Mane Langer
Yo, Selma, que pronto seré una madre soltera en una
época en la cual esta situación pertenece totalmente al pasado –tal como si yo
fuera una salvaje que no hubiese aprendido a controlar sus sentimientos y su
cuerpo–, escribo este relato para aclarar mi mente y entender cómo llegué a
estar en un enredo tan absurdo. Pero también porque el conocimiento de lo que
nos pasó puede ser útil para la ciencia.
Todo empezó con
un tratamiento con Aline Apfelbroot, o tal vez ya antes. Sí, empezó junto
conmigo, con mi irrupción en este mundo, y todavía me acompaña. Sigo viviendo con
esa sensación de extrañeza que me hizo recurrir a ella. Salí del encuentro tan
perpleja y desolada como antes, sólo que ahora he aprendido a sentir no
solamente aflicción, sino también felicidad.
Ya durante mi
tratamiento empecé, confusamente, no solamente a darme cuenta de lo que pasaba
en mí, sino de lo que pasaba dentro de ella. Pero recién ahora, con la brusca desaparición
de Aline A., y al leer su diario y su tesis que llegaron a mis manos, pretendo comprender.
La tesis lleva como título Los antecedentes y la evolución del sicomodelismo.
La encontré muy ilustrativa y escrita en un estilo tal vez no brillante, pero
claro. El desarrollo del tema es sistemático y serio. El estilo de la tesis
contrasta profundamente con el de las anotaciones de su diario. No me extraña
que Aline A. escribiera un diario de su propio puño y letra como solía hacerse
en épocas que ya pertenecen desde hace tanto al pasado. Y gracias a él me fue
posible reconstruir la parte más íntima de su personalidad y entender algo más
el proceso que, con intensidad en aumento, se había desarrollado entre nosotras
hasta volverse incontrolable.
Empiezo por el
comienzo. Parece, por lo que comentó en su diario, que Aline Apfelbroot, ya
desde niña sintió y desarrolló una vocación intensa aunque inconsciente y tal
vez bastante perturbada, hacia el sicomodelismo. Decía en el diario que una
canción la había impresionado profundamente, despertando en ella una especie de
nostalgia, sentimiento tan raro entre nosotros actualmente, y el deseo de
modificarse a sí misma y a los demás. A menudo consignaba las palabras de la
canción: How you have changed my way to be, nobody can take away from me.
Claro, era una canción antigua de amor y despedida. Su abuela la solía cantar.
Ella había sido psicoanalista. No de los primeros, desde luego, no de los del
todo clásicos. Había trabajado e investigado en la segunda mitad del siglo
pasado.
Y había
sostenido que las palabras de esta canción correspondían al sentir de la persona
que había terminado su tratamiento.
“Sentir, ¿qué
es sentir?” se había preguntado Aline de niña. Recordaba una charla tensa entre
su madre y su abuela. Era a causa de ella. Justo había logrado y gracias a las sicodrogas
controlar sus rabietas, esporádicas es cierto, pero no por eso menos intensas. Su
madre lo comentó con orgullo a la abuela. Y le anunció que Aline, aunque muy
chica todavía, ya iba a empezar su tratamiento diario y de efecto prolongado
con sicodrogas, para gozar de este gran logro de la neopedagogía. La abuela,
siempre tan serena, aunque nunca había usado drogas, esta vez habló con un
marcado tono de protesta y exasperación: “¿Por qué quieres transformar a esta
niña, a este ser tan vivo y espontáneo en un robot clever y ordenado?”. Y mamá
le contestó extrañada: “¿Es que la prefieres el día de mañana llorando a gritos
o riendo a carcajadas?”. Aline, en ese momento no entendía bien todas las
palabras de la discusión. Pero retuvo perfectamente su clima y su sentido profundo.
Mamá quería evitar que sucumbiera a sus sentimientos y sentidos como, bueno, como
yo, Selma, por ejemplo. Quería ahorrarle sensaciones como nostalgia y
desamparo. Y que ya no necesitara demasiado de nada ni de nadie. Ni entendiera
el sentido de determinadas palabras como angustia, conflictos y deseos. Así
llegaría, pensaba Aline con cierta ironía amarga, a ser una ciudadana perfecta
y eficaz de nuestro glorioso siglo XX o, mejor dicho, del siglo 2 de la era
atómica.
Es cierto,
Aline se acordaba de aquel momento. También de lo que sintió, mientras las escuchaba.
Pero de la
abuela, como persona, se acordaba vagamente. Era sólo una persona anciana –en
su época la gente todavía no había aprendido a rejuvenecerse– que solía contarle
cuentos de ciencia ficción, cuentos ingenuos que ya habían sido generosamente superados
por la realidad. Después murió la abuela de una neumonía común, muy a la antigua,
y Aline la olvidó. La redescubrió recién, cuando, en la oficina de orientación vocacional,
se sorprendió contestando a la testista, sin haberlo pensado antes jamás, que iba
a dedicarse a sicotécnica y sicomodelismo.
No es una
carrera fácil, ni un estudio liviano. Hay que dedicarse primero a materias preatómicas,
como el cálculo infinitesimal y la gimnasia yoga, después vienen las TELEMATERIAS
clásicas (telepatía, telequinesis y telecomunicaciones) y, finalmente, tuvo que
estudiar OVNIismo, Adaptasmo von Rotterdam y la historia del sicomodelismo. A
esta última materia dedicó su tesis.
Para esto Aline
empezó a estudiar en la biblioteca de su abuela, a leer los libros que ésta
había leído y subrayado, a menudo, y a estudiar sus trabajos. Le fascinaba y le
entristecía, en la medida en que Aline muchacha juiciosa y sicoadaptada podía
fascinarse y entristecerse, ver el largo camino transcurrido entre los primeros
descubrimientos de Freud y el sicomodelismo.
Para entender
la dirección posterior de la investigación de Aline, necesitamos conocer algunos
elementos, descritos en su tesis. Las primeras palabras difíciles y
significativas que encontré en ésta, eran transferencia y regresión.
Leí y releí las definiciones, les di mil vueltas en mi cabeza, sin entender
nada. Hasta que me acordé de un episodio ocurrido durante mi tratamiento.
Recostada en el diván, me había visto, de golpe, chiquita, sucia y robusta, en
el patio de nuestra granja. Habré tenido 5 años entonces. Lloraba y pataleaba furiosa.
En el suelo estaba una gata, lamiendo gozosa la leche que me había hecho
volcar. Llegué a revivir esta escena de mi infancia, recién después de haber
pataleado y gritado largo rato en el diván, acusando a la imperturbable Aline,
sentada detrás de mí, como su abuela se había sentado detrás de sus enfermos,
de burlona, malvada y cruel.
Había otra
palabra clave en el relato sobre psicoanálisis clásico. Contratransferencia.
Significaba, según la docta definición de Aline, “un proceso emotivo y
regresivo que se desarrolla dentro del analista, desencadenado por los
sentimientos del analizado hacia él y complementando a éstos”.
Nunca hubiera
podido captar el significado de esto, si el diario de Aline y lo sucedido entre
nosotras no me hubiera ofrecido una revelación súbita y desconcertante.
Pero seguiré
con la tesis. Ya que el análisis insumía mucho tiempo y era un proceso doloroso,
se buscaba, sin mayor éxito, distintas variantes, hasta ser abandonado bruscamente
por el interés y optimismo despertado por un procedimiento recién elaborado: la
combinación del rejuvenecimiento con el imprinting. Todos sabemos actualmente
qué es el rejuvenecimiento y cómo se practica. Y también que hay que tener mucho
cuidado, para no usarlo indiscriminadamente, ni antes de la edad estrictamente indicada.
Pero en la época en la cual se intentó la combinación con el imprinting,
todavía no se sabía todo eso. Este último concepto proviene de la sicología
animal. Y como me crie “a lo salvaje” y todavía entre animales, todo esto me
interesó muy personalmente. Descubrieron que para el pichón recién salido del
huevo, el primer ser viviente, y ni eso tal vez, porque podría ser también un
robot bien construido, es o se convierte en madre. Digo es, porque claro,
durante millones de años era lo natural que el patito recién salido viera,
siguiera e imitara a su madre pata. Pero si se sustituye a ésta por otro
pájaro, por una persona o por cualquier otro elemento, éste hará el imprinting
en el patito, quien aprenderá de él sus hábitos y su manera de ser. Lo cambiará
definitivamente a través de este primer encuentro. (Se acordarán de la canción
preferida de la abuela de Aline: How you have changed my way to be…).
Pues nadie podrá cambiar tanto a otro ser e incluso a su estructura heredada e
íntima como quien se acercara a él en este primer momento. Al leer esto, no
pude dejar de pensar, cuán diferente y cuánto mejor habría sido esto, si mi
primer encuentro hubiese sido con Aline y si a ella su abuela la hubiera
levantado en brazos. Y cuán cargada de responsabilidad sería mi futura tarea.
El imprinting
o, mejor dicho, reimprinting, porque era eso lo que interesaba para readaptar
a los desadaptados y cambiar su manera nociva, es factible únicamente combinado
con un procedimiento radical de rejuvenecimiento. Se empezó a experimentar sin
conocer todavía los peligros. Todos sabemos lo que pasó después. La perplejidad
de los investigadores primero, su consternación posterior, la indignación del
público y, en parte, por lo menos, de las víctimas. Hasta que se acalló el
escándalo –había personajes muy importantes involucrados– y se implantó, con
obligatoriedad, para evitar futuros desastres, como terapia el remodelar y como
teoría el sicomodelismo.
Esta solución
se hizo factible, cuando pudo comprobarse la eficacia del polietiltetilpandeminia
y su efecto prolongado. Se había encontrado la solución ideal. Si se equilibraba
a la criatura humana desde su nacimiento cuidadosamente con esta droga ya no
habría más desadaptados. Quedaban únicamente adultos, como yo, que tendrían que
ser remodelados a través de tratamientos combinados y aplicados con mucho
cuidado. Era a la investigación de éstos que Aline Apfelbroot decidió
dedicarse. Su tesis terminó en este punto. Pero terminó con una frase algo
fuera de lugar en una disertación científica tan docta; plena de un
sentimentalismo que no dejaba duda sobre cuán profundamente su abuela había
influido en ella. Decía, refiriéndose a lo que se lograra y a las generaciones futuras
y bien adaptadas: “Serán hombres contentos, autosuficientes y capaces. Estarán
a la altura de la situación actual. Sabrán poblar la galaxia. Pero al no
conocer ya la emoción de un amanecer, la tristeza suave de una puesta de sol,
ni la dicha difusa y torturada de un primer amor, ¿serán realmente felices?”.
Lo que sigue es
un extracto de las anotaciones de Aline en su diario, cuando relata sus experiencias,
sus dudas y cavilaciones, sus miedos y decisiones heroicas, sus esperanzas y su
último experimento.
Aline unía a la
sensibilidad, por cierto adormecida en parte por su condicionamiento, y a la
curiosidad sicológica heredada de su abuela, la audacia del verdadero
explorador. Pero le faltaba la paciencia japonesa del regulador. No era
extraño, por eso, que pronto se hartara de modelar rutinariamente, como se lo
habían enseñado con tanto cuidado, pero consiguiendo a pesar de todo el empeño
que pusiera resultados bastante mediocres. En esta época, su diario está
plagado de quejas.
8 de julio, 56: Qué horror confesarlo, pero me aburre mi trabajo,
me aburren los desadaptados, o tal vez no tanto, lo malo es que los adaptados
me aburren mucho más. No puedo seguir así, trabajando sin convicción. Tuve un
sueño extraño esta noche. Hablé con mi abuela. Parecía joven, enojada y muy
vigorosa. Y me decía que forzosamente me iba a aburrir, si no sentíamos nada ni
yo, ni mis pacientes. Que los dos estábamos muertos. O tal vez vivos todavía,
detrás de nuestras murallas de Sidia. Mientras que ella decía todo eso, yo
veía levantarse muros blandos y asfixiantes y me sentía siempre más y más
encerrada. Cuando ya estaba totalmente envuelta en una pared, me desperté
angustiada.
12 de julio, 56: Sigo discutiendo con mi abuela, pero por suerte
ya no en sueños. Paso mi tiempo libre, imaginándome largas conversaciones con
ella. Consultándola. Recibiendo consejos atrevidos de ella. Me instaba a la
rebelión. ¿Estaré por volverme loca?
15 de julio, 56: No quise seguir así, discutiendo con una abuela
imaginaria. Empecé a buscarla en los viejos textos. Leo ahora “historiales”
publicados un siglo atrás. Me deslumbra la riqueza de sentimientos que se
describen ahí. Amor, ternura, nostalgia, culpa u odio, voracidad. Qué contraste
con la aridez de las mentes de ahora. ¿Seguirán existiendo dentro de nosotros
todos esos sentimientos?
Haré lo posible
para despertarlos de nuevo en mis pacientes, a pesar de todas las prohibiciones
y riesgos.
Aline empezó a
experimentar. Tenía que hacerlo. Muy cautelosamente, muy poco a poco empezó a
bajar la dosis de Sidia (sicodroga diaria o dosis diaria de polietiltetilpandeminia)
de sus pacientes y de ella misma. Dejó de sugestionar, de mandar, es decir de modelar.
Al hacerlo, efectivamente redescubrió su capacidad de escuchar, su don de
empatia. Pero los pacientes le fallaron. En lugar de sentir, empezaron a
actuar.
20 de agosto,
56: ¿Mamá habrá tenido razón en esa famosa charla con
abuela, cuando sostuvo que sin sicodrogas iba a ser una loca, incapaz de
dominarme? Efectivamente, hoy el paciente 973 C tuvo un ataque. Empezó a reírse
a carcajadas, a llorar a gritos, pero yo percibí perfectamente que todo ese
despliegue era artificial.
3 de
septiembre, 56: Al fin, ¿no
sé lo que busco? ¿Recuperar el sentir? ¿Que ellos sientan? ¿Pero qué
sentimientos tendrían que surgir entre ellos y yo? ¿Qué se producía antes en la
transferencia y contratransferencia? ¿Tendríamos que revivir el viejo complejo de
Edipo, descrito por Freud y Sófocles? ¿Esa fábula que cuenta de un hombre que
mató a su padre y se casó con su madre? ¿O ir más atrás aún? ¿Sentirse bebito,
enamorado de mamá? O más atrás todavía, ¿querer estar dentro de ella? No sé. Lo
único que tengo claro es que quiero hacer cualquier cosa, para descubrir los
vestigios del principio del odio y del amor.
Aline cambió de
técnica. Empezó a experimentar con la droga maldita, prohibida, con juvenal.
Porque si no rejuvenecía, no iba a llegar al fondo. Pero se cuidó mucho en la dosificación
de la droga, para limitar a un mínimo su efecto físico. Y así hizo su descubrimiento
más aterrador. En muchos pacientes no pudo, aun así, hacer resucitar sentimientos,
porque no había fondo. Nacidos de partos perfectos, en una atmósfera saturada
de Sidiaspray, recibidas por nurses perfectas que casi ya suprimieron su primer
grito, condicionadas ya con la primera mamadera masivamente, las generaciones
de hoy no tenían la posibilidad de desarrollar sentimientos ni, por eso, de
reprimirlos posteriormente. ¿Cómo los iba a redescubrir si no existían, aunque
se fuese siempre más atrás y atrás en su exploración?
3 de noviembre,
56: Seguir así no tiene sentido. Tendré que
seleccionar mis pacientes. Haré un último intento. Si pudiera encontrar a
alguien cuyo principio de vida haya sido un poco distinto, un poco a la
antigua…
Me conmoví
cuando leía esta anotación en el diario de Aline. Porque, en este momento
crucial para ambas, nos encontramos. Fue en la oficina de remodelismo, en una fría
mañana nublada de invierno.
Yo estaba
sentada, esperando, en un rincón. Me sentía, como siempre, una infeliz, un bicho
raro.
Nunca entendí
del todo qué problema tenía Aline con el sentir. Porque sentirme desgraciada
había sabido desde siempre. Con ella aprendí a sentirme feliz. Entró ella,
alta, un poco desgarbada, la túnica profesional puesta con cierto descuido. En
su cara agradable contrastaba su mirada torturada y reconcentrada con su
expresión serena. Como distraída tomó las fichas que la cinta mecánica tiraba
sobre el mostrador. Eran los resultados de los tests y entrevistas que me había
hecho la computadora.
Su interés se
despertó de golpe: “¿Usted es de Vagora?, me preguntó con voz suave, ¿de uno de
los pocos lugares subdesarrollados que siguen existiendo?”.
En ese momento
el ambiente se aclaró. Un rayo oblicuo de sol invernal atravesó la pared de
cristal e iluminó su cara. Sentí un vértigo. La sangre se me agolpó en la
cabeza. Hubiera querido decirle muchas cosas, suplicarle que se ocupara de mí,
que no me dejara más. O contestar, por lo menos, su sencilla pregunta. No pude.
Sentí algo raro en mi garganta. Sentí que iba a llorar. Por suerte, ella lo
captó todo. Sin que articulara una sola palabra, decidió tomarme en
tratamiento. Anotó cuidadosamente en su diario:
10 de
noviembre, 56: Estoy
fascinada con Selma. Al fin no me equivoqué en mi decisión. Ya empieza a
disolverse su acondicionamiento, casi inmediatamente después de que yo le haya
suprimido su dosis de Sidia. En lo que a mí me concierne, ya hace mucho que la
dejé de tomar.
Salteo algunas anotaciones.
20 de
diciembre, 56: Es cierto lo
que dicen los textos antiguos. Ya no me cabe más duda que Selma está
regresando. Ahora revive conmigo episodios y sentimientos vividos cuando tenía
5 años.
5 de enero, 57: ¿Y la contratransferencia? Recién desde que tomo juvenal,
desde ya en dosis muy pequeñas para evitar consecuencias físicas drásticas,
empiezo a sentirla. Pero es un sentimiento raro que confunde bastante. Siendo a
veces que Selma se parece a mi madre, casi siempre a mi abuela –creo que
objetivamente hay algo de eso–, pero nunca a mi padre. Claro, sería difícil ya
que nunca lo conocí. Murió antes que naciera, en esa malograda expedición a
Marte.
12 de enero, 57: Selma está progresando vertiginosamente. Pronto
llegaremos a sentir juntas. Qué pena no haberla conocido en otras
circunstancias, fuera de aquí. ¡Podríamos haber sido tan buenas amigas,
habernos entendido tan bien!
30 de enero, 57: No sé lo que pasa. Pero temo que el tratamiento
de Selma se estancó. Aunque, para poder concentrarme más en ella, despedí a
todos mis demás pacientes. Ya no pienso en nada ni en nadie más que en Selma.
20 de febrero, 57:
“Sin novedad en el frente”, seguimos estancadas.
28 de febrero,
57: ídem. Tengo miedo. Tengo pánico de haber perdido
a la nueva Selma que supe despertar. Me desespero al verla tan indiferente,
como lo ha sido en estos últimos días. Haría cualquier cosa para cambiarla.
15 de marzo, 57: ídem. Pero tuve una idea genial. Y si la ejecuto,
ya no sabré si sentirme heroína, loca o criminal. Pero en todo caso siento. Lo
haré, lo intentaré hoy mismo, para movilizar el proceso. Tomaré una dosis
masiva de juvenal y, al rato, otra. Después se verá.
Ahí, en la
fecha misma de mi última sesión, termina el diario de Aline. Ese día la vi por
última vez
Qué pena, ni le
miré la cara. Pero justo ese día, al entrar y saludarla, bajé, no sé por qué,
la vista. Vi sus piernas, delgadas como las de una niña. ¿Por qué usará una
túnica tan larga?, me pregunté distraída. “Bueno, ella nunca se fija en la
moda, no tiene tiempo para eso”. Me recosté, como siempre, y ella se sentó tras
mío, en su ancho sillón. No me acuerdo de qué hablé, pero sí que ella estaba
silenciosa y respiraba de manera extraña, con dificultad. Había algo
inquietante en el ambiente. Después me debo haber dormido. Nombres raros
cruzaban por mi mente, “María Anunciata”, “Concepción”. Había olor a heno, a
establo. Oí el canto de pájaros –desde que dejé Vagora, nunca más lo había oído
–, y el llanto de una criatura.
Me desperté de
golpe. Algo me había tocado. Algo había entrado dentro de mí. Me levanté de un
salto. En el suelo estaba, caída, la túnica de Aline. Su sillón estaba vacío. A
su lado, sobre el aparato de Sidiaspray, apagado desde hacía mucho, estaba su
diario abierto. Instintivamente, como una que está por ahogarse se agarra de
una tabla de salvación, lo tomé y hui, hui en pánico de esa habitación vacía y
silenciosa.
Necesité mucho
tiempo para tranquilizarme. Y aún más, para entender lo que había pasado. Leí y
releí su tesis, sus papeles, sus últimas anotaciones. Pero recién cuando mi cuerpo
empezó a cambiar, a ensancharse, cuando sentí crecer una nueva vida dentro de
mí, comprendí del todo. Y juré, entonces, que esta vez, cuando Aline nazca de
nuevo, tendrá una madre que sabrá hacerla feliz.
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