Rómulo Gallegos
La
familia hallábase a la sazón entretenida en diversos ocios en el corredor de la
antigua y noble casa que había sido desde los tiempos de la Colonia, solar glorioso
de la más ilustre pléyade de varones con que se honraron los fastos de la patria.
La
familia se componía del padre, Don Máximo, continuador del nombre tantas veces esclarecido
por sus mayores y señor de ínfula él, de profesión tenedor de libros en varias casas
mercantiles, y persona versada en heráldicas y un tanto dada a achaques literarios,
por afición; la madre, mujer como todas las demás, con algunas canas y excesivas
carnes; el primogénito, artrítico y jugador de oficio; otro hijo que no estaba presente,
cursante de derecho, literato en agraz e irresistible Don Juan más acicalado y cuidadoso
de su persona, que su misma hermana, que lo era mucho, con no ser tan apuesta como
prognática y tener tantos granos en el cutis, como vanidad y sosería en el modo
de ser.
Además
de éstos, estaban en el corredor, un hermano de Don Máximo, menos señor que él por
dejadez y penuria, hombre amigo de chanzonetas y de maneras vulgares, y, por último,
una hija de éste, de doce años, tonta y clorótica.
No
hacía mucho que se habían levantado de la mesa y, como de costumbre, pasaban las
primeras horas de la noche en el corredor, mientras era la de irse cada cual a su
respectivo pasatiempo: Los viejos al dominó, los mozos a la visita o al club o a
la francachela, a la ventana la niña y la tonta al sofá, a dormir como solía hasta
que su padre la despertaba para irse, terminada la partida con la inevitable discusión.
Don Máximo leía con interés y evidente disgusto un artículo inserto en un diario
de aquella tarde; frente a él, su hija leía, también absorta, a Carlota Braemé;
en el otro extremo del corredor el hijo artrítico charlaba con el tío a propósito
del juego y sus cébalas y artimañas, mientras la señora escuchaba placiblemente
las tonterías de la sobrinita, y por allá dentro silbaba el aria de “Tosca” el literato,
mientras se hacía la toilette.
De
pronto don Máximo, quitándose los áureos lentes, y arrojando lejos de sí el periódico,
exclamó, encarándose a los circunstantes:
–¡Habrase
visto!
Con
tal énfasis lo dijo, que todos, sorprendidos, se volvieron hacia él inquiriendo,
mientras el hermano con su irritante pachorra le preguntaba:
–¿Qué
te duele, chico?
–Me
duele lo que no te dolería a ti, seguramente. –Y como con esto aumentara la perplejidad
de la familia, agregó explicando:
–Que
este país se acabó.
–¿Por
qué, Máximo? –Esta vez quien habló fue la señora, seriamente alarmada con la aseveración
de su marido.
–Era
lo que nos faltaba. Ya aquí no hay nada sagrado; nada digno de respeto. No te digo;
a este país se lo llevó el demonio. ¡Decir eso de la única página limpia que tiene
nuestra historia! Es hasta donde puede llegar la corrupción! ¡Que atrevimiento!
¡Qué irreverencia!
Los
circunstantes iban de asombro en asombro a medida que el ofendido patriotismo del
noble señor se desahogaba a fuerza de exclamaciones rotundas que eran como anatemas
de la patria misma, porque sin lugar a dudas se trataba de una injuria inferida
a la majestad de la Patria, por cuyos fueros siempre camparon los Máximos, desde
el más remoto ascendiente, hasta éste, para quien fue siempre una religión el patriotismo,
y que si nunca entró por él en reyertas de sangre, muchas veces las afrontó en los
estadios de la prensa con entereza, sin vacilaciones desdorosas. Y era tan épico
el acento de Don Máximo, tan marcial el gesto, que los manes de los esforzados abuelos
debieron de recrearse, con el santo orgullo de raza al ver cómo su superviviente
se armaba de aquella índole brava y noble que ellos le legaran, para clamar contra
los detractores de la patria, tremolando como un airón de gloria aquel nombre ilustre
que a tantas hazañas los obligara; y la casa misma se hubiera estremecido como antaño
lo fuera al hospedar tanta grandeza, si aquel barniz verde claro, aquella luz eléctrica
y aquel mosaico del pavimento no le hubieran quitado con su estolidez moderna, el
severo aspecto y la condición señorial.
–No
debía permitirse que se escribieran estas cosas. ¡Estos artículos de difamación,
de diatribas! ¡Es inicuo! ¡No debían publicarse!
En
este punto apareció en el corredor el hijo literato de Don Máximo. Aún no había
concluido su toilette, porque venía ocupado en hacerse el lazo de la corbata
y estaba en mangas de camisa, pero como se trataba de su oficio, al oír a su padre
referirse a un artículo acudió a hacer acto de presencia como quien cumple una función
imprescindible. Ya sabía él que iba a llegar como a pedir de boca, y por esto vino
como quien no quiere la cosa, para darse mayor importancia. Apenas lo vio Don Máximo,
cuando enfrentándosele, le dijo:
–¿Has
leído el artículo ése?
–No.
¿Cuál?
–¡Caramba!
¿Tú no lees los periódicos?
–Tienen
tan pocas cosas que enseñarme.
Los
espectadores se veían unos a otros las caras, como para saber si alguno había descubierto
de qué se trataba. Don Máximo estaba que echaba chispas. El majadero Maximito dio
al fin su brazo a torcer:
–¿Trae
algo de importancia?
–Un
artículo que es una ofensa a nuestro nombre.
–¡Dios
mío! ¿Qué dice de nosotros? –terció la esposa alarmada.
–¿De
quién es? –preguntó el artrítico.
–¿A
nosotros? Pero si ni siquiera nos nombra, papá –dijo la hija de Don Máximo, que
en un santiamén había devorado el artículo en cuestión.
–No
es preciso que nos nombre.
–¿Pero
qué dice, chico? Desembucha.
–Dice
–comenzó Don Máximo, sin reparar por esta vez en el término vulgar que había empleado
su hermano Antonio– dice, que hay que acabar con la epopeya.
–¿Con
quién?
–¿Con
la epo… que? –preguntó socarronamente Antonio.
–Poya
–completó Don Máximo, en el colmo de la indignación, sin darse cuenta del ridículo
en que lo había hecho incurrir el patriotismo, con lo cual todos los circunstantes
prorrumpieron en risas que dieron al traste con la poca paciencia que le había dejado
el articulista, al irascible señor.
–No
es oportunidad para gracejadas; se trata de un asunto grave.
–¡Ah
Antonio! –exclamaban los demás entre uno y otro acceso de risa, para mayor disgusto
de Don Máximo que no toleraba que en su casa fueran celebradas las burdas ocurrencias
de su hermano, y mucho menos en momentos en que se ventilaban asuntos de tanta trascendencia
como aquél, pues se trataba de los sagrados intereses de la Patria, y de la familia
misma, como que muchos Máximos habían tomado parte en aquella epopeya que el irreverente
articulista quería destruir en nombre de la sedicente crítica de la Historia. Y
cuando fatigados de tanto reír se hubieron enseriado los de la familia, continuó
Don Máximo dirigiéndose a Maximito:
–Es
preciso que lo leas. Tenemos que rebatirlo; eso no se puede quedar así. Asentar
tan paladinamente tamaño despropósito; decir que nuestra guerra magna no fue sino
una de tantas revoluciones; que la Epopeya no vale un comino; que los próceres no
eran tales dechados de generosidad y virtudes!
–¡Y
por eso te pones tan bravo! –dijo ingenuamente Antonio, para quien todas las referidas
blasfemias no tenían valor alguno–. Mira que tú puedes ser bien… patriota; molestarte
porque digan que los próceres eran una pandilla de vagabundos.
–Los
próceres, Antonio, los Héroes, son la más alta representación de un pueblo, y no
se les debe tocar para desacreditarlos.
–Le
voy a decir, papá –arguyó Maximito– la figura del héroe resulta más imponente mientras
más de cerca se le considere.
Nadie
contestó, lo cual quería decir que Maximito había perdido su tiempo, o que Don Máximo
no encontraba adecuado para una polémica el traje del mozo, porque después de una
pausa, le dijo:
–Ponte
el paltó.
Fue
y púsoselo Maximito, volviendo para continuar el empezado discurso, oído recientemente,
de seguro.
–La
historia hoy no quiere semidioses; ya eso de los semidioses pasó de moda.
–Lo
sublime no pasa, lo sublime es inmortal, no muere.
–Sí;
pero lo sublime de hoy es muy distinto de lo sublime de hace veinte años, por ejemplo.
La figura de nuestros próceres es algo amuñecada, es necesario restituirles su primitiva
humanidad; formarse de ellos un concepto realista; la sociología enseña, por medio
de la crítica de la Historia…
Nombrarle
a Don Máximo la Crítica de la Historia en aquellas circunstancias era grave imprudencia,
casi una provocación.
–¡La
Crítica de la Historia! ¿También estás tú creyendo en paparruchas?
Y
fueron tantos los denuestos en que se desató contra ella y sus secuaces, que en
calidad de tal Maximito se vio en grave trance por defenderla, teniendo que privarse
de asistir al recibo para que se preparara desde el anochecer, por hallarse comprometido
en la más acalorada controversia que jamás tuvieron padre e hijo. Este, haciendo
causa común con el articulista, más por snobismo que por convicción, sustentaba
justos y arbitrarios argumentos, más ajenos que de su cosecha, en defensa de los
que llamaba superiores intereses de la Ciencia moderna, manejándolos con tal destreza
de escamoteador que era imposible distinguir los verdaderos de los falsos, ni los
propios de los que no lo eran. A su vez, el padre sacudía la polilla de sus raídos
conceptos vapuleando al hijo infidente, campando por su muy amada Epopeya, por la
que un tiempo vertieron la procera sangre tantos Máximos ínclitos y que hoy se hallaba
en descrédito, calumniada, vilipendiada por un articulista de oscura procedencia
quizás, y lo que era peor todavía, atacada por un Máximo de aquella misma esclarecida
ralea. Y todo por causa de la Crítica de la Historia!
Como
era natural, aquella noche no se jugó al dominó en la casa, donde materialmente
no tenían espacio los vivos ni siquiera para un pensamiento, tan lleno estaba el
recinto con los hechos gloriosos de los antepasados, referidos por Don Máximo con
una sañuda prolijidad por lo que el plebeyo Antonio tuvo que irse más temprano que
de costumbre y renegando más que nunca de su casta, de la Epopeya y de la Crítica
de la Historia, también.
Al
hijo artrítico tampoco se le importaba un ardite saber cómo era que debía escribirse
la Historia, ni lo que había que hacer con los héroes, si rendirles culto como a
seres superiores, como aconsejaba su padre, o estudiarles como a hombres, según
quería su enfático hermanito; ni aun le interesaba enterarse de quiénes eran ni
qué habían hecho en vida aquellos tan sonados abuelos suyos, cuyos retratos conservaba
Don Máximo, como reliquias sagradas, junto con el archivo de la familia en la única
habitación que conservaba todavía el austero aspecto señorial de antaño; y como
tanto razonamiento y proeza tanta lo aburrieran, optó por aquel lugar donde, como
él decía, se ventilaban libertades de más valía, al golpe del invisible puntapié
con que la Fortuna hacía rodar éxitos y fracasos, sobre campos tan lóbregos y sangrientos
como los que más, de Marte y Belona.
Pero,
aunque era mucho lo que se había hablado a propósito del artículo, la cosa no podía
quedar así, ya Don Máximo lo había dicho; mal continuador de tan famoso nombre hubiera
sido él, si no hubiera acudido a cobrar la ofensa inferida a la Patria y a la Casta,
como en efecto acudió al siguiente día, llevando a la redacción de su periódico
favorito, un largo y bien documentado escrito suyo, en el que desagraviaba a los
manes de los héroes de la Epopeya, atacando a su detractor con el ánimo tradicional
en todos los Máximos de su estirpe.
Publicado
que fue éste, llovieron sobre su autor felicitaciones de la gente campanuda con
quienes un mismo interés lo vinculaba, y todo prometía que la victoria se decidiría
por él, cuando he aquí, que una mañana, aciaga, apareció un nuevo artículo contrarreplicándolo
en el cual su autor cargaba más que antes la mano, en aquello de la Epopeya y las
mentiras convencionales, agregando, para colmo del enojo de Don Máximo, que muchos
de aquellos abuelos de éste, tenidos por él como patriotas, fueron más realistas
que el Rey y los peores enemigos de la Independencia.
Cuando
Don Máximo leyó esta blasfemia, se iba volviendo loco; la santa ira del patriotismo
le enajenó de tal manera que fue necesario llamar al médico; en la mañana lo habían
estado oyendo murmurar palabras ininteligibles, mientras se paseaba en el archivo
donde se encerró, y ya por la tarde no eran simples murmullos, sino discursos en
estilo, imprecaciones dirigidas a los retratos de los antepasados, en alta y descompasada
voz. El facultativo prescribió bromuro y despreocupación, y a la mañana siguiente,
más sosegado, Don Máximo se dio a la tarea de comprobar las aseveraciones del articulista
reincidente. Se estremecieron los estantes con el ruido de los innumerables ratones
que huían a sus madrigueras, sorprendidos tan de improviso en aquella tarea que
venía siendo desde muchos años atrás, tradicional entre los que de la especie moraban
en la casa: roer y roer los libros y papeles del archivo, alimentándose con la gloria
escrita de los famosos Máximos; ruido al que se unía el otro análogo que hurgando
los empolvados documentos, hacían los Máximos supervivientes.
–Estos
malditos ratones. ¡Mire cómo han puesto esto… “A su Excelencia el Libertador Presidente…”.
¡Y ese otro! “Cartas del Marqués…” ¡Qué animales tan condenados! ¿Qué será bueno
para acabar con ellos?
–Rough-Rats
–contestaba Maximito y seguía hurga que hurga.
A
veces la importancia del hallazgo y el polvo que lo cubría provocaban en ellos,
una exclamación que iba a parar casi siempre en estornudo, o un estornudo frustrado
que se parecía cómicamente a una exclamación. Entonces la señora que presenciaba
la solemne tarea, sin darse cuenta de lo que valía, les amonestaba: Les va a dar
catarro. Pero a Don Máximo no le arredraba el catarro y seguía cavando el polvo
de los años, impertérrito, bajo la mirada tutelar de los antepasados, al óleo, que
observaban desde las paredes aquel afán del superviviente, en paz y de soslayo,
como quien tiene la conciencia tranquila.
El
trabajo que le costó a Don Máximo descubrir el timo, porque a decir verdad, el buen
señor nunca se había tomado la molestia de registrar aquel archivo, y ni sabía dónde
andaban los papeles, ni sospechaba las cosas que decían. Lo que él conocía de la
historia de la familia no lo aprendió en lectura sino de boca de sus mayores que
le habían dado aquella tradición de virtudes y proezas sin cuento, y que él había
conservado hasta entonces sin cuidarse de comprobar lo que de cierto tenía, como
el cándido guardador de las botijas del cuento. Y así fue que cuando lo averiguó
recibió la mayor decepción de su vida. Allí estaba, en letras, mal escrita, pero
escrita al fin, la verdad vergonzosa, atenuada en partes por la piedad de los ratones,
pero lo bastante completa para ser dura y cruel e irrebatible. Al principio no quiso
prestarle crédito a aquellos papeles, amarillos de impostura, pero el sañudo Maximito,
como si se cobrara los improperios que le tocaron en la reciente disputa, leyó tanto
y tanto comentó, que no hubo más recurso que rendirse a la evidencia.
Y
fue como si le hubieran arrebatado, con aquella mentira, su propia razón de ser.
Tan orgulloso como estaba él con descender de aquella estirpe acrisolada de patriotismo
y nobleza, con tener en sus venas sangre de aquélla tantas veces derramada por la
patria libertad, y ahora: ¡cuánta vergüenza para cubrir tanto orgullo! ¡Todo mentira!
¡Convertida en ridícula farsa la gloriosa leyenda! Pronto se correría por la ciudad
la noticia de que sus antepasados no habían sido tales patriotas, sino pérfidos
realistas, y le señalarían con el dedo y se reirían de él, todos los que hasta entonces
lo envidiaron por su linaje. Todos, la ciudad entera se ocuparía de él para hacer
chacota de su desengaño. Un señor Don Máximo sirviendo de hazmerreír a la plebe
que antes deslumbrara con el esplendor de su nombre. No, no; había que tomar una
determinación, reivindicarse, salvarse siquiera él solo del desastre de la familia.
Sí, sí, a todo trance, a todo trance. Para empezar había que quitar los retratos
de aquel sitio de honor que no merecían, sacar de allí aquellos papeles vergonzosos,
acabar con aquel archivo que no había sabido continuar siendo santuario de reliquias,
para convertirse en inmunda madriguera de ratones, amontonar todas aquellas antiguallas
y arrumbarlas junto con la plebe de trastos viejos, en el sótano de la casa o quemarlos;
luego componer aquella habitación, empapelarla, entablarla, ponerle techo-raso…
No
bien lo hubo pensado cuando ya estuvo poniéndolo en práctica. Olvidándose de su
condición se subió a una silla y comenzó a descolgar retratos, y a cada uno que
descolgaba le iba diciendo: Realista, realista. Al invertirlos los retratos parecían
sonreír como si a su vez le dijeran: No seas tonto, Máximo. Pero él no hacía caso
y seguía derrocándolos ruidosamente. Acudieron los de la familia a la batahola,
y según los iba viendo les iba diciendo Don Máximo: Realistas, Mercedes; hija mía,
realistas; realistas, Antonio, ¡Quién iba a creerlo!
Y
fue entonces cuando se libró la verdadera última batalla de la Independencia. Don
Máximo empinado sobre la silla, batiendo triunfalmente aquel escuadrón de realistas
rezagados, era el último patriota, y el primero de su casta.
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