Liliana V. Blum
Su madre solía llamarlo “querubín”,
darle besos en las rosadas y regordetas mejillas, y obsequiarlo con todo tipo de
dulces. Su padre le decía “pinche chamaco” y le brindaba fuertes insultos y bien
colocados zapes. Cuando esto sucedía, Juanito, aunque ya con once primaveras en
su haber, podía provocar en sí mismo una regresión y convertirse –por lo menos ante
los ojos de su progenitora– en un bebé de escasos meses, que lloraba desamparado.
La madre se convertía entonces en una loba herida y atacaba fieramente a su cónyuge.
El angelito sonreía para sus adentros, pero el llanto iba en aumento y su piel morena
se tornaba al color de las granadas. Aquella mañana, ése había sido precisamente
el caso. La señora dijo: “Ahora lo llevas al zoológico, Juan, por hacerlo llorar.
Míralo, pobre muñeco, ¿no te parte el alma verlo así? Ándale, además hace mucho
que no sales con él”. Cáscara de macho, corazón de palmito y mandilón, el hombre
tuvo que aceptar. En realidad, imaginar a su pareja empuñando una sartén, el cuerpo
enfundado en una bata con florecitas y la cabeza teñida y coronada de tubos azul
pastel, le resultaba tan aterradora, que sólo le quedó musitar un resignado sí-mi-vida-cómo-no-ahorita-mismo-lo-llevo.
El dulce pequeñuelo corría entre la gente –sus cabellos
negros y tiesos, diríase de su cabeza un cactus oscuro y sin flor–, ignorando al
padre que le gritaba “¡Espérate Juanito, más despacio, no te me vayas a perder!”.
El aludido no se detuvo hasta que tropezó con una mazorca roída y fue a caer de
bruces sobre un charco de color rosáceo. ¿Vómito o helado? El infante permaneció
boca abajo, incierto si debía llorar, reír o levantarse como si nada hubiera pasado.
No sentía ningún dolor, pero practicaba con tal entusiasmo la costumbre de entregarse
a las lágrimas por cualquier cosa, que se le antojaba extraño no hacerlo. Además,
su algodón de azúcar se había estropeado. Con trabajo, giró la cabeza para buscar
a su papá entre aquella multitud de pantorrillas desconocidas. Unos cincuenta metros
más allá lo vio venir, sus piernas largas y delgadas sosteniendo su cuerpo voluminoso,
como un mosquito que se hubiese atragantado con un garbanzo. La misma silueta se
adivinaba ya en el cuerpo del niño, como prueba irrefutable de la paternidad e hijalidad
respectiva.
Ándale, chamaco cabrón, por no hacerme caso: te lo
tienes bien merecido.
Al niño, eso le ayudó a decidir que, en efecto, sí
iba a llorar, pero recordó que su padre no se ablandaba con aquellas lágrimas reptilianas,
a diferencia de su mamacita santa. ¿Acaso no tenía corazón aquel hombre vil? Aun
así, valía la pena intentar el siempre mal ponderado recurso lacrimero. Don Juan
permaneció de pie junto al caído, incólume. Los dos vestían ropa deportiva y zapatos
casuales y era domingo. El padre de familia siguió con los ojos a una fémina de
minúscula falda, pero los sollozos del fruto de su amor aumentaban en forma exponencial,
quebrantando su estoico intento por ignorarlos. No le rompían el alma; los tímpanos,
sí. En ese momento, la imagen de su esposa con tubos y sartén regresó a su mente.
Decidió, pues, dar su brazo y su dignidad a torcer una vez más.
Juanelo, párate ya, al cabo que no te pasó nada. Vamos,
mijo, upa upa.
Por toda respuesta, su hijo emitió un agudo llanto
similar al de un mono capuchino azuzado con un racimo de plátanos. El padre se sintió
próximo a perder la paciencia; entonces, optó por intentar el soborno, el plan B
de todo buen padre.
Si te levantas, te compro un helado doble. Es más,
¿no quieres que te lleve a ver al oso polar, Juanito? Ya casi llegamos a donde están
los animales salvajes, falta poco, pero el oso no te puede ver así de chilletas,
así que cállate, ¿no?
El churumbel dejó de llorar al instante y se incorporó
sin dificultad. Sus ojos estaban más secos que las pezuñas de un camello. Puso los
adiposos bracitos en la cintura –la viva imagen de la jarrita animada de Kool Aid–
y dijo:
Pero mejor me compras una banana-split. ¿Por dónde
dices que está el osito?
“Los hombres son una broma de los dioses para mortificar
a los animales”, meditaba el oso polar, extendiendo su cuerpo sobre la plancha de
cemento pintada de un blanco azuláceo –una burda imitación de iceberg–, los ojos
a medio cerrar por la suave resolana. Boca abajo, con el trasero blanco respingado
como un pequeño volcán níveo, el animal intentaba descansar. Pretendía relegar de
sus finos oídos el barullo de los visitantes del zoológico, que se apiñonaban frente
a su jaula indolentes a su disconfort, pero todo era en vano. El comportamiento
de la gente le parecía más molesto que un enjambre de abejas enfurecidas, más difícil
de soportar que las tenazas de un ejército de cangrejos hambrientos, más intolerable
que una invasión de garrapatas en los lugares más inaccesibles y tiernos de su pálido
cuerpo, más… El tren de pensamiento del gran polar se detuvo de improviso, cuando
una piedrecilla golpeó su frente. Con la modorra del medio día, pero francamente
molesto, intentó fijar la vista en el monstruo de las mil cabezas para localizar
a su agresor. ¿No era suficiente soportar el calor, la mala alimentación y el cautiverio,
como para ahora sumarle la monserga de ser apedreado? Entre una gran variedad de
cuerpos, escuálidos unos, más rellenos otros, camisetas en todos los colores posibles,
rostros de bronce –algunos denotando más estupidez que otros–, y en sí entre un
gran bullicio y un terrible hedor a humanidad poco aséptica (el plantígrado en cuestión
era especialmente sensible en el olfato), pudo localizar al enemigo. Era un cachorro
humano, uno bastante feo por cierto, con un olor muy desagradable, como una especie
de mezcla de compota de frutas en descomposición, pescado rancio y manteca quemada.
El pequeño pendenciero festejaba con risas la hazaña de haberle atinado con la piedra.
El progenitor de su atacante –según juzgó el animal por la fealdad obligadamente
genética que compartían los dos– se acercó al crío y le susurró algo al oído, cosa
que provocó la sonrisa del mismo.
El oso polar, fingiendo indiferencia, se levantó con
pesadumbre de su sitio para beber agua fresca; después se dejó caer cerca de los
barrotes de la celda y permaneció sentado; la blancura de su pelaje en todo su esplendor
simulaba una nube hecha de cubitos de azúcar. Las grandes garras de sus patas se
escondían bajo el sedoso y albino pelaje. El cuadro era verdaderamente encantador.
Incluso, el animal podría haber sido el modelo para la campaña navideña de cierta
multinacional refresquera. Con inusual agilidad, Juanito trepó por la pequeña verja
sobre el seto que separaba a la multitud de la inmediatez de los barrotes y aterrizó
en el pequeño espacio junto al letrero que rezaba “Por su seguridad, prohibido cruzar”.
Ciudadano ejemplar, Don Juan se había alejado para buscar un bote de basura para
depositar los restos del helado, mientras que los vigilantes del zoológico bebían
refrescos en bolsa bajo la sombra de un tupido árbol, así que nadie reparó en el
chiquitín que con una ramita de eucalipto intentaba aguijonear al residente de aquel
cubículo enrejado.
Las cosas sucedieron con aquella insólita rapidez
en la que nadie puede hacer nada, pero que se recuerda nítidamente en cámara lenta:
con una sola garra el oso polar arrebató de su lugar al robusto prepúber que lo
picoteaba en las costillas y, ahora sí, con la ayuda de su otra pata y del hocico,
lo hizo pasar por entre los barrotes, hasta tenerlo junto a él. Desde luego, en
el proceso el infeliz querube perdió la vida, pues se entiende que por sus dimensiones
no pudo haber atravesado aquel augusto umbral en una sola pieza. Pero el álbeo animal
no se lo comió –lo suyo eran los pescados, aquella criatura de torvo olor le provocaba
náuseas–; sólo jugó a convertirlo en pequeños trozos de humano. El oso polar, ahora
semejante a un caramelo de menta por las manchas de sangre, tuvo tiempo de zambullirse
y tomar un revigorizante baño en el agua fría antes de que llegaran los guardias
y de que alguien llamara a la ambulancia. Pero era demasiado tarde: ni siquiera
la ropa quedó en condiciones de ser reciclada. Los fotógrafos de los diarios amarillistas,
sin embargo, se deleitaron con éxtasis ante lo sórdido de las imágenes.
Después de realizar los trámites de rigor, exhausto,
don Juan pudo marcharse por fin a su casa. En la puerta del zoológico se topó con
su mujer que, enterada por los noticieros de la televisión, llegaba frenética, aunque
no tenía muy claro qué hacer. Con el maquillaje corrido por las lágrimas y con la
ambivalencia de no saber si golpear o abrazar a su marido, le preguntó cómo había
sucedido.
Yo sólo le dije que ése era el osito de Coca-cola,
el que regala refrescos en el desfile de navidad. Creo que el niño tenía sed…
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