Julio Cortázar
Las
formas de la felicidad son muy variadas, y no debe extrañar que los habitantes
del país que gobierna el general Orangu se consideren dichosos a partir del día
en que tienen la sangre llena de pescaditos de oro.
De hecho los pescaditos no son de oro sino
simplemente dorados, pero basta verlos para que sus resplandecientes brincos se
traduzcan de inmediato en una urgente ansiedad de posesión. Bien lo sabía el
gobierno cuando un naturalista capturó los primeros ejemplares, que se
reprodujeron velozmente en un cultivo propicio. Técnicamente conocido por Z-8,
el pescadito de oro es sumamente pequeño, a tal punto que si fuera posible
imaginar una gallina del tamaño de una mosca, el pescadito de oro tendría el
tamaño de esa gallina. Por eso resulta muy simple incorporarlos al torrente
sanguíneo de los habitantes en la época en que éstos cumplen los dieciocho
años; la ley fija esa edad y el procedimiento técnico correspondiente.
Es así como cada joven del país espera
ansioso el día en que le será dado ingresar en uno de los centros de
implantación, y su familia lo rodea con la alegría que acompaña siempre a las
grandes ceremonias. Una vena del brazo es conectada a un tubo que baja de un
frasco transparente lleno de suero fisiológico, en el cual llegado el momento
se introducen veinte pescaditos de oro. La familia y el beneficiado pueden
admirar largamente los cabrilleos y las evoluciones de los pescaditos de oro en
el frasco de cristal, hasta que uno tras otro son absorbidos por el tubo,
descienden inmóviles y acaso un poco azorados como otras tantas gotas de luz, y
desaparecen en la vena. Media hora más tarde el ciudadano posee su número
completo de pescaditos de oro y se retira para festejar largamente su acceso a
la felicidad.
Bien mirado, los habitantes son dichosos
por imaginación más que por contacto directo con la realidad. Aunque ya no
pueden verlos, cada uno sabe que los pescaditos de oro recorren el gran árbol
de sus arterias y sus venas, y antes de dormirse les parece asistir en la
concavidad de sus párpados al ir y venir de las centellas relucientes, más
doradas que nunca contra el fondo rojo de los ríos y los arroyos por donde se
deslizan. Lo que más los fascina es la noción de que los veinte pescaditos de
oro no tardan en multiplicarse, y así los imaginan innumerables y radiantes en
todas partes, resbalando bajo la frente, llegando a las extremidades de los
dedos, concentrándose en las grandes arterias femorales, en la yugular, o
escurriéndose agilísimos en las zonas más estrechas y secretas. El paso
periódico por el corazón constituye la imagen más deliciosa de esta visión
interior, pues ahí los pescaditos de oro han de encontrar toboganes, lagos y
cascadas para sus juegos y concilios, y es seguramente en ese gran puerto
rumoroso donde se reconocen, se eligen y se aparean. Cuando los muchachos y las
muchachas se enamoran, lo hacen convencidos de que también en sus corazones
algún pescadito de oro ha encontrado su pareja. Incluso ciertos cosquilleos
incitantes son inmediatamente atribuidos al acoplamiento de los pescaditos de
oro en las zonas interesadas. Los ritmos esenciales de la vida se corresponden
así por fuera y por dentro; sería difícil imaginar una felicidad más armoniosa.
El único obstáculo a este cuadro lo
constituye periódicamente la muerte de alguno de los pescaditos de oro.
Longevos, llega sin embargo el día en que uno de ellos perece, y su cuerpo,
arrastrado por el flujo sanguíneo, termina por obstruir el pasaje de una
arteria a una vena o de una vena a un vaso. Los habitantes conocen los
síntomas, por lo demás muy simples: la respiración se vuelve dificultosa y a
veces se sienten vértigos. En ese caso se procede a utilizar una de las
ampollas inyectables que cada cual almacena en su casa. A los pocos minutos el
producto desintegra el cuerpo del pescadito muerto y la circulación vuelve a
ser normal. Según las previsiones del gobierno, cada habitante está llamado a
utilizar dos o tres ampollas por mes, puesto que los pescaditos de oro se han
reproducido enormemente y su índice de mortalidad tiende a subir con el tiempo.
El gobierno del general Orangu ha fijado
el precio de cada ampolla en un equivalente de veinte dólares, lo que supone un
ingreso anual de varios millones; si para los observadores extranjeros esto
equivale a un pesado impuesto, los habitantes jamás lo han entendido así, pues
cada ampolla los devuelve a la felicidad y es justo que paguen por ella. Cuando
se trata de familias sin recursos, cosa muy habitual, el gobierno les facilita
las ampollas a crédito, cobrándoles como es lógico el doble de su precio al contado.
Si aún así hay quienes carecen de ampollas, queda el recurso de acudir a un
próspero mercado negro que el gobierno, comprensivo y bondadoso, deja florecer
para mayor dicha de su pueblo y de algunos coroneles. ¿Qué importa la miseria,
después de todo, cuando se sabe que cada uno tiene sus pescaditos de oro, y que
pronto llegará el día en que una nueva generación los recibirá a su vez y habrá
fiestas y habrá cantos y habrá bailes?
No hay comentarios:
Publicar un comentario