Silvina Ocampo
Laura estaba en la iglesia, rezando:
Dios mío, ¿no
recompensarás la buena acción de tu sierva? Comprendo que a veces no fui buena.
Soy impaciente o mentirosa. Carezco de caridad, pero siempre trato de lograr tu
perdón. ¿No he pasado horas arrodillada sobre el piso de mi cuarto, frente a la
imagen de una de tus vírgenes? Este niño horrible que he escondido en mi casa,
para salvarlo de la gente que quería lincharlo ¿no me traerá satisfacción
alguna? No tengo hijos, soy huérfana, no estoy enamorada de mi marido, bien lo
sabes. No te lo oculto. Mis padres me llevaron al casamiento como se lleva a
una niña al colegio o al médico. Yo les obedecí, porque creí que todo iba a
andar bien. No te lo oculto: el amor no se manda, y si tú mismo me dieras la
orden de amar a mi marido, no podría obedecerte, si no me inspiras el amor que
necesito. Cuando él me abraza, quiero huir, esconderme en un bosque (siempre
imagino, desde la infancia, un bosque enorme, con nieve, donde me escondo, en
mi desdicha); él me dice:
–Qué fría estás…
como de mármol.
Me agrada más el
boletero feo que a veces me regala plateas para que vaya al cinematógrafo con
mi hermanita, o el vendedor, un poco repugnante, de la zapatería, que acaricia
mi pie, entre sus piernas, cuando me prueba zapatos, o el albañil rubio de la
esquina de 9 de Julio y Corrientes, junto a la casa donde vive mi alumna
predilecta, ese que me gusta, el de ojos negros, el que come pan, cebolla y
uvas con carne en el suelo; el que me pregunta:
–¿Usted es casada?
–y sin esperar mi respuesta dice–: qué lástima.
El que me hizo
pasar entre los andamios para ver el departamento que iba a ocupar una pareja
de recién casados.
Visité cuatro veces
el piso que estaba en construcción. La primera vez fui de mañana; estaban
poniendo ladrillos en una pared medianera. Me senté sobre maderas apiladas.
¡Era la casa de mis sueños! El albañil (que se llama Anselmo) me llevó a la
parte más alta de la casa, para que viera la vista. Sabes que tu sierva no
quiso demorarse en la casa en construcción hasta tan tarde y que al torcerse el
tobillo tuvo que quedarse, disgustada, un rato largo entre hombres, esperando
que el dolor pasara. La segunda vez llegué por la tarde. Estaban colocando
vidrios y fui a buscar el monedero que había olvidado. Anselmo quiso que viera
la terraza. Eran las seis de la tarde cuando bajamos y todos los otros obreros
se habían retirado. Al pasar junto a una pared me ensucié un brazo y la mejilla
con cal. Anselmo con su pañuelo y sin pedirme permiso me sacó las manchas. Vi
que sus ojos eran azules y su boca muy rosada. Lo miré, tal vez demasiado, pues
me dijo:
–¡Qué ojos tiene!
Bajamos de la mano
entre los andamios. Me dijo que volviera a las ocho de la noche del día
siguiente, que uno de sus camaradas tocaría el acordeón y que la mujer de otro
traería vino. Sabes, Dios mío, que haciendo un gran sacrificio fui por no
ofenderlo. El camarada de Anselmo tocaba el acordeón cuando llegué. A la luz de
una linterna se agruparon los otros alrededor de unas botellas. La mujer trajo
en una canasta vasos para que bebiéramos, y bebimos. Me retiré antes que
terminara la fiesta. Anselmo me condujo con una linterna hasta la salida. Quiso
acompañarme una cuadras. No lo dejé.
–¿Volverá? –me dijo
al despedirse–. Todavía no vio los mosaicos.
–¿Qué mosaicos?
–pregunté riendo.
–Los del baño
–contestó como besándome–. Vuelva, mañana vienen ellos.
–¿Quiénes?
–Los novios.
Podemos espiarlos.
–No acostumbro
espiar.
–Le mostraré un
aviso luminoso, unos zapatos con alas. ¿No los vio nunca?
–Nunca.
–Se lo mostraré
mañana.
–Bueno.
–¿Vendrá?
–Sí –contesté y me
fui.
La tercera vez no
había nadie en el edificio. Detrás de un cerco de madera, ardía un fuego; sobre
unas piedras había una olla.
–Esta noche
reemplazo al sereno –me dijo al verme llegar.
–¿Y la pareja?
–La pareja se fue.
¿Subimos a ver el letrero luminoso? –me dijo.
–Bueno –contesté,
disimulando mi nerviosidad.
Dios mío, no sabía
lo que me esperaba en aquel séptimo piso. Subimos. Creí que mi corazón latía
porque subía tantos pisos y no porque estaba sola en ese edificio con ese
hombre. Cuando llegamos arriba, desde la terraza, vi con alegría el aviso
luminoso. Los zapatos iluminados con alas revoloteaban en el aire. Tuve miedo.
Faltaba la baranda y retrocedí hasta el dormitorio. Anselmo me tomó de la
cintura.
–No se caiga –dijo,
y agregó–: Aquí van a poner la cama. Lindo casarse ¿no? y tener un nido.
Al decir estas
palabras se sentó en el suelo junto a una valijita y un atado de ropa.
–¿Quiere ver unas
fotografías? Siéntese.
Colocó un diario en
el suelo para que me sentara. Me senté. Abrió la valijita y de su interior,
Dios mío, sacó un sobre y del sobre unas fotografías.
–Ésta era mi madre
–dijo acercándose a mí–. Ves qué bonita era –comenzó a tutearme–: Y esta es mi
hermana –dijo soplando sobre mi cara.
Me acorraló y
empezó a abrazarme sin dejarme respirar. Dios mío, sabes que intenté desasirme
inútilmente de sus brazos. Sabes que fingí estar lastimada para hacerlo entrar
en razón. Sabes que me alejé llorando. Yo no te escondo nada. Con el vestido
roto llegué a mi casa, y a pesar de todo volví a verlo al día siguiente porque
fui a buscar el monedero que siempre pierdo en alguna parte. Yo no te escondo
nada. Comprendo que no soy virtuosa, pero ¿conoces muchas mujeres virtuosas? No
soy de esas que usan pantalones muy ajustados y la mitad del pecho afuera
cuando van al río los domingos. Es claro que mi marido se opondría a esas
cosas, pero a veces podría aprovecharme de su distracción para hacerlas. No
tengo la culpa si me miran los hombres: me miran como a una chiquilina. Soy
joven, es cierto, pero lo que les gusta no es eso. A Rosaura y a Clara ni las
miran cuando van por la calle: no ligan ni un solo piropo durante las
vacaciones, estoy segura. Ni siquiera indecencias, que son tan fáciles de conseguir.
Soy buena moza ¿acaso es un pecado? Peor es estar amargada. Desde que me casé
con Alberto, vivo en esa calle oscura de Avellaneda. Sabes muy bien que no está
pavimentada y que de noche me tuerzo los tobillos para llegar a casa, cuando
llevo tacos muy altos. Los días de lluvia calzo botas de goma, que ya se han
roto, y un impermeable que parece una bolsa, para ir a mi trabajo. Es claro que
las bolsas están de moda ahora. Soy maestra de piano y hubiera sido una gran
pianista si no fuera por mi marido, que se ha opuesto, y por mi carencia de
vanidad. A veces, cuando invitamos gente a casa, insiste para que toque tangos
o jazz. Humillada, me siento al piano y le obedezco con desgano, porque sé que
le agrada a él. Mi vida no tiene halagos. Todos los días, salvo los de fiesta y
los sábados, recorro la calle España, a la misma hora, para llegar a la casa de
una de mis discípulas. En un trecho de camino de tierra, solitario, con
zanjones, donde tantas veces pensé en ti, hará ya veinte días (que me parecen eternos),
vi a cinco niños, jugando. Distraídamente los vi en el barro, en el borde del
zanjón, como si se tratara de niños irreales. Dos de ellos reñían: uno le había
arrancado al otro un barrilete amarillo y celeste, que apretaba contra su
pecho. El otro lo tomó del cuello (lo hizo rodar por la zanja) y le metió la
cabeza en el agua. Se debatieron un rato: uno por hundir la cabeza al otro, el
otro por sacarla. Algunas burbujas aparecieron en el agua barrosa, como cuando
sumergimos una botella vacía y hace glu glu glu. Sin soltar la cabeza, el niño
seguía aferrado a su presa, que ya no tenía fuerza para defenderse. Los
compañeros de juego aplaudían. Los minutos parecen a veces muy largos o muy
cortos. Yo miraba la escena, como en el cinematógrafo, sin pensar que hubiera
podido intervenir. Cuando el niño soltó la cabeza de su adversario, éste se
hundió en el barro silencioso. Hubo entonces una desbandada. Los niños huyeron.
Comprendí que había asistido a un crimen, a un crimen en medio de esos juegos
que parecían inocentes. Corriendo, los niños llegaron a sus casas y anunciaron
que Amancio Aráoz había sido asesinado por Claudio Herrera. Saqué del zanjón a
Amancio. Fue entonces que las mujeres y los hombres del barrio, armados de
palos y de fierros, quisieron linchar a Claudio Herrera. La madre de Claudio,
que me quería mucho, me pidió llorando que lo escondiera en mi casa, lo que
hice de buen grado, después de depositar al finadito en la cama donde lo
amortajaron. Mi casa queda apartada del lugar donde viven los padres de Amancio
Aráoz y eso facilitaba las cosas. Durante el entierro la gente no lloraba a
Amancio, maldecía a Claudio. Caminando dieron la vuelta a la manzana con el
ataúd. En cada puerta se detenían para gritar insultos a Claudio Herrera, para
que la gente se enterase del crimen que había cometido. Estaban tan exaltados
que parecían felices. Sobre el ataúd blanco de Amancio habían colocado flores
muy vistosas, que las mujeres no se cansaban de alabar. Varios niños, que no
estaban emparentados con el muerto, siguieron el cortejo, para entretenerse;
hacían bulla y se reían, arrastrando los palos con que jugaban sobre el
empedrado. Creo que nadie lloraba, porque la indignación no tiene lágrimas.
Sólo una vieja, misia Carmen, sollozaba, porque no comprendía lo que había
ocurrido. Dios mío, qué poca suntuosidad y qué poco lujo en ese entierro.
Claudio Herrera tiene ocho años. No se puede saber hasta qué punto será
consciente del crimen que ha cometido. Lo protejo como una madre. No me explico
bien por qué motivo me siento tan feliz. Transformé mi salita en dormitorio,
allí lo alojo: en los fondos de la casa, donde antiguamente estaba el
gallinero, le hice poner un trapecio y una hamaca; le compré un balde y una
pala para que haga un pequeño jardín y que se distraiga con las plantas.
Claudio me quiere o por lo menos se conduce como si me quisiera. Me obedece más
que a su madre. Le prohibí asomarse a los balcones y a la azotea de la casa. Le
prohibí atender el teléfono. Nunca me desobedeció. Me ayuda a limpiar la vajilla,
cuando terminamos de comer. Limpia y pela las verduras y barre el patio, por
las mañanas. No tengo por qué quejarme; sin embargo, tal vez influida por la
opinión de los vecinos, empiezo a ver en él al criminal. Estoy segura, Dios
mío, que trató por diferentes métodos, de matar a Jazmín. Primero advertí que
había colocado veneno para las cucarachas en el plato donde le poníamos la
comida; después, que trató de ahogarlo debajo de la canilla o adentro del balde
que usamos para lavar el patio. Durante unos días estoy persuadida de que no le
dio agua, o si se la ofreció, fue mezclada con tinta, que Jazmín rechazó
inmediatamente, después de ladrar. Atribuyo su diarrea a alguna mixtura
diabólica que colocó en la carne que le damos. Consulté con la doctora, que
siempre me aconseja. Sabe que tengo muchos remedios en el botiquín, entre ellos
barbitúricos. Me dijo en la última visita que le hice:
–M’hijita, cierra
el botiquín con llave. La criminalidad infantil es peligrosa. Los niños usan de
cualquier medio para llegar a sus fines. Estudian los diccionarios. Nada se les
escapa. Saben todo. Podría envenenar a tu marido, a quien, según me dijiste, lo
tiene entre ojos.
Yo le respondí:
–Para que los seres
vuelvan a ser buenos, hay que confiar en ellos. Si Claudio sospecha que no
tengo confianza en él, será capaz de hacer cosas horribles. Ya le expliqué el
contenido de cada frasco y le mostré los que llevan, en una etiqueta roja, la
palabra VENENO.
Dios mío, no cerré
el botiquín con llave, y lo hago deliberadamente para que Claudio aprenda a
reprimir sus instintos, si es verdad que es un criminal. Las otras noches,
durante la cena, mi marido lo mandó al altillo a buscar una caja, donde tenía
sus herramientas de carpintero. Mi marido tiene afición a la carpintería. Como
el niño no volvía bastante pronto, subió al altillo para espiarlo. Claudio,
según me dijo mi marido, estaba sentado en el suelo, entreteniéndose con las
herramientas, horadando la tapa de la caja de madera lustrada, que él tanto
apreciaba. Indignado, le dio una paliza allí mismo. Lo trajo, de una oreja, a
la mesa. Mi marido no tiene imaginación. Tratándose de un niño que sospechamos
anormal, ¿cómo se atrevió a infligirle un castigo que a mí misma me hubiera
enloquecido de ira? Seguimos la cena en silencio. Claudio, como de costumbre,
nos dio las “buenas noches” y cuando nos quedamos solos, mi marido me dijo:
–Si este monstruo
no se va pronto de la casa, voy a morir.
–¡Qué impaciente!
–le contesté–. Estoy haciendo una obra de caridad. Tendrías que reconocerlo.
Y para
impresionarlo más, invoqué tu nombre. Antes de acostarnos, del frasquito del
botiquín tomamos píldoras para dormir, pues los dos sufrimos de insomnio, él
porque no duerme y hace ruido con el libro o el diario que lee, con el
cigarrillo que enciende, y yo porque lo escucho y espero que se duerma,
temiendo no conciliar el sueño. Tuvo la misma idea que la doctora: que yo debía
cerrar con llave el botiquín. No le hice caso, pues insisto que la confianza es
el medio de conseguir el mejor resultado. Mi marido no lo cree. Desde hace unos
días se ha puesto aprensivo. Dice que el café tiene un gusto raro y que después
de beberlo siente mareos, cosa que jamás le ha sucedido. Para tranquilizarlo,
en los momentos en que está en casa, cierro el botiquín con llave. Luego vuelvo
a abrirlo. Muchos de mis amigos no vienen a mi casa: no puedo recibirlos, pues
a nadie he dicho mi secreto, salvo a la doctora y a ti, que sabes todo. Sin
embargo, no estoy triste. Yo sé que un día tendré mi recompensa y ese día
volveré a sentirme feliz, como cuando era soltera y que vivía junto a los
jardines de Palermo, en una casita que ya no existe sino en mi recuerdo. Es
extraño, Dios mío, lo que hoy me pasa. No me iría nunca de esta iglesia y casi
podría decir que lo he previsto, pues en mi cartera tengo unos bombones que
traje para no desfallecer de hambre. Ya pasó la hora del almuerzo y desde esta
mañana a las siete no pruebo bocado. No te ofenderás, Dios mío, si como uno de
estos bombones. No soy golosa; sabes que soy un poco anémica y que el chocolate
me da coraje. No sé por qué temo que algo haya sucedido en mi casa: tengo
premoniciones. Esas señoras harapientas, con sombreros negros, con plumas, y el
cura que entró en el confesionario, me las auguran. ¿Alguien se habrá escondido
alguna vez en uno de tus confesionarios? Es el lugar ideal para que se esconda
un niño. ¿Y acaso no me parezco yo a un niño, en estos momentos? Cuando salgan
el sacerdote y las señoras cubiertas de plumas, abriré la puertita del
confesionario y penetraré en él. No me confesaré con un sacerdote, sino
contigo. Y toda la noche la pasaré en tu compañía. Dios mío, yo sé que
recompensarás la buena acción de tu sierva.
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