Daniela Bojórquez
La bocina del teléfono público
está descolgada. En la pantalla, un favor de colgar es petición que nadie
cumple. Mientras, los autobuses causan una corriente de aire que mueve, no sin cierta
caricia, el casi millón de papelitos que solicitan una persona, o veinte, para despacho
medio tiempo, actividades sencillas, mil pesos semanales cuatro horas diarias, licenciada
Lucy Castillo.
Todos los volantes quieren despegar, despegarse de
los masking tape que los sujetan contra las paredes metálicas de la cabina de este
teléfono público.
El teléfono de espaldas sólo tiene una pantalla apagada
como inicio de cinta de video, y junto, un papelito rosa y casero: Busco quien
me quiera 0445530810938. La corriente de aire no alcanza ese resquicio del aparato
telefónico, por lo que el papel no se ha caído. Sí ha llegado antes un muchacho
que, con mano segura y lapicero sin punta, ha prácticamente cincelado un puto
el que lo lea, cuyos pocos lectores –como pocos hablantes por la bocina– han
pasado por alto y leído como los letreros Rento cuarto amueblado, Busco quien
me quiera o Se lavan alfombras.
Es hora de pasar. Samuel ha recopilado la currícula,
donde insisten unos en la amplia experiencia en cuestiones de recursos humanos;
subrayan otros conceptos como ‘inteligencia emocional’. Varios van acompañados de
solicitudes de empleo compradas de camino a la entrevista, que ponen destacar
en esta empresa como objetivo en la vida, dos puntos.
Recopilada la currícula y en sus sillas los interesados
en el trabajo: entonces, Lucía debe entrar por la parte trasera del más o menos
amplio despacho alfombrado, y repartir las copias fotostáticas Qué se necesita
para triunfar en la vida, numeración del uno al diez, puntos y guiones. Reparte
quince, a veces cuarenta y cinco, a los solicitantes de las ocho de la mañana –a
primera hora les dijeron que llegaran– y pone cara de importante o de que sabe lo
que hace o por qué lo hace mientras entrega solicitudes, la licenciada Lucía.
Tienen que llenar la numeración del uno al diez. A
la mayoría se le ocurre poner esfuerzo en el número uno, y del dos al diez,
frases y adjetivos que emulen lo triunfadores, perfeccionistas y autoexigentes que
son y por lo tanto, lo ventajoso que sería para la empresa contratarlos. Mientras
los solicitantes se empeñan en poner lo mejor que se les ocurre sobre triunfar en
la vida, y tachan y rellenan las hojas carta que lo cuestionan, Lucía recrea en
su mente lo que sigue: Samuel pasará al frente a preguntar si ya acabaron, y después
de una retahíla de consejos sobre superación personal, les dirá a los afortunados
o desafortunados que leyeron un anuncio junto al teléfono, que les prometía mil
pesos semanales, cuatro horas y sin esfuerzo, que la clave de la vida y del triunfo
en ella es trabajo, trabajo, trabajo, y que deberían de haber llenado la hoja con
esa palabra, diez veces en su numeración del uno al diez.
También se percata Lucía de que hoy son menos de veinte
los desempleados que han acudido aquí con alguna esperanza y se pregunta por qué,
si los anuncios parecen tan atractivos, el sueldo tan competente, la situación del
país tan crítica y el desempleo a todo lo que da. Si no junta la cuota de quinientas
solicitudes semanales, a ella no le van a tocar sus dos mil pesos, sueldo que se
ha ganado a pulso y después de pasar por todo lo que han pasado estos solicitantes
que la miran a las nalgas algunos y a los ojos otros: llenar una copia fotostática
de respuestas sobre la excelencia, llegar a la entrevista –que se suponía personal–
más o menos bañados y alegres, preguntar en qué consistirá la labor en el despacho
y la hora de la cita al día siguiente: pedir por la licenciada Gina. O por Lucy.
La licenciada Lucy, quien en este instante, mientras
recoge las hojas arrugadas algunas, dobladas otras, y trata de esquivar o retar
las miradas de los muchachos o señores que parecen querérsela comer, piensa en que
si para mañana viernes no llegan por lo menos cincuenta incautos por turno a escuchar
una plática sobre superación personal, a ella no le va a tocar cobrar; porque aquí,
ésas son las reglas: trabajo, trabajo, trabajo. Quinientos mínimo: menos, no cobras.
Todo depende de que llamen por teléfono. Cuando llaman,
lo de menos es darles dos o tres vueltas en argumentos ambiguos y convencerlos de
que vengan mañana, a las ocho o a las diez o a las doce del día, se trata de llenar
los tres turnos para la plática y así, sumar y sumar hasta que el viernes por la
tarde llega Samuel y le dice muy bien, juntaste los quinientos, y le pagan.
En los últimos meses, más de una vez no ha cobrado.
Y no quiere que esta semana sea otra en la que apenas le alcance para los camiones.
Camiones que, en una esquina, causan corrientes de aire que han zafado muchos papeles
despacho medio tiempo, mil pesos semanales cuatro horas diarias. Se han desprendido
también a causa del viento intenso de este otoño que comienza: han quedado dispersos
y propensos a ser deshechos por miles de pies que caminan de prisa. O no han sido
vistos sencillamente porque nadie ha llamado por ese teléfono público, porque a
nadie se le ha ocurrido hablar desde un teléfono cuya bocina cuelga péndulo de la
cabina metálica: no han pedido desempleados: por favor con la Licenciada Castillo:
han pensado que el teléfono está descompuesto, como el de espaldas, cuyo letrero
rosa es abandonado por las miradas de los que no llamarán al 0445530810938 diciendo
hola qué tal, yo quiero quererte.
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