Maeve Brennan
El nuevo sofá iba a llegar
aquel día, martes, pero los de la tienda no habían dado una hora precisa, sólo habían
dicho: “En algún momento del día”. La señora Bagot se había puesto tan contenta
cuando le dijeron que el sofá llegaba el martes a su casa que había olvidado preguntar
si sería por la mañana o por la tarde. Les habría pedido que fijaran una hora determinada,
o que al menos le dijeran si el sofá llegaría temprano o tarde. El caso es que había
pasado la mañana esperando y ya eran las dos de la tarde. Había perdido la mejor
parte del día vagando por la casa y sin hacer gran cosa, aunque no podía decirse
que hubiera perdido el tiempo, porque había estado esperando y esperando algo que
valía la pena. La parte baja de la casa iba a quedar al fin completamente amueblada.
El sofá marcaría la diferencia.
Estaba
sentada junto al fuego en una silla baja del cuarto de estar de atrás, donde las
niñas y ella pasaban la mayor parte del tiempo. El fuego estaba preparado: papel,
ramitas, trozos de carbón, todo dispuesto en capas abultadas, listo para arder y
echar chispas con la proximidad de una cerilla encendida. La pequeña chimenea, cubierta
de baldosas de un tono verdoso pálido, estaba limpia e irradiaba un brillo desvaído
y neto. La alfombra, delgada y con flecos, estaba entretejida con un oscuro dibujo
oriental de líneas, círculos, florituras y curvas inacabadas rojas y verdes, y se
veía tan cuidada como el linóleo de debajo. Tanto la alfombra como el linóleo parecían
impecables. La alfombra estaba cepillada de modo que sus puntos más gastados parecían
tan vivos como su dibujo y la cenefa de flores de lis en rojo, verde y marrón del
suelo, con su aire laboriosamente doméstico, se veía clara y lustrosa como el cristal.
Decía: “Soy una sencilla e inofensiva pieza de linóleo, capaz de durar años, incluso
en una casa con niños”. A la derecha de la chimenea, había una hornacina poco profunda
donde se alineaban las estanterías de la biblioteca del señor Bagot, que incluía
libros de Sidney y Beatrice Webb, Darwin, Shakespeare, Turguénev. Edgar Wallace,
Wolfe Tone, W. B. Yeats, James Joyce, Chéjov, Ibsen, Molière, Edgar Allan Poe y
otros. La mayoría de los libros estaban viejos y gastados, pero se veían pulcros,
y en aquel momento estaban semiocultos a la vista por las puertas correderas que
unían el cuarto de atrás y el de delante, convirtiendo el conjunto en una estancia
más amplia.
La
señora Bagot había abierto las puertas al máximo para hacerse una idea de cómo se
vería la sala principal cuando estaba vacía y ahora estaba casi vacía, sin el viejo
piano, que ocupaba tanto espacio, y con el sofá aún por llegar. El sofá quedaría
magníficamente en aquella sala. Había elegido muy bien. La alfombra del suelo era
beige con grandes rosas color rosa y el sofá era voluminoso y también beige y cabían
en él casi cuatro personas. Quedaría enfrente de la chimenea, que era idéntica a
la de la salita de detrás, excepto que las baldosas eran de un tono marrón dorado
y los barrotes de cobre de la rejilla eran lisos y no cilíndricos y tenían una filigrana
de cobre en el centro, de modo que recorría todo el hogar, igual que la moldura
con un relieve de estilo griego recorría toda la parte superior del papel pintado,
justo bajo el techo. Había sido una gran idea de quien hubiera decorado la casa
poner aquel friso para romper la dura línea donde el techo pintado se encontraba
con el papel. El papel ya no estaba en buenas condiciones. Después de todo, llevaba
al menos quince años en las paredes, tal vez más. Pero aun así, la habitación se
veía preciosa. Y lo que asombraba a la señora Bagot era que se viera tan decorada
sólo con la alfombra en el suelo y la mesa de helechos llenando el mirador que daba
al pequeño jardín de delante y más allá del jardín, a la estrecha calle de Dublín.
La habitación tenía un aire muy desenfadado, sin muebles. Las niñas habían correteado
por allí aquella mañana como si estrenasen una casa nueva. Decían que nunca habían
visto una habitación sin muebles. Habían recorrido la parte de la alfombra que antes
quedaba oculta bajo el piano y la parte que ahora quedaría tapada por el nuevo sofá.
Sólo
eran dos niñas: Lily, de nueve años, y Margaret, de siete. Cuando se cansaron de
andar por la alfombra, se sentaron en ella y luego acabaron echándose. Iban vestidas
para el colegio y les quedaba muy poco tiempo, pero la señora Bagot no quería meterles
prisa. Cuando llegaran del colegio por la tarde, gran parte de la alfombra estaría
cubierta por el sofá y ya no podrían jugar más en una habitación vacía. Pensó que
nunca las había visto tan completamente, excepto al aire libre, en el jardín o en
la calle. Estaban tumbadas en el suelo con la cabeza hacia las ventanas y los pies
hacia donde ella estaba, en la salita de detrás, que muchas veces llamaban el comedor.
Estaban
en la alfombra, y ella de pie en el brillante linóleo que cubría el suelo del comedor.
Veía las suelas de sus zapatos, sus rodillas, los ruedos de sus vestidos y los abrigos
que los cubrían y las palmas de sus manos extendidas y distinguía el espacio entre
sus dedos. Casi no podía resistirlo.
Estaban
como siempre, pero ella juntó las manos como si fuese a aplaudirles. Quería reírse
en voz alta. Se sentía frágil y tonta con aquella invasión de orgullo, sorprendida
y contenta de que no implicara ni una brizna de miedo. Las niñas estaban a salvo.
No había nadie cerca para cortarlas, ponerlas en su sitio o mirarlas con la fea
mirada de la sospecha y decirles que estaban demasiado seguras de sí mismas. Nadie
iba a decirles que pararan. La señora Bagot pensó que no había nada peor que te
dijeran que pararas cuando no tenías intención de hacer nada ni tampoco sabías que
estuvieras haciendo algo inconveniente.
Había
una sólida moldura claveteada al suelo bajo las puertas correderas. Una de las puertas
podía atornillarse en la moldura y cuando las puertas se cerraban, quedaban convertidas
en una pared firme. Ahora que estaban abiertas, la señora Bagot veía cómo el borde
de la alfombra cubierta de rosas se extendía paralelo a la moldura, a unos cinco
centímetros de distancia. Solo necesitaba una hilera de luces de candilejas en su
lado para convertir la alfombra en un escenario. Era un escenario. Veía a las niñas
como si estuvieran en un escenario. Las suelas de sus zapatos, sus rodillas, las
palmas de sus manos, sus cuellos y barbillas, las aletas de sus narices, sus frentes
y sus pelos lisos, que se extendían alrededor de sus cabezas como si estuvieran
volando en el aire o con su movimiento, aunque estaban inmóviles y no había viento.
La estaban contemplando, la miraban y sonreían. Les brillaban los ojos. Estaban
esperando que ella les dijera que iban a llegar tarde al colegio y ella se las imaginaba
lejos, en un escenario importante, bailando una danza lenta y alocada, algo que
fueran improvisando a medida que se movían. Bennie, el terrier blanco, le rozó las
piernas a la señora Bagot al pasar hacia la habitación a investigar a las niñas.
Había mucho espacio entre las puertas y la señora Bagot era muy bajita, pero Bennie
tenía que rozarla. Bennie no desaprovechaba ninguna ocasión de frotarse contra ella
y cuando ella se sentaba en su butaca, le tocaba la mano con la nariz y la seguía
ansiosamente a la puerta principal y se quedaba moviendo la cola mientras ella hablaba
con quien fuera y es que él necesitaba comprobar que ella seguía siendo la misma
todo el tiempo. Verificación, determinación, reconocimiento y silencio: Bennie vivía
en la ardiente humildad del perfecto amor. Y la señora Bagot quería echarse en el
suelo con las niñas, abrazarlas y meterlas en su memoria con las manos para poder
tenerlas siempre delante tal como ahora las veía: vivas y confiadas en su independencia,
y viéndola a ella. La veían, lo sabía. Sus sonrisas eran felices y secretas. La
estaban poniendo a prueba. Estaban esperando que hablara. Ella no habló ni se movió.
Seguía sonriendo, casi riéndose de placer. Apretaba las palmas juntas y luego dio
una palmada y dejó caer las manos como diciendo: “Así son las cosas”. Bennie olisqueó
las caras de las niñas y se sentó entre ellas. En cuanto Bennie se sentó, Lily se
paró de un salto.
–Ya
basta de tonterías –dijo Lily–. Vamos a llegar tarde al colegio.
–Tonterías
para ti –dijo Margaret. Pero también se levantó y adelantó a Lily para llegar primero
al recibidor. Bennie las adelantó a las dos y empezó a olisquear sus bolsas del
colegio, que estaban en la silla del recibidor. Las bolsas le interesaban porque
contenían una comida completa y bien envuelta para cada una. Aquel día, la señora
Bagot no iba a poder llevarles nada a mediodía. Tenía que quedarse en casa y esperar
a que trajeran el sofá. Las niñas lo sabían todo sobre el sofá, y tenían tantas
ganas como ella de que llegara. Era un día importante en la casa y su importancia
había crecido en la noche, mientras dormían. El día anterior parecía perdido en
el pasado, lejos, desvanecido. Y el día siguiente tendría que hacer un largo viaje
para llegar hasta ellas. Mañana estaba muy lejos, en el futuro remoto. La señora
Bagot no podía pensar en mañana. En realidad, no podía pensar en nada: el sofá seguía
interponiéndose, un sofá nervioso, deseoso de instalarse en la casa para que la
vida ordinaria pudiera recomenzar y todo el mundo pudiera volver a sus asuntos como
antes.
Eran
las dos, y luego pasaron. Cuando la señora Bagot se había sentado y empezado a mirar
el reloj, se dijo que a las dos se levantaría y buscaría algún trabajillo que hacer,
algo que pudiera abandonar en cualquier momento. Pero llegaron las dos, y pasó un
minuto y ella seguía allí, en calma, sin hacer nada. El reloj grande era fiable.
Siempre daba la hora exacta. Todos los demás relojes de la casa se ponían en función
de aquel, que había gobernado los días y noches de la señora Bagot durante toda
su vida de casada. Lo había mirado a lo largo de los años; lo había mirado con ansiedad,
excitación, aprensión, satisfacción, alivio y expectación, así como con decepción
y aburrimiento, y ahora simplemente se sentó y lo miró, como desafiándolo a decirle
que se levantara y fuese a hacer algo. Pero el reloj, que había sido tan dominante
todos aquellos años, no tenía poder sobre ella aquel día, y mientras cada minuto
se iba gastando detrás del otro ante sus ojos, ella empezó a sonreír. No sabía que
le estaba dedicando al reloj la misma sonrisa que les dedicaba a las niñas cuando
eran bebés y dormían más de la cuenta y ella les sonreía como diciendo: “Duerman,
las despertaré pronto”. Era una sonrisa secreta, divertida, ausente y especulativa.
Cuando la señora Bagot sonreía así, sus ojos reflejaban algo que ella no sabía de
sí misma. Entraba en contacto con un espíritu que no sabía que poseía y cuando sonreía,
su cara se iluminaba con el leve y lejano brillo de una seguridad muy suya, pero
que estaba enterrada muy hondo bajo la profunda y útil tierra de sus treinta y cinco
años de vida obediente e incondicional. Pensó que el reloj empezaba a parecer amistoso
y también pensó que se había calmado y se estaba tomando su tiempo, como ella.
No
se durmió, ni siquiera dormitó, pero debió quedarse hipnotizada por la ancha cara
inocente del reloj, porque cuando oyó la llamada en la puerta se pegó un buen susto.
Corrió por el estrecho vestíbulo hasta la puerta principal, y mientras corría seguía
pensando que era demasiado pronto; aún no estaba lista para el sofá. Pero cuando
abrió la puerta y vio al repartidor allí de pie, le preguntó:
–¿Ha
traído el sofá? Espero que hayan mandado el bueno, que nadie se haya equivocado.
El
hombre la miró sorprendido y dijo:
–Sólo
quería ver la anchura del vestíbulo –miró tras ella y dijo–: Pasará sin problema.
Y
volvió al camino de losetas hasta la diminuta puerta de hierro, que había dejado
abierta, y a la parte posterior de la furgoneta, donde otros dos hombres habían
abierto las puertas y lo esperaban sin entusiasmo. La señora Bagot voló tras él
hacia la camioneta y miró al interior. Sí, era su sofá.
El
hombre alto que había venido a la puerta ya había subido a la furgoneta y empezado
a sacar el sofá. Ella vio que le sonreía alegremente y, en su confusión, se volvió
y corrió a esperar en la puerta principal. Sintió que había quedado como una tonta
y había perdido la dignidad y pensó que aquellos hombres debían de burlarse de ella
por su impaciencia. Decidió mirar con severidad al hombre alto cuando entrara a
la casa.
El
sofá empezó a asomar tímidamente de la camioneta y en ese momento aparecieron Lily
y Margaret corriendo calle arriba. Aparecieron algunos otros niños de las otras
casas mirando con curiosidad. Lily y Margaret se apartaron rápidamente de aquellos
pobres niños que no tenían un sofá nuevo y corrieron por el camino de losetas y
se colocaron junto a su madre en la puerta principal. Ella parecía tan seria y preocupada
que las niñas se contagiaron de su seriedad y preocupación. Conseguir un nuevo sofá
no era tan simple como habían imaginado. El sofá no iba a entrar flotando y posarse
mágicamente en su lugar de la sala. Podía haber dificultades. Ahora ya estaba fuera
de la furgoneta y se veía enorme y vulnerable, plantado y varado en los hombros
de dos de los transportistas, que no parecían disfrutar acarreándolo.
–Las
patas son muy pequeñas –dijo Margaret. Las tres tenían miedo de que los hombres
dejaran caer el sofá y se le partieran las patas.
–Espero
que no roce la barandilla; podría romperse por abajo –dijo la señora Bagot, que
estaba temblando–. Escúchenme –les dijo a las niñas–. Cuidado de no ponerse en el
camino de estos hombres. Cuando el sofá se acerque desde la puerta del jardín, corran
atrás y siéntense en las escaleras y yo me pondré en las escaleras de la cocina.
Así tendrán el recibidor libre, nadie se hará daño y ellos podrán moverse a gusto.
¿Me oyen? Cuando pasen la puerta del jardín, vamos todas para atrás.
Con
aquella estrategia planeada y acordada, pudieron concentrarse de nuevo plenamente
en el sofá.
–No
conseguirán pasar esa puertecita sin destrozar el sofá –dijo la señora Bagot. Pero
cuando los hombres llegaron a la puerta del jardín levantaron el sofá muy alto en
el aire y lo transportaron triunfalmente y llegó tan deprisa a la puerta principal
que la señora Bagot y las niñas apenas tuvieron tiempo de retroceder y tomar sus
posiciones en las escaleras. El sofá llenó el vestíbulo durante un minuto y luego
empezó a deslizarse hacia la sala principal. La señora Bagot corrió a la salita
de detrás y se quedó allí, en el mismo sitio desde donde había contemplado a las
niñas aquella mañana.
–Frente
a la chimenea, por favor –dijo, aunque era innecesario, pues no había otro espacio
donde ponerlo.
El
sofá quedaba muy bien en la habitación, mucho mejor de lo que ella se había imaginado.
–Parece
como si lo hubieran diseñado a medida –dijo el hombre alto y a ella se le olvidó
mirarlo con severidad.
Acompañó
a los hombres a la puerta principal y observó la camioneta alejarse y luego volvió
a unirse a Lily y Margaret en la contemplación del sofá. Anduvieron a su alrededor,
se sentaron en él, le acariciaron el respaldo y los costados, dijeron todo lo que
les parecía y siguieron hablando del sofá durante la cena, que tomaron en la cocina,
como de costumbre.
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