Silvina Ocampo
Todos los lunes a las cuatro
y media en punto de la tarde, yo llevaba a mi hijo Santiago al taller de Armindo
Talas, para que lo retratara: yo no hacía sino obedecer a mi marido. Siguiendo el
ejemplo de nuestros antepasados, bajo sus órdenes, grandes pintores hacían retratos
de todos los vástagos de nuestra familia, ya que en el comedor de la casa teníamos
los de sus bisabuelos pintados por Prilidiano Pueyrredón; los míos por Fabre, en
mi dormitorio; y el de mi padre disfrazado de indio, por Bermúdez, en el vestíbulo;
y el de una hermana de mi abuela vestida de amazona, por V. Dupit, en el rellano
oscuro de la escalera.
–¡Qué bien
quedaría un retrato tuyo, mío, de Santiago, de los tres, en esta casa! –repetía,
cuando se habían ido las visitas o cuando las esperábamos.
Yo lo oía
como quien oye llover. En la época de las fotografías no me parecía urgente adquirir
retratos, por valiosos que fueran. Las instantáneas, con sus ampliaciones, me gustaban
más.
Dejamos pasar
el tiempo, pero hay antojos duraderos. Mi marido eligió el pintor: resolvimos que
empezaría por el retrato de Santiago, porque tenía cinco años que no volvería a
tener, mientras que nosotros ya empezábamos a cumplir siempre la misma edad. Mi
marido sostenía que los retratos tenían que parecerse al modelo: si la nariz original
era aguileña y horrible, o si era respingada y atroz, la copia tenía que serlo.
Había que dejar de lado la belleza. En una palabra, le gustaban los mamarrachos.
Yo sostenía que la expresión de una cara no dependía, en modo alguno, de sus líneas
ni de sus proporciones, y que el parecido no se manifestaba en meros detalles.
El taller
de Armindo Talas quedaba en la calle Lavalle, a dos cuadras de Callao: era misterioso,
pobre y enorme, con ventanales por donde se entreveían infinitas azoteas y patios
con plantas casi negras. Sobre la repisa del caballete, sucia de pintura, a veces
había pan, restos quizá del desayuno. En los rincones, entre papeles, aparecían
tarros de miel y de café y alguna cuchara pringosa. En un altillo se amontonaban
toda suerte de objetos polvorientos, hasta un caballo de calesita y la cabeza de
una vaca que estuvo, según me aseguró el pintor, durante años sobre la puerta de
una carnicería de Avellaneda. Pocas veces en mi vida, salvo en un jardín o en un
museo, había visto a un pintor seriamente entregado a su tarea. Me fascinaba ver
a Armindo Talas preparar la paleta con todos los colores, como pastas dentífricas,
que iba sacando de los pomos, los pinceles que tenía en un cacharro y que secaba
cuidadosamente con un trapo. En lugar de mirar cómo pintaba Armindo Talas, poco
a poco, insensiblemente, le miré las manos, luego el mentón, luego la boca. No me
gustó. Yo llevaba un libro, que nunca pude leer, porque él y yo conversábamos continuamente.
¿De qué? A veces quisiera reproducir esos diálogos que eran el fruto de mi aburrimiento;
no puedo. Hablábamos tal vez de las noticias de los diarios o tal vez de lugares
pintorescos de Buenos Aires, de los veraneos, de eso hablábamos mucho, ahora lo
recuerdo, pero jamás de cosas íntimas.
Un día Santiago
se portó mal: la voz de un vendedor de helados que iba pregonando por la calle,
creo que lo perturbó. Hacía gestos, no quería sentarse y a cada instante abría la
boca y miraba el techo con cara de idiota. Como única penitencia le infligí la penitencia
más divertida del mundo: lo encerré con llave en el altillo. Oí su jubiloso paso,
su alegría mientras Armindo aprovechaba la oportunidad para mostrarme cuadros, libros,
fotografías. Nos miramos en los ojos por primera vez. Él me pidió que me levantara
el pelo para admirar mi perfil con la oreja descubierta. Fue como si me ordenara
quitarme la ropa. No quise. Insistió. No sé cómo, terminamos sentados en el diván
azul, debajo del ventanal, él con un lápiz y un papel en las manos, yo, mostrándole
mi perfil con la oreja descubierta. Hablábamos sin cesar. ¿Quién era el charlatán?
Ninguno de los dos. Estábamos nerviosos. Me confesó que el hecho de retratar a mi
hijo lo asustaba un poco, porque era la primera vez que retrataba a un niño. Para
él, cada cuadro que pintaba, era el primero. Yo protesté diciéndole que era modesto.
Me respondió:
–Al contrario.
En eso consiste ser un gran pintor. Cada cuadro es un problema nuevo, un problema
inesperado.
Al verlo afligido
lo consolé lo mejor que pude. Le tomé la mano y miré el dibujo que había hecho de
mi perfil. Se me antojó que en una lámina para estudiantes de anatomía, esa oreja
era una parte muy vergonzosa del cuerpo humano. Me pareció indecente, se lo dije
y lo rompí. Sonrió complacido. Estudiamos el retrato de Santiago, lo retiramos del
caballete y le colocamos un marco. Nadie hubiera conocido a mi hijo. Prometí a Armindo
fotografías que podrían servirle de ayuda.
En el altillo
no se oía ningún ruido. Comencé a inquietarme por Santiago.
–No se habrá
suicidado –dije–, podría tirarse por la ventana.
–La ventana
queda muy arriba –me contestó Armindo.
–Puede comer
pintura. Es un niño violento.
–No hay pintura.
Corrí a abrirle
la puerta. Santiago estaba jugando con unos muñecos articulados y no quiso salir
del altillo. Me arañó un brazo. Volví a encerrarlo.
Entonces sin
saber qué hacer nos abrazamos como si nos despidiésemos, desesperadamente. Todo
fue natural mientras mirábamos el malogrado retrato de Santiago.
Cada vez que
llevaba a Santiago al taller, para infligirle la consabida penitencia, involuntariamente
yo conseguía que se portara mal. No había otro pretexto para encerrarlo con llave.
Armindo y yo sabíamos que nuestro goce duraría el tiempo de la penitencia. De ese
modo eché a perder la educación de Santiago, que terminó por pedirme que lo pusiera
en penitencia, a cada rato.
El retrato
se parecía cada vez menos al modelo. En vano indiqué a Armindo ciertas características
de la cara de mi hijo: la boca de labios anchos, los ojos un poco oblicuos, el mentón
prominente. Armindo no podía corregir esa cara. Tenía una vida propia, ineludible.
Una vez concluido el cuadro, pensamos que nuestra dicha también había concluido.
Volví a mi
casa, aquel día, en taxímetro, con Santiago, con el retrato y con una espina clavada
en el hígado. Mi marido al ver el cuadro declaró que no lo pagaría. Sugerí que podía
cambiarlo por una naturaleza muerta o un león parecido a los de Delos. Durante una
semana el cuadro anduvo de silla en silla, para que lo vieran las visitas y la servidumbre.
Nadie reconocía a Santiago, por más que Santiago se colocara junto al retrato. El
cuadro terminó detrás de un ropero. Entonces quedé encinta. No fui víctima de malestares
ni de fealdades, como la vez anterior. Comer, dormir, pasear al sol fueron mis únicas
ocupaciones y algún furtivo encuentro con Armindo, que me abrazaba como a un almohadón.
No podíamos amarnos sin Santiago en penitencia, en el altillo.
Di a luz sin
dolor.
Cuando mi
hijo menor tuvo cinco años, durante una mudanza mi marido comprobó que era idéntico
al retrato de Santiago. Colgó el cuadro en la sala.
Nunca sabré
si ese retrato que tanto miré formó la imagen de aquel hijo futuro en mi familia
o si Armindo pintó esa imagen a semejanza de su hijo, en mí.
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