesidad de
confirmación, de comprobar su teoría corporeizada en algo palpable, hizo el resto
y puso las otras caras. Lluevemuertos era todo, no un paso hacia nada. Sus habitantes,
al evaporarse, llovían y transformaban, pero ya no eran ellos, ya estaban muertos.
Su expansión no generaba nada, excepto la expansión y el caos: el mundo se explicaba
por una serie de destrucciones constantes, sin objetivo ni fin, pues eran su propio
fin. Y las circunstancias eran indiferentes.
“Nonono, atrapado en la invención de Atat, buscó Lluevemuertos,
la prueba de su pensamiento y su existencia.
“Jamás regresó: su vida se disolvió en la alegoría,
en la metáfora, en el dorso de los razonamientos. Alcanzó Lluevemuertos, y Lluevemuertos
no existía. Nunca salió de su diveredro personal, del sueño de Atat.
“Pero mientras, quizá simultáneamente, Atat caía en
el suyo. Para ello, Nonono se valió del propio impulso del adversario, como gran
jugador que era. Aprovechó la circunstancialidad y fragmentarismo de Atat para introducirse
en sus defensas y acrecentar su sentido de la irrealidad mediante sugestión onírica.
Le creó un cuerpo nuevo y una psiquis nueva, a base únicamente de exagerar sus características.
Cuando la exageración condujo lógicamente a una incoordinación y descompensación,
el propio Atat se vio obligado a refugiarse en su creación, en su obsesión por vencer,
en el sueño. Él solo fabricó las caras de su diveredro: inventó una herida de guerra,
un chorro de disuasión y un hospital de campaña para justificarse ante sí mismo
y pasar de la vida sin motivos ‒simple camino hacia algo‒ a cualquier cosa vivible.
Totalmente encerrado, empezó a soñar”.
El narrador, con una mueca maligna y un suspiro, se
levantó, miró hacia el exterior de la construcción que no limitaba nada y guardó
silencio. Atónitus, finalmente, lo rompió.
‒No entiendo muy bien, pero en todo caso yo tenía razón:
Lluevemuertos no existe y a ti te estoy soñando.
‒De modo que no recuerdas nada.
‒Recuerdo perfectamente que eres un fantasma ‒insistió
Atónitus.
El narrador se volvió para mirarlo plenamente. Habló
muy despacio.
‒Sí, pero te olvidas de algo, Atat: ahora me toca jugar
a mí.
Atónitus, lívido de comprensión, se incorporó de golpe.
‒No soy Atat, soy Atónitus.
‒También, también… ‒ahora sonreía‒ es tu nuevo nombre.
¿De verdad no me recuerdas? Yo te traje aquí, te hice venir a tu propia invención.
Jugué todo el tiempo a la contra, pues supe que la olvidarías para defenderte de
ella, para no caer en ella. Me construiste un buen diveredro, Atat, tan bueno que
en él cabes tú también. Ahora he ganado; te llamé desde tu sueño, desde el sueño
al que me mandaste. Tú solo te has metido en él.
Atónitus, lentamente, ensayó sus últimas posibilidades.
Sabía que era inútil.
‒Puedo no soñarte. Puedo no volver a soñarte y jamás
existirás.
‒Sí ‒repuso Nonono‒, puedes hacerlo. Y, recuerda… nunca
tuve intención de prolongarme más allá del fin. Sabes que no creo en ello.
‒También puedo despertar. Todo es un sueño. Puedo despertar
en cualquier momento.
El narrador rio.
‒Despierta, Atat. Esa es precisamente mi última jugada
‒el narrador dio unos pasos y salió a la noche tormentosa y opaca‒. Adiós, Atat.
‒¡Un momento…! Espera ‒Atónitus sabía que sólo intentaba
retrasar la última evidencia‒. ¿Cómo dijiste que se llamaba aquel lugar donde ellos…
donde nosotros vivíamos?
El narrador volvió a reír. Se giró a medias.
‒No lo dije. Tampoco importa ya. Pero supón que se llamaba
Lluevemuertos.
Y Atat, pálido de horror, despertó.
El camino de la espiral principal, recto y sin fin,
se perdía en el horizonte. Cada cierto tiempo, incontables desviaciones y ramas
secundarias se torcían y se desviaban en todas direcciones. Frente a la construcción,
un cartel como tantos otros decía: A LLUEVEMUERTOS. SIGA TORCIENDO Y LLEGARÁ. Una
extraña bruma nebulosa y gris envolvía todo lo visible, los restos del naufragio,
de la expansión incesante de una extraordinaria ciudad muerta antes de existir.
No era, pero podía estar o no estar. Su dilatación es constante y nadie conoce sus
límites.
Atat el descompensado salió lentamente al camino. Sabía
por qué se había sentido bien allí, compensado: era su sitio, su sueño, su laberinto.
Había soñado la vieja y torturante descompensación, los cinco lustros en un hospital
de campaña, el chorro de disuasión. Nada real, todo para justificarse.
Empezó a caminar nuevamente: sólo el diveredro era cierto.
Siguió por caminos que habían demostrado sobradamente
no ir a ningún sitio, trazados con la pretensión de que dichos lugares inexistentes
existieran: estaba definitivamente atrapado. Una gota de algo viscoso le golpeó
la frente.
Empezaba a llover en Lluevemuertos.
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