Juan José Saer
Comí los alimentos del mundo.
Mi mano tocó piedras de ciudades famosas y mi cuerpo, reducido ahora, pero sano
y salvaje, atravesó calles más numerosas que las arrugas de un río. ¿Qué hombres
no conocí? ¿Qué libros no he leído? ¿Qué ha de haber en el almacén de lo visible
y de lo invisible que se me pueda vender como novedad? En las mañanas del mes de
octubre, llenas de sol y de palomas, contemplo la explosión lenta de las flores
del duraznero y me paseo tranquilo, gozando de buena digestión y de buena respiración,
la lengua llena del gusto del café y un cigarrillo que humea entre mis dedos. Debí
pasar por todo eso, la larga noche del deseo y la posesión, para llegar hasta aquí.
En mi mente
martillean versos férreos, ajenos. Resuenan en mí como la primera vez. La belleza,
que para Platón era reminiscencia, para mí, indefenso y libre, no es más que actualidad.
La misma música aliterada me estremece de nuevo, cada vez, con delicias flamantes.
El café: una sombra en relación con su regusto, con esa pesadez perfumada que se
irradia, sutil, desde la punta de mi lengua, ahora. Lo que nos salva a nosotros,
los viejos, es ver arder detrás el mundo, depositado sobre un lecho de ceniza palpitante.
Sobre ese colchón estoy parado contemplando mi propia sombra que encoge lentamente
en la mañana.
Que otros gocen
hoy de la maravilla del nacimiento y del sabor de la primera entrega perfumada del
mundo, o de una muchedumbre de fiestas nocturnas. El sol de los ciegos es más negro
que la noche y el nacimiento más perfecto es la muerte. Mi luz es única. No la puedo
cambiar. Y el humo de mi cigarrillo es más sólido y más azul que un ramo de ciudades.
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