Felisberto Hernández
Prólogo
Todos
los sabios estaban de acuerdo en que el fin del mundo se aproximaba. Hasta
habían fijado fecha. Todos los países se llenaron de espanto. Todos los hombres
con el espíritu impreciso, no podían pensar en otra cosa que en hacerse los
gustos. Y se precipitaban. Y no se preocupaban de que los póstumos placeres
fueran a expensas del dolor de los demás. Hubo un país que reaccionó
rápidamente de la fantástica noticia. Nadie sabía si ese estado de coraje era
por ignorancia, por sabiduría, por demasiado dolor o por demasiado cinismo.
Pero ellos fueron los únicos asombrosamente capaces de resolver el problema de
precaverse: construyeron seis planetitas de cemento armado incluyendo las leyes
físicas que los sostuvieran en el espacio.
I
Por
más grande que fuera el esfuerzo humano, resultaba ridículo y pequeño al querer
suplir a la Tierra. Se calculaba que ese país tenía diez veces más habitantes
de los que cabían en los planetitas. Entonces decidieron algo atroz: debían
salvarse los hombres perfectos. Vino el juicio final y unos cuantos hombres
juzgaron a los demás hombres. En el primer momento todos se manifestaron
capaces de esta tarea. Sin embargo, hubo un hombre extrañamente loco, que dijo
lo contrario. Además propuso al pueblo que todos los hombres que se eligieran
para juzgar a los demás, debían aceptar esta tarea a condición de ser
fusilados.
II
El
pueblo aceptó esta última proposición. Se disolvieron las aptitudes para la
tarea de selección: nadie amaba la justicia al extremo de dar la vida por ella.
Hubo sin embargo un hombre de experiencia concreta que aceptó. Indignado porque
un grupo de inteligentes se burló de su experiencia, prefirió juzgar al grupo
de inteligentes, y morir fusilado con una sonrisa trágica de ironía y de veneno
de rabia. Gracias a los sacrificados por la justicia a ellos mismos, se juzgó a
los hombres y los perfectos ocuparon sus respectivos puestos en los planetitas
de cemento armado.
III
Los
planetitas eran ventilados. No había espacio para bosques ni campiñas. Pero
perfectos pintores recién llegados de las mejores academias de la Tierra
pintaron en las paredes árboles y prados idénticos a los de la Tierra, ni hoja
más ni hoja menos. Estaban tan bien pintados que tentaban a los hombres a
introducirse en ellos. Pero internarse en esa belleza y darse contra la pared
era la misma cosa. Otra medida horrible a que obligaba el poco espacio era en
la reproducción: no podía reproducirse ni en los animales ni en los hombres más
de un número determinado.
IV
La
competencia entre todos los planetitas y el “qué dirán” del planetita vecino,
los llevó a un progreso monstruoso. La ciencia había llegado a prever antes de
nacer un hombre, cómo sería, la utilidad que prestaría a su planetita y hasta
el proceso de su vida. La información que recibían los niños de las cosas era
sencillamente exacta. No tenían que divagar como en la Tierra acerca del origen
del planeta. Conocían concretamente el origen de su planetita y su misión de
progreso. Los hombres que no cumplían en el fondo del alma esta misión eran
descubiertos por otros hombres de ciencia que solamente con mirarles la cara y
analizar sus rasgos descubrían al traidor.
V
En
los planetitas no creían en la casualidad. Habían descubierto el porqué
metafísico y los vehículos cruzaban las calles sin necesidad de corneta ni de
otro instrumento de previsión. Uno de los grandes problemas resueltos era la
longevidad y ésta era aplicada a los genios mayores. De esta manera se explica
que después de dos siglos y medio, aún quedaran dos ancianos fundadores de los
planetitas y únicos hijos de la Tierra.
Epílogo
El
mundo no se acabó. Pero se acabaron los planetitas. Fueron a caer en un inmenso
desierto. Todos los huéspedes se asombraban de que los dos ancianos besaran la
Tierra con una alegría loca. Más se asombraron cuando emigraron de los
planetitas y prefirieron las necesidades del desierto. Más se asombraron cuando
los propios hijos de los huéspedes de reacción contraria a la perfección
retornaron al problema biológico primitivo de la Tierra y emigraron lo mismo
que los ancianos. Igual que los niños dormidos cuando los acunan, los
peregrinos no se daban cuenta que la Tierra los acunaba. Pero la Tierra era
maravillosa, los acunaba a todos igual, y les daba el día y la noche.
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