Juan José Saer
En el interior, y en estos tiempos, no se
puede ser empirista, aunque uno haya llegado a los sesenta y seis años y dé clases
de filosofía en la Universidad. Yo diría que no se puede ser empirista sobre todo
por eso, máxime si uno tiene tres hijos (el mayor también es profesor de filosofía
pero está en el Canadá), ocho nietos, y una esposa que el santo día anda atrás de
uno con las medias de lana, porque es consciente de que a esta altura un enfriamiento
puede ser fatal. Y sin embargo, es la vejez, creo, la que me ha hecho empirista,
porque prefiero un mundo que renace a cada momento, entero, a un pasado muy semejante
a una fábrica abandonada en la que los minutos crecen como los yuyos entre los escombros
y las máquinas. Me escribí con Francisco Romero durante años pero nunca me atreví
a decirle que su humanismo me parece una locura –la mano que escribe avanza ahora
horizontal y segura y va llenando de signos el gran espacio blanco–, que todo lo
que supone la existencia del pasado no es más que delirio, saludable en algunos
casos, lo reconozco, pero al fin de cuentas delirio. Para mí –cómo se reirían los
muchachos si yo dijese esto en clase– no existe más que el presente (no el hoy,
porque “hoy” es un concepto demasiado “ancho” para la idea que yo tengo del presente):
la mano que levanto en el aire, ahora, que se detiene a la altura de la lámpara
(detención, lámpara y altura son tres presentes separados, absolutos, que únicamente
la pereza me hace reunir en una sola frase), y la habitación de al lado, la biblioteca
que está detrás de mí no son más que delirio. Es mi filosofía. Sería deshonesto
exponerla en un sistema. Además, para mí la relación causa efecto no existe (no
hay más que un universo entero que se sumerge en la nada y después reaparece, que
se sumerge, entero, y reaparece indefinidamente), y es de la relación causa efecto
que se constituye el esqueleto de todos los discursos filosóficos, incluso de los
que se proponen negar la relación causa efecto. Cicerón, Tomás, Kant y Hegel, y
el francés pedante que fue a Holanda a buscar el “cogito”, no son para mí más que
espectros chisporroteantes en los que pienso tan poco que no pueden darme miedo.
A veces, percibo un olor que despliega ante mí la fantasmagoría de un pasado tan
vívido que por momentos me hace vacilar. Pero en seguida reflexiono que no he hecho
más que percibir un olor nuevo, de una especie tan particular que despierta en mí
sensaciones que llamo recuerdos pero que no lo son, simplemente porque no hay nada
que recordar. Soy famoso entre los estudiantes de filosofía por mi gusto por los
pescados a la parrilla y el vino blanco, por mi jovialidad y unos botines toscos
y mal lustrados que mi mujer me obliga a usar en invierno y en verano para que me
protejan del frío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario