Roberto Bolaño
Hace muchos años tuve un amigo
que se llamaba Jim y desde entonces nunca he vuelto a ver a un norteamericano más
triste. Desesperados he visto muchos. Tristes, como Jim, ninguno. Una vez se marchó
a Perú, en un viaje que debía durar más de seis meses, pero al cabo de poco tiempo
volví a verlo. ¿En qué consiste la poesía, Jim?, le preguntaban los niños mendigos
de México. Jim los escuchaba mirando las nubes y luego se ponía a vomitar. Léxico,
elocuencia, búsqueda de la verdad. Epifanía. Como cuando se te aparece la Virgen.
En Centroamérica lo asaltaron varias veces, lo que resultaba extraordinario para
alguien que había sido marine y antiguo combatiente en Vietnam. No más peleas, decía
Jim. Ahora soy poeta y busco lo extraordinario para decirlo con palabras comunes
y corrientes. ¿Tú crees que existen palabras comunes y corrientes? Yo creo que sí,
decía Jim. Su mujer era una poeta chicana que amenazaba, cada cierto tiempo, con
abandonarlo. Me mostró una foto de ella. No era particularmente bonita. Su rostro
expresaba sufrimiento y debajo del sufrimiento asomaba la rabia. La imaginé en un
apartamento de San Francisco o en una casa de Los Ángeles, con las ventanas cerradas
y las cortinas abiertas, sentada a la mesa, comiendo trocitos de pan de molde y
un plato de sopa verde. Por lo visto a Jim le gustaban las morenas, las mujeres
secretas de la historia, decía sin dar mayores explicaciones. A mí, por el contrario,
me gustaban las rubias. Una vez lo vi contemplando a los tragafuegos de las calles
del DF. Lo vi de espaldas y no lo saludé, pero evidentemente era Jim. El pelo mal
cortado, la camisa blanca y sucia, la espalda cargada como si aún sintiera el peso
de la mochila. El cuello rojo, un cuello que evocaba, de alguna manera, un linchamiento
en el campo, un campo en blanco y negro, sin anuncios ni luces de estaciones de
gasolina, un campo tal como es o como debería ser el campo: baldíos sin solución
de continuidad, habitaciones de ladrillo o blindadas de donde hemos escapado y que
esperan nuestro regreso. Jim tenía las manos en los bolsillos. El tragafuegos agitaba
su antorcha y se reía de forma feroz. Su rostro, ennegrecido, decía que podía tener
treintaicinco años o quince. No llevaba camisa y una cicatriz vertical le subía
desde el ombligo hasta el pecho. Cada cierto tiempo se llenaba la boca de líquido
inflamable y luego escupía una larga culebra de fuego. La gente lo miraba, apreciaba
su arte y seguía su camino, menos Jim, que permanecía en el borde de la acera, inmóvil,
como si esperara algo más del tragafuegos, una décima señal después de haber descifrado
las nueve de rigor, o como si en el rostro tiznado hubiera descubierto la cara de
un antiguo amigo o de alguien que había matado. Durante un buen rato lo estuve mirando.
Yo entonces tenía dieciocho o diecinueve años y creía que era inmortal. Si hubiera
sabido que no lo era, habría dado media vuelta y me hubiera alejado de allí. Pasado
un tiempo me cansé de mirar la espalda de Jim y los visajes del tragafuegos. Lo
cierto es que me acerqué y lo llamé. Jim pareció no oírme. Al volverse observé que
tenía la cara mojada de sudor. Parecía afiebrado y le costó reconocerme: me saludó
con un movimiento de cabeza y luego siguió mirando al tragafuegos. Cuando me puse
a su lado me di cuenta de que estaba llorando. Probablemente también tenía fiebre.
Asimismo descubrí, con menos asombro con el que ahora lo escribo, que el tragafuegos
estaba trabajando exclusivamente para él, como si todos los demás transeúntes de
aquella esquina del DF no existiéramos. Las llamaradas, en ocasiones, iban a morir
a menos de un metro de donde estábamos. ¿Qué quieres, le dije, que te asen en la
calle? Una broma tonta, dicha sin pensar, pero de golpe caí en que eso, precisamente,
esperaba Jim. Chingado, hechizado / Chingado, hechizado, era el estribillo, creo
recordar, de una canción de moda aquel año en algunos hoyos funkis. Chingado y hechizado
parecía Jim. El embrujo de México lo había atrapado y ahora miraba directamente
a la cara a sus fantasmas. Vámonos de aquí, le dije. También le pregunté si estaba
drogado, si se sentía mal. Dijo que no con la cabeza. El tragafuegos nos miró. Luego,
con los carrillos hinchados, como Eolo, el dios del viento, se acercó a nosotros.
Supe, en una fracción de segundo, que no era precisamente viento lo que nos iba
a caer encima. Vámonos, dije, y de un golpe lo despegué del funesto borde de la
acera. Nos perdimos calle abajo, en dirección a Reforma, y al poco rato nos separamos.
Jim no abrió la boca en todo el tiempo. Nunca más lo volví a ver.
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