Eduardo Goligorsky
“¡El límite de la curva espacio-tiempo!”, fueron las últimas palabras que
el padre Ulises Lem le oyó vociferar al comandante Rowulf por el sistema de altoparlantes
de la astronave Lorelei II. Después,
el estridente aullido de la sirena de alarma, con sus toques entrecortados, histéricos,
y una feroz deflagración que envolvió el compacto recinto de la capilla, donde Lem
se había refugiado un rato antes para entregarse, tan solo como de costumbre, a
sus rutinarios ejercicios espirituales.
La sirena enmudeció, las luces se
apagaron tras un fugaz parpadeo, y en medio del silencio y las tinieblas le capturó
un torbellino por cuya rauda espiral se precipitó hacia el abismo inconmensurable.
Todo fue tan inesperado, tan vertiginoso,
que ni siquiera atinó a articular una plegaria por su alma y por las de sus compañeros
de expedición.
Lo primero que vio cuando abrió los
ojos fue la bóveda poblada de resplandores granates. Éstos parecían proceder de
dos discos gemelos, descomunales, casi tangentes entre sí y muy próximos al cénit:
dos satélites rodeados de constelaciones y nebulosas mortecinas que no figuraban
en ninguna de las cartas celestes cuyos componentes había memorizado Lem. Pero el
portento mayor no eran esas lunas en cuya factura parecía adivinarse la intervención
de una técnica sobrehumana, ni ese cielo irreconocible. El milagro que le hizo pensar
instintivamente en los designios inescrutables de la misericordia divina fue su
propia supervivencia. Despojado de la escafandra y del traje protector, respiraba
normalmente en un medio extraño. Apenas salido de una catástrofe cuya clave aún
ignoraba, se reencontraba gradualmente con sus sensaciones corporales, sin experimentar
dolores ni contratiempos.
Primero se sentó, cautelosamente,
ensayando los reflejos musculares, flexionando una a una las articulaciones como
le habían enseñado a hacerlo en el centro de adiestramiento. Luego se levantó, explorando
las posibilidades de una gravitación que no le deparó ninguna sorpresa. Finalmente,
dio media vuelta para estudiar su entorno.
Fue entonces cuando vio, a pocas
decenas de metros, los restos de la nave. Construida con aleaciones que podían resistir
las temperaturas de los magmas solares y de los gases incandescentes, había quedado
reducida, sin embargo, a un montón de chatarra calcinada.
La angustia y la desolación de los
vacíos siderales estrujaron las entrañas del padre Lem. Su dicha había sido efímera.
Ahora debía asimilar la idea de que sus camaradas habían muerto y de que él estaba
varado en un vericueto remoto de las trayectorias galácticas. “¡El límite de la
curva espacio-tiempo!”, había exclamado, antes de la hecatombe, el comandante Rowulf.
Esta frase críptica explicaba, tal vez por qué él, Ulises Lem, debía su salvación
y su condena a un único e inexplicable capricho de la Providencia, que no había
perdonado a los demás.
El padre Lem recordó la obligación
que le imponían sus votos. Era el capellán de la Lorelei II, un capellán que había encontrado muy poco eco en su
rebaño, pero capellán al fin, y debía rezar un responso por el resto de la tripulación.
Se encaminó hacia la espectral mole inerte, sobre la cual el fulgor granate parecía
haber generado una fosforescencia ubicua.
Además, este fenómeno óptico se comunicaba
al cuerpo del padre Lem. El sacerdote era alto, flaco, nervudo. Su rostro demacrado,
de pómulos prominentes y ojos ligeramente saltones, estaba enmarcado por una cabellera
blanca, larga pero rala, que contribuía a avejentarle a pesar de que sólo tenía
cincuenta años. Con el jersey y los pantalones uniformemente negros, típicos de
las unidades expedicionarias espaciales, parecía un personaje apocalíptico, un profeta
flamígero pronto a descargar su ira sobre territorios que jamás había hollado la
planta del hombre.
Algo le detuvo, súbitamente. Algo
sutil, que al principio no pudo identificar, y que diluyó el mandato del deber litúrgico.
Se quedó inmóvil, como si necesitara discernir las coordenadas de esa comarca antes
de seguir adelante. Alzó la cabeza y sus fosas nasales se dilataron. Su actitud
era la de un animal que ventea territorios desconocidos, y sus ojos se apartaron
de los restos de la nave para otear el paisaje.
La luminosidad cromática de las lunas
bastaba para mostrar una extensa llanura cubierta por una alfombra de hierba como
las que en ese momento aplastaba bajo sus pies. Y en lontananza se adivinaba una
hilera de formas achaparradas que abarcaban todo el perímetro del horizonte. Pero
no eran estas formas las que le habían distraído, haciéndole olvidar, ya totalmente,
su responsabilidad eclesiástica.
La causa de su enajenación era el
aroma.
Ulises Lem inhalaba profundamente,
empeñado en individualizar un matiz que avivara en su memoria recuerdos adormecidos.
Una evocación esquiva le cosquilleaba las neuronas, excitándolas, movilizándolas,
y luego se replegaba, casi como si ensayara un juego perverso y provocativo, para
dejarle aún más ansioso. El perfume estaba asociado, él lo intuía, lo sabía, mejor
dicho, con un episodio furtivo, infinitamente obsceno, que había conseguido sepultar
en su inconsciente, al cabo de muchos afanes, y que de pronto pugnaba por aflorar,
aprovechando quizás el relajamiento de sus defensas interiores en esa circunstancia
crítica.
Simultáneamente, ya fuera porque
el aroma había activado ciertos mecanismos secretos de su imaginación, o porque
la atmósfera se estaba modificando, le envolvió un vaho cálido, bochornoso, que
pesó sobre él como una manta. Con una reacción automática se despojó del jersey,
a tirones, porque el sudor ya lo había adherido a su piel. Las lunas dieron una
pincelada de color a su torso esquelético, curiosamente desprovisto de vello, y
así disimularon su blancura enfermiza. Luego, siempre sin pensarlo, y agobiado por
la temperatura tórrida, se quitó las botas de media caña, seguidas por los calcetines,
los pantalones y el slip.
Al verse desnudo, en medio de la
llanura solitaria, Ulises Lem se sobresaltó. Le acometió la vergüenza, estimulada
por la fugaz revitalización de las represiones que llevaba profundamente implantadas.
Para colmo, observó un cambio en su cuerpo, una alteración que no se producía desde
hacía muchas décadas. En verdad, desde que él había conseguido sojuzgar sus impulsos
bestiales mediante sistemáticas mortificaciones y disciplinas. Entre sus muslos,
allí donde crecía, aislada, una espesa mata de pelo incongruentemente negro y ensortijado,
empezaba a salir de su prolongado reposo una oruga
de carne. Ya no estaba fláccida, replegada, como de costumbre, sino que se agitaba
recorrida por comezones hormigueantes, desperezándose, buscando la horizontal.
La imagen surgió entonces, patente,
en su cerebro. La evocación esquiva derribó todas las barreras, las compuertas,
e irrumpió con brutal crudeza. Ulises Lem sintió que se le aflojaban las piernas
y cayó de rodillas sobre la alfombra de hierba, cubriéndose el rostro con las manos. Tenía las mejillas mojadas. Por la
transpiración y el llanto.
En aquella ocasión también había
estado de rodillas. Tenía trece, catorce años. Quién sabe cuántos.
Era una tarde de verano. Sí, también
cálida, bochornosa. El sol entraba por el ancho ventanal del aposento, bañaba el
lecho que en su recuerdo adquiría dimensiones colosales, y llegaba hasta donde estaba
hincado él, frente al cajón abierto de la cómoda.
¿Dónde había sucedido aquello? En
una finca de campo, durante las vacaciones. Pero con más precisión, ¿dónde? ¿Quién
era el ocupante de esa habitación? Una mujer, sí, esa era la alcoba de una mujer. Nuevamente, ¿quién? ¿Una tía? ¿Una parienta
lejana? ¿Tal vez una criada? ¿Una amiga de su madre? ¿O acaso era posible
que…? Sobre ese tramo se corría un velo impenetrable, del que se apartó con horror,
sin atreverse a atisbar siquiera lo que se ocultaba atrás.
Pero el resto de la imagen conservaba
su nitidez. Él, postrado frente al cajón abierto de la cómoda.
Sus manos hurgaban dentro. Prendas íntimas, quiméricas,
cuya suavidad le exasperaba. Las frotaba entre los dedos, oyéndolas crujir y sisear
seductoramente. Un fru-fru de seda, de nylon, de raso.
Costuras y elásticos que habían marcado
su trayectoria sobre formas prohibidas. Hebillas de metal y cierres de caucho que
apresaban y estiraban y ceñían. Tules que enfundaban carnes opulentas, agresivas.
Extrajo, tímidamente, una de esas
prendas. Se volvió a medias para desplegarla frente al sol, para mirarla al trasluz.
Negra, transparente, tenía la consistencia de una telaraña. Pensó en los secretos
que seguramente dejaba entrever, pérfidamente, cuando ocupaba el lugar que le correspondía.
Sus dedos se deslizaron hacia el punto donde confluían todos sus deseos, hacia el
centro de las voluptuosidades innombrables. Manoseó la prenda, la acarició, la palpó.
La acercó a su rostro.
El aroma. Ese fue su primer encuentro
con el aroma. Lo aspiró vehementemente, como si quisiera incorporarlo a su organismo,
mezclado con el oxígeno del aire. Como si quisiera convertirlo en el ingrediente
esencial de sus procesos químicos vitales, hasta amalgamarse con él a lo largo de
sucesivas y escalonadas mutaciones de sus tejidos. El aroma. Exóticos bálsamos de
almizcle, empalagosas maceraciones de flores lascivas. Obedeciendo a un instinto
atávico, exhaló luego sobre la tela nuevamente estirada una bocanada de aliento
tibio, para extraerle mejor sus efluvios.
La embriaguez, el delirio, se agudizaron.
Se llevó la prenda a la boca, la rozó con los labios, la lamió, primero con cautela,
después con más exaltación, confundiendo aroma y sabor, dejando un reguero de saliva
sobre el lustroso nylon negro, hasta que, finalmente, presa de un ataque paroxístico,
la sorbió, la mascó, la desgarró con los dientes, apretándola con la lengua contra
su paladar para exprimir sobre sus papilas gustativas hasta la última partícula
de substancia orgánica.
Una de sus manos soltó, independientemente
de su voluntad, la apelmazada y ya empapada bola de nylon, y desabrochó febrilmente
los botones de su pantalón. Los dedos se introdujeron por la abertura, extrajeron
el cilindro de carne que latía, endurecido, se cerraron sobre él e iniciaron un
precipitado vaivén…
Se abrió la puerta de la alcoba.
Ulises Lem, niño, adolescente, se
paralizó. El mundo quedó en suspenso alrededor de él. Lo único que parecía no haberse
detenido era el torrente de su sangre, que se agolpaba en el bajo vientre, congestionándolo,
palpitando convulsivamente.
Ella entró y cerró la puerta a sus
espaldas.
Era prodigiosamente bella aunque,
cosa extraña, su rostro era otro de los pocos elementos que se habían difuminado
irrecuperablemente. Sólo vislumbraba, como entre brumas, una rizada melena cobriza;
los ojos verdes, ligeramente rasgados, felinos; la boca de labios gruesos, que siempre
delineaba y hacía resaltar con una espesa capa de carmín. Pero su cuerpo sí lo veía,
aún, como si lo tuviera delante. Los pechos altos, majestuosos, exageradamente constreñidos
por la tela del vestido rojo que llevaba puesto aquel día, prolongaban su surco
intermedio más arriba del escote. Los brazos muy blancos, mórbidos, se mostraban
hasta los hombros, con un nido de vello oscuro que asomaba bajo la axila. La cintura
estrecha, pero no demasiado, y las fuertes caderas, eran el preludio de unas nalgas
rotundas, por detrás, y de unos muslos sólidos, bien torneados, por delante. La
falda muy ajustada dejaba adivinar los turbadores relieves de aquellas mismas prendas
que él acababa de sobar y devorar, y terminaba justo sobre los hoyuelos de las rodillas,
desde donde las medias negras, primorosamente finas, despedían irritantes destellos
cada vez que captaban un rayo de luz. Los altos tacones de las sandalias doradas
marcaban con premeditada malicia la esbeltez de las corvas y las pantorrillas, la
delgadez del tobillo, el declive del empeine, y entre las tiras del calzado asomaban,
por delante, los dedos cubiertos por el refuerzo más oscuro y grueso de la media,
a través del cual se translucía el esmalte escarlata de las uñas.
–¿Qué haces aquí? –preguntó la voz
que su memoria cargaba de inflexiones roncas, nasales–. ¿Qué haces, gandul?
Avanzó lentamente hacia él, que continuaba
arrodillado, mudo, con la bola de tela en una mano, y la otra cerrada sobre la carne,
ocultándola a medias con un improvisado recato que era, si cabe, más escabroso que
su desenfreno anterior. El perfume que flotaba adherido a su piel y el sabor que
se le revolvía en la boca, saturándole las fauces, aumentaban su ofuscación.
–¿Dónde has aprendido esas guarradas,
sinvergüenza? –insistió la mujer, deteniéndose
frente a él, en el angosto espacio que separaba la cómoda del lecho.
Al brillar entre las hebras exteriores
de su cabellera cobriza, el sol formaba una aureola refulgente.
En esa posición, tan próxima, con
las piernas rígidas y ligeramente separadas, producía un efecto titilante que se
comunicaba, por canales desconocidos, hasta aquello que se había transformado, imprevistamente,
en la aguja imantada de sus deseos. Y el polo magnético hacia el que apuntaba la
precaria brújula era precisamente aquel de donde había emanado el aroma que él terminaba
de aspirar, de fagocitar. El aroma que, paradójicamente, era
más penetrante, más recargado, a medida que se evaporaba de su piel. Como si nuevos
efluvios, esta vez despedidos por la fuente, vinieran a reforzarlo.
–Levántate –ordenó ella, con tono
inapelable.
Peor aún. Al ponerse en pie, descubrió
que sus ojos quedaban a la altura de los pechos, en cuyos vértices la tela del vestido
ostentaba una leve protuberancia que antes no había estado allí, un mamelón que
se hinchaba, rebelde. La metamorfosis le hipnotizó y alzó las dos manos, trémulas,
soltando lo que sostenía en la una y en la otra. Ni siquiera pensó en lo que así
dejaba al descubierto.
Reverberó una sonora bofetada, que
le devolvió a la realidad. Y otra. Y otra. Su cabeza bamboleaba flojamente sobre
el cuello y las lágrimas brotaron tan insensiblemente que sólo se dio cuenta de
que lloraba cuando un dejo salobre se mezcló con el que tenía en la boca, diluyéndolo,
envileciéndolo, despojándolo de su maravillosa peculiaridad.
Se cubrió el rostro con las manos,
presagiando el acto que habría de ejecutar a la hora de la catarsis, y se dejó arrebatar
por la fuerza incontenible de los sollozos. Mientras tanto, ella le había cogido
por los hombros y le zamarreaba violentamente.
–¡Vicioso! Nunca lo habría imaginado
de ti. ¿Es que no te das cuenta de que lo que te has llevado a la boca está siempre
en contacto con las partes más sucias de mi cuerpo? ¿Qué haré ahora contigo? ¿Cómo
podré escarmentarte?
Hubo una pausa. Él no se movió, pero
se dio cuenta de que su carne culpable se mantenía tiesa, quizá más dura que antes,
como si la referencia que ella había hecho a las partes sucias de su cuerpo hubiera
repercutido directamente sobre un trauma secreto, ingobernable, que le empujaba
a perpetrar con renovada furia esas insidiosas profanaciones.
–¿Lloras aún? –preguntó ella–. ¿Acaso
te he hecho daño? No fue esa… no fue esa mi intención…
Cuando menos lo esperaba, el tono
cambió. La voz era la misma, ronca, nasal, pero ahora se había dulcificado, le consolaba.
–Oh, pobrecillo.
No te pongas así, cariño. Ya pasó. Ya pasó. Verás como todo se arregla. Seré muy buena contigo. Fue la sorpresa la que me hizo perder la
cabeza, ¿sabes? Claro, he sido una tonta.
Debería haberlo
previsto. Ya no eres un niño. Y yo con esta ropa tan provocativa. ¿Pero qué es lo
que te atrae en mí? Vamos, dilo. Si soy una pobre vieja. Y sin embargo no hay duda, no hay duda… Esto lo demuestra…
Los dedos. Él seguía cubriéndose
el rostro con las manos, pero otros dedos, que no eran los suyos, se habían apoderado
de su ser y lo masajeaban, lo frotaban. Iban y venían rítmicamente, dándole apretones
sabios en el momento oportuno. Y después… Después…
Apartó las manos para poder ver.
Sí, esta vez era ella quien se había arrodillado y le manipulaba delicadamente,
susurrándole incoherencias.
–Pobrecillo, mi niño, cómo le he
hecho sufrir. Pero todo pasará. Oh, qué gallardo es, y qué arrogante, qué bonito…
Un hombrecillo… todo un hombrecillo… Así, así quedará conforme. ¿Ves… ves…?
La voz se trocó en sonidos ahogados,
guturales. Chasquidos babosos restallantes. Una gruta pulposa, libadora, poblada
de tibiezas, que absorbía sin tregua. Él vio, sí, vio, alelado, absorto, un rastro
de carmín pastoso sobre la epidermis irritada. Dentro de la caverna, un órgano dotado
de vida propia se encarnizaba con él, sometiéndole a una flagelación epiléptica.
Jamás había sospechado que semejante
aberración pudiera materializarse, y la sola idea de que estaba practicando un rito
abominablemente salaz, licencioso, un rito que condensaba sus obsesiones más aviesas,
le ayudó a vencer sus últimas reticencias. Cogió con ambas manos los bucles sedosos,
para dirigir las alternativas de esa ceremonia servil, graduándola a su antojo,
hasta que con una amalgama de horror y placer se abandonó a una sucesión de pulsaciones
espasmódicas que le vaciaron de toda su savia. A pesar de lo cual ella se empecinó
en su faena voraz, que sólo concluyó, de mala gana, cuando él lanzó un gemido de
dolor. Las terminaciones de sus nervios parecían haber quedado laceradas por el
incansable hostigamiento. A continuación, un vahído le hizo vacilar sobre las piernas,
y después de dar un paso tambaleante se dejó caer sobre el lecho.
Sin embargo, la sesión no terminó
allí. En realidad, sólo había comenzado. Aún jadeante, con los párpados entrecerrados,
vio cómo ella se despojaba lentamente del vestido, desabrochando los botones delanteros
uno por uno, hasta aparecer sin más ropas que aquellas cuyo perfume le había arrastrado
a esa progresiva degradación. Luego, también las prendas minúsculas, que revelaban
más de lo que ocultaban, cayeron al suelo. Sólo conservó, ceñida a las caderas,
una franja de encajes y volados rojos y negros de la que nacían dos tiras elásticas
a ambos costados, para sujetar las medias, cuyo puño renegrido comprimía el muslo
y lo ondulaba, por arriba, en una orla de piel marmórea. Él ignoraba cómo se llamaba
esa prenda, pero sí sabía que en otras incursiones por el cajón de la cómoda le
había encandilado con la promesa de inefables deleites. El hecho de que la conservara,
junto con las medias y las sandalias doradas, inyectó en la escena un nuevo elemento
de complacencia morbosa.
La mujer trepó sobre el lecho, y
sus piernas, apoyadas a ambos lados del cuerpo de él, formaron un arco, un túnel,
que se fue deslizando implacablemente hacia arriba, hasta cernirse encima del rostro
de Ulises Lem. Desde esa perspectiva, seguía viendo las facciones de ella, vueltas
hacia abajo, crispadas en un rictus lúbrico. Seguía viendo los labios que habían
perdido su capa de carmín pero que ahora estaban recubiertos por una película brillante
que la lengua ágil recorría con viciosa gula.
Seguía viendo los pechos pesados,
exuberantes, parcialmente ocultos por las manos de la mujer, que los sometía a una
impúdica caricia egocéntrica. Pero lo que vio, sobre todo, fue una flor lasciva
que le mostraba su corola entreabierta, sus pétalos tumescentes y rezumantes enclavados
en el centro del monte hirsuto, su pistilo apenas disimulado por la capucha distendida,
su cavidad de rojas paredes aterciopeladas. Allí residía la mayor promesa, la insinuación
de deslizamientos lánguidos, abrigados por la extasiante opresión de membranas untuosas.
Le envolvió el aroma. Puro, sin la
intromisión ni la distracción de los elementos intermedios. El aroma de esa flor
lasciva, fuerte, penetrante, corrosivo.
–¿Esto era lo que buscabas, verdad?
–preguntó la voz desde arriba–. Pues ya lo tienes, viciosillo. Aprovecha, aprovecha porque no
sabes si se te presentará otra oportunidad. Vamos, hártate. Ya… ya… ya…
La cabalgata lúbrica que se desarrolló
a continuación le empujó hacia las fronteras de un trance cataléptico. La voz siguió
resonando en la habitación, pero ahora con inflexiones demenciales, excitándole,
espoleándole, desafiándole a hundirse cada vez más en la abyección. Ululaba una
delirante letanía de interjecciones soeces, de palabras sicalípticas que hasta entonces
él sólo había escuchado en las conversaciones prostibularias de sus compañeros de
escuela, cuando no las había visto escritas en las paredes de las letrinas. Algunas
le resultaron totalmente nuevas, y éstas fueron, precisamente por su acepción ambigua,
las más estimulantes, las que más le subyugaron, las que más ánimos le dieron para
hacer lo que se esperaba de él.
Por último, incluso le resultó difícil
oírla, porque los muslos le apretaban las sienes con un vigor incontrolado, maltratándole,
mientras la corola abierta acentuaba el ritmo frenético de la frotación, hasta contaminarle
no sólo la boca, la nariz y los ojos, sino todo el rostro y el cabello con la concentrada
viscosidad de las mucosas desbordantes.
La apoteosis, rugiente, tempestuosa,
marcada por una retahíla de blasfemias inconexas, de desvaríos obscenos, de gemidos
y suspiros orgásmicos, se produjo cuando él ya estaba casi asfixiado y desvanecido.
Aun así, se dio cuenta de que, después de reposar un momento sobre el lecho, para
recuperarse, ella repetía, sobre su ariete nuevamente tenso, el rito con que había
iniciado la metódica corrupción.
Al día siguiente, a primera hora,
Ulises Lem ya había hecho su maleta. Fue a la estación de ferrocarril, solo, sin
despertar a nadie, y regresó a la ciudad. Allí ingresó en un colegio religioso,
de donde habría de pasar al seminario, con una beca por sus sobresalientes calificaciones,
y una vez ordenado sacerdote eligió la carrera de capellán de los cuerpos expedicionarios
espaciales. Era como si quisiera alejarse lo más posible de la escena de su caída.
Nunca volvió
a ver a la mujer.
Hubo una época, por supuesto, al
principio, en que efímeras visiones de tegumentos chorreantes y de crestas pulposas
y de acoplamientos grotescos poblaron de angustia sus noches. Pero la voluntad,
ayudada por el severo rigor del ayuno y los cilicios, triunfó sobre esas flaquezas
corporales.
Ulises Lem descubrió, con espanto,
que ahora toda esa inexpugnable muralla de ascetismo y templanza que había levantado
trabajosamente alrededor de sus instintos, se derrumbaba irremisiblemente. El más
claro testimonio de ello era el vástago erguido y chocante que se empinaba entre
sus piernas, con una rigidez que no había ostentado jamás, ni siquiera en aquella
jornada de depravación. Vibraba, sintonizando una confusa estática de llamadas malignas,
sigilosas. Aún no había localizado la fuente de la emisión, pero su antena enhiesta
auscultaba el éter con sensibilidad autónoma.
El aroma, el aroma de la flor lasciva,
le envolvía como si aún impregnara su rostro, como si hubiera quedado latente en
sus poros desde el día aquel, para revitalizarse cuando él menos lo esperaba. Pero
no era de su piel de donde nacía, sino que saturaba el aire y llegaba en ráfagas
sofocantes desde el horizonte lejano, donde el reflejo de las lunas granates delineaba
el vago perfil de indescifrables masas acechantes.
Ulises Lem se puso en pie y marchó
por el prado, obedeciendo a la sibilina instigación. Unos zarcillos invisibles se
habían infiltrado en las anfractuosidades de su cerebro, donde transmitían órdenes
cifradas y activaban circuitos largamente descuidados,
centros generadores de espejismos concupiscentes, estratos recónditos donde se agazapaban
sus anhelos más inconfesables. Su organismo se había transformado en un ovillo de
receptores hipertrofiados sobre los que confluían las llamadas de la genitalidad,
y él era un autómata gobernado por ondas que oscilaban en una frecuencia subliminal.
Obnubilado por su idea fija, ni siquiera
hizo caso de los fuselajes corroídos de otras naves espaciales que jalonaban la
llanura, lúgubres cenotafios cuya proliferación delataba, probablemente, la existencia
de un plan hermético de ordenamiento cósmico.
A medida que se acercaba al perímetro
de siluetas combadas, notó, eso sí, que las briznas
de hierba alcanzaban mayor altura. Ya le rozaban las corvas desnudas, pero después
de una primera reacción de recelo se despreocupó, porque tenían una consistencia
tersa, sedosa, y en verdad producían un masajeo sensual semejante al que, según
les había oído narrar a los tripulantes de la Lorelei II, administraban algunas hetairas especializadas en las
metrópolis más envilecidas del universo. Y en varios trechos, como si las mutaciones
de la flora hubiesen respondido a las excentricidades de una mente tortuosa, algunas
de las hierbas, más altas que las otras, ostentaban apéndices que se prolongaban
hasta el bajo vientre. Dichos apéndices estaban coronados, además, por ramilletes
de pequeñas ventosas que se adherían brevemente a la piel, en los puntos más susceptibles,
en razón de lo cual desencadenaban inquietantes pruritos.
Un soplo particularmente intenso
del aroma le anunció a Ulises Lem que ya estaba próximo a su meta. Sus ojos, habituados
al fulgor granate de las lunas, desentrañaron las formas que se alzaban frente a
él, y le recorrió un estremecimiento. A primera vista parecían flores gigantescas,
del tamaño de un hombre, o de una mujer, con corolas lobuladas, muy suculentas,
glutinosas, recorridas por nervaduras laberínticas. De su interior asomaban estambres
y pistilos erizados de gruesas cilias vibrátiles, y por debajo se implantaban directamente
en el suelo, sin la intervención de un pedúnculo.
Pero lo más prodigioso era el movimiento
del que estaban dotadas. Un parsimonioso balanceo pendular, complementado por lánguidas
fluctuaciones intrínsecas que reptaban sobre la superficie de los pétalos. Grandes
goterones de una exudación oleosa colgaban de los pistilos, y de vez en cuando una
convulsión más intensa de la planta los hacía caer entre la hierba circundante,
donde reventaban y diseminaban sus esencias concentradas.
De allí emanaba el aroma.
Por primera vez, Ulises Lem pensó
en la posibilidad de huir. Recordó la ejemplar entereza de aquel otro Ulises que
había sabido eludir la emboscada de las sirenas. Recordó también a san Antonio,
trabado en desigual batalla con legiones de súcubos. Sin embargo, para él ya era
demasiado tarde. La jungla lujuriante que se extendía hasta los confines de ese
mundo le había capturado con sus señuelos venéreos. Esas plantas eran el espejo
donde se reflejaba la imagen contrahecha de su ignominia pasada. Marchaba al encuentro
de su expiación por un sendero regresivo que le devolvía a la matriz de su precoz
iniquidad.
Porque él sabía qué plantas eran
esas. Un expedicionario desequilibrado por el terror, con su personalidad definitivamente
alterada por apetitos nefastos, había intentado describir las flores que crecían
en un repliegue interdicto del universo. Un repliegue en el que había caído por
azar, según creía él, y del que había escapado a tiempo en su nave maltrecha. Claro
que la crónica de ese único sobreviviente no era fidedigna, precisamente por la
ofuscación del autor. De ella estaba ausente la objetividad científica, sustituida
por hipótesis descabelladas, por fabulaciones calenturientas, por sugerencias insidiosas.
Ulises Lem había visto los dibujos
sobrecogedores que ilustraban la narración, completados con una nomenclatura expresamente
inventada para designar los órganos singulares
de esos ominosos engendros. Vocablos absurdos, que no estaban asociados a ninguna
rama conocida de la botánica, y que sin embargo habían despertado en él turbadores
presentimientos. Ahora esos órganos, apenas entrevistos en las láminas premeditadamente
borrosas, se erguían y se hinchaban delante de él, con un despliegue intoxicante
de epitelios pegajosos.
Antes de dar el paso decisivo que
le llevaría al encuentro de las flores, Ulises Lem intentó musitar un rezo, exorcizar
con su arma de rutina a las sirenas mimetizadas. Cerró un momento los ojos, contuvo
la respiración, se acorazó contra visiones y aromas. Pero eso fue no sólo inútil
sino también contraproducente. En la pantalla interior de sus párpados apareció,
como estereotipada, la otra flor, la que había estado rampante sobre su rostro en
una afiebrada tarde de verano. Y el aroma también se yuxtapuso a la fantasmagoría,
con una cualidad casi óptica, en virtud de la cual le resultaba difícil discriminar
sus sensaciones. Sólo una sobresalía con mortificante agudeza. Era la que provenía
del bajo vientre, de un instrumento enardecido que no acataba más imperativos categóricos
que los de su apremiante necesidad de desahogo.
Entonces, ya sin preocuparse por
las consecuencias, Ulises Lem corrió hacia la flor más próxima. La abarcó con sus
brazos, y las yemas de sus dedos se hundieron en la superficie mullida, resbalando
sobre los néctares coagulados, atascándose en blancos opérculos, deslizándose hasta
el seno mucilaginoso de concavidades y alvéolos. Su cetro se alojó sin dificultad
en una hendidura que parecía expresamente destinada a esa intromisión anómala, y
allí quedó cautivo de un protoplasma tibio, compacto y contráctil, animado por débiles
pulsaciones envolventes.
Los nombres que antaño le habían
parecido caprichosos y ridículos adquirieron de pronto un significado preciso, justo,
coherente con una fisiología cuyos arcanos se desvelaban en el transcurso de la
empedernida hibridación. En semejante trance era imposible ignorar el deleite de
los pliscinios prensiles o la cimbreante actividad de las lérulas. Los dulimares
le hostigaban, le azotaban, se colaban por intersticios umbríos, violaban espacios
vedados. Las manos de Ulises Lem se crispaban brutalmente sobre las sifias eréctiles,
magreándolas, retorciéndolas, atormentándolas, hasta obligarlas a eyacular nubes
de mestén iridiscente. Su rostro se hundía entre los claumas, chupando y mordiendo
la pulpa elástica, sorbiendo sus zumos almibarados. Pero el núcleo infalible de
su potencia estaba sepultado en la médula del ginofio, donde el protoplasma había
arreciado sus latidos hasta tejer alrededor de la carne sobreexcitada una filigrana
de sensaciones alucinantes que se fundieron en un ramalazo ciclópeo, en una descarga
entrecortada de simiente.
Cuando Ulises Lem se desprendió de
la planta, exhausto, saciado, tuvo un acceso de remordimiento y pensó en huir. Sin
embargo, su resolución duró poco. Asombrosamente, la feroz expulsión de sus humores
no sólo no le había desentumecido, sino que, por el contrario, la rigidez había
llegado a un nuevo apogeo.
Mecánicamente, tomó por asalto el
ginofio de otra flor, y aunque esta vez sus acrobacias resultaron más trabajosas
y prolongadas, al espasmo final tampoco le siguió la previsible distensión. Presa
de un frenesí rabioso, Ulises Lem se encarnizó, a partir de ese instante, con una
flor tras otra. La luz granate de las lunas gemelas le mostró contorsionándose entre
los pliscinios, columpiándose sobre las lérulas, sometiéndose a la intromisión de
los dulimares, maltratando las sifias, bañándose en el mestén, revolcándose entre los claumas. Y, sobre todo, derramándose, una
y otra vez, en los ginofios.
Hasta que la fibrilación del músculo
cardiaco le abatió en medio de un paroxismo de placer.
Las lunas se ocultaron detrás del
horizonte y fueron sustituidas por un sol cintilante, cuyos rayos se proyectaban
desde una bóveda violácea. El ciclo se repitió muchas veces, y el cadáver de Ulises
Lem, al principio intacto, con el obelisco de carne incorruptible apuntando al cielo,
se cubrió poco a poco de bubones y excrecencias. Que luego se abrieron y dejaron
asomar los retoños del mestén instilado en la materia orgánica fecundante y nutricia.
El cuerpo sólo desapareció cuando los capullos terminaron de eclosionar. La floración siguió su curso.
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