Rossi Vas
Por
la sabiduría de sus setenta años, él no la quería ver sufrir a causa de su
carácter de viejo gruñón, en el que se estaba convirtiendo. Decidió hablarle,
convencido de que aunque ahora se iba a sentir mal, la separación sería lo
mejor para ella.
Viola lo era todo para este viejo pintor que había
viajado mucho, teniendo entre sus brazos a centenares de mujeres. Sin embargo,
la felicidad de su amada era la inspiración que el peculiar artista necesitaba
para afrontar la soledad. Su aislamiento en esa montaña después de toda una
vida dedicada al arte, era cuestión de una elección, y de hecho, la última que
tenía sentido. Vencido poco a poco por el Parkinson, él dejó de darle
importancia a las cosas que no estuvieran a su alcance, incluso la pintura. Demacrado
y perdiendo memoria, tomó la decisión de dejarle a su querida la libertad para
que se fuera a tiempo. “Eres todavía muy joven, puedes rehacer tu vida”, le
dijo en el día de su cuadragésimo aniversario. Para nada en el mundo quería que
ella lo viera indefenso frente a la enfermedad, que, tarde o temprano, le iba a
derrotar.
Deseaba sólo una cosa en su corazón romántico:
pintar su último cuadro en honor a este amor, al que se veía obligado a ponerle
fin. Sabía que Viola lo iba a interpretar como algo muy especial y dibujado por
sus manos temblorosas, y esto le dio fuerzas, aunque también le entristeció.
Necesitaba explicarle su motivación antes de que fuera tarde. No obstante,
dudaba qué cuadro exactamente tendría mayor valor sentimental…
Un día, mientras ella estaba de viaje, él se sentó
en el porche de su casa con la intención de escribirle una carta de amor. Su
envejecida mano que había pintado a tantas mujeres bellas, ahora temblaba de
afecto. Hacía tiempo que le quería pedir perdón por las noches pasadas en los
lechos de otras, mientras ella viajaba haciendo sus documentales, pero no
encontraba las palabras. Por la cabeza se le pasaron las veces cuando la había
engañado, y el remordimiento le carcomía por dentro. Le había sido infiel, y al
final de sus días le ilusionaba compensarla, pese a que comprendía que esto era
imperdonable…
Al mismo tiempo que su mente vagaba por el doloroso
pasado, al lado de la hoja movida por el viento, un cuervo paró sosegado y
empezó a observarle. No parecía tenerle miedo, y su amistosa presencia
impresionó al anciano. Él dejó aparte la pluma estilográfica y se le acercó; el
cuervo ni se inmutó. Sorprendido, el hombre le acarició las alas, completamente
blancas. Contemplando su hermoso plumaje, inconscientemente pensó en el color
de la inocencia. Por un instante, dudó si este era el blanco, cuando de repente
su rostro se iluminó. “Hey, viejo, ¡te voy a retratar a ti!”, habló en voz
baja. Apacible, el cuervo se dejó acurrucar; estaba temblando. En este
silencio, las alas le deslumbraban con su impecable blancura entre los dedos
del enfermo que, cuando apenas lo cogió, se dio cuenta de que le faltaba un
ojo.
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