Alphonse Daudet
El
emplazamiento era soberbio para construir una ciudad. Bastaba nivelar la ribera
del río, cortando una parte del bosque, del inmenso bosque virgen enraizado allí
desde el nacimiento del mundo. Entonces, rodeada por colinas, la ciudad descendería
hasta los muelles de un puerto magnífico, establecido en la desembocadura del Río
Rojo, sólo a cuatro millas del mar.
En cuanto el gobierno de Washington acordó
la concesión, carpinteros y leñadores se pusieron a la obra; pero nunca habían visto
un bosque parecido. Aferrado al suelo con todas sus lianas, con todas sus raíces,
cuanto talaban por un lado renacía por el otro, rejuveneciendo de sus heridas, en
las que cada golpe de hacha hacía brotar botones verdes. Las calles, las plazas
de la ciudad, apenas trazadas, comenzaron a ser invadidas por la vegetación. Las
murallas crecían con menos rapidez que los árboles, y en cuanto se erguían, se desmoronaban
bajo el esfuerzo de las raíces siempre vivas.
Para terminar con esas resistencias donde se
enmohecía el hierro de las sierras y de las hachas, se vieron obligados a recurrir
al fuego. Día y noche una humareda sofocante llenaba el espesor de los matorrales,
en tanto que los grandes árboles de arriba ardían como cirios. El bosque intentaba
luchar aún demorando el incendio con oleadas de savia y con la frescura sin aire
de su follaje apretado. Finalmente llegó el invierno. La nieve se abatió como una
segunda muerte sobre los inmensos terrenos cubiertos de troncos ennegrecidos, de
raíces consumidas. Ya se podía construir.
Muy pronto una ciudad inmensa, toda de madera
como Chicago, se extendió en las riberas del Río Rojo, con sus largas calles alineadas,
numeradas, abriéndose alrededor de las plazas, la Bolsa, los mercados, las iglesias,
las escuelas y todo un despliegue marítimo de galpones, de aduanas, de muelles,
de entrepuertos, de astilleros para la construcción de los barcos. La ciudad de
madera, Wood’stown –como se le llamó– fue rápidamente poblada por los estrenadores
de casas de las ciudades nuevas. Una actividad febril circulaba en todos los barrios;
pero sobre las colinas de los alrededores, que dominaban las calles repletas de
gente y el puerto lleno de barcos, una masa sombría y amenazadora se instaló en
semicírculo. Era el bosque que miraba.
Miraba aquella ciudad insolente que había ocupado
su lugar en las riberas del río, y de tres mil árboles gigantescos. Toda Wood’stown
estaba hecha con su vida misma. Los altos mástiles que se balanceaban en el puerto,
aquellos innumerables desniveles uno tras otro, hasta la última cabaña del barrio
más alejado, todo se lo debían, tanto los instrumentos de trabajo como los muebles,
tomando sólo en cuenta el largo de sus ramas. Por esto, ¡qué rencor terrible guardaba
contra esta ciudad de ladrones!
Mientras duró el invierno no se notó nada.
Los habitantes de Wood’stown oían a veces un crujido sordo en sus techumbres y en
sus muebles. De vez en cuando una muralla se rajaba, un mostrador de tienda estallaba
en dos estruendosamente. Pero la madera nueva padece estos accidentes y nadie les
daba importancia. Sin embargo, al acercarse la primavera –una primavera súbita,
violenta, tan rica de savia que se sentía bajo la tierra como el rumor de las fuentes–
el suelo comenzó a agitarse, levantado por fuerzas invisibles y activas. En cada
casa, los muebles, las paredes de los muros se hinchaban y se veían en los tablones
del piso largas elevaciones, como ante el paso de un topo. Ni puertas, ni ventanas,
ni nada funcionaba. “Es la humedad –decían los habitantes– con el calor pasará”.
De pronto, al día siguiente de una gran tempestad
que provenía del mar, y que trajo el verano con sus claridades ardientes y su lluvia
tibia, la ciudad, al despertar, lanzó un grito de estupor. Los techos rojos de los
monumentos públicos, las campanas de las iglesias, los tablones de las casas y hasta
la madera de las camas, todo estaba empapado en una tinta verde, delgada como una
capa de moho, leve como un encaje. De cerca parecía una cantidad de brotes microscópicos,
donde ya se veía el enroscamiento de las hojas. Esta nueva rareza divirtió sin inquietar
más; pero, antes de la noche, ramitas verdes se abrieron en todas partes sobre los
muebles, sobre las murallas. Las ramas crecían a ojos vistas; si uno las sostenía
un momento en la mano, se las sentía crecer y agitarse como alas.
Al día siguiente todas las viviendas parecían
invernaderos. Las lianas invadían las rampas de las escaleras. En las calles estrechas,
las ramas se enlazaban de un techo al otro, poniendo por encima de la ruidosa ciudad
la sombra de avenidas arboladas. Esto se volvió inquietante. Mientras los sabios
reunidos discutían sobre este caso de vegetación extraordinaria, la muchedumbre
salía fuera para ver los diferentes aspectos del milagro. Los gritos de sorpresa,
el rumor sorprendido de todo aquel pueblo inactivo daba solemnidad al extraño acontecimiento.
De pronto alguien gritó: “¡Miren el bosque!”, y percibieron, con terror, que desde
hacía dos días el semicírculo verde se había acercado mucho. El bosque parecía descender
hacia la ciudad. Toda una vanguardia de espinos y de lianas se extendían hasta las
primeras casas de los suburbios.
Entonces Wood’stown empezó a comprender y a
sentir miedo. Evidentemente el bosque venía a reconquistar su lugar junto al río;
sus árboles, abatidos, dispersos, transformados, se liberaban para adelantárselo.
¿Cómo resistir la invasión? Con el fuego se corría el riesgo de incendiar la ciudad
entera. ¿Y qué podían las hachas contra esta savia sin cesar renaciente, esas raíces
monstruosas que atacaban por debajo del suelo, esos millares de semillas volantes
que germinaban al quebrarse y hacían brotar un árbol donde quiera que cayeran?
Sin embargo todos se pusieron bravamente a
luchar con las hoces, las sierras, los rastrillos: se hizo una inmensa matanza de
hojas. Pero fue en vano. De hora en hora la confusión de los bosques vírgenes, donde
el entrelazamiento de las lianas creaba formas gigantescas, invadía las calles de
Wood’stown. Ya irrumpían los insectos y los reptiles. Había nidos en todos los rincones,
golpes de alas y masas de pequeños picos agresivos. En una noche los graneros de
la ciudad fueron totalmente vaciados por las nidadas nuevas. Después, como una ironía
en medio del desastre, mariposas de todos los tamaños y colores volaron sobre las
viñas florecidas, y las abejas previsoras, buscando abrigo seguro en los huecos
de los árboles tan rápidamente crecidos, instalaron sus colmenas como una demostración
de permanencia y conquista.
Vagamente, en el gemido rumoroso del follaje
se oían golpes sordos de sierras y de hachas; pero el cuarto día se reconoció que
todo trabajo era imposible. La hierba crecía demasiado alta, demasiado espesa. Lianas
trepadoras se enroscaban en los brazos de los leñadores y agarrotaban sus movimientos.
Por otra parte, las casas se volvieron inhabitables; los muebles, cargados de hojas,
habían perdido la forma. Los techos se hundieron perforados por las lanzas de las
yucas, los largos espinos de la caoba; y en lugar de techumbres se instaló la cúpula
inmensa de las catalpas. Era el fin. Había que huir.
A través del apretujamiento de plantas y de
ramas que avanzaba cada vez más, los habitantes de Wood’stown, espantados, se precipitaron
hacia el río, arrastrando en su huida lo que podían de sus riquezas y objetos preciosos.
¡Pero cuántas dificultades para llegar al borde del agua! Ya no quedaban muelles.
Nada más que musgos gigantescos. Los astilleros marítimos, donde se guardaban las
maderas para la construcción, habían dejado lugar a bosques de pinos; y en el puerto,
lleno de flores, los barcos nuevos parecían islas de verdor. Por suerte se encontraban
allí algunas fragatas blindadas en las que se refugió la muchedumbre desde donde
pudieron ver al viejo bosque unirse victorioso con el bosque joven.
Poco a poco los árboles confundieron sus copas
y bajo el cielo azul resplandeciente de sol, la enorme masa del follaje se extendió
desde el borde del río hasta el lejano horizonte. Ni rastro quedó de la ciudad,
ni de techos, ni de muros. A veces un ruido sordo de algo que se desmoronaba, último
eco de las ruinas, donde se oía el golpe de hacha de un leñador enfurecido, retumbaba
en las profundidades del follaje. Solamente el silencio vibrante, rumoroso, zumbante
de nubes de mariposas blancas que giraban sobre la ribera desierta, y lejos, hacia
alta mar, un barco que huía, con tres grandes árboles verdes erguidos en medio de
sus velas, llevaba los últimos emigrantes de lo que fue Wood’stown…
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