Sherwood Anderson
Vivió hasta la edad de siete
años en una casa vieja, sin pintar, junto a un camino abandonado que arrancaba de
Trunion Pike. Su padre no se ocupaba apenas de ella, y su madre había fallecido.
Su padre se pasaba el tiempo discutiendo y discurriendo sobre religión. Afirmaba
que él era un agnóstico; y de tal manera vivía absorto en la empresa de echar abajo
las ideas que acerca de Dios se habían deslizado en el cerebro de sus convecinos,
que no alcanzó a ver cómo se manifestaba Dios en aquella niñita que vivía tan pronto
en un sitio como en otro, casi olvidada, gracias a la bondad de los parientes de
su fallecida madre.
Llegó a Winesburgo
un forastero que vio en la niña lo que no había visto su padre. Era un joven de
elevada estatura, de pelo rojizo, que casi siempre estaba borracho. A veces solía
sentarse en una silla delante de la New Willard House, con el padre de la niña,
Tom Hard. Este hablaba, sosteniendo que no era posible la existencia de Dios; el
extranjero lo oía sonriendo y guiñaba el ojo a los que estaban cerca de ellos. Se
hicieron grandes amigos, él y Tom, y solían estar juntos muy a menudo.
El forastero
era hijo de un rico negociante de Cleveland y había venido a Winesburgo con una
finalidad. Quería curarse del hábito de la bebida, y pensó que tendría mayores probabilidades
de luchar con aquel vicio que estaba aniquilándolo si ponía tierra de por medio
entre él y sus amigos de la ciudad y se iba a vivir en un pueblo del campo.
Su estancia
en Winesburgo no fue precisamente un éxito. La monotonía con que transcurrían las
horas lo llevó a darse con más ahínco que nunca a la bebida. Pero acertó en una
cosa. Puso a la hija de Tom Hard un nombre que encerraba un gran sentido.
Una tarde
venía el forastero haciendo eses por la calle principal del pueblo, todavía con
la resaca de una copiosa borrachera. Tom Hard estaba sentado en una silla, delante
de la New Willard House, y tenía encima de las rodillas a su hijita, de cinco años
entonces.
Sentado en
el andén de madera, se hallaba a su lado George Willard. El forastero se dejó caer
junto a él en una silla. Todo su cuerpo tiritaba; y cuando habló, su voz era temblorosa.
Era la hora
del crepúsculo y la oscuridad se cernía sobre la población y sobre la línea del
ferrocarril que pasaba frente al hotel, al pie de un pequeño declive. A lo lejos,
hacia el oeste, resonaba el prolongado silbido de la locomotora de un tren de pasajeros.
Un perro, que había estado durmiendo en mitad de la carretera, se levantó y empezó
a ladrar. El forastero se puso a charlar sin ton ni son e hizo una profecía acerca
de la niña que el agnóstico tenía en brazos.
–Vine a este
pueblo para apartarme de la bebida –dijo, y las lágrimas empezaron a correr por
sus mejillas. No miraba a Tom Hard, sino que inclinaba el busto hacia adelante,
con la mirada perdida en la oscuridad, como si estuviese viendo una visión–. Huí
al campo para curarme, pero ha sido inútil. Les diré por qué.
Se volvió
y miró a la niña que estaba sentada muy tiesa sobre la rodilla de su padre; ella
le devolvió la mirada. El forastero puso la mano sobre el brazo de Tom Hard.
–No es la
bebida mi única debilidad –dijo–. Tengo otra. Soy un enamorado y no he dado todavía
con un objeto para mi amor. Esto tiene mucha importancia, y usted lo comprenderá
si tiene suficiente experiencia para ello. Por esto es inevitable que yo acabe mal.
Son pocos los que lo comprenden.
El forastero
se calló como abrumado de tristeza, pero lo despertó un nuevo silbido de la locomotora
del tren de pasajeros.
–No he perdido
la fe. Lo digo muy alto. Pero he venido a parar a un lugar en el que nadie comprenderá
mi fe –dijo con voz áspera. Dirigió una mirada intensa a la niña y empezó a hablar
para ella, sin prestar atención al padre–. Esa mujer vendrá –dijo, y su voz se hizo
ahora aguda y ansiosa–. Pero cuando llegue ya habré partido yo. ¿Te das cuenta?
Las horas de nuestra cita no coinciden. Sería cosa del destino que hubiera dado
yo con ella precisamente en una tarde como ésta, estando yo destrozado por el alcohol.
y siendo ella tan sólo una niña.
Las espaldas
del forastero empezaron a temblar violentamente; intentó hacer un cigarrillo, pero
se cayó el papel de sus dedos temblorosos. Se puso furioso y gruñó:
–Creen que
no tiene mérito el ser mujer y hacerse amar, pero yo sé muy bien lo que eso significa
–exclamó, y se volvió otra vez hacia la niña–. Yo lo comprendo –dijo–. Tal vez soy
yo el único hombre que lo comprende.
Su mirada
vagó otra vez por la oscuridad de la calle.
–La conozco
aún sin haberla visto nunca –continuó suavemente–. Conozco sus luchas y sus derrotas.
Es precisamente por esas derrotas por lo que resulta para mí el único ser amado.
Desde ahora las mujeres tendrán otro rasgo distintivo nacido de sus derrotas. He
discurrido un nombre para esa condición. La llamo Tandy. Discurrí este nombre cuando
yo era un soñador auténtico y antes que mi cuerpo se envileciese. Es la condición
de ser fuerte para ser amada. Es algo que los hombres necesitarían encontrar en
las mujeres, pero que no lo encuentran.
El forastero
se puso en pie y permaneció frente a Tom Hard. Su cuerpo se balanceaba atrás y adelante
y parecía que iba a caerse; pero lo que hizo fue arrodillarse sobre la acera y llevar
las manos de la niñita a sus labios de borracho, besándolas con éxtasis.
–Sé Tandy
–le díjo ansiosamente–. Atrévete a ser fuerte y valerosa. Ese es el camino. Arriésgalo
todo. Ten valor suficiente para atreverte a que te amen. Sé algo más que un hombre
o mujer. Sé Tandy.
El forastero
se levantó y se alejó tambaleándose por la calle. Uno o dos días después subió a
un tren y regresó a su casa de Cleveland. Aquella misma noche de verano, después
de la conversación frente al hotel, Tom Hard llevó a la niña a la casa de un pariente
que la había invitado a pasar la noche en su casa. Caminando por la oscuridad, bajo
los árboles, se olvidó de la charla del forastero y volvió a concentrar su pensamiento
en la búsqueda de argumentos capaces de destruir la fe de los hombres que creían
en Dios. Llamó a su hija por su nombre y ésta se echó a llorar.
–No quiero
que me llamen así –declaró–. Quiero que me llamen Tandy, eso es, Tandy Hard.
La niña lloraba
tan desconsoladamente que Tom Hard se enterneció y se puso a consolarla. Se detuvo
bajo un árbol, la tomó en sus brazos y empezó a acariciarla.
–Vamos, sé
buena –le dijo vivamente, pero ella no se tranquilizó. Se entregó con abandono infantil
a su dolor, y su voz rompió el sosiego nocturno de la calle.
–Quiero ser
Tandy. Quiero ser Tandy. Quiero ser Tandy Hard –exclamó, moviendo la cabeza y sollozando,
como si su energía infantil no pudiese sostener aquella visión que las palabras
del borracho habían despertado en ella.
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