Adolfo Bioy Casares
Tal
vez convenga empezar esta narración con el recuerdo de una función de circo celebrada
en 1918. En ella mis deslumbrados ojos vieron por primera vez –en trabajos por cierto
humildes, pero que entonces me parecieron prodigiosos– los animales que merecen
nuestro más decidido respeto: las focas. En cuanto a la dicha que involuntariamente
vinculo a esos recuerdos, ahora la atribuyo (pero no hay que olvidar que en estos
días infaustos vivimos obsesionados) a la noble, a la santa embriaguez de la victoria;
sin embargo, cuando intento revivir con mayor pureza mis sentimientos de entonces,
comprendo que en el centro de mi júbilo, como símbolos de misterios futuros, estaban
la enorme carpa embanderada y tres niños –Helena, Marcos y yo– tomados de la mano
ante un umbral funesto.
Cuando acabó el número de las focas, Marcos
se fue del palco. En la roja circunferencia del picadero apareció un chimpancé pedaleando
en una bicicleta. El mono pedaleaba sin mirar su estrecho camino; tenía los ojos
fijos en Helena. De pronto las cosas se precipitaron. Helena lloró; regresó Marcos
y dijo que había obtenido un permiso para visitar las focas y los animales; Helena
imploró y amenazó: si yo iba no volvería a verme; seguí a Marcos.
Ya en aquel tiempo Marcos era el secreto y
tenaz agente que lo organizaba todo en nuestras vidas. Era muy inteligente, muy
enérgico, muy rico. Buena parte de nuestra infancia ha transcurrido en sus casas:
en su casa de la ciudad o en Saint Remi, la extensa quinta suburbana.
Solamente Helena parecía resistirse a su influencia.
Contra el dictamen universal, con una tranquila y espontánea insistencia que, de
algún modo, lo contrarrestaba, Helena seguía prefiriéndome, creyendo en mí y no
en él.
Cuando acabamos el bachillerato ingresé en
la Escuela de Derecho. Durante cuatro años seguí regularmente los cursos. Si alguien
me hablaba de estudiantes que se habían graduado en uno o dos años, yo lo escuchaba
con desdén. ¿Qué fruto pueden dejar –preguntaba en seguida– cientos de miles de
páginas recorridas con tal precipitación?
Marcos no estudiaba. Leía para sí y dirigía
nuestras lecturas. Siguiéndolo, indagué con frivolidad y con provecho la historia
de la cuadratura del círculo, los progresos de los navegantes árabes, las posibilidades
de la logística, la naturaleza y la multiplicación de los cromosomas, los trabajos
de Resta sobre las cosmografías comparadas.
Marcos ingresó por fin en la Escuela de Ciencias
Naturales. Esto pareció la confirmación –como lo observó un comentador amistoso–
de que no encaraba la vida con seriedad. Sin embargo, la carrera es larga y difícil.
Marcos se graduó en un año.
–Me dedicaré al estudio –me dijo una noche–.
Voy a encerrarme en Saint Remi. Quiero una compañera: una muchacha inteligente,
que viva conmigo y que me ayude.
Inexplicablemente me alarmé. Entendí que yo
debía procurarle esa muchacha. Sin voluntad, sin método, empecé a buscarla en mi
memoria. Muy pronto renuncié a la busca.
Helena se fue con él. Yo abandoné la carrera
y me embarqué para Australia. No hubo despedidas. Ya estaban encerrados en la quinta;
no tuve tiempo de llamarlos ni de visitarlos.
En Australia fui ayudante de administrador,
y después administrador, en un establecimiento rural. A la hora de la siesta contaba
las baldosas anaranjadas del patio y cada baldosa representaba a una de las mujeres
de mi vida. Dos recuerdos no eran indiferentes: el demasiado doloroso de Helena
y el de Luisa, la hija del almacenero, que vivía enfrente de la quinta. Con ella
jugábamos todas las tardes y era un dulce, aunque no vívido, recuerdo de aquella
época. Hubiera querido saber algo de esa muchacha. Habíamos tenido la infancia en
común y después yo la había olvidado. ¿Qué me quedaba de Luisa? Este lápiz de metal,
que me regaló en un cumpleaños y que siempre llevo conmigo, y alguna desesperada
y tierna reconvención, que surge en los sueños o en Australia.
Para disipar el tedio de las tardes yo escribía
novelas de espionaje. Con el seudónimo de Speculator publiqué media docena de volúmenes,
en Melbourne. Lograron varias ediciones, pero la crítica fue adversa.
Pasé nueve años entre los terragales y las
majadas, hasta que se declaró la guerra y volví a la patria. Me juzgaron viejo para
la guerra en el frente y, no sé cómo, ingresé en el servicio de contraespionaje.
Tal vez el tema de mis libros les sugirió la absurda idea de que yo sería un buen
espía.
Una tarde, conversando con un compañero, supe
que en la oficina desconfiaban de los moradores de Saint Remi. Hablé con el jefe.
Él sospechaba que desde la quinta dirigían a los aviones enemigos que bombardeaban
aquella zona de la ciudad. Conseguí que me encomendara la investigación.
A la mañana salí del Cuartel Oeste, crucé bajo
un cielo puro, la calle estrepitosa y descendí a las cavernas del subterráneo. Tuve
que esperar en el andén: todavía salía de los túneles, cargada con bolsas y colchones,
la gente que se había refugiado a la noche. Habían dado las diez cuando se restableció
el servicio ferroviario. Viajé hasta la estación terminal y emergí, por fin, a través
de un laberinto de escaleras de hierro, al suburbio silencioso, oscurecido por los
árboles. Allí estaban, en un grupo de indiferentes recuerdos materializados, el
garaje con los medallones de la caballeriza previa, el parque de romerías, el club
de tenis, verde, rojo y blanco. Busqué en vano un automóvil o un coche que me llevara
a la quinta. Con algún cansancio me interné por una avenida de árboles muy altos
y coposos, con troncos oscuros, follaje nítido y flores anaranjadas, que no coincidía
perfectamente con mis recuerdos. Cuando cesaron los árboles empecé a reconocer el
lugar; tuve la impresión de que el barrio había sido bastante castigado por los
bombardeos (sin embargo, el bombardeo que ahora soportamos debe de ser más fuerte
que todos los anteriores). Seguí andando; vi casas indemnes, calles no perforadas.
Llegué, después, al ruinoso paredón que rodea la quinta Saint Remi. Desde afuera
no podía apreciarse si la quinta había sido alcanzada por los bombardeos. Caminé
junto al paredón, como en un sueño de interminable cansancio. El barrio había cambiado.
Sin embargo, frente al mismo portón de Saint Remi estaba todavía el almacén de los
padres de Luisa. Al penetrar en ese cuarto sombrío, al sentir bajo mis pies las
blandas tablas de roble (que antes habían pertenecido al comedor de la quinta) sentí
que irrumpía en mi alma una sensación de ternura, la primera en muchos años. Me
atendieron un hombre y una mujer desconocidos. Comprendí que eran los nuevos dueños.
Pregunté si podía almorzar.
–No mucho –respondió el almacenero. Era un
hombre verdoso y desgreñado.
–No menos que en otra parte –corrigió, soñadoramente,
la mujer. Se fue a preparar el almuerzo.
Hablé de los bombardeos, de la escasez de mercaderías,
del aumento de los precios, de la bolsa negra, de que el hombre descendía del mono
y de que debíamos ser indulgentes con el gobierno, de que la guerra era un sacrificio
común, de los ganadores del domingo y, por fin, de la quinta Saint Remi.
–Siempre dieron que hablar los de la quinta
–comentó el almacenero–. Ahora más.
Desde una habitación vecina se oyó la voz de
la mujer:
–La gente habla.
–No salen ni dejan entrar a nadie –explicó
el almacenero.
La mujer respondió:
–La gente del barrio, la verdadera gente del
barrio, no se queja. Son los revoltosos de los suburbios…
–Nada sabemos de lo que ocurre más allá del
paredón –comentó el hombre sombríamente. Después de una pausa, continuó–: Hace mucho
tiempo que no sabemos nada.
–Ningún daño nos ha ocurrido –dijo la mujer.
Puso en la mesa un voluminoso plato de coles
y me invitó a sentarme. Después me trajo un vasito de vino agriado y una rebanada
de pan.
Junté valor y pregunté:
–¿Quién está informado sobre el asunto?
–Nadie –susurró la mujer, entornando los ojos.
–El vendedor de pescados –afirmó el hombre.
De vuelta de su recorrido, a eso de la una,
pasaría por el almacén. Era el único proveedor que surtía a la quinta.
–¿Entra allí todos los días? –inquirí.
–Nunca –dijo, sonriendo, la mujer.
–Lo reciben en el portón –aclaró el almacenero.
Después de la una y media apareció el vendedor
de pescados. Venía en un camión tirado por un caballo.
–¿En Saint Remi son clientes suyos? –le pregunté.
–Por supuesto –dijo el hombre–. Los atiendo
desde hace años.
–¿Últimamente ha visto al señor?
–Todos los días.
–¿Es verdad que ningún otro repartidor trabaja
con la quinta?
–¿Por qué ha de trabajar? Allí sólo comen pescado.
Consumen más pescado que un ejército. Gracias a ellos adquirí primero el camión,
ahora el caballo.
Resolví no entrar en Saint Remi hasta el atardecer.
Le pedí al almacenero un cuarto para dormir la siesta. Me llevó al piso alto. El
cuarto era largo y estrecho, con una puerta en cada extremo.
Me desperté con la sensación de haber dormido
mucho tiempo. Miré el reloj. Eran las cinco menos diez. Temí haber dormido todo
el día y toda la noche y estar en la mañana del día siguiente. Todavía confuso por
el sueño, me dirigí hacia la puerta para llamar al almacenero. Me equivoqué de puerta;
abrí… En vez de la desvencijada escalera que pensaba encontrar había un cuarto ordenado,
con retratos, bibliotecas, lámparas, cortinados, alfombras. Frente a un escritorio
estaba sentada una muchacha. Levantó la cabeza y me miró, con ojos dulces y honestos.
Era Luisa. Pronunció mi nombre.
–Pero, ¿tus padres…? –pregunté.
Me dijo que sus padres habían vendido el almacén
a unos parientes y que se habían ido a vivir al campo. Ella alquilaba ese cuarto.
Creo que estaba tan emocionada y tan feliz como yo.
Tal vez porque me pareció estar soñando, me
atreví a decirle que había pensado mucho en ella.
Me interrumpió con una pregunta súbita y ansiosa:
–¿No entrarás en la quinta?
En ese momento oímos pasos en la escalera.
–No quiero que nos vean juntos. No deben saber
quién soy –murmuré–. Volveré entre las ocho y las nueve.
Cerré la puerta. Por la otra se asomó el almacenero.
–Permiso –dijo–. Tengo que hablarle. Sé cuál
es su misión. Lo ayudaré.
–¿Mi misión?
–Los bombardeos –contestó–. Han arrasado todo
el barrio, pero esto es una isla.
–¿Aquí no caen bombas?
–Últimamente, sí. Unas pocas. Por compromiso
o por error las arrojaron unos aviones que volaban muy alto.
–Bien –respondí–. ¿Y qué informaciones me da
sobre los moradores de la quinta?
–La gente le dirá que el dueño de la quinta
tiene secuestrada a la señora. No crea una palabra.
–¿La señora no está secuestrada?
–Los dos están secuestrados.
–Vamos abajo –ordené–. ¿Quiénes son los secuestradores?
–Sospecho que nadie lo sabe. La gente da explicaciones
fantásticas.
–¿Pero todos viven en la quinta?
–Sí. Todos viven en la quinta.
El hombre dijo algo más, pero no aclaró nada.
Conjeturé que una percepción, repentina y secreta, de mi ineptitud para la aventura
que me esperaba o de la índole incomunicable o atroz de sus confidencias, lo había
convencido de la inutilidad de hablarme. No insistí demasiado con mis preguntas:
no era conveniente mostrar avidez. Nos despedimos. Le pedí que no comentara con
nadie nuestra conversación.
Me alejé del almacén, tratando de mantenerme
fuera de la vista de un posible observador situado en las ventanas del piso alto.
Caminé durante unos diez minutos; me detuve en una parte en que el paredón estaba
casi derrumbado; me cercioré de que nadie miraba; escalé el paredón y salté a la
quinta.
El estado de abandono en que se hallaba ese
noble y hermoso jardín me impresionó profundamente. No quiero decir que así –entregados,
como en una selva, insectos y plantas a la libre lucha evolutiva– el jardín pareciera
menos noble o menos hermoso. Un quiosco semidestruido; un árbol cuyo ceniciento
follaje se perdía en el cielo de verano, tras las hojas brillantes de la trepadora
que lo ahogaba; una Diana caída; una fuente seca; un arbusto, enclavado en un monstruoso
hormiguero, cubierto de flores amarillas y olorosas; bancos que parecían esperar,
en los caminos solitarios, a personas de otro tiempo; árboles muy altos, con las
últimas ramas sin hojas; vibrátiles muros de cercos grises, de cercos verdes y de
cercos azules… Ahora, después de lo que he sabido, veo en esa combinación de abundancia
y decrepitud, en esa belleza infinitamente triste, un símbolo del transitorio reino
de los hombres.
Miré el reloj. Me quedaban, para investigar,
tres horas de luz. Después vería a Luisa. Sabía dónde encontrarla. Mi impaciencia
–pensé– era injustificable.
Desde donde yo estaba no podía ver la casa.
Avancé cautelosamente, escondiéndome detrás de los árboles. Salvo un continuo zumbido
de abejas, y, de vez en cuando, un golpe de viento que estremecía las hojas, el
silencio era casi perfecto. Di unos pasos y me agazapé junto a un busto de Fedro.
Tuve la impresión de ser observado. Miré a mi alrededor. No había nadie. Quise echar
a correr. No pude. Tenía la sensación de moverme, de ocultarme, ante unos ojos invisibles;
estaba aterrorizado, pero creía saber –y esto parecerá un indicio de mi desequilibrio–que
en esos ojos secretos no había malevolencia.
(Comprendo que este relato es confuso. Escribo
automáticamente; escribe, a través de mi cansancio y mis dolores, el hábito de la
composición literaria. Nos dicen que en el momento de ahogarnos recordamos toda
nuestra vida. Una cosa es recordar; otra, escribir).
Me arrojé a tierra. Empezaba, muy cercano,
un bombardeo. Sé que en algún momento pensé que debía aprovechar el bombardeo para
entrar en la casa. Sé que en otro momento volaban, muy alto, unos aeroplanos verdes,
y que en otro yo estaba asomado entre el follaje de un árbol y divisaba, en el fondo
de una avenida, la casa, interminable de cuerpos y pabellones. No sé cuánto tiempo
había transcurrido. Ahora imagino esa visión más oscura de lo que debió ser, casi
nocturna, y me figuro el edificio como un extenso animal antediluviano, echado entre
los árboles. Guareciéndome, arrastrándome, corriendo cuando no dominaba los nervios,
llegué a los patios exteriores. Me asomé a lo que babia sido, en mis tiempos, el
comedor de los niños. Todo estaba como antes, pero cubierto de polvo y de telarañas.
Empujé la ventana; entré. Colgaban de las paredes los mismos cuadros con las manadas
de caballos salvajes. Me serené un poco. Seguí avanzando por corredores; crucé el
pabellón de los cuartos de huéspedes; me disponía a entrar en la sala de billares…
Estaba cubierta de pequeños montones de tierra, como nidos de avispas, e infinidad
de hormigas negras la recorrían. En las paredes y en los muebles del salón de baile
había unas orugas blancas, parecidas a los gusanos de seda, pero mucho más grandes;
tenían pelaje blanco y rostros casi humanos y me contemplaban en atenta inmovilidad,
con ojos redondos y verdosos. Hui escaleras arriba. Ya era de noche; por las roturas
del piso vi los muebles oscuros, con damasco amarillo, del salón de música; vi que
faltaban paredes que antes separaban este salón del comedor, del salón de baile
y de la salita roja; vi, hacia donde debía estar la salita roja, una especie de
pantano, o de lago, con juncos, y unas formas viscosas que nadaban en el agua oscura;
vi, o creí ver, en la fangosa orilla, una sirena.
Muy cerca resonaron pasos. Bajé las escaleras,
salí al jardín de invierno, me guarecí detrás de un jarrón de porcelana azul. Alguien
caminaba pesadamente por la sala de música. Si me arrastraba hasta la puerta podía
espiar. Hubo unos chapoteos, un ruido como de aguas arremolinadas y, después, un
largo silencio; volvieron los pasos. Me asomé cautelosamente. Al principio no vi
nada extraño: mis ojos, deslizándose por los muebles con damasco amarillo, por la
imitación de la Enriqueta de Netzcher, por la tapicería con los dos Erídanos, por
el armonio, por la estatua del Mercurio con las piedras de bronce, llegaron al pantano
de los juncos. Allí descubrí una foca (sin duda, la sirena de hacía un rato); después,
un grupo de focas devorando pescado. A mi izquierda volvieron a resonar los pasos.
Avanzaba una mujer andrajosa –Helena, avejentada, sucia–, llevando sobre las espaldas
una red con pescados.
Dejó su carga en el suelo. Nos miramos en los
ojos. Después le dije:
–Huyamos.
Pronuncié esta palabra por lealtad a sentimientos
anteriores, a sentimientos de toda la vida. Pensé con rencor: “Se lo debe a Marcos”
–no se lo debo, como hubiera pensado antes–. “Marcos la ha arrastrado a esta ignominia”.
Se abrió una puerta. Entró Marcos, vestido
con harapos, tan sucio y tan avejentado como Helena. Con la más pura misericordia
extendí hacia él mis dos manos. En cambio, su ruidosa alegría y la expresión de
alivio y de interés con que me saludó encerraban (ahora, por lo menos, lo creo)
un sentido oculto. Cambió con Helena miradas de comprensión.
–¿Qué ocurre? –pregunté.
–Nada –respondió Marcos.
–Te esperábamos –explicó Helena–. Siempre te
esperábamos.
–He venido a buscarlos –declaré.
Marcos se dirigió a Helena:
–Tienes que llevar el pescado.
–Tenemos que huir –dije.
Como si no me hubiera oído, Marcos le puso
la carga sobre el hombro. Helena se alejó.
–¿Dónde va? –pregunté.
–A llevar el pescado a las focas.
–¿Por qué le impones esos trabajos?
–No le impongo nada –replicó vagamente.
Miré el reloj. Tuve la impresión de que en
ese instante se detenía. “Ya han de ser las nueve”, pensé. “Es hora de irme. Luisa
me espera.” Me encontré pensando la oración: “Debo irme porque Luisa me espera”
en términos algebraicos. Jubilosamente advertí que dominaba la lógica simbólica.
Quise continuar las operaciones mentales. Me encontré de nuevo en mi pobreza habitual,
sintiendo, como después de un sueño, que por un vehemente esfuerzo de la memoria
podría recuperar los tesoros perdidos. Estaba solo.
Sentí una íntima pesadez en los brazos y en
las piernas. Avancé a tientas, como si no viera. Mis manos temblaban. Salí a una
galería de mosaicos, con claraboyas en el techo y cuadros de la escuela flamenca
en las paredes. En el fondo de la galería, en el resplandor de la luna, estaba Marcos.
Lo llamé. Le pregunté a dónde iba.
–A llevar otra redada de pescados –respondió.
–Ustedes están convertidos en sirvientes de
las focas –comenté.
Me miró sonriendo. Después contestó:
–No pedimos nada mejor.
–Para ti, quizá. No puedes obligar a Helena…
–después agregué, implorando–: Huyamos.
–No –dijo lentamente–. No. Tú también te quedarás.
En ese momento, anunciando la proximidad de
aviones enemigos, ulularon tres veces las alarmas. Injustificablemente, me sentí
reconfortado.
–¿Me secuestrarán? –pregunté.
–Tú mismo querrás quedarte. Nos interesa lo
que hemos conseguido y lo que ahora conseguirán las focas. A ti también te interesará.
¿Recuerdas nuestro entusiasmo cuando descubrí a Darwin? ¿La infinidad de libros
sobre la evolución que leí en pocos días? Muy pronto concebí esta esperanza: la
evolución impuesta a una especie, a través de milenios, por la ciega acción de la
naturaleza, podría lograrse en pocos años, por una acción deliberada. El hombre
es un resultado provisorio en una senda evolutiva. Hay otras sendas: las de otros
mamíferos, la de los pájaros, la de los peces, la de los anfibios, la de los insectos…
En las hormigas vencí el instinto gregario; ahora construyen hormigueros individuales.
Pero nuestra obra maestra son las focas. Hemos torturado animales jóvenes –para
determinar qué podía conseguirse de una atención siempre despierta–, hemos actuado
sobre células y embriones, hemos comparado los cromosomas de los fósiles congelados
de Siberia. Pero no era suficiente obrar sobre individuos; debíamos establecer costumbres
genéticas.
Pregunté irónicamente:
–¿Por lo menos has enseñado a hablar a tus
focas?
–No necesitan hablar. Se comunican por el pensamiento.
Me reprochan que no haya convertido sus aletas en manos. Pero son infinitamente
benévolas y no me guardan rencor. Están interesadas en las posibilidades evolutivas
del hombre; no han querido obligarnos a nada, porque uno de nosotros tendría que
operar sobre el otro, y saben que nos queremos. Nos repetían: “Esperen que venga
alguien de afuera”.
“Y ahora he venido yo”, pensé con inquietud.
En seguida me encontré pensando que las focas, ayudadas por Marcos y por Helena,
habían logrado una extremada evolución en las orugas blancas del salón de baile.
Las orugas eran animales casi irreales, desprovistos de las defensas indispensables
para llevar una vida activa. Ahora estaban en un mundo como el que supone el idealismo;
tenían una fuerte capacidad de proyectar ideas nítidas y minuciosas, y, entre ellas,
vivían.
Empezaron a caer bombas muy cerca. Marcos corrió
hacia el salón de música.
Hubo un estruendo. Sentí un vivo dolor en la
espalda. Tosí, ahogado. Yo estaba echado en el suelo. Sollozaba. Un polvo –tal vez
cal de revoque– flotaba en el aire.
Fuera de mi vista, algo como animado de vida
propia, seguía derrumbándose.
Apareció Marcos. Me dijo:
–Voy a ponerte una inyección.
No pude resistirme. Tenía las piernas paralizadas.
El dolor era intolerable.
Volvieron a caer bombas. Me pareció que la
casa entera se derrumbaba. Hubo olor a barro, olor a pescado.
Pensé: “Estos aviones vuelan demasiado alto
para que las focas puedan alejarlos”.
Miré a mi alrededor. Marcos no estaba. Tal
vez todos habían muerto en la casa. Quise recordar a Helena. Imaginé a Luisa preguntándome
si iba a entrar en la quinta, a Luisa diciéndome que alquilaba ese cuarto, a Luisa
sonriéndome tristemente cuando yo salía.
El efecto de la inyección fue casi inmediato.
El dolor había cesado. Temí estar desangrándome. Con dificultad miré, me palpé.
No había sangre.
Pensé: “Esta noche no tengo tiempo de ver a
Luisa”.
Después se me ocurrió que tal vez no volviera
a verla, o que yo sería un inválido para el resto de la vida.
Estuve un rato echado, perplejo, ocupado en
ordenar la respiración, en resignarme, en fortalecer el alma. Recordé que tenía
en el bolsillo el lápiz que me había regalado Luisa y mi libreta de apuntes. Mientras
durara el efecto de la anestesia redactaría este informe.
Lo escribí con extraordinaria rapidez, como
si me impulsara y me asistiera una voluntad superior.
Ha empezado nuevamente el bombardeo. Me faltan
fuerzas… De pronto me he sentido muy solo.
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