Juan José Arreola
La
cortesía no es mi fuerte. En los autobuses suelo disimular esta carencia con la
lectura o el abatimiento. Pero hoy me levanté de mi asiento automáticamente, ante
una mujer que estaba de pie, con un vago aspecto de ángel anunciador.
La
dama beneficiada por ese rasgo involuntario lo agradeció con palabras tan efusivas,
que atrajeron la atención de dos o tres pasajeros. Poco después se desocupó el asiento
inmediato, y al ofrecérmelo con leve y significativo ademán, el ángel tuvo un hermoso
gesto de alivio. Me senté allí con la esperanza de que viajaríamos sin desazón alguna.
Pero
ese día me estaba destinado, misteriosamente. Subió al autobús otra mujer, sin alas
aparentes. Una buena ocasión se presentaba para poner las cosas en su sitio; pero
no fue aprovechada por mí. Naturalmente, yo podía permanecer sentado, destruyendo
así el germen de una falsa reputación. Sin embargo, débil y sintiéndome ya comprometido
con mi compañera, me apresuré a levantarme, ofreciendo con reverencia el asiento
a la recién llegada. Tal parece que nadie le había hecho en toda su vida un homenaje
parecido: llevó las cosas al extremo con sus turbadas palabras de reconocimiento.
Esta
vez no fueron ya dos ni tres las personas que aprobaron sonrientes mi cortesía.
Por lo menos la mitad del pasaje puso los ojos en mí, como diciendo: “He aquí un
caballero”. Tuve la idea de abandonar el vehículo, pero la deseché inmediatamente,
sometiéndome con honradez a la situación, alimentando la esperanza de que las cosas
se detuvieran allí.
Dos
calles adelante bajó un pasajero. Desde el otro extremo del autobús, una señora
me designó para ocupar el asiento vacío. Lo hizo sólo con una mirada, pero tan imperiosa,
que detuvo el ademán de un individuo que se me adelantaba; y tan suave, que yo atravesé
el camino con paso vacilante para ocupar en aquel asiento un sitio de honor. Algunos
viajeros masculinos que iban de pie sonrieron con desprecio. Yo adiviné su envidia,
sus celos, su resentimiento, y me sentí un poco angustiado. Las señoras, en cambio,
parecían protegerme con su efusiva aprobación silenciosa.
Una
nueva prueba, mucho más importante que las anteriores, me aguardaba en la esquina
siguiente: subió al camión una señora con dos niños pequeños. Un angelito en brazos
y otro que apenas caminaba. Obedeciendo la orden unánime, me levanté inmediatamente
y fui al encuentro de aquel grupo conmovedor. La señora venía complicada con dos
o tres paquetes; tuvo que correr media cuadra por lo menos, y no lograba abrir su
gran bolso de mano. La ayudé eficazmente en todo lo posible; la desembaracé de nenes
y envoltorios, gestioné con el chofer la exención de pago para los niños, y la señora
quedó instalada finalmente en mi asiento, que la custodia femenina había conservado
libre de intrusos. Guardé la manita del niño mayor entre las mías.
Mis
compromisos para con el pasaje habían aumentado de manera decisiva. Todos esperaban
de mí cualquier cosa. Yo personificaba en aquellos momentos los ideales femeninos
de caballerosidad y de protección a los débiles. La responsabilidad oprimía mi cuerpo
como una coraza agobiante, y yo echaba de menos una buena tizona en el costado.
Porque no dejaban de ocurrírseme cosas graves. Por ejemplo, si un pasajero se propasaba
con alguna dama, cosa nada rara en los autobuses, yo debía amonestar al agresor
y aun entrar en combate con él. En todo caso, las señoras parecían completamente
seguras de mis reacciones de Bayardo. Me sentí al borde del drama.
En
esto llegamos a la esquina en que debía bajarme. Divisé mi casa como una tierra
prometida. Pero no descendí incapaz de moverme, la arrancada del autobús me dio
una idea de lo que debe ser una aventura trasatlántica. Pude recobrarme rápidamente;
yo no podía desertar así como así, defraudando a las que en mí habían depositado
su seguridad, confiándome un puesto de mando. Además, debo confesar que me sentí
cohibido ante la idea de que mi descenso pusiera en libertad impulsos hasta entonces
contenidos. Si por un lado yo tenía asegurada la mayoría femenina, no estaba muy
tranquilo acerca de mi reputación entre los hombres. Al bajarme, bien podría estallar
a mis espaldas la ovación o la rechifla. Y no quise correr tal riesgo. ¿Y si aprovechando
mi ausencia un resentido daba rienda suelta a su bajeza? Decidí quedarme y bajar
el último, en la terminal, hasta que todos estuvieran a salvo.
Las
señoras fueron bajando una a una en sus esquinas respectivas, con toda felicidad.
El chofer ¡santo Dios! acercaba el vehículo junto a la acera, lo detenía completamente
y esperaba a que las damas pusieran sus dos pies en tierra firme. En el último momento,
vi en cada rostro un gesto de simpatía, algo así como el esbozo de una despedida
cariñosa. La señora de los niños bajó finalmente, auxiliada por mí, no sin regalarme
un par de besos infantiles que todavía gravitan en mi corazón, como un remordimiento.
Descendí
en una esquina desolada, casi montaraz, sin pompa ni ceremonia. En mi espíritu había
grandes reservas de heroísmo sin empleo, mientras el autobús se alejaba vacío de
aquella asamblea dispersa y fortuita que consagró mi reputación de caballero.
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