Reinaldo Bernal Cárdenas
En
su departamento, Sora desatiende por un instante la pantalla del computador,
vuelve los ojos hacia él y le dedica una mirada bondadosa, maternal; calada de
paciencia experta. Sólo es un ser indefenso, piensa. Ese pensamiento disipa su
contrariedad. Se levanta. Da unos pasos para acercarse. No se explica qué le
sucede hoy, qué reclama. ¿A quién preguntarle? Ya cambió su pañal, le dio
papilla de manzana y descorrió la persiana para que le diera el sol. Pero él
aun gimotea como tratando de articular alguna palabra. A punto de lágrimas,
aquellos ojos empequeñecidos suplican, demandan. Sora desconoce si son cólicos,
sueño, ansiedad o algún dolor… “Sé bueno y trágate la pastilla, toma un poco
más de agua. Shhh… tranquilo”.
Si bien su jefe espera que ella envíe con urgencia
el informe, Sora no vuelve a su tarea, el instinto está primero: la sangre
tira. Inhala profundo procurando no angustiarse. ¡Si tan solo pudiera acudir a
su madre por ayuda! Imposible, ella murió hace pocos meses y ya no puede
asistir a su única hija. Entonces, con gran devoción se sienta junto a esa
humanidad que hoy parece de algodón.
Con voz de secreto, y en esa proximidad de ternura,
Sora tararea una canción buscando la calma pretendida “la, la, la”. Extiende
los dedos, masajea el pelo frágil que tapiza esa cabecita y luego los deja
resbalar mimosos por la cara atormentada. Por varios minutos sigue cantando… Sin
resultado. Agobiada por la incertidumbre, y la extenuación de muchas malas
noches, se muerde el labio inferior, suspira y eleva la vista buscando el cielo
a través del ventanal.
Quizá su anciano padre, luego de enviudar, y de la
consecuente trombosis que lo dejó tan desvalido como un bebé, hoy precise la
dignidad que sólo la muerte puede devolverle.
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