Par Lagerkvist
El
Verdugo bebía en uno de los rincones más oscuros de la taberna. La humeante luz
de la vela lo proyectaba enorme e impresionante, dentro de su traje de color de
sangre, apoyada en la mano la frente marcada con el signo infamante de su oficio.
Lejos de él –porque a su lado nadie quería sentarse– obreros y aprendices de los
barrios próximos, ya medio borrachos, hablaban a gritos por encima de las botellas.
La camarera se deslizaba sobre el piso de piedra, sin hacer ruido, y su mano temblaba
al llenarle el vaso. Un muchacho, que había entrado a hurtadillas y se había escondido
en la oscuridad, lo devoraba con los ojos.
–¡Es
buena la cerveza, eh, Maestro! –exclamó uno de los aprendices–. Ya sabes que la
Vieja estuvo en la colina del patíbulo y le cortó un dedo a tu ladrón para colgarlo
de un hilo dentro del barril. No quiere que nadie tenga mejor cerveza que ella y
hace cualquier cosa por sus clientes. ¡Y nada hay que le dé más gusto a la cerveza
que un dedo de patíbulo!
–Raro
es lo que pasa con todo eso – dijo un zapatero de boca torcida, mientras, con aire
meditabundo, secaba la cerveza de su marchita barba–. ¡Raros poderes tienen!
–¡Ya
lo creo! Me acuerdo que una vez, en mi comarca, colgaron a un cazador furtivo por
cazar en venado, aunque él decía que era inocente. Cuando el maestro dio el puntapié
desde la escalera y se cortó el lazo, al cazador se le escapó un viento que cubrió
de tufo toda la colina. ¡Las flores se encogieron; hacia Levante se secaron los
prados porque soplaba el viento del Oeste, y la cosecha fue mala aquel verano…!
Los
parroquianos se doblaban a carcajadas sobre la mesa.
–Sí,
mi padre me contó que, en su juventud, hubo un curtidor que había andado con su
cuñada, y le pasó exactamente lo mismo cuando le llegó el turno. Eso sucede con
facilidad cuando uno tiene que dejar tan rápidamente esta tierra. Y cuando el vientito
los obligó a enderezar el espinazo, los que allí estaban vieron una nube que se
iba hacia lo alto y que era tan negra que asustaba. En la cola iba sentado el Diablo
mismo, manejándola con unas tenazas de hierro, llevándose el alma pecadora, y riéndose
a carcajadas por el gusto que le daba el olor.
–¡Déjenme
de tonterías! –dijo el Viejo, mirando de reojo al Verdugo–. Hablo en serio del poder
que tienen las cosas del patíbulo, porque eso es cierto y seguro. Como sucedió con
Kristen, el hijo de Ana, que se cayó al suelo y empezó a babear espuma porque estaba
poseído. Yo mismo estaba presente y ayudé a sujetarlo y a abrirle la boca varias
veces, porque era terrible el estado en que se hallaba; peor que el de cualquier
otro que yo haya visto. Y, sin embargo, se curó cuando su madre le hizo tomar la
sangre de Jerker, el herrero, cuando Jerker perdió su vida. Desde entonces no ha
vuelto a caerse ni una sola vez.
–¡Eeeh…!
–Ustedes
lo saben tan bien como yo, que vivo al lado.
–Bueno,
nadie lo niega.
–Claro,
porque todo el mundo sabe que es así.
–Pero
tiene que ser sangre de asesino, y mientras esté todavía caliente, porque si no,
no sirve.
–Por
supuesto.
–Sí,
es cosa rara, pero es así…
–Y
cuando un chiquito está enfermo con fiebre intermitente, la mejor manera de curarlo
es darle sangre raspada de la espada del verdugo. Eso lo sé desde que era chico
–dijo el Viejo–. En el pueblo era cosa sabida, y la partera la conseguía en casa
del verdugo. ¿Acaso no es así, Maestro?
El
Verdugo ni lo miró. Ni siquiera se movió. Apenas si, a la vacilante luz de la candela,
podía vérsele el rostro enorme oculto en la sombra de su mano.
–Sí.
El mal tiene poder curativo, es innegable –dijo el Viejo.
–Lo
espantoso es la predilección de la gente por todo lo que tiene algo que ver con
eso. De noche, cuando vuelvo a casa, al pasar frente al collado del patíbulo, se
oyen ruidos y pasos que hacen que a uno se le pare el corazón de miedo. De ahí es
de donde los boticarios, los charlatanes y otros hechiceros sacan las inmundicias
que los pobres y los afligidos pagan después tan caro con el sudor de sus frentes.
Se dice que allí hay cadáveres a los que les han sacado hasta los huesos, tanto
que ya no puede decirse que hayan pertenecido a la gente alguna vez en la vida.
Sé tan bien como ustedes el poder que eso tiene, y no es posible evitarlo cuando
la necesidad es grande. Lo sé por mí mismo, y lo he probado en mi mujer también…
Pero ¡qué demonios!, no solo los cerdos y los pájaros del cielo viven de carroñas.
¡Nosotros hacemos lo mismo!
–¡Puf!,
¡cállate!, uno se enferma oyéndote. ¡Qué habrás tomado!
–No
se trata de lo que haya tomado. Solo digo, ¡esto! para el Diablo. Porque es él el
que está metido en todo lo que viene de allá, créanme…
–¡Qué
disparate! Ustedes no dicen más que disparates esta noche. Estoy harto de oír barbaridades.
–¿Por
qué no terminas tu cerveza?
–Es
cosa mía. Acaba tú con la tuya, perro borracho.
–Pero
es asombroso que eso pueda servir para algo y tener semejante poder.
–Así
es.
–Sí,
tiene poder para lo uno y para lo otro.
–Uno
siempre se encuentra en peligro cuando está cerca.
Quedaron
un momento silenciosos. Luego bebieron de sus jarros y se acomodaron en sus asientos.
Algunos
se daban vuelta y hacían la señal de la cruz.
–Dicen
que al verdugo no le entran ni el cuchillo ni la espada –dijo el Viejo, mirando
con el rabillo del ojo la enorme imagen silenciosa–. Pero no sé si es cierto o si
no es cierto.
–Eso
es mentira.
–Los
hay que tienen el cuero duro. En mi juventud oí hablar de uno que era así. Cuando
fueron a cortarle su vida inhumana con su propia espada, el filo no agarró. Entonces
tomaron un hacha, pero el hacha se les salió de las manos. Entonces se asustaron
y lo dejaron porque comprendieron que había poderes en él.
–¡Son
cuentos!
–Es
tan cierto como que estoy sentado aquí, hablando de eso.
–¡Tonterías!
Todos saben de Maestros que fueron muertos unos con la espada y otros con el hacha,
lo mismo que cualquiera. ¿Y el Maestro Jens, a quien mataron con su propia hacha?
–Sí,
Jens… Eso fue otra cosa. No tenía ningún pacto. Era un pobre hombre que había cometido
una desgracia sin quererlo, e imploró por su vida, porque no se resignaba a separarse
de su mujer ni de sus hijos. No es lo mismo… No era hombre para el oficio; y cuando
iba al patíbulo se asustaba más que el mismo condenado. El mal le daba miedo en
verdad. Y cayó en desgracia, precisamente por sentir tanto horror de ello. No pudo
evitarlo de ninguna manera, me parece, y por eso mató a Staff, que era su mejor
amigo. Te diré que su hacha era mucho más fuerte que él, y fue ella quien lo dominó.
No pudo resistir, y un buen día se entregó, al comprender que aquello era inevitable.
No, él no tenía ningún poder, pero, a los que lo tienen, no les hace nada.
–Sí,
es natural que el verdugo, estando tan cerca del mal, tenga un poder que solo a
él le pertenezca. Y que el hacha y todas esas cosas tienen poderes propios, es seguro.
Por eso nadie se atreve a poner sus manos en nada que hayan tocado antes los verdugos.
–Es
verdad.
–Que
existen poderes misteriosos, fuerzas o potencias secretas o como quieran llamarle,
que ningún ser humano ni siquiera puede imaginar, es indiscutible. Y el mal no suelta
a los que ha agarrado una vez.
–Eso
no lo sabes –dijo un hombre que había estado todo el tiempo sentado, sin pronunciar
palabra–. No es fácil aprender a conocer a fondo el mal. Y si se logra, puede suceder
que uno quede asombrado. No es que yo lo conozca tanto, pero me ha tenido medio
agarrado una vez, y puedo decir que me mostró la cara. Cuando eso ha sucedido, se
recuerda toda la vida. Lo curioso es que, después, casi se le pierde el miedo.
–¡Oh!
–¿Te
parece? ¡Quisiera verlo!
–Sí.
Si quieres escucharme, te lo voy a contar, porque no temo decirlo. Fue cuando era
chico, creo que tendría unos cinco o seis años. Vivíamos en una casita que tenía
mi padre, y estábamos bien: no nos faltaba nada. Era el único hijo, y puedo decir
que me querían mucho, tal vez demasiado, como suele suceder cuando hay uno solo.
El nuestro era un hogar feliz, y yo tenía los padres más cariñosos y más buenos
que es posible imaginar. Ahora están muertos los dos: que Dios los tenga en su santa
paz. La casa se encontraba casi en las afueras, a orillas del pueblo, y me acostumbré
a andar, las más de las veces, solo, o con papá y mamá, por los alrededores. Y aunque
ahora todo se ha perdido, y no volveré a verlo más, lo mismo conservo en mi memoria
todo eso. Un día de verano, todo el mundo estaba en el campo y mi madre había ido
a llevarle la comida a mi padre. Como era demasiado lejos para que yo pudiera acompañarla,
quedé solo en la casa. El sol quemaba, y las moscas zumbaban sobre el umbral de
piedra y cerca del establo donde se cuela la leche por las mañanas. Yo me paseaba
de un lado para otro: andaba por los manzanares, por el monte donde se cortaba la
leña, o me paraba a mirar cómo caminaban las hormigas, lenta y pesadamente por el
calor que hacía, moviéndose lo mismo que los niños cuando empiezan a gatear. No
sé si estaba aburrido, o qué, pero el caso es que crucé el cerco y tomé por una
senda que llevaba al bosque, donde ya había estado antes. Pero aquella vez fui más
lejos, me interné por lugares que aún no conocía. La senda seguía cuesta abajo,
hasta un sitio donde el bosque era más tupido y profundo. Entre los troncos se veían
las piedras cubiertas de musgo. La senda se alejaba hasta el valle y se oía el rumor
del río que pasaba por el pueblo. Todo me resultaba verdaderamente agradable: el
lugar; el día de verano; el sol, descansando en las copas de los árboles; el ruido
de los picamaderos; el caliente olor de resina; el canto de los pájaros.
“No
sé cuánto tiempo habré estado caminando por allí cuando de repente sentí un ruido
como de algo que se moviese detrás de un árbol. Apresuré el paso para ver de qué
se trataba y alcancé a divisar una sombra que desaparecía por una curva del sendero.
Corrí en esa misma dirección y noté que donde terminaba la curva el suelo era más
llano y el bosque se abría inesperadamente. Entonces descubrí dos chicos que huían,
yo no sabía de qué. Tendrían la misma edad que yo, y sus ropitas eran pobres y escasas.
Cuando cruzaron el claro del bosque se detuvieron y empezaron a darse vuelta, curiosos.
Después continuaron su carrera mientras yo los perseguía pensando que ya los iba
a atrapar. Pero ellos se salieron de la senda y se perdieron entre los arbustos.
Al principio creí que estaban jugando y que lo que querían era que nos escondiéramos
unos de otros, mas luego advertí que no podía ser así. Deseaba alcanzarlos para
que jugáramos juntos un rato, y me lancé a perseguirlos de nuevo, y me iba aproximando
cada vez más. Finalmente se separaron, y vi que uno de ellos se agachaba y se ocultaba
debajo de un pino caído. Fui detrás y lo encontré encogido entre las ramas. Sudando
y riendo me le eché encima. Trató de soltarse y levantó la cabeza. Tenía una mirada
salvaje y medrosa, y la boca se le torcía con una mueca maligna. Era pelirrojo,
y unas pequeñas cicatrices sucias le salpicaban la cara. Estaba casi desnudo, no
llevaba más que una camisa rota, y temblaba, acurrucado, en el suelo. Mi impresión
fue la de haber aprisionado un animalito asustado.
“Me
pareció un poco raro, pero no lo solté, porque, en realidad, tampoco me disgustaba.
Cuando intentó levantarse, le puse la rodilla en el pecho y me reí diciéndole que
no podría escapar. Se quedó quieto, mirándome, sin contestarme. Al cabo de un rato
me di cuenta de que ya nos habíamos hecho amigos y que no trataría de huir. Entonces
lo solté, y nos levantamos juntos, y nos fuimos caminando uno al lado del otro,
pero iba vigilándome todo el tiempo. Entonces el otro chico salió de su escondite:
era la hermana. El se le acercó y le murmuró algo que ella escuchó con ojos de asombro
en su pálida carita desconfiada, y ya no intentaron escaparse cuando me aproximé.
“Empezaron
a jugar conmigo, contentos. Se escondían en unas cuevas que conocían de antes, y
corrían silenciosamente de una a otra cuando los encontraba. El suelo era casi llano,
pero con piedras muy grandes, y aquí y allá había algunos árboles caídos cuyos troncos
huecos también les servían para ocultarse. Conocían perfectamente el lugar y a menudo
no podía encontrarlos porque no hacían el más leve ruido que pudiera servirme de
orientación. Jamás he visto chicos que jugaran tan callados. Eran muy ligeros y
se deslizaban como comadrejas, sin que crujiera siquiera una ramita. Tampoco me
decían nada, pero, por lo menos a mí, todo eso me resultaba entretenido. De tanto
en tanto interrumpían el juego y se quedaban quietitos, mirándome.
“Habíamos
pasado así un largo rato cuando, de repente, se oyó un grito que atravesó el bosque.
Se miraron rápidamente y partieron a la disparada. Les grité que nos encontraríamos
de nuevo al día siguiente, mas ni se volvieron. Solo se oía el ligero golpetear
de sus pies sobre la senda.
“Cuando
regresé a casa aún no había nadie. Y cuando poco después llegó mi madre, nada le
dije de cuanto me había sucedido esa mañana. No sé por qué se me ocurrió que era
algo exclusivamente mío, mi secreto.
“Al
día siguiente, cuando mi madre se fue llevando la comida al campo, volví a reunirme
con mis amigos. Continuaban mostrándose tan tímidos como el día anterior, al menos
al principio, y no me pareció que les alegrara mucho el verme. Tal vez les fuera
igualmente indiferente que nos juntáramos o no. Pero allí se hallaban, de todos
modos, y a la misma hora; era como para creer que en realidad me esperaban. Nos
pusimos a jugar, y volvimos a bañarnos de sudor con nuestras carreras silenciosas.
Porque el caso es que yo tampoco gritaba, como lo hubiera hecho jugando con otros
chicos, y no gritaba porque ellos no lo hacían. Era como si nos hubiéramos conocido
de siempre. Jugando en un claro del bosque alcancé a ver, a lo lejos, una casita
que aparecía como colgada de la pared de la montaña. Una casita gris, de aspecto
un poco triste. La miramos de lejos apenas, sin acercarnos.
“Ese
día ya estaba mi madre esperándome cuando llegué a casa, y empezó a preguntarme
dónde había estado, pero me limité a decirle que había ido un rato al bosque.
“Desde
entonces nos vimos todos los días. En casa se encontraban tan atareados con las
faenas del campo que me dejaban siempre solo y me era fácil ausentarme. Los chicos
se reunían conmigo en el camino y, por lo visto, había dejado de infundirles temor.
“Yo
tenía muchas ganas de ver cómo era donde vivían, pero a ellos parecía no agradarles
tal propósito: preferían que mantuviéramos nuestros juegos en los lugares de costumbre.
Sin embargo, un día resolví prolongar mi paseo hasta la casita, y ellos me siguieron
un poco a la zaga. Al acercarme, me pareció que era lo mismo que cualquier otra,
aunque el campo que la rodeaba estaba sin cultivar. La tierra desnuda, descuidada,
daba una impresión de abandono.
“La
puerta estaba abierta… El interior estaba casi a oscuras y había una atmósfera pesada.
Una mujer salió a nuestro encuentro, sin saludarnos. Tenía dura la mirada y fijó
en mí sus ojos. Estuvo largo tiempo sin pronunciar palabra. No sé, no sabría decir
por qué, pero intuía cierta maldad en ella. Las greñas le colgaban sobre las mejillas,
y la gran boca exangüe tenía una cierta expresión irónica y perversa. En realidad,
no me fijé mucho en la impresión que hacía, puesto que solo la consideraba como
madre de mis amigos, y lo que más me interesaba era examinar la habitación.
“–
¿Cómo ha llegado hasta aquí? –le preguntó a los chicos.
“–Juega
con nosotros en el bosque –respondieron casi atemorizados.
“La
mujer me contempló, pensativa, y creo que un tanto suavizada. O tal vez fuera que
ya me había acostumbrado a ella. Su cara me recordaba la de la chica cuando la vi
por primera vez, saliendo de entre los árboles con los ojos muy abiertos.
“Tardé
un rato en acostumbrarme a la semioscuridad del interior. Aún ignoro por qué todo
aquello me resultaba tan extraño. No es que lo que ahí veía fuera muy distinto a
lo que nosotros mismos teníamos, pero, sin embargo, no era lo mismo… Cada casa tiene
su olor, pero el de aquella era como el olor de algo espeso, y además se sentía
un frío húmedo. Quizá fuera porque estaba pegada a la montaña.
“Di
unas vueltas por la habitación, y de todo emanaba la sensación de algo insólito.
“Sobre una de las paredes laterales, medio escondida en un rincón, estaba colgada
una espada enorme, ancha y recta, de doble filo. Había también un cuadro de la Madre
de Dios con el Niño Jesús, lleno de inscripciones y de signos raros. Me aproximé
a la espada para mirarla mejor, pues nunca había visto nada semejante, y no pude
resistir la tentación de tocarla, mas apenas puse en ella la punta de los dedos
cuando se quejó el aire con un hondo suspiro que se resolvió en sollozo.
“–
¿Quién está llorando? –pregunté, asustado.
“–
¿Llorando? ¡Nadie! –contestó la madre.
“Y
me miró fijamente; y sus ojos se transformaron por completo.
“–
¡Ven! –me dijo, y tomándome fuertemente de la mano me llevó al mismo rincón, y me
hizo tocar la hoja de nuevo.
“Y
el mismo suspiro, profundo, de antes, y el mismo sollozo de alguien que allí no
estaba, volvieron a escucharse. Los oí con toda claridad.
“–
¡La espada! –exclamó la mujer, y me sacó del rincón–. ¡Es la espada!
“Me
soltó y se dio vuelta, demudada. Acaso no sabía qué hacer. Fue a la cocina y se
puso a revolver en una olla que había puesto al fuego.
“–¿Hijo
de quién eres? –me preguntó al cabo de un rato mientras se pasaba el dorso de la
mano por la boca, en la que me pareció advertir cierta malignidad al interrogarme.
“Le
respondí que era Cristóbal Vala, y que así se llamaba también mi padre.
“–Ajá…
“Los
chicos quedaron inmóviles, con la relampagueante opacidad del terror en la mirada.
“La
mujer continuó revolviendo la olla. Después, cuando terminó, acercó un banco, me
sentó en sus faldas, y estuvo acariciándome un rato la cabeza.
“–Sí…,
sí… –murmuraba, contemplándome, largamente–. Será mejor que te lleve a tu casa –agregó
luego.
“Se
arregló, se cambió de pollera, se puso una curiosa gorra que nunca había visto usar
a ninguna mujer, y nos pusimos en marcha.
“De
tanto en tanto, mientras caminábamos, me decía alguna cosa, como para alentarme.
“–Aquí
es donde vosotros jugáis y os encondéis… –dijo cuando llegamos al bosque.
“Como
notó que yo estaba asustado me cogió de la mano.
“Yo
no comprendía nada ni me atrevía a preguntar nada.
“Cuando
nos vio aparecer sobre la falda de la loma, mi madre salió corriendo hasta la entrada.
Estaba lívida. Jamás la había visto así.
“–¡Qué
tienes que hacer con mi hijo! ¡Deja el niño! ¡Suéltalo, te digo! ¡Inmunda!
“La
mujer me soltó en seguida.
“Se
le desfiguró la cara. Su rostro adquirió la expresión de una fiera acorralada.
“–¿Qué
le has hecho a mi hijo?
“–Estuvo
en mi casa…
“–¡Con
que lo has llevado a tu apestada casa! –protestó mi madre.
“–No.
Nadie lo llevó a mi casa. Es él mismo quien ha ido, y ha ido porque ha querido,
para que lo sepas.
“Las
dos callaron un instante, y luego la mujer agregó:
“–…Y
sabrás que la espada lo atrajo, y que se atrevió a tocarla, y que entonces suspiró
la espada, y se oyó un sollozo que llenó todo el aire de la pieza.
“Mi
madre me miró con ojos calenturientos, súbitamente vacilante y espantada.
“–…
Y creo que sabes lo que eso significa.
“–No…
No sé…
“–Pues
que morirá bajo la espada del Verdugo.
“–Mi
madre lanzó un ahogado grito; estaba pálida como un cadáver. Le temblaban los labios.
No pudo contestar una palabra.
“–Me
pareció que sería mejor decírtelo, pero veo que te has irritado.
“Hizo
una pausa y, señalándome con la mirada, añadió:
“–Ahí
está lo que has hecho con tu barro, y de nosotros no volverás a oír hasta que llegue
la hora, puesto que así lo deseas.
“Nos
volvió la espalda, enfurecida.
“Y
se alejó.
“Mi
madre temblaba aún cuando me apretó contra su pecho y me besó. Tenía la mirada ausente,
abandonada en el espacio.
“Después
entramos a casa, mas volvió a salir en seguida, precipitadamente, y la vi correr,
gritando, por los campos.
“Más
tarde regresó, acompañada de mi padre. Llegaban ambos callados y abatidos. Recuerdo
que estaba en la ventana, viéndolos avanzar por el sendero.
“No
me dijeron nada. Mi madre empezó a hacer algo en la cocina. Mi padre daba vueltas
por la pieza, iba y venía de un lado para otro, con aire preocupado, sin sentarse,
como era su costumbre cuando volvía del trabajo. Su rostro delgado estaba rígido
e inmóvil, como sin vida. Una vez, cuando mi madre salió en busca de agua, me atrajo
hacia sí y me miró en los ojos con una mirada sombría e inquisidora; después siguió
mirando hacia otro lado.
“Al
cabo de un rato salió y dio vueltas por el patio, sin hacer nada. De tanto en tanto
se paraba y se quedaba contemplando el horizonte.
“Fue
la época más dura y más triste de mi infancia. Pasaba los días solo, y nadie se
ocupaba de mí. Nada era ya como antes, ni siquiera los prados, no obstante seguir
tan soleados y tan lindos como siempre. No conseguía jugar ni entretenerme con nada.
Hasta los vecinos pasaban a mi lado sin dirigirme la palabra, como si no me conocieran.
Pero de noche, cuando me acostaba, mi madre me estrechaba tan fuertemente contra
su pecho que casi me asfixiaba.
“No
lograba comprender por qué todo era tan triste ni por qué todo había cambiado tanto.
Ni siquiera cuando estaba contento era como antes. La casa estaba llena de silencio,
como si no viviera nadie. Solo en raras ocasiones, cuando creían que no estaba,
mi padre y mi madre hablaban en voz muy baja. No sabía qué había hecho, pero pensaba
que debía ser algo espantoso, ya que con solo mirarme se apenaban. Trataba de entretenerme
solo o de ocultarme lo mejor posible, pues creía adivinar que preferían no verme.
“Mi
madre no probaba bocado. Se le hundían las mejillas. Por las mañanas era fácil advertir
que había pasado la noche llorando.
“Recuerdo
que empecé a construir una casita de piedra, para mí solo, detrás del establo.
“Hasta
que un día me llamó mi madre y, en presencia de mi padre, me tomó de la mano y me
llevó consigo hacia el bosque. Mi padre nos seguía con la mirada mientras nos alejábamos.
Cuando advertí que tomábamos la senda por donde Solía ir en busca de los chicos,
tuve miedo. Mas como para mí todo era entonces tan sombrío, pensé que no podía acontecer
nada peor, y me entregué. Me pegué a mi madre tratando de evitar cuidadosamente
las piedras y las raíces del sendero para no ocasionarle ninguna molestia. Se le
había achicado tanto la cara que era difícil reconocerla.
“Cuando
divisamos la casa no pude evitar un estremecimiento. Le apreté la mano con todas
mis fuerzas para que no se sintiera tan anonadada.
“Cuando
llegamos vi que, además de la mujer y los chicos, estaba allí un hombre enorme,
grueso; la cara llena de cicatrices; los labios arrugados y groseros; la expresión
salvaje y torpe; los ojos amarillentos, pesados, sanguinolentos. Jamás había visto
nada que me asustara tanto.
“Nadie
saludó. En cuanto llegamos, la mujer se fue a la cocina y la vi atizar las brasas
con tal violencia que las chispas volaban por el aire. El hombre nos miró de reojo
y nos volvió la espalda.
“Mi
madre quedó junto a la puerta, suplicando. Implorábales algo que se relacionaba
conmigo, pero que yo no alcanzaba a comprender. Decía que había un medio, y que
bastaría con que ellos lo quisieran.
“Nadie
contestó.
“Mi
madre les suplicaba humildemente. Suplicaba y suplicaba. Humildemente.
“Se
la veía tan desvalida y angustiada que pensé que era imposible negarle nada.
“Mas
ni siquiera la miraban.
“Mi
madre les suplicaba humildemente; y era como si no existiéramos…
“¡Había
un medio, y bastaría con que ellos lo quisieran!
“Mi
madre suplicaba humildemente, sin cesar, con voz cada vez más opaca y desesperada.
Decía que era un terrible castigo para ella, pero que yo era su único hijo. Y se
le llenaban de lágrimas los ojos.
“Y
ya no hizo sino quedarse allí, llorando. Como si todo fuera inútil.
“Junto
a la puerta estaba. De pie y llorando, derrotada.
“Yo
no sabía qué hacer. Me acerqué a los chicos, que se apretaban uno con otro en un
rincón. Nos mirábamos empavorecidos. Finalmente, vencidos por un cansancio irresistible,
nos sentamos juntos en un banco, contra la pared.
“Allí
quedamos largo rato, sentados, quietecitos en medio del tenso silencio.
“De
repente oí la voz del hombre, y me estremecí. Estaba de pie, mirándonos, y me dijo:
“–Ven
conmigo.
“Me
levanté, temblando, y lo seguí.
“Y
mi madre nos siguió.
“La
mujer se quedó dando vueltas en la pieza.
“–¡Puf!
–escupió al pasar mi madre.
“El
hombre y yo nos fuimos por un sendero que conducía a un bosquecillo de abedules,
cerca de la casa. Seguíalo, temeroso, a cierta distancia al principio, mas nos fuimos
familiarizando mientras caminábamos.
“Había
una vertiente entre los arbustos. Tal vez un pozo de agua, pues allí había también
un balde. El hombre se arrodilló al borde de la fuente, hundió en ella las manos
y las retiró llenas de agua clara.
“–
¡Bebe! –dijo.
“Era
fácil ver que no intentaba nada malo. Le obedecí con gusto, y dejé de tenerle miedo.
Empezó a parecerme un hombre como todos. Estaba agachado y me miraba con su pesada
mirada sanguinolenta; y recuerdo que pensé que quizá no era feliz.
“Por
tres veces me hizo beber el agua en el hueco de sus manos.
“–Ahora
estás salvado –dijo–. Mis manos te han dado a beber agua clara y ya nada tienes
que temer.
“Y
me acarició un poco la cabeza.
“Fue
como si hubiera sucedido un milagro.
“Se
levantó y volvimos hacia la casa. El sol estaba resplandeciente y los pájaros cantaban
en los abedules. Sentíase la fragancia que exhalaban las hojas y los troncos.
“Los
ojos de mi madre se iluminaron de alegría cuando nos vio llegar tomados de la mano.
Me estrechó entre sus brazos, me besó.
“–Que
Dios lo bendiga –le dijo al Verdugo, pero el Verdugo le volvió la espalda.
“Mamá
y yo regresamos a casa, felices.
–¡Sí!,
¡sí! –suspiró el hombre al terminar su relato.
–Así
es.
–Nadie
puede negar que es muy raro lo que sucede con el mal.
–Es
como si en el mismo mal hubiera también algo bueno.
–Así
es.
–Pensar
que lo mismo puede servir para perder a un hombre que para salvarlo…
–Hay
que reconocer que es algo curioso.
–Tu
caso es verdaderamente impresionante.
–Pero
a mí me parece que tu madre debió pedirle perdón a la mujer del verdugo por haberla
insultado.
–Hubiera
sido justo, pero no lo hizo.
–No,
no lo hizo.
Quedaron
un rato pensativos; bebieron de sus jarros y se secaron la boca con el dorso de
la mano.
–Se
me ocurre que el verdugo puede ser un hombre bueno… Todo el mundo sabe de casos
en que ha ayudado a los enfermos cuando las medicinas resultaban completamente inútiles.
–Hasta
puede ser un hombre desgraciado que sufre por el mismo mal que hace. Sabido es que
siempre le pide perdón al condenado antes de quitarle la vida.
–Además
no tiene por qué estar resentido con su víctima, que hasta puede ser algún amigo
suyo.
–Efectivamente,
una vez lo vi llegar abrazándose con un amigo.
–¿De
veras?
–Sí.
Ambos se encontraban tan borrachos que apenas podían caminar. Habían estado bebiendo
cuanto podían resistir y un poco más, y llegaron al patíbulo tambaleándose, y aunque
la diferencia entre uno y otro no era mucha, lo cierto es que el más borracho era
el verdugo. “¡Tiiuuu!”, exclamó cuando le cortó la cabeza al compañero.
Soltaron
una carcajada y siguieron bebiendo.
–¿Así
que a ti hubieran tenido que cortarte el pescuezo? Es algo que puede sucedemos a
todos.
–Sí,
señor.
–¡Que
el verdugo pueda tener semejante poder! Lo que has contado es un verdadero milagro,
porque si él no te hubiera salvado del mal ahora estarías perdido.
–¡Ya
lo creo que hace milagros! Para eso es peor que los santos…
–¿Y
Jesucristo, que nos salvó de todos los pecados?
–¡No
digan tonterías! Estamos hablando del Maestro.
–Es
indudable que tiene el poder que le dan las potencias del mal.
–Me
gustaría saber de dónde recibe sus fuerzas el mal. Para mí que se las da el Diablo,
y por eso la gente se enloquece con eso más que con los sacramentos y la ley de
Dios.
–Quiere
decir que alguna ayuda tiene.
–¡Naturalmente!
–Un
sacerdote no hubiera podido salvarte.
–No,
nunca. Todo dependía del mal, porque estaba en manos del mal.
–¡Puf,
todo eso es obra del demonio!
–¿Qué?…
–Todos
oyeron que cuando su madre le dijo que “Dios lo bendiga”, el verdugo le dio la espalda.
–Oh…
–¡Bueno,
bebamos por el Diablo, pero no sigan con el tema!
–¡Cerveza…!
¡Más cerveza…! ¡Pero de la fuerte…!
–¡Del
barril bueno, no del que está con el dedo del ladrón!
¿Es
cierto que han puesto un dedo de ladrón en la cerveza?
La
camarera se puso pálida y sacudió la cabeza, murmurando quién sabe qué.
–¡Lo
sabe toda la ciudad…! ¡Que nos traigan de ésa, qué demonios, con tal que sea fuerte…!
¡Tiiuu…, como dijo el verdugo!
–Di
tiiuu… Cuando menos lo pienses, te quedas sin garganta para emborracharte.
–¡Entonces,
hay que aprovechar el tiempo!
–A
ésta la ha fabricado el mismo Diablo. Se conoce por el gusto.
–Sí,
ésta es una nueva cueva de Satanás, pero tiene la mejor cerveza.
Bebían
y se acomodaban desparramando los codos sobre la mesa.
–Estoy
pensando –dijo el viejo zapatero– si mañana temprano no habrá algo en la colina
del patíbulo…, o qué estará por suceder…
–¿Eh…?
–Tal
vez…
–Lo
digo porque el Maestro se está preparando. Se lo ve tan elegante con su traje rojo…
–De
veras… Es muy posible…
–Pero
nadie ha oído que estén por ajusticiar a nadie…
–No…
–Bueno,
ya lo oirán cuando empiece a sonar el tambor.
–¡Échate
un trago, viejito, y no hables tanto!
Mientras
bebían entró un joven acompañado de dos mujeres.
–¡Miren,
ahí llegan las busconas!
–Es
la familia del Maestro que se reúne donde él está.
–¡Enciende
la luz, muchacho, para que te veamos la compañía!
–Lindas
caras… ¿Son del prostíbulo?
–Bien
puedes verlo.
–¿No
se sientan al lado del Maestro? ¿No se animan?
–No…
Quizás lo conocen demasiado.
–Oigan,
vírgenes, ¿han pasado frente al patíbulo? Allí está colgado un hombre al que anoche
le robaron la ropa y no le han dejado ni un hilo en el cuerpo, de modo que muestra
toda la obra de la Creación… ¿Qué…? ¿No les interesa…? Sin embargo, todas las mujeres
van allá desde la madrugada porque dicen que no hay nada más hermoso que un ahorcado…
¿De qué ríen…? ¡Cuidado con el Maestro!
–¿No
les ha pegado nunca?
–Oh,
eso suele suceder. ¡Y en el cepo están como en un guante!
–Un
buen día las encuentra fuera de la ciudad y les da unos varillazos. ¡Y van a tener
que correr bastante si quieren defender el trasero!
Una
de las mujeres se volvió hacia ellos, furiosa:
–¡Tápate
la boca, Skinnar-Jockum, que tu mujer es tan ramera como nosotras! ¡Anoche fue a
pedirnos que la recibiéramos porque dice que en su casa está muy mal servida!
–No
seas impertinente. Y si crees que me dices algo nuevo, te equivocas, porque conozco
todas sus correrías, y lo que voy a hacer es arrancarle la piel en vida.
–¿Crees
que así lo arreglarás todo?
–Poco
tiempo le queda en este mundo, ya verán.
–Entonces
sí que va a sentirse feliz, porque irá a acostarse con el mismo Diablo.
El
marido murmuró quién sabe qué mientras sus compañeros se le reían a carcajadas.
–Para
las mujeres no hay castigo en este ni en el otro mundo.
–A
pesar de que se las quema, se las ahoga y se las mata lo mismo que a nosotros.
–Al
Maestro, al menos, no le inspiran ninguna compasión.
–Claro
que no.
–Hay
verdugos que las prefieren a los hombres.
–Así
dicen…
–Son
más delicadas que nosotros, naturalmente.
–Por
supuesto…
–Sin
embargo, yo vi un verdugo que no pudo matar a una mujer.
–¿Sí…?
–Se
enamoró de ella.
–¡No
puede ser!
–Sí,
todos vieron cómo se enamoró cuando le llegó la hora de ejercer su oficio. Se quedó
absorto, contemplándola, y ni siquiera pudo levantar el hacha. Aún recuerdo la exótica
belleza de la mujer. Tenía el pelo negro y muy largo; y en sus ojos, dulces y húmedos
somos los de un animal, se reflejaba el terror de la muerte. Casi nadie la conocía
porque era una extranjera recién llegada. El verdugo no la había visto nunca, pero
no me pareció absurdo que se enamorara. Estaba lívido y le temblaba la mano. La
gente que estaba cerca le oyó exclamar: “¡No puedo!”
–¡Qué
extraordinario!
–Sí,
fue algo extraordinario. Cuando los espectadores se dieron cuenta de lo que estaba
ocurriendo, empezaron a cuchichear y a compadecerse.
–¡Lo
que habrá sido eso!
–El
verdugo tuvo un momento de vacilación, soltó el hacha y le ofreció la mano. A la
mujer se le llenaron de lágrimas los ojos, y fue como si el amor también se hubiera
apoderado de ella, aunque se tratase de quien de todos modos habría de ser su verdugo.
–¿De
todos modos?
–Cuenta
primero cómo acabó aquello.
–Bien.
Declaró ante el Juez y ante la multitud que quería casarse con ella, y ustedes saben
que en tales casos está permitido el perdón. Los espectadores se manifestaron inclinados
a la concesión de la gracia, y tanto ellos como el Juez sintieron que era maravilloso
aquel espectáculo que ofrecía el poder del amor en el mismo lugar del patíbulo.
Muchos fueron los que presenciaron la escena sin poder contener las lágrimas.
Y
así fue, y el cura los bendijo y quedaron casados. Pero a la mujer le grabaron en
la frente la marca del patíbulo, porque tal es la ley y el patíbulo tiene la suya,
y así se salvó.
–¡Increíble!
–¡De
veras!
–¿Y
qué pasó después? ¿Fueron felices?
–Los
vecinos decían que sí, y que nunca habían tenido un verdugo como él, que parecía
transformado por el amor, y que la vida en su casa fue distinta desde entonces porque
desapareció la ralea que antes la frecuentaba. Yo mismo los vi juntos varias veces,
y era como cualquier otra pareja de enamorados. La mujer seguía hermosa a pesar
de la gorra que debía usar como mujer del verdugo y del horrible estigma que llevaba
en la frente. También se dijo que cuando quedó encinta los dos se mostraron tan
contentos como el común de los mortales. Pero cuando llegó el momento de dar a luz,
no pudieron encontrar partera, pues ninguna quería ir a casa de gente que consideraban
indigna.
–Sin
embargo, no me parece cristiano abandonar a la gente en tales circunstancias.
–Es
que temían contaminarse allí y tener que atender después a alguna mujer decente.
–Comprendo.
–El
caso es que estuvo completamente sola durante el parto, porque ni siquiera el verdugo
pudo acompañarla. Creo que todo pasó rápidamente, aunque no muy bien…, en fin, no
estoy seguro de eso… La cuestión es que declaró ante el Juez que había estrangulado
al niño.
–¡Cómo!
–¡Es
posible…!
–Sí.
Dicen que cuando recuperó sus fuerzas y pudo lavar al chiquillo descubrió que el
recién nacido había llegado a este mundo trayendo sobre la frente la marca del patíbulo.
Era la misma señal espantosa con que habían quemado su propia frente y que tanto
la hizo sufrir durante el período de la concepción. Amaba mucho a su hijito, explicó,
pero no quería que viviera en un mundo que ya lo había señalado con su estigma.
Agregó muchas otras cosas que no se entendían bien, pero era evidente que la pobre
había nacido para las malas acciones.
–Era
para tenerle lástima, sin embargo.
–Así
me parece…
–El
final fue que la condenaron a ser enterrada viva, ya que no era pequeño el crimen
con que había cargado su conciencia, y su propio marido debía ejecutar la pena.
Yo estuve presente en la ocasión y pude ver cuánto le costaba cumplir con su deber.
La había querido mucho y miraba cómo desaparecía la belleza de su cuerpo bajo la
tierra que él mismo le arrojaba. Supongo que se habrían despedido antes, pues ella
no pronunció una palabra durante todo aquel tiempo y permaneció acostada, contemplándolo
con una mirada rebosante de ternura. Por fin, cuando le fue forzoso arrojarle la
tierra al rostro, no lo pudo resistir y se dio vuelta; pero tuvo que hacerlo porque
tal era su obligación. Se dijo que por la noche fue a desenterrarla por si aún vivía,
pero deben de ser habladurías, pues tenía que comprender que eso no era posible.
Poco después se fue del pueblo y ya nunca se supo de él.
–¡Qué
historia más triste, Dios mío!
–Antes
de condenarla debieron pensar que con esa marca el chico hubiera sido tan desgraciado
como ellos.
–También
hubiera sido raro que no naciera marcado.
–Sí,
no podía fallar.
–¡Es
espantoso!
–Lo
cierto es que se trata de un estigma que no se borra nunca.
–Ya
ven que, después de todo, tuvo que ser el verdugo de su mujer.
–Así
es…
–Estaba
escrito.
Los
comentarios fueron interrumpidos por el vociferar de un individuo que entró amenazando
a otro con unos brazos sin manos.
–¡Es
mentira, canalla! ¡Te consta que estás mintiendo!
–¡Tus
dados estaban cargados, ladrón!
–¡Vete
al diablo!… ¿Es cierto eso, Jocke?
–¡Nunca,
jamás! –contestó un muchachito que acompañaba al mutilado.
–¡Qué
otra cosa va a decir ese maldito, si es tu cómplice en tus raterías y juega sucio
para ti, que no tienes con qué tomar las cartas ni nada! Tus dados están cargados
y tus naipes están marcados, de otro modo ese sinvergüencita no podría jugar por
ti.
–¡Oh,
sujeta esa lengua, tonto! – se sentó a una mesa y miró en torno. Al descubrir la
presencia del Verdugo, una expresión de sorpresa se reflejó en su cara.
–¿Te
da miedo sentarte cerca del Verdugo?
–¡No
digas tonterías!
–Tarde
o temprano te las verás con él.
–Para
mí no existe el patíbulo.
–Lo
veremos…
El
hombre sin manos, cuyos dos brazos terminaban en sendos muñones, pidió cerveza,
que la camarera le trajo en seguida, y el muchacho le llevó el jarro a la boca para
que bebiera.
–¿Conque
jugué con trampas, eh?…
–¡Sí,
ladrón!
–¿Crees
que necesito hacer trampas para que tu dinero sucio venga a mis bolsillos? ¡Bah…!
–juntamente con el muchacho reía a carcajadas del hombre, que no podía encontrar
una respuesta suficientemente eficaz.
–Claro,
Galg-Lasse no precisa marcar las cartas ni cargar los dados, ni quiere hacerlo…
–Así
es. Mi habilidad es superior a todo eso, y debías reconocerlo.
–Eres
tan astuto como cualquier otro ladrón; lo que no comprendo es cómo te las arreglas
siendo como eres.
–¡Oh!,
no te preocupes por eso. Lasse se sale siempre con la suya.
–Eso
sí que es cierto.
–Me
acuerdo de cuando tenía mis dedos y era como éste –dijo señalando al muchacho con
un muñón–. ¡Cómo me reía de todos estos que están sentados aquí! Si se les perdía
cualquier cosa, decían que se la habían llevado mis dedos de ladrón. Yo les contestaba
con una carcajada y nada más. ¡Pero Lasse se salía siempre con la suya!
Le
dio un golpe al muchacho con el muñón, para que le sirviera más cerveza, y éste
se apresuró a llenarle el jarro.
–Sí,
pero me imagino que las cosas fueron distintas cuando empezaron a cortarte las manos…
–¡Bah,
qué podía hacerme eso a mí!
Se
secó la cerveza de la boca con la manga.
El
zapatero de boca torcida, que estaba sentado al extremo de una mesa, se levantó
y, señalándolo, dijo con voz aguda: –¿No saben que tiene la mandrágora?
–No
hay que asustarse por eso –repuso Lasse en voz alta y clara–. Y también tengo este
chico, que posee muchas aptitudes…
–Bien
lo creo.
El
muchacho miró al zapatero y a Lasse con aire satisfecho.
–¿Es
hijo tuyo, Lasse?
–No
estoy seguro, pero es como si tuviera mi propia alma.
–Conque
no lo sabes…
–No.
Lo cierto es que es hijo de Ana, la prostituta, y que la dejó porque le daba muchos
palos y nada de comer. Vino a vivir conmigo y voy a enseñarle cuanto debe saber
un hombre en este mundo. Desde ya puedo decirles que aprende las cosas con una facilidad
nunca vista… ¿Soy tu padre, eh, Jocke?
–Eso
no tiene importancia –contestó el chico.
–Tienes
razón. ¡Al demonio con todo eso! Pero conmigo no tiene de qué quejarse, ¿no es ásí,
Jocke?
–Así
es.
–¡No
pretenderás hacernos creer que para vivir te basta con la ayuda de ese mocoso!
–¿Por
qué no?
–¡Oh,
no…! Debes de tener alguna ayuda más poderosa que ésa.
–¿Cuál,
por ejemplo?
–No
sé…
Callaron
un rato. Lasse pasaba uno de sus muñones por el borde del jarro.
–Pero
¿no es verdad que tienes la mandrágora?
–¡Habladurías!
–Claro…
¡Cómo hubieras podido arrancarla no teniendo manos!
–¡Bah…!
¡Lasse puede hacer cosas más difíciles si se lo propone!
–Lo
creemos. Pero conseguirla en el patíbulo, y sin tener manos, no ha de ser fácil.
–Menos
sabiendo que se puede morir nada más que oyendo los gritos…
Sacudió
violentamente la cabeza mientras lo miraban con creciente interés.
–Te
creo capaz de eso y de mucho más porque pienso que hace mucho que te has vendido
a los infiernos.
–¡Puede
ser!
–¿Y
de noche no te persiguen los espíritus?
–Eso
no sucede cuando se es amigo del Diablo, con cuya amistad puede uno dormir como
un recién nacido.
–Pero
el Maestro parece estar seguro que tú le perteneces a él y no a los diablos.
–¡Me
tiene sin cuidado! ¡A Galg-Lasse no le pueden hacer nada! ¡No!… ¡Te aseguro que
no es cosa fácil! ¡No hay poder humano capaz de hacerme nada ni de quitarme nada!
–¡Qué
dices…!
–Lo
que oyes. ¡No existe poder en el mundo capaz de quitarme lo que poseo, y este muchacho
heredará lo que yo tengo!
–¿Qué?
¿Vas a dejar alguna herencia, Lasse? ¿Han oído?
–¡Mucho
más que cualquiera de ustedes! ¡El heredará la mandrágora cuando yo arda en los
infiernos!
–¡Entonces
tienes la mandrágora!
–¡Sí!
¿Quieren verla?
–¡No!
¡No!…
–Aquí
tengo una rama, contra mi pecho. Y cuando uno tiene la mandrágora todo le sale bien,
cosa que no pasa cuando no se la tiene.
Lo
miraban sobrecogidos.
–¿Cómo
has podido conseguirla? ¿Junto al patíbulo?
–¡Dónde
más! Debajo mismo, donde caen los cadáveres cuando sopla el viento.
–¡Fuiste
capaz de ir allí! ¡De noche!
–Sí,
y no era lo mismo que ir a casa de mamá y leerle a papá cuando está en cama. No,
no creas eso.
–¡Lo
supongo!
–No
se oían más que suspiros y lamentos espantosos… Eran, como se imaginan, los suspiros
y los gemidos de los muertos que me perseguían mientras la buscaba. Aumentaban y
aumentaban. Eran cada vez más intensos. Como los lamentos y los gritos de los locos
cuando los guardianes del manicomio los apalean para tranquilizarlos. Era un enorme
caudal de llantos y alaridos que llegaba del otro mundo, y a ratos temía perder
la razón y no poder continuar mi tarea. “¡Fuera! ¡Fuera!”, les gritaba a los pálidos
fantasmas. “¡Fuera, espectros! ¡Dejadme, que no soy alma en pena, sino un hombre
que necesita la mandrágora!” Al fin parecieron cansarse, y entonces la vi creciendo
justamente debajo del patíbulo donde Petter y algunos otros colgaban todavía. Me
eché a tierra y me puse a cavar en torno de ella con uno de mis muñones. ¡Y cavé
y cavé hasta que pude hincarle los dientes!
–¡Eso
hiciste!
–¡Sí,
lo hice! ¡Hay cientos que quieren hacer lo mismo, pero no se atreven!
Lo
escuchaban con estupor reflejado en los semblantes.
–Entonces
recomenzaron los gritos. Eran gritos para helarle a uno la sangre en las venas,
¡y yo no me había tapado los oídos como hacen los cobardes!… Soporté todo, sufrí
todo… ¡Y tiraba y tiraba de las raíces con mis dientes!… ¡Olía a muerte, a sangre
y a putrefacción…! ¡Se oía un terrible bramido subterráneo…! Y no me atemoricé…
Y tiraba…, y tiraba con mis dientes porque yo tenía que arrancarla…
Lasse
gritaba como un poseído, tanto que sus compañeros se echaron hacia atrás en sus
asientos.
–Cuando
al fin la arranqué, retembló la tierra, y se abrieron sus entrañas vomitando sangre
y cadáveres a la superficie. Un río de sangre, de cadáveres y de fuego se desató
sobre el mundo en medio de las tinieblas… Un río de espanto y de dolor… Y el mundo
ardía… ¡Era como si el infierno se hubiera volcado sobre la tierra…! “¡Ahora la
tengo, la tengo, la tengo!…”, grité. Se puso de pie, sacudiendo en el aire sus brazos
sin manos, como un horrible fantasma mutilado, la mirada extraviada, frenética la
voz.
–¡Voy
a dejar una herencia! ¡Voy a dejar una herencia! ¡Ustedes pueden irse al mismo diablo!
El
Verdugo, inmóvil, miraba hacia afuera, la mirada fija en las tinieblas.
Había
llegado más gente. El ambiente se llenó de murmullos, de ruidos y de movimiento.
Oíanse voces y risas, y el tintineo de los vasos en la penumbra. El globo daba lentas
vueltas en el techo, arrojando una luz opaca, de un color azul violeta algo verdoso.
Los bailarines se deslizaban sobre el piso, en el centro de la sala. Luego invadieron
los pasillos y demás espacios libres hasta desparramarse por todo el local. Mujeres
vistosamente ataviadas pasaban colgándose del cuello de los hombres, los ojos entornados,
mientras la orquesta sacudía su jazz.
Una
linda gordita iba doblándose sobre el hombro de su caballero:
–¿Ha
visto que el Verdugo está aquí? –dijo–. ¡Qué interesante!
El
reflejo de la luz dejaba sobre las mesas un brillo de cadavérica palidez. Los mozos
corrían, sudando, entre los ruidos y los gritos, y se oía el estampido de los corchos
al abrirse las botellas de champaña.
Un
señor gordo, al que se le había arrugado la pechera de la camisa, se adelantó y
se inclinó muy cortés:
–Es
para nosotros un gran honor tener aquí al Verdugo –dijo restregándose las manos
y arreglándose los lentes.
El
baile terminó, y las parejas se dispersaron sonriendo.
–¿Saben
que el Verdugo está aquí?
–¿De
veras?
–Míralo,
está sentado allí.
–¡Qué
buen mozo!
Un
joven de rostro infantilmente enérgico se le acercó, se cuadró con el brazo en alto,
exclamó “Heil!” y permaneció un momento inmóvil. Después dio media vuelta, hizo
sonar los tacones y se dirigió a su mesa.
La
gente charlaba y reía. Entró un harapiento que se deslizó entre las mesas, con la
mano extendida, murmurando quién sabe qué, hasta que lo sacaron. Todos estaban dedicados
a vaciar los vasos.
–¡Es
verdaderamente elegante con su traje rojo!, ¿no es cierto?
–Sí,
mucho.
–¡Y
tan brutal que parece!
–Sí,
parece un sujeto siniestro.
–¿Estás
loco? ¡Es bien simpático!
–¿Por
qué está todo el tiempo con la mano en la frente?
–¡Oh,
qué sé yo!
–Pero
es simpático, ¿verdad?
–Sí.
–¿Cómo
te parece que será eso de ser verdugo?
–Puedes
imaginarte que muy desagradable.
Una
música suave. Había cambiado la orquesta. Las parejas se deslizaban bajo la luz
azul. Los delgados brazos de las mujeres colgaban del cuello de los hombres. Bailaban
con los ojos entrecerrados, semidormidos.
–¿Habrá
mañana algo especial?
–No
sé, pero parece que son muchos los que van a ser despachados de este mundo. Me alegro.
–Eso
no tiene nada de malo. Hay demasiada gente en la vida, y gente verdaderamente decente.
De todos modos, los mejores siempre quedarán.
–Por
cierto.
Un
señor de edad, de aspecto militar, se aproximó con paso firme a la mesa del Verdugo.
–¡Es
magnífico imponer el orden, señor Verdugo! ¡A la gente hay que enseñarle a respetar!
–¡Pero
qué es esto! ¡Hemos pedido sec y nos trae demi-sec! ¡Qué manera de atender es ésta!
–Perdón,
perdón…
–Por
cierto que tiene que disculparse. ¡Qué servicio! ¡Y después hay que esperar una
eternidad!
–Y
ya la ha destapado.
–¡Que
la cambie! Nunca bebemos más que sec.
Una
burguesa gorda que había estado en el toilette de señoras pasó contoneándose y,
cuando descubrió al Verdugo, se puso a aplaudirlo.
–¡Han
visto! ¡Aquí está el Verdugo! ¡Tengo que contárselo a Herbert!
Fue
a él y con toda confianza le colocó la mano en el brazo:
–Mi
hijo tendría muchísimo gusto en conocerlo. ¡Le entusiasma tanto la vista de la sangre
al pobrecito!
Se
incorporó, dirigiendo una mirada maternal a los suyos.
La
música parecía acariciar los cuerpos de las mujeres mientras bailaban. Cruzó la
puerta y se escurrió hacia el interior un chiquilín mugriento que fue de mesa en
mesa abriendo sus harapos para mostrar que en realidad estaba desnudo, hasta que
los mozos lo agarraron y lo expulsaron.
–¡Al
contrario, señor mío! La violencia es la más alta expresión de la energía humana,
ya sea intelectual o física. Es una verdad que por fin se ha descubierto gracias
a nosotros. Y al que crea lo contrario se lo demostraremos usando precisamente de
la violencia, y entonces ha de creer, lo mismo que nosotros. ¿Por casualidad no
cree usted lo mismo?
–¡Cómo
no! ¡Claro que sí!
–Sí,
es lo que esperábamos.
–Vamos
a imponer como condición ineludible que todos los que crean lo contrario sean castrados.
Es una simple necesidad para afirmar la victoria de nuestras ideas. Usted no puede
pretender que semejante contagio se propague a las venideras generaciones. ¡No,
mi querido señor! ¡Sabemos cuál es nuestras responsabilidad!
–Sí,
por cierto. –Porque usted, mi querido señor, todavía está preso en las gastadas
ideas del pasado. Pero ahora se da cuenta de que ya nunca existirá en el mundo otra
opinión que la nuestra.
–¡Sí,
claro, de ese modo! ¡Ahora lo entiendo mejor, naturalmente!
–¿Lo
ve usted? Basta liberarse de las gastadas maneras de pensar para ver las cosas de
un modo enteramente diferente. Es verdad que al principio cuesta un poco, pero,
en realidad, es muy simple.
–Así
es.
–¿Ha
visto usted cómo castigamos a nuestros enemigos? Le aseguro que es algo emocionante.
Uno siente como si estuviera contribuyendo a elevar la vida de la humanidad, a ennoblecerla.
–Me
agradaría realmente ver eso.
–Con
tenacidad hemos logrado convertir hasta a viejos de más de ochenta años.
–Es
algo increíble. Especialmente si se piensa en lo difícil que es lograr una conversión
sincera.
–Sí,
le aseguro que hemos obtenido resultados estupendos.
–Es
porque tenemos conciencia de nuestra responsabilidad para con las futuras generaciones,
¿comprende usted? Si ahora se piensa bien, nunca se caerá después en el error de
pensar mal. No debemos olvidar que vivimos en un siglo extraordinario, un siglo
decisivo para la humanidad y para el futuro desarrollo de la existencia del mundo.
–Claro
está.
–¡Clases!
¡Las clases ya no existen! Su desaparición es la más importante de las conquistas
obtenidas. Hoy solo existen los que piensan como nosotros, los que enseñan a pensar
como nosotros y los que están aprendiendo a pensar como nosotros.
–¡Ajá…!
–Usted
mismo puede verlo. Aquí están juntos los que beben champaña, y, en su mayoría, los
que beben un simple vaso de cerveza. Burgueses, obreros, y los que tienen una situación
mejor, todos son iguales. ¡Y todos piensan exactamente como nosotros!
–Ajá.
–Por
fin tiene usted ante sí el maravilloso espectáculo de un pueblo unido, que ofrece
un solo frente, y al que se unirán, no tenga usted dudas, los que aún se encuentren
en el error. Y ya sabremos convencer a los que se opongan.
–Es
emocionante. ¡Qué espíritu!
–El
mundo nunca ha contemplado algo semejante. Es como un sentimiento religioso que
brota en las mismas entrañas de la raza. No nos parecemos a ningún otro pueblo de
la tierra. ¡Ni pizca!
–Efectivamente,
es necesario que tengamos un dios exclusivamente nuestro, y en seguida. No es posible
aceptar que nuestro pueblo adore a un dios ante el cual se inclinan otras razas
inferiores. Nuestro pueblo es muy religioso, pero exige un dios para sí mismo. Imaginarse
un dios en común es algo absurdo y será castigado como un delito común.
Un
individuo harapiento iba de mesa en mesa, en medio de la penumbra, pidiendo limosna
con una sonrisa insolente. Golpeaba las mesas, y lo hacía de modo que allí donde
no le daban hacía saltar la bebida de los vasos.
En
un rincón del local protestaban unos parroquianos:
–¡Demonios!
Hemos pedido cerveza y chorizos y usted nos viene con champaña. ¿Se piensa que somos
millonarios, como esos malditos cerdos que están allí?
–Perdón.
Creía que los señores pertenecían a la clase superior…
–¡Ni
en el infierno! Fíjate mejor la próxima vez si no quieres llevarte un golpe entre
los ojos para que despiertes.
Entró,
tambaleándose, un soldado, que se sentó al lado del Verdugo y comenzó a dirigirle
la palabra:
–¡Qué
figura más extravagante tienes! ¡Mírenlo…!
–Chist…
–susurró alguien a su lado–. ¿No ves que es el Verdugo?...
–¡Bien lo veo! Pero me parece endemoniadamente ridículo… ¿Será
el Verdugo éste?… ¡Bah, para qué sirve!… ¡Tendría que usar ametralladora y granadas
de mano!… Eso es otra cosa, ¿sabes? ¡Se ve que no conoces el oficio!
–¡No
digas tonterías! Lo conoce mejor que tú. El y tú hacéis lo mismo, entiéndelo.
–Bueno,
pero ¡tiene que usar ametralladoras!… Son cosas modernas y hermosas… para andar
más ligero…
–No
seas charlatán. Se ve que has visto tanto de la guerra como mi escupidera.
–Pero
la haré, puedes estar seguro, y entonces te irás al diablo.
–¡Y
tú conmigo!
–¡Sí,
y con todos los muchachos! Saben lo que hay que hacer y no se asustan.
–¡Bien
dicho, muchacho!
–No,
si el muchacho es bueno, aunque esta noche no se haya regado los sesos con bastante
cerveza. ¡Es magnífico que el país tenga una juventud así! Un viejo como yo tiene
que emocionarse…
–¡Oh,
los viejos no entienden nada!… ¡Salud, Verdugo! ¡A ti te acepto! Tú y yo vamos a
ordenar el mundo… Pero ¿por qué no bebes?… Pareces un pobre diablo. ¿Estás enojado?
Clientes
y mozos reían a carcajadas en otra mesa, y tanto, que una muchacha se doblaba sobre
los vasos.
–Es
evidente que debemos librar otra guerra. ¡La guerra es salud! ¡Un pueblo que no
quiere pelear es un pueblo enfermo!
–Sí,
la paz es una cosa para los niños y los enfermos: son los que necesitan de la paz.
Pero un hombre sano y fuerte, no.
–La
trinchera es el único lugar en el que un hombre decente puede sentirse a gusto.
Se debería vivir en las trincheras hasta en tiempos de paz, y no dentro de las casas,
que solo sirven para debilitar a las gentes.
–Sí,
¡el baño de acero de la guerra es necesario! Un pueblo sano no puede prescindir
de ella más de una década. Después empieza a degenerar; si es un pueblo sano, se
entiende.
–Así
es, ¡y el que pone fin a la guerra es un traidor!
–Así
es.
–¡Abajo
los traidores! ¡Abajo los traidores!
–¡Que
los maten!
–Sí,
porque empujan inconscientemente a su pueblo a las inseguridades de la paz. Uno
sabe por qué se hace la guerra, pero, durante la paz, el pueblo está amenazado por
toda clase de peligros desconocidos.
–Es
verdad.
–Hay
que alejarse de las debilidades peligrosas. Los niños deben ser educados para la
guerra. Cuando aprendan a caminar, deben hacerlo con un sentido militar y no maternal.
–Sí,
estas cosas se arreglarán. Nos ocupamos de los niños y no los abandonamos en manos
de padres irresponsables.
–Es
lógico.
–Eso
permite pensar tranquilamente en el futuro.
–Por
supuesto.
–Les
estoy oyendo hablar de la guerra, camaradas –dijo, levantándose dificultosamente
de su silla, un hombre con la cara destrozada por las balas, cuyo rostro era una
desagradable superficie colorada con una barba en el medio–. ¡Eso me levanta el
corazón! Espero vivir el día en que nuestro pueblo vuelva orgullosamente a los viejos
campos de batalla. Tal vez entonces la ciencia permitirá que yo pueda acompañarlos.
Me han leído un libro recién aparecido según el cual existiría la posibilidad de
que el hombre pueda ver y apuntar nada más que con el pensamiento. Si fuera así,
me encontrarán en la primera fila, y con muy buena puntería, camaradas.
–¡Bravo!
¡Bravo!
–¡Magnífico!
–¡Heroico!
–Hombres
así solo existen en las grandes épocas.
–Sí,
la guerra imprime su sello de honor sobre la frente de los hombres.
–¡Es
grandioso!
–Un
pueblo así es invencible.
–Por
otra parte, reconocemos la obligación de divulgar nuestra ideología por todo el
mundo. Los demás pueblos se inquietarían si nos vieran reservar algo semejante solo
para nosotros; y si hubiera alguno que no quisiera aceptarla, lo exterminaremos.
–Sería
para su propio bien, porque un pueblo preferirá desaparecer antes que vivir sin
nuestra ideología.
–¡Eso,
ni que hablar!
–El
mundo nos agradecerá tan pronto comprenda lo que buscamos.
–Además,
es necesario que la humanidad, al cabo de un tiempo, destruya cuanto ha construido.
De no ser así, desaparecería el verdadero sentido creador. La destrucción es más
importante que una simple construcción. Es lo que corresponde a las grandes épocas.
Siempre habrá hormiguitas diligentes que se encargarán de edificar un mundo nuevo,
de eso no hay que preocuparse. Pero los espíritus audaces, que de una sola vez hacen
desaparecer el pequeño mundo de juguete de los hombres, son muy raros, y solo aparecen
cuando son indispensables.
–Nuestro
pueblo es vigoroso y por eso tiene el coraje de declarar abiertamente su simpatía
por lo que otros llaman opresión. Solo las razas degeneradas tratan de oponerse.
A todos los pueblos fuertes les gusta sentir el rebenque sobre sus espaldas.
–Lo
más alentador es ver que la juventud está de nuestra parte. ¡Nosotros construimos
para la juventud! ¡Para esa valiente juventud moderna que no tiene nada de sentimental!
¡En todas partes se pone de nuestro lado, del lado de la fuerza! Los jóvenes héroes…
–Pero
¡cómo se atreven!
–¿Alguien
dijo algo…? Bueno…, oí mal.
Comenzó
a notarse cierta inquietud entre los clientes que se encontraban próximos a la entrada
del local. Algo se decían unos a otros en voz baja. Empezaban a levantarse de sus
asientos, hacían señas, miraban en la misma dirección. Un murmullo atravesó la sala.
–¡Vivan
los asesinos! ¡Vivan los asesinos!
Dos
jóvenes bien vestidos, de aspecto simpático, cruzaron la puerta y avanzaron entre
una doble fila de manos extendidas, agradeciendo la demostración a derecha e izquierda
con una sonrisa. Todos los presentes se levantaron de sus sillas. La orquesta interrumpió
el baile y ejecutó un himno, que la concurrencia escuchó de pie. Tres mozos se dirigieron
apresuradamente, y sin hacer ruido, hacia los recién llegados; y el gerente, que
los seguía, se llevó una mesa por delante, haciendo caer los vasos de cerveza y
una garrafa de vino tinto encima de unas señoras, con las que trató de disculparse
sin detener su carrera. El local estaba lleno, pero los jóvenes encontraron ubicación
en una mesa que en ese momento abandonaban unos parroquianos que debían regresar
a sus hogares.
–Es
terrible esto de no poder ir a ninguna parte sin ser reconocido en seguida.
–¡Demonios!
¡Es bastante fastidioso, sí! –dijo el otro, arrojando el humo de su cigarrillo y
estirando las piernas por debajo de la mesa, mientras esperaban lo pedido.
–Si
hubiera sabido que iba a resultar tan molesto esto de ser asesino, creo que nunca
hubiéramos fusilado a ese hombre. Además, parecía tener un alma buena.
–Tal
vez, pero en el cuerpo se le veía que no era de los nuestros.
–De
veras, era muy endemoniado.
La
orquesta de negros empezó otra vez con su jazz, y una mujer delgada, con un niño
envuelto en una manta, atravesó la sala sin ser advertida por el personal de la
casa, y volvió a salir del mismo modo.
–¿Nos
acompañas a llevar los cadáveres esta noche?
–¿Llevar
cadáveres?
–Sí,
vamos a sacar del cementerio unos cuantos traidores a la nueva ideología universal
y los echaremos a un pantano, donde estarán mejor.
–¡Ah…!
–¿Ah…?
¿No quieres?
–No
sé… ¿Qué tiene que ver eso con la ideología?
–¡La
ideología de nuestro movimiento, camarada!
–¡Pero
si estaban muertos antes de que empezáramos!…
–¡Qué
tiene que ver!
–Me
parece demasiado antojadizo.
–¿Qué
dices? ¡No quieres! ¡Te niegas!
–¿Que
me niego? Lo que digo es que me parece un tanto exagerado.
–¡Exagerado!
¡Quizá te parezca una tontería!
–No;
eso, no.
–Bueno,
¿qué es lo que realmente quieres? ¡Suelta la lengua!
–¿Lo
que quiero…? ¿Por quién diablos me tomas?
–¡Te
niegas a obedecer la orden! ¡Te vienes con tus pequeños prejuicios!
–¡Suéltame!
–¡Oh,
no; aquí no se suelta tan fácilmente!
–¡Suéltame,
demonios!
–¿Han
oído cómo nos ha llamado?
–¡Miserable!
¡Te niegas!… ¡Eres un renegado!
–¡Yo
no me he negado!
–¡Claro
que sí!
–¡Vaya,
no discutas con un renegado! ¡Basta de charla! Sonó un balazo, y un cuerpo cayó
pesadamente.
–¡Saquen
el cadáver!
–No,
déjenlo allí. No molesta a nadie.
La
música del jazz continuaba. Una muchacha volvió la cabeza, preguntando:
–¿Qué
pasó?
–Han
fusilado a alguien.
–¡Ah!
¿Sí?
Había
unas personas sentadas a una mesa, en la penumbra.
–¿Saben
qué creo que ha de pasar mañana?
–No…
–Algo
muy distinto de lo que esos mocosos imaginan.
–¿Qué
puede ser?
–Y…
Armó
un cigarrillo, lo encendió en otro que fumaba uno de sus compañeros y escupió.
–Si
es preciso, nosotros también podemos apretar un gatillo. Dios sabe si no fuimos
nosotros quienes les enseñamos algo de eso… ¡Si tuviéramos que enseñarles ahora…!
–Te
diré que para eso tienen una disposición natural en estos tiempos.
–Así
es.
–¡Qué lindo sería poder limpiar la humanidad una vez más! Sería
indispensable…
–Estoy completamente de acuerdo. Una mujer joven entró al local
y fue a sentarse silenciosa–mente al lado del Verdugo. Tenía, en cierto modo, el
aspecto de una mendiga. Mas al quitarse el pañuelo que cubría su cabeza dejó ver
su rostro deslumbrante. Apoyó dulcemente su mano sobre la mano del Verdugo, y el
Verdugo la miró como si fuera la única mujer a quien hubiera mirado durante su vida
entera. Ya hablaremos de ella otra vez, más adelante.
Hubo
un cambio de orquestas. En el otro extremo del salón tocaban un tango suave, adaptación
de una antigua melodía clásica. El ambiente era tranquilo y agradable. Pero un señor
que tuvo necesidad de ir al cuarto de baño descubrió, al regresar, que los negros
del jazz estaban sentados a una mesa, detrás del estrado, devorando apresuradamente
unos sandwiches. Al señor se le subió la sangre a las mejillas y se dirigió a los
negros, increpándolos:
–¡Puercos!
¿Cómo se atreven a comer delante de los blancos?
Los
negros se volvieron hacia él, sorprendidos. El que estaba más próximo se levantó
a medias de la silla, diciendo:
–¿Cómo?
¿Qué quiere usted decir, señor?
–¿Qué
quiero decir? ¡Lo que has oído, mono infame: que cómo te atreves a sentarte aquí
a comer!
El
negro se levantó de un brinco, como movido por un resorte. Le relampagueaban los
ojos, pero no se atrevió a hacer nada.
–Halloo,
gentlemen! –exclamó el indignado señor, dirigiéndose al público–, ¿Han visto ustedes
algo semejante? Pero ¡si es algo increíble! ¡Miren estos monos, sentados aquí, comiendo
con nosotros!
Se
produjo una situación de verdadero escándalo. Los clientes abandonaron ruidosamente
sus mesas y se arremolinaron en torno del caballero enfurecido y de los negros.
El caballero seguía clamando:
–¡Semejante
audacia es increíble! ¿Creen, acaso, que esto es una jaula de monos? ¡Parece que
eso es lo que piensan!
–¿Acaso
no necesitamos comer, lo mismo que todo el mundo? –se aventuró a objetar uno de
los negros.
–¡Tienen
que comer, sí, pero no delante de gente, animal!
–¿Comer?
¡Ustedes están aquí para tocar música, no para comer!
–Ustedes
tienen el honor de tocar para nosotros, porque a nosotros nos agrada su música,
pero hagan el favor de portarse bien, porque, de lo contrario, serán linchados.
¿Entienden?
–¡Arriba!
¡A su sitio! –ordenó alguien, señalando el palco de la orquesta.
Los
negros no se movieron, y la misma voz insistió:
–¿No
obedecen? ¿Qué están esperando?
Los
negros permanecieron sentados y, ante semejante actitud, un gentleman elegante,
de muy buen aspecto, sentenció:
–Señores,
éste es un caso de resistencia pasiva llevada al extremo.
–¿No
van a ir?
–¡Go
on! ¡Arriba! ¡Al palco!
–Tenemos
hambre –dijo tozudamente uno de los negros–. Para poder tocar tenemos que comer.
–¡Tienen
hambre! ¿Han oído?
–Sí,
estamos con hambre y tenemos derecho a comer –afirmó un negro grandote y amenazador.
–¿Derecho?
¿Que ustedes tienen derecho? ¡Vergüenza es lo que deberían tener!
–¡Derecho!
¡Sí que tenemos derecho! –insistió el negro, acercándose al señor que lo increpaba.
–¡Cómo!
¿Te atreves a responder a un blanco con esa insolencia, pedazo de sinvergüenza?
–y tras las palabras le aplicó un golpe en pleno rostro.
El
negro se encogió, temblando como un animal; dio un salto hacia delante con la rapidez
de una centella y le dio un puñetazo que dejó al caballero tendido de espaldas en
el suelo.
Se
produjo una batahola infernal. La gente corría de un lado para otro, llevándose
mesas y sillas por delante. Los negros, asediados, provocados, se juntaron, formando
un solo frente para defenderse y repeler mejor él ataqué. Se agacharon y encogieron
como para saltar. Con los ojos inyectados de sangre y mostrando los dientes blanquísimos,
ofrecían un curioso espectáculo, como de animales exóticos en medio de la jungla.
En eso sonó un tiro de revólver, y uno de los negros salió del montón, ensangrentado,
corriendo y rugiendo como una bestia salvaje, golpeando furiosamente cuanto encontraba
en su camino. Sus compañeros intentaron seguirlo, vociferando, pero fueron frenados
por los disparos incesantes de las armas. Alrededor de ellos las mesas y las sillas
iban tiñéndose de sangre.
–¿Conque
no quieren tocar, eh? –gritó un simpático señor rubio, haciendo fuego con su Browning.
–¡No!
–rugían los negros.
–Tenemos
otra orquesta –exclamó alguien, tratando de tranquilizar los ánimos–. ¡Hay otra!
–¡Nada
de tonterías sentimentales! ¡Son ellos, y nadie más que ellos, quienes tienen que
tocar! ¡Arriba, monos!
Los
obligaron a abandonar su escondite y el barullo empezó de nuevo. Todo era confusión.
Objetos de toda clase volaban por los aires utilizados como proyectiles. La gente
gritaba subida sobre mesas y sillas. Los negros era cazados por todo el salón.
–¿Acaso
no somos civilizados? –se oyó protestar a uno.
–¿Qué?
¡Si repites esa palabra, te fusilo!
–¡Civilización!
¡Ja, ja…!
Un
negro enorme se portó como un loco repartiendo puntapiés y puñetazos sobre cuanto
encontraba a su alcance hasta que lo voltearon de un balazo. Se llevó la mano al
pecho y cayó hacia adelante, abierta la boca inmensa. Luchaban cegados por la furia,
con los ojos inyectados de odio, hasta que fueron dominados.
Desde
el suelo, donde había caído moribundo, un negro hincaba los dientes en la pierna
de uno de sus atacantes.
–¿Me
estás mordiendo, maldito? –y apuntándole con su revólver, lo despachó al otro mundo
de un balazo. Los alaridos de los negros parecían, más que gritos humanos, rugidos
de fieras salvajes en medio de la selva. Los blancos se defendían con sus armas,
sin dejarse atemorizar, y los disparos se sucedían como si fueran de ametralladora.
En el local reinaba la confusión de una verdadera batalla.
Los
dos jóvenes asesinos, que ya habían hecho lo suyo, contemplaban la escena, divertidos,
sin tomar parte.
Finalmente,
los negros sobrevivientes fueron cercados en un rincón. Toda posibilidad de resistencia
había terminado para ellos. No podían hacer otra cosa que entregarse incondicional–
mente a la fuerza del bando vencedor.
–¡Así!
Los
blancos empezaron a respirar desahogadamente.
Alguien
ordenó:
–¡Arriba!
¡A la orquesta!
Los
negros fueron empujados hasta el palco de la orquesta y obligados a tomar sus instrumentos.
Ante ellos, cabalgando una silla y esgrimiendo su revólver, se ubicó un corpulento
señor de smoking. Y el corpulento señor de smoking dijo:
–Al
que no toque lo fusilo.
Y
los negros empezaron a tocar.
Tenían
los ojos enrojecidos; las manos y la cara ensangrentadas.
Tocaron
enfurecidos, en forma bárbara, salvaje. Era una música como no se había oído nunca.
Música de gemidos en la noche de la jungla con el lúgubre palpitar del tambor de
la muerte en el ritual de las tribus reunidas, a la puesta del sol, en el seno de
los bosques. Un negro gigante apretaba los dientes y repiqueteaba como un loco sobre
el parche del tambor. Corríale por el cuello, manchándole de rojo la camisa, la
sangre de una enorme herida abierta en la cabeza. Golpeaba y golpeaba con sus grandes
puños ensangrentados. Las voces de los demás, instrumentos se unieron al furioso
repiquetear del tambor y la música fue como un solo gemido desarticulado.
–¡Grandioso!
¡Grandioso!
Los
blancos bailaban, saltaban. Se bailaba y saltaba por todas partes, en todas las
zonas y todos los rincones del local. La sala parecía una hirviente olla de brujas.
Los bailarines tenían las caras encendidas por la agitación de la lucha y el calor
del salón. El desagradable olor de la transpiración flotaba en el espacio. Tendidos
entre las mesas yacían, respirando dificultosamente, algunos moribundos. Al pasar,
las parejas les daban de puntapiés, marcando los compases del jazz. La luz caía
desde el techo sobre todos los colores de aquella borrachera infame. Las mujeres
parecían encendidas de deseos y de belleza, y dirigían sus miradas ardientes hacia
el ensangrentado gigante negro de la orquesta mientras enredaban sus piernas en
las piernas de sus caballeros, que les apretaban los vientres con sus vientres,
buscándoles el sexo.
Un
señor que seguía excitado por los sucesos recientes saltó sobre una mesa próxima
a la del Verdugo y, describiendo círculos en el aire con su Browning, exclamó:
–Camaradas:
¡la victoria es nuestra! Nadie puede oponerse a nuestros designios. ¡Orden y disciplina!;
con estos signos venceremos. ¡Con ellos dominaremos el mundo!
Sacudía
los brazos y gritaba para hacerse oír. La gente empezó a rodearlo. El señor continuó:
–Y
en este hermoso día, en el que hemos demostrado la superioridad de nuestra raza
sobre todas las demás, tenemos la suene y la dicha de ver entre nosotros al representante
de cuanto consideramos por encima de todo: el Verdugo. Sí, camaradas, nos sentimos
orgullosos de verlo aquí porque su presencia pone de manifiesto que estamos viviendo
una época extraordinaria. Su presencia señala que la hora de la debilidad y la deshonra
ha pasado, y que una nueva alborada se aproxima para la humanidad. Su poderosa imagen
nos infunde valor y confianza. Él ha de ser nuestro guía, y no pensamos seguir a
nadie más que a él. Te saludamos, líder nuestro, con los sagrados signos de la vida,
símbolos de lo más caro que para nosotros existe sobre la tierra, y de la nueva
era que se inicia en la historia de la humanidad. El hombre vive bajo el signo dé
la sangre, y así como nos sabemos dignos de ti, tú también puedes confiar en nosotros,
los que jubilosamente te decimos: ¡salud!
El
señor terminó su discurso y saltó de la mesa dirigiéndose, muy agitado todavía,
hacia donde estaba el hombre vestido de rojo. El Verdugo lo miró sin levantar siquiera
la cabeza. Permaneció inmóvil. Ni le contestó.
El
frenético señor quedó un tanto confundido ante esa actitud, y no sabía qué hacer.
–¡Salud!
–exclamó nuevamente, con cierta vacilación, y extendió el brazo en alto, gesto que
fue imitado por los circunstantes. El Verdugo los miró sin romper su silencio.
–Pero…
¿Pero no eres acaso el Verdugo? –preguntó el señor, cada vez más desconcertado.
El
interrogado retiró su mano de la frente, dejando al descubierto el signo de su oficio
marcado en ella a fuego, y un murmullo de admiración recorrió toda la sala.
–Sí,
soy el Verdugo –dijo, y se levantó, enorme e impresionante, con sus ropas de color
de la sangre) Todas las miradas se volvieron hacia él, y se hizo un silencio tan
grande que podía escucharse el acompasado rumor de la respiración.
“Estoy
en mi tarea desde el principio de las edades y aún no ha llegado la hora de su fin.
“Los
siglos pasan. Generaciones vienen y generaciones van. Los pueblos aparecen y desaparecen,
desvaneciéndose en la noche, pero yo permanezco. Soy el que queda mientras todos
pasan, y los veo alejarse, unos tras otros, borrándose en la distancia con sus manchas
de sangre. Yo soy el único que perdura.
“Fielmente
sigo el camino de la humanidad, y no hay senda tan escondida que no haya bañado
en sangre o en la que no levantara una humeante pira. Estoy con vosotros desde el
comienzo de los tiempos, y con vosotros estaré hasta el último término. La primera
vez alzasteis la mirada al cielo y presentisteis la existencia de un dios, yo sacrifiqué
un hermano, y os lo, ofrecí. Aún recuerdo los árboles sacudidos por el viento y
el temblor del fuego que os iluminaba el rostro cuando le arranqué el corazón y
lo arrojé a las llamas. ¡Desde entonces he sacrificado a tantos! Para los dioses
y para los diablos. Para los cielos y para el infierno. Culpables e inocentes, en
sucesión sin fin… He arrancado de raíz pueblos enteros; he destruido ciudades y
exterminado reinos. Cuanto de mí habéis deseado, ha sido hecho. Siglos enteros entregué
al olvido; y luego, apoyado en mi espada ensangrentada, esperé que nuevas generaciones
me llamaran con sus jóvenes voces impacientes. Multitudes de hombres he ahogado
en océanos de sangre, y he apagado su impaciencia para siempre. Para los profetas
y los salvadores encendí la hoguera de los heréticos. He hundido la vida humana
en la noche y las tinieblas. ¡Y todo lo he hecho por vosotros!
“Todavía
me llaman y obedezco. Tiendo la mirada por encima de los pueblos. La tierra está
caliente y afiebrada, y el chillido de los pájaros enfermos puede oírse por los
aires. Ha llegado el oscuro tiempo del mal. Es la hora del Verdugo.
“El
sol avanza entre nubes de angustia y alumbra lo bueno y lo malo por igual. Yo atravieso
la tierra con mi hoz. La señal del crimen está marcada a fuego sobre mi frente.
Yo mismo soy un culpable, condenado para toda la eternidad… ¡Por vuestra culpa!
“Condenado
estoy a serviros y lo hago con lealtad. Siglos de sangre se han volcado sobre mí.
“Mi
alma llena está de sangre por vuestra culpa. Mis ojos se nublan cuando las multitudes
me gimen, desesperadas, su dolor. ¡Aplasto y siego, furiosamente, todo! ¡Como lo
queréis, como me lo pedís a gritos! ¡Vuestra sangre me ciega! ¡Soy un ciego cegado
por vosotros y vosotros sois mi prisión, de la que no puedo escapar!
“Cuando
estoy en mi casa de Verdugo, asomado a la ventana gris, y veo cómo los prados se
extienden silenciosos y tranquilos en el seno del crepúsculo, con sus flores y sus
árboles, en la maravillosa paz inmensa de la tarde, es como si me asfixiara mi destino,
y caería por tierra si no estuviera a mi lado esta mujer.
Posó
su mirada sobre la mujer pobre, que tenía aspecto de mendiga, y sus ojos se encontraron.
–Me
alejo de la ventana porque no puedo contemplar la belleza de la tierra, mas ella
se queda allí, mirando hacia afuera hasta que oscurece.
“En
la casa que compartimos es tan prisionera como yo. Pero ella puede mirar la belleza
de la tierra y eso le permite vivir.
“Adornada
y limpia mantiene la casa del Verdugo, como si fuera el hogar de un hombre. A la
hora de comer tiende sobre la mesa un mantel. No sé quién es, pero es generosa conmigo.
“Al
caer la tarde me acaricia la frente con sus manos, y dice que entonces desaparece
la marca del Verdugo. Es distinta de todas las mujeres, porque es la mujer que puede
amarme.
“He
preguntado a los hombres quién es, mas ninguno la conoce.
“¿Puede
alguien decirme por qué me ama y por qué cuida nuestra casa?
“¡Mi
casa es la casa del Verdugo! Y no quiero tener otra porque mi angustia sería más
terrible.
“Cuando
se duerme, serena, entre mis brazos, me levanto y la abrigo. Después me visto, silenciosamente,
para no despertarla. Luego me deslizo en la noche para cumplir mi oficio. El cielo
está amenazante y cálido sobre la tierra… Bueno es que no se haya despertado. Es
mejor que yo esté solo frente a mi destino.
“Pero
sé que me espera al volver de mi tarea, sé que viene a mi encuentro cuando regreso,
agobiado, con las manchas de sangre. “¿Por qué ha de cargarse sobre mis espaldas
todo el dolor y la culpa de lo que habéis hecho? ¿Por qué han de clamar contra mí,
sin dejarme nunca en paz, toda la sangre que derramáis, y las maldiciones de los
delincuentes, y los gemidos de los inocentes?… ¿Por qué ha de padecer por todos
mi desdichado espíritu?
“Los
condenados me culpan de su suerte… Yo no quiero escucharlos mientras esperan su
muerte deplorable, pero sus palabras permanecen en mí. ¡En mí gritan, desde hace
siglos, voces que nadie recuerda, voces sin vida, pero que aún viven su vida en
mí! ¡El olor de vuestra sangre me llena de asco y me pesa con su imborrable culpa!
“¡Yo
tengo que soportar vuestro destino, y tendré que continuar vuestro camino, mientras
vosotros estaréis ya en la sepultura, olvidados vuestros actos, descansando!
“¡Quién
cavará una tumba bien honda para enterrarme a mí! ¿Quién arrancará de mis hombros
el peso de las maldiciones y me hará descansar en la paz de la muerte?
“¡Nadie!
¡Porque nadie puede sufrir lo que yo sufro!
“Hace
mucho, cuando aún existía un Dios, me dirigí a El para exponerle mi caso. Mas ¡qué
respuesta podía darme!
“Recuerdo
que fue porque debía vigilar a un hombre que se decía vuestro Salvador. Quería salvaros
sufriendo y muriendo por vosotros. Y quería liberarme de mi carga.
“No
sé qué quería decir. Era un ser débil, que ni siquiera tenía la fuerza habitual
de un hombre, y no pude dejar de sonreírme. Llamábase a sí mismo el Mesías y había
predicado la paz sobre la tierra; por eso lo condenaron.
“Era
todavía un niño cuando intuyó que había de sufrir y morir por la humanidad. Como
siempre sucede, hablaba mucho de su infancia en un país que llamaba Galilea. Allí
todo era maravilloso…, siempre dicen eso. Las montañas se cubrían de lilas al llegar
la primavera. Estaba en las montañas cubiertas de lilas, contemplando en torno suyo
la tierra iluminada, cuando se sintió el Hijo de Dios. Oyéndole hablar no tardé
en comprender que era un pobre loco. Contemplando las colinas y las flores tuvo
la revelación de lo que debía predicar entre los hombres, la revelación del mensaje
que debía transmitirles, y aquel mensaje decía: Paz sobre la tierra.
“Le
pregunté por qué había de morir para que los demás alcanzaran la paz, y me contestó
que así estaba dispuesto y que se trataba de un secreto absoluto. Así habíaselo
dicho su Padre, que era Dios mismo. Era ingenuo como un niño.
“Pero
cuando se acercó su hora empezó a afligirse y a temblar como todos; dejó de sentirse
tan seguro como antes. Yo no dije nada, y El se sentó, angustiado, y de tiempo en
tiempo miraba a la distancia. Era como si estuviera añorando las montañas y las
lilas de su infancia.
“Su
angustia iba creciendo. Cayó de hinojos y empezó a rezar en voz baja. “Mi alma está
triste hasta la muerte. Amado Padre, líbrame, si es posible, de este cáliz.”
“Tuve
que arrancarlo de su plegaria cuando llegó la hora.
“Apenas
si podía sostener la Cruz y se doblaba, temblando, bajo su peso. Me inspiró compasión,
y yo mismo le llevé el madero un trecho. Fui yo quien hizo eso, y nadie más. El
peso de la Cruz no era tan grande como el que me hacen soportar los hombres.
“Cuando
lo coloqué sobre el madero, antes de clavarlo, le pedí perdón, como es costumbre.
No sé por qué, pero me daba pena matarlo. Entonces me miró con sus ojos bondadosos,
que no eran los de un asesino, sino los de un desdichado. “Te perdono, hermano”,
me dijo dulcemente; y, aunque no lo creo, uno de los que estaban cerca aseguró que
mientras decía esas palabras se borró de mi frente la marca del Verdugo.
“¡No
sé por qué me llamó así! Pero solo por haberme llamado así fue para mí como si hubiera
estado sacrificando a mi propio hermano. Mucho más difícil me fue cumplir mi tarea
con El que con cualquiera de los otros que tuve entre mis manos. Además, no es posible
hacer lo que yo hago sin mirar alguna vez a su víctima, y, no sé…, no se parecía
a ninguna de las otras víctimas que conocí.
“¡No
puedo olvidar cómo me miró cuando me dijo “hermano”!
“¡Cómo
podría olvidarlo yo que conservo el recuerdo de todas las voces, y de toda la sangre
derramada, y de todo cuanto vosotros habéis olvidado hace ya tiempo!
“¿Por
qué he de sufrir? ¿Por qué he de cargar con vuestras culpas? ¿Por qué habéis de
descargar sobre mí todo el peso de vuestros pecados?
“Antes,
en la prisión, había tenido que flagelarlo. ¡Como si no hubiera podido morir sin
ese castigo! Al tocarlo sentíasele el cuerpo hinchado y lastimado. Me inspiró tal
compasión que me faltaron fuerzas para levantar la Cruz.
“Pero
todos se regocijaron cuando pude hacerlo. Gritaron su júbilo al verle colgando del
madero. Jamás como entonces he presenciado alegría semejante ante el patíbulo. Se
mofaban del desdichado; lo insultaban y ofendían porque había creído ser su Mesías.
Lo escupían y se reían de su dolor. Él cerró los ojos para no ver a quienes estaba
salvando. Quizá trataba de pensar que, a pesar de todo, era su Rey y el elegido
de Dios. Le habían hecho una corona de espinas que le colocaron, ridículamente torcida,
sobre su cabeza ensangrentada. Me dio tal asco todo aquello que me volví de espaldas
para no ver.
“Cuando
iba a entregar el alma, anocheció sobre la tierra, y le oí clamar sobre el madero:
“¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!” Yo no podía soportar más. Por
suerte para Él murió en seguida. Luego tuvimos que sacarlo, porque el siguiente
día era sábado y no podía estar allí.
“Cuando
todos fueron a prepararse para el sábado y el paraje quedó al fin desierto, me senté
junto al patíbulo, en medio del hedor de los cadáveres y de todas las suciedades
que siempre se encuentran en semejante sitio. Recuerdo que estuve allí gran parte
de la noche, bajo las estrellas. Hasta que me acordé que debía levantarme e ir a
hablar a Dios. “Abandoné la tierra y me dirigí a los cielos, donde por lo menos
no es asfixiante el aire. Caminé y caminé ya no sé cuánto tiempo. Dios residía tan,
pero tan terriblemente lejos…
“Por
fin le vi sentado en su alto y poderoso trono en los ámbitos del cielo. Me acerqué
y me detuve ante Él, apoyando contra su trono mi hacha ensangrentada. “¡Ya no puedo
más con mi tarea!”, le dije.
““¿Acaso
no la he desempeñado demasiado? ¡Libérame de ella!”
“Pero
Él, inmóvil, como petrificado, miró al espacio, y nada más.
““¡Escúchame!
¡Hace mucho que mi única ocupación es la de Verdugo! ¡Ya no puedo tolerarla! ¡No
puedo vivir en medio de la sangre y del terror, y de todo lo que Tú permites! ¡Dime
qué es lo que con eso te propones! ¡He cumplido fielmente y he hecho cuanto me ha
sido posible, pero ya no puedo más! ¡No me siento capaz de continuar! ¡Basta ya!
¡Oyes!”
“Más
él no me miró. Sus redondos ojos se fijaron, imperturbables e imperturbados, en
el espacio como un desierto. Me sentí presa del espanto y de una insoportable desesperación.
““¡Hoy
he crucificado a tu propio hijo!”, le grité en un salvaje arrebato de furia. Más
no se alteró ni un rasgo de su rostro firme e insensible. Era como si estuviera
tallado en piedra.
“Yo
estaba de pie en medio del frío y del silencio, y sentía que el viento de la eternidad
me estaba helando. No había nada que hacer. Ni con quién hablar. Nada. No me quedaba
más que tomar otra vez mi hacha y regresar por el mismo camino.
“Entonces
comprendí que Él no era su Hijo. Pertenecía a la especie de los hombres y, por consiguiente,
no era extraño que lo hubieran tratado como suelen hacerlo con los suyos. Solo habían
crucificado a uno de sus semejantes, como de costumbre. Me fui enfurecido, helado
y afligido.
“El
había partido como todos y ya estaba descansando. Pero yo, ¡pobre alma mía!, debía
seguir como antes y para siempre. Debía descender nuevamente a la tierra y volver
a buscar las sendas del dolor. ¡A mí no me socorría nadie!
“No.
No era ningún Salvador. ¡Cómo hubiera podido servir para eso! Tenía las manos de
un adolescente mal desarrollado, y daba lástima clavarlo y tener que buscar entre
sus huesos delgados el lugar donde poder hundir los clavos. No sabía cómo podrían
resistir el peso de su cuerpo cuando estuviera colgado. ¡Cómo habría de salvar a
la humanidad un hombre así!
“Cuando
le pinché el costado para ver si podíamos bajarlo, ya estaba muerto; falleció mucho
antes de lo habitual.
“¿Para
qué servía un infeliz semejante? ¿Cómo hubiera podido ayudaros? ¿Cómo hubiera podido
arrancarme mi carga? ¿Qué Cristo podía ser para los hombres? Y comprendí por qué
había de ser yo quien os sirviera, y por qué siempre me llamáis a mí.
“¡Yo
soy vuestro Cristo, con la marca del Verdugo sobre mi frente! ¡Soy el enviado para
serviros aquí abajo!
“¡Para
poner discordia en la tierra y odio entre los hombres!
“¡A
vuestro Dios lo habéis petrificado! ¡Hace mucho que está muerto! ¡Pero yo, vuestro
Cristo, estoy aquí! ¡Yo represento su voluntad todopoderosa, yo soy su hijo, el
que Él ha creado y puesto entre vosotros cuando aún existía y sabía lo que quería!
¡Cuál habrá sido su propósito! Ahora se deshace en su trono como un leproso, y el
desolado viento de la eternidad desparrama sus restos por los desiertos del cielo.
Pero ¡yo, Cristo, yo vivo para que vosotros podáis vivir! Recorro mi camino de este
mundo y os salvo todos los días por la sangre. ¡Y a mí no podéis crucificarme!
“Siento
la nostalgia de mi muerte así como la añoró mi pobre hermano. Deseo que me claven
en la cruz para entregar el alma a la inmensa noche misericordiosa, pero sé que
esa hora nunca ha de llegar. Tengo que continuar cumpliendo mi labor en tanto vosotros
existáis. ¡Mi cruz no se levantará jamás! Y cuando por fin haya terminado mi tarea
y no me quede nada por hacer sobre la tierra, entonces mis penas y el dolor de cuanto
he hecho por vosotros perseguirán mi alma sin descanso a través de los campos de
la noche en la morada mortuoria de mi Padre.
“Sea
como fuere, es lo que anhelo. Quiero que esto termine para no seguir cargando más
culpas sobre mi conciencia.
“Estoy
esperando la hora en que habréis de ser borrados de la tierra y en la que al fin
podrá caer mi brazo. Ninguna enfurecida voz volverá a llamarme, y estaré solo, contemplando
en torno mío cómo todo se ha cumplido.
“¡Y
saldré de la eternidad de las tinieblas arrastrando mi hacha ensangrentada sobre
la tierra desierta como un recuerdo de los que aquí vivieron!”
Paseó
sobre quienes le escuchaban una mirada hostil y llameante. Después derribó de un
empujón la mesa y se dirigió hacia la puerta, enfurecido.
Salió.
La mujer que había estado sentada a su lado, con aspecto de mendiga, lo estaba esperando
allí afuera. Se le acercó y le habló con una voz dulce y tranquila, iluminado el
rostro por una dicha melancólica y secreta.
–¡Tú
sabes que te espero! Sabes que te espero, entre los abedules, cuando regresas, abatido
y manchado por la sangre. Y que puedes descansar tu cabeza sobre mis faldas, y que
te amo. Que beso tu frente calenturienta y que limpio la sangre de tus manos… ¡Tú
sabes que te espero!
La
contempló con una sonrisa apacible y triste. A lo lejos se oía el apagado golpe
de los tambores. Se quedó escuchando. Se apretó el cinturón y se alejó en la crudeza
del amanecer.
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