Shirley Jackson
Justo
antes de que sonara el despertador, estaba tendida en un jardín cálido y soleado,
con prados verdes en torno a ella hasta donde alcanzaba la vista. El timbre del
reloj era una molestia, un aviso que debía ser atendido; se agitó inquieta bajo
el cálido sol y se dio cuenta de que estaba despierta. Cuando abrió los ojos y estaba
lloviendo y vio la silueta blanca de la ventana contra el cielo gris, trató de darse
la vuelta y enterrar el rostro en la hierba verde, pero ya era de día y la fuerza
de la costumbre la arrancaba de allí y la arrastraba hacia aquel día lluvioso y
plomizo.
Eran,
sin duda, más de las ocho. Así lo decía el reloj, el radiador comenzaba a crujir
y en la calle, dos pisos más abajo, se empezaban a oír los desagradables ruidos
matinales de la gente desperezándose y saliendo hacia el trabajo. A regañadientes,
sacó los pies de debajo de las cobijas, los apoyó en el suelo y se dio impulso hasta
quedar sentada al borde de la cama. Cuando al fin se puso en pie y se envolvió en
el albornoz, el día ya había recuperado su rutina. Después de la primera rebelión
involuntaria contra el despertador diario, se sometió como de costumbre al ritual
de ducha, maquillaje, vestuario y desayuno que la acompañaría en el inicio de la
jornada y la llevaría hasta la mañana, en que podría olvidarse de la hierba verde
y el calor del sol y empezaría a hacer planes para la cena y la velada.
Como
estaba lloviendo y el día no parecía importante, se puso lo primero que encontró:
un traje gris de tweed que sabía que le quedaba grande y sin forma ahora que había
adelgazado tanto, y una blusa azul con la que nunca se había sentido a gusto. Conocía
su propio rostro demasiado bien como para disfrutar con el largo y meticuloso repaso
que acompañaba a la sesión de maquillaje; hacia las cuatro de la tarde, sus mejillas
pálidas y finas se calentarían y se llenarían un poco, y el carmín que parecía demasiado
subido de color para sus cabellos y ojos castaños adquiriría un tono más rosado
a pesar de la blusa azul; sin embargo esa mañana, igual que pensaba casi todas las
mañanas al plantarse ante el espejo, se dijo que ojalá fuera rubia. Nunca llegaba
a darse cuenta de que, en realidad, lo deseaba porque ya aparecía algún asomo de
canas en su cabeza.
Deambuló
con paso rápido por su apartamento de una sola pieza, con una seguridad que era
producto del hábito, más que de la convicción; después de más de cuatro años en
aquel reducido hogar, conocía todas sus posibilidades: cómo podía fingir una falsa
apariencia de calor y hospitalidad cuando necesitaba un lugar donde refugiarse,
cómo se cernía sobre ella cuando despertaba de pronto en plena noche, cómo podía
relajarse hasta un desagradable estado de desorden y desbarajuste, en mañanas como
aquélla, cuando parecía impaciente por expulsarla de sus paredes y volverse a dormir.
El libro que leía la noche anterior estaba boca abajo en la mesilla auxiliar y,
a su lado, el cenicero sin vaciar. La ropa que se había quitado seguía en el respaldo
de una silla, para llevarla a la lavandería por la mañana.
Con
el abrigo y el sombrero puestos, hizo la cama rápidamente, tirando de la colcha
sin alisar las arrugas de debajo, y echó la ropa de la lavandería en la parte de
atrás del armario; esta noche ordenaré y barreré y tal vez limpie el baño, pensó,
vendré a casa y tomaré un baño caliente y me lavaré el pelo y me arreglaré las uñas.
Cuando hubo cerrado la puerta y empezó a bajar la escalera, continuó pensando: Quizá
hoy me detenga a buscar una tela brillante para unas cortinas y fundas para los
muebles. Podría hacerlas por las tardes y así el apartamento no parecería tan horrible
cuando me levanto por la mañana; amarillo, podría comprar unos platos amarillos
y ponerlos en una hilera en la pared. Como en Madeimoselle o algo así, se dijo con
ironía mientras se detenía ante la puerta de la calle, una enérgica joven ejecutiva
y su hogar de una sola habitación. Adecuado para recibir a enérgicos jóvenes ejecutivos.
Ojalá tuviera algo que se plegara en una estantería por un lado y un escritorio
Sheraton por el otro y que se abriera en una mesa de comedor con capacidad para
doce asientos.
Mientras
aguardaba en el vestíbulo, junto a la puerta, y se ponía los guantes con la esperanza
de que cesara la lluvia en aquellos breves segundos, se abrió la puerta contigua
a la escalera y una voz de mujer preguntó:
–¿Quién
anda ahí?
–Soy
la señorita Style, señora Anderson –respondió.
La
puerta se abrió del todo y una anciana asomó la cabeza.
–Pensé
que era el tipo del apartamento arriba del suyo –dijo–. Tengo ganas de sorprenderlo
por haber dejado los esquís en el pasillo. Por poco me rompo la pierna.
–Me
estaba diciendo que ojalá no tuviera que salir. Qué día tan malo.
La
vieja salió de su cuarto y llegó hasta la puerta. Retiró la cortina y contempló
la calle con los brazos cruzados. Llevaba una bata sucia y su aspecto hizo que,
de pronto, el traje gris de tweed de la señorita Style pareciera limpio y cálido.
–Hace
dos días que voy detrás de ese tipo –insistió la anciana–, pero entra y sale con
mucho sigilo. Hace dos noches estuve a punto de atrapar a ese amigo de usted –continuó
con una risilla, mirando de soslayo a la señorita Style–. Ése también baja las escaleras
con cautela. Menos mal que lo reconocí a tiempo –soltó una nueva risilla–. Supongo
que todos los hombres bajan la escalera así. Todos con miedo a algo.
–Bueno,
si voy a salir, da igual que lo haga ahora mismo –murmuró la señorita Style. Pero
aún siguió en el portal un minuto más, vacilando antes de salir al día, a la lluvia
y a la gente. Vivía en una calle bastante tranquila, donde un rato después habría
niños gritándose unos a otros y, en los días de buen tiempo, un organillero, pero
esa mañana todo parecía sucio. Le disgustaba llevar botas de goma porque tenía unos
pies finos y elegantes; en un día como aquél, caminaba lentamente, pisando con cuidado
entre charcos.
Era
muy tarde; ante el mostrador de la cafetería de la esquina solo había un puñado
de gente desayunando. La mujer se instaló en un taburete, resignada a llegar con
retraso, y aguardó pacientemente a que el camarero volviera con su jugo de naranja.
–Hola,
Tommy –saludó al hombre con aire melancólico.
–¿Qué
tal, señorita Style? –respondió el camarero–. Un día de perros.
–Desde
luego –asintió ella–. Un día estupendo para no salir de casa.
–Cuando
venía esta mañana –comentó Tommy–, habría dado mi brazo derecho por quedarme en
la cama. Tendría que haber una ley contra la lluvia.
Tommy
era un hombrecillo menudo, feo y despierto. Mientras lo observaba, la señorita Style
se dijo: ese hombre tiene que levantarse y venir a trabajar cada mañana, igual que
yo y que todo el resto del mundo; la lluvia es solo una más entre los millones de
cosas desagradables de cada día, como levantarse de la cama para ir al trabajo.
–La
nieve no me importa –continuó diciendo Tommy–, y tampoco los días de mucho calor,
pero no soporto la lluvia.
Al
oír que alguien lo llamaba, el camarero se volvió con brusquedad y acudió al otro
extremo del mostrador como si diera unos pasos de baile, hasta detenerse con un
gesto ceremonioso ante el cliente.
–Un
día de perros, ¿verdad? –saludó a éste–. Desde luego, me gustaría estar en Florida.
La
señorita Style apuró el jugo de naranja mientras recordaba su sueño. Una vivida
evocación de flores y calor llenó su mente y volvió a perderse ante la lluvia fría
y torrencial del exterior.
Tommy
se acercó de nuevo con el café y un plato de pan tostado.
–No
hay nada como un café para entonarlo a uno por la mañana –comentó.
–Gracias,
Tommy –respondió ella sin entusiasmo–. Por cierto, ¿cómo va su obra de teatro?
El
camarero alzó la vista con expresión de entusiasmo.
–¡Ah!
Ya la terminé. Precisamente quería contárselo a usted. La terminé hace unos días
y anteayer mismo la envié.
Es
curioso, pensó ella: Un camarero de una cafetería se levanta por las mañanas y come
y pasea y escribe una obra de teatro como si todo fuera real, como cualquiera de
nosotros, como yo misma.
–Estupendo
–respondió.
–Se
la mandé a un agente que me recomendó un tipo. Según él, es el mejor agente que
ha conocido.
–¿Por
qué no me la dio a mí, Tommy? –inquirió.
El
camarero se echó a reír y bajó la vista a la azucarera que sostenía entre sus dedos
para que la señorita se sirviera.
–Mire
–dijo a continuación–, ese amigo mío me dijo que usted no quería obras como la mía,
que quería gente, digamos, de fuera de la ciudad o algo así, gente que no sabe si
sirve para algo o no. ¡Demonios! –añadió con vehemencia–, yo no soy uno de esos
tipos que se dejan embaucar por los anuncios de las revistas.
–Entiendo
–asintió ella.
Tommy
se inclinó hacia adelante sobre el mostrador.
–No
lo tome a mal –murmuró–. Usted conoce su trabajo mejor que yo y sabe a qué me refiero.
–No
lo tomo a mal –respondió ella. Observó a Tommy, que se alejaba de nuevo con paso
apresurado, y pensó: Espera a que se lo cuente a Robbie. Espera a que le cuente
que el camarero lo considera un holgazán.
–Oiga,
señorita –le preguntó Tommy casi desde el otro extremo del mostrador–, ¿cuánto tiempo
cree que tendré que esperar? ¿Cuánto tardarán esos agentes en leer la obra?
–Un
par de semanas, tal vez –respondió ella–. Quizá un poco más.
–Ya
me imaginaba algo así. ¿Le apetece otro café esta mañana?
–No,
gracias.
La
señorita Style se apeó del taburete y cruzó la cafetería para pagar la cuenta. Probablemente
van a comprarle la obra, pensó, y yo voy a empezar a desayunar en la hamburguesería
de la acera de enfrente.
Volvió
a salir bajo la lluvia, justo a tiempo para ver cómo su autobús se detenía al otro
lado de la calle. Corrió a tomarlo, con el semáforo en rojo, y se sumó al numeroso
grupo de personas que subía al vehículo. Con una especie de furia provocada por
Tommy y su obra, se abrió paso a empujones entre los pasajeros hasta que una mujer
se volvió hacia ella y exclamó: “¡Deje ya de empujar, señora!” Vengativa, la señorita
Style clavó el codo en las costillas de la mujer y subió al autobús antes que ella.
Introdujo la moneda en la ranura y ocupó el último asiento libre. Oyó detrás de
ella a la mujer: “Esa gente que cree que puede apartar a codazos a los demás y que
se cree tan importante…” Echó un vistazo a su alrededor para observar si alguien
sabía a quién se estaba refiriendo la mujer. El hombre que ocupaba el asiento contiguo
al suyo, al lado de la ventanilla, tenía la mirada fija al frente con la expresión
de infinito cansancio de los pasajeros de un autobús de primera hora de la mañana;
en el asiento de delante, dos chicas contemplaban por la ventanilla a un hombre
que pasaba y, de pie en el pasillo junto a ella, la mujer continuaba sus quejas.
“Esa gente que piensa que sus asuntos son lo único importante de este mundo y cree
que puede ir por ahí empujando a los demás…” Nadie, en todo el autobús, le prestaba
la menor atención; todo el mundo estaba mojado e incómodo y apretado, pero la mujer
continuó monótonamente: “… Que cree que nadie más tiene derecho a subir al autobús…”
Mantuvo
la mirada fija en la ventanilla, más allá del rostro del pasajero de al lado, hasta
que la gente que subía al autobús empujó a la mujer hacia el fondo del vehículo,
alejándola de su asiento. Cuando llegó a su parada, por unos instantes, le dio reparo
volver a abrirse camino a empujones; al llegar a la puerta, la mujer estaba cerca
y la miraba fijamente, como si quisiera recordar su rostro.
–¡Solterona
apergaminada! –exclamó la mujer en voz alta, y los pasajeros del autobús próximos
a ella sonrieron.
La
señorita Style puso una mueca de desagrado, descendió con cuidado los escalones
hasta el bordillo y alzó la vista en el preciso momento en que el autobús reemprendía
la marcha, a tiempo de ver el rostro de la mujer, que aún la miraba tras el cristal
de la ventanilla. Anduvo bajo la lluvia hasta el viejo edificio donde tenía la oficina,
pensando que la mujer del autobús solo esperaba, aquella mañana, a que alguien se
cruzara en su camino. Ojalá le hubiera replicado algo, se dijo.
–¿Qué
tal, señorita Style? –la saludó el ascensorista.
–¿Qué
tal? –respondió ella. Entró en el ascensor de hierro calado y apoyó la espalda en
la pared del fondo.
–Una
mañana de perros –comentó el ascensorista. Tras aguardar un momento, cerró la puerta
y añadió–: Un día estupendo para no salir de casa.
–Desde
luego –asintió ella. Ojalá le hubiera dicho algo a la mujer del autobús, continuó
pensando. No debería haber dejado las cosas de aquella manera, no debería haber
permitido que el día empezara así, con un incidente desagradable; debería haberle
replicado adecuadamente y haber concluido el asunto sintiéndome bien, satisfecha
conmigo misma. Haber empezado la jornada de buena manera.
–Ahora
ya está aquí –comentó el ascensorista–. No tendrá que volver a salir en un buen
rato.
–Y
me alegro de ello –asintió la señorita. Salió del ascensor y recorrió el pasillo
hasta su despacho. En el interior había una luz encendida que hacía destacar en
el cristal de la puerta el rótulo ROBERT SHAX, Agentes Literarios. Parece casi alegre,
pensó. Robbie debe de haber llegado temprano.
La
señorita Style llevaba casi once años trabajando para Robert Shax. A su llegada
a Nueva York una Navidad, con veinte años recién cumplidos (una muchacha delgada
y morena, de cabellos y ropas limpias y moderadamente ambiciosa, que sujetaba el
bolso con ambas manos y tenía miedo del metro), había contestado a un anuncio y
había conocido a Robert Shax antes incluso de encontrar una habitación donde vivir.
Se había tratado de uno de esos anuncios llovidos del cielo en que se solicitaba
una secretaria para una agencia literaria y por aquel entonces Elizabeth Style,
que tuvo que preguntar tímidamente a la gente dónde quedaba la dirección que venía
en el anuncio, no conocía a nadie que le dijera que, si conseguía el empleo, era
que éste no valía la pena. La agencia literaria la formaban Robert Shax y un hombre
delgado y astuto que había mostrado un desagrado tan virulento por la muchacha que,
al cabo de dos años, ésta consiguió que Robert Shax rompiera con él para iniciar
su propia agencia. En la puerta y en todos los cheques constaba Robert Shax; Elizabeth
Style permanecía oculta en su oficina, escribía las cartas, llevaba los archivos
y aparecía esporádicamente para consultar los expedientes que permitía que Robert
Shax tuviera a la vista.
Durante
los ocho años transcurridos, los dos habían dedicado mucho tiempo a procurar que
la oficina pareciera un ambiente serio para un negocio floreciente, un lugar mísero
que sus dueños estaban demasiado atareados para adecentar más de lo preciso para
satisfacer el objetivo de sus clientes. La puerta daba paso a una angosta salita
de recepción, pintada en tono crema el año anterior, donde había dos sillas baratas
de tonos pardos y cromos, un suelo de linóleo marrón y un cuadro enmarcado de un
jarrón de flores sobre la pequeña mesa que ocupaba cinco tardes por semana la señorita
Wilson, una muchacha descolorida que atendía el teléfono lloriqueando. Detrás de
la mesa de la señorita Wilson había dos puertas que no llegaban a producir, como
había esperado Robert Shax al principio, el efecto de unos inmensos despachos que
se extendían por el edificio. En la puerta de la izquierda, un rótulo rezaba “Robert
Shax”; en la puerta de la derecha, podía leerse “Elizabeth Style”. A través de sus
cristales translúcidos se adivinaba, difusa, la silueta de la estrecha ventana que
poseía cada despacho y que se abría lo bastante cerca de la puerta y de la pared
como para revelar que los dos despachos juntos no eran más espaciosos que la salita
de recepción y para dar a entender secretamente que lo único que protegía la intimidad
del señor Shax y de la señorita Style era una pared de cartón de fibra, pintada
del mismo color de las paredes para que se confundiera con ellas.
Cada
mañana, Elizabeth Style entraba en la oficina con la idea de que aún se podía hacer
algo por ella, que debía existir algún modo de darle un aire respetable, con celosías
o paneles o un librero que diera buen efecto, con una colección de clásicos y los
libros más recientes que, presumiblemente, Robert Shax había vendido a los editores.
Incluso una mesilla auxiliar con revistas caras. La señorita Wilson consideraba
que sería estupendo tener una radio, pero Robert Shax deseaba un despacho caro,
con alfombra gruesa, escritorios firmemente asentados en el suelo y una batería
de secretarias.
Aquella
mañana, la oficina parecía más estimulante de lo habitual, probablemente porque
afuera seguía lloviendo, o porque las luces ya estaban encendidas y los radiadores
en marcha. Elizabeth avanzó hasta la puerta de su despacho y la abrió mientras decía:
“Buenos días, Robbie” pues, al no haber nadie en la oficina, no había necesidad
de fingir que las paredes de cartón eran muros.
–Buenos
días, Liz –respondió Robbie, y a continuación añadió–: ¿Quieres venir un momento?
–Espera
a que me quite el abrigo –respondió. En el rincón del despacho había un minúsculo
armario donde colgó el abrigo, pasando con esfuerzo tras el escritorio para hacerlo.
Observó que tenía correo sobre la mesa, cuatro o cinco cartas y un sobre abultado
que contendría algún manuscrito. Revisó los sobres para asegurarse de que no había
nada de especial interés y, acto seguido, salió del despacho y abrió la puerta del
cuchitril de Robbie.
Robert
Shax estaba inclinado sobre su escritorio en una actitud que pretendía mostrar una
concentración extrema; su coronilla ligeramente calva apuntaba hacia ella y sus
hombros fuertes y redondeados tapaban la luz de la mitad inferior de la ventana.
El despacho era casi idéntico al de Elizabeth; tenía un pequeño archivero y una
fotografía autógrafa de uno de los contados escritores de mediano éxito que había
tenido la empresa. La fotografía iba firmada “A Bob, con mi más profunda gratitud,
Jim”, y Robert Shax solía utilizarla como feliz ejemplo en sus conversaciones de
despacho con los autores impacientes. Cuando hubo cerrado la puerta tras ella, Elizabeth
se encontró a apenas un paso de la silla recta de los visitantes, colocada en diagonal
al escritorio; tomó asiento y estiró las piernas delante de ella.
–Esta
mañana vengo empapada –comentó.
–Hace
un día horrible –asintió Robbie, sin alzar la vista. Cuando estaba a solas con ella,
el hombre solía relajar el entusiasmo que normalmente comunicaba su voz, y permitía
que su rostro adquiriera un aspecto cansado y preocupado. Aquel día llevaba su mejor
traje gris y más tarde, rodeado de otras personas, produciría el efecto de un golfista,
de un hombre que comía excelentes asados y al que gustaban las chicas bonitas –.
Hace un día de mil diablos –repitió y, por fin, levantó los ojos hacia ella–. Liz,
ese condenado clérigo vuelve a estar en la ciudad.
–Ahora
entiendo ese aire tan preocupado –dijo ella. Venía dispuesta a quejarse, a explicarle
lo de la mujer del autobús, a pedirle que se sentara erguido y se comportara como
era debido, pero ya no había lugar a decir nada–. Pobre Robbie –murmuró.
–Hay
una nota suya –explicó Robbie–. Tengo que ir a verlo esta mañana. Vuelve a alojarse
en esa condenada pensión.
–¿Qué
tienes pensado decirle?
Robbie
se puso en pie y se volvió hacia la ventana. Al levantarse de la silla, le quedó
el espacio justo para volverse hacia la ventana, entre el armario y el archivero;
otro día más agradable, Elizabeth habría hecho algún comentario amistoso acerca
del aumento de peso de Robbie.
–No
sé qué diablos pienso decirle –comentó él–. Le prometeré algo.
Estoy
segura de que lo harás, pensó la mujer evocando la familiar imagen de las maniobras
de Robbie para escapar de las situaciones apuradas: en su mente vio a Robbie estrechando
vigorosamente la mano del viejo, llamándolo “señor” y sacando pecho, repitiéndole
que sus poemas eran “buenos, señor, realmente espléndidos” y prometiéndole cualquier
cosa, cualquier desatino, solo para salir del paso.
–Seguro
que vuelves metido en algún lío –le dijo con suavidad.
Robbie
replicó con una repentina carcajada de satisfacción.
–¡Pero
dejará de molestarnos por un tiempo!
–Deberías
llamarlo por teléfono o algo así. Escribirle una carta –apuntó ella.
–¿Por
qué?
Elizabeth
advirtió que Robbie se sentía contento ante la perspectiva de volver metido en algún
lío, de mostrarse irresponsable y lo que él llamaría descuidado. Haría en metro
el largo viaje hasta la pensión del clérigo en las afueras de la ciudad y tomaría
un taxi las dos últimas calles para llegar como un señor, y se sentaría a charlar
con el viejo durante una tediosa hora con el único propósito de ser descuidado y
lo que él denominaría gallardo.
Hazlo
sentirse bien, pensó Elizabeth. Es él quien tiene que ir, no yo.
–No
debería confiársete ningún asunto a ti solo –le dijo–. Eres demasiado tonto.
Robbie
se echó a reír otra vez y rodeó el escritorio para darle unas palmaditas en la cabeza.
–Nos
llevamos muy bien, ¿verdad, Liz?
–Bastante
–asintió ella.
Robbie
ya empezaba a darle vueltas a la entrevista; mantenía la cabeza erguida y su voz
empezaba a hincharse.
–Le
diré que alguien quiere uno de sus poemas para una antología.
–Pero
no le des dinero –añadió ella–. Ahora mismo, ese hombre tiene más dinero que nosotros.
Robbie
volvió hasta el armario, sacó el abrigo (esa mañana llevaba el bueno) y se lo echó
al brazo con gesto descuidado. Se puso el sombrero en la coronilla y recogió el
maletín de encima del escritorio.
–Aquí
llevo todos los poemas del viejo –declaró–. Pienso que podría matar un poco el tiempo
leyéndoselos en voz alta.
–Que
tengas buen viaje –le deseó Liz.
Él
le dio otra palmadita en la cabeza y alargó la mano hacia la puerta.
–¿Te
ocuparás de todo aquí?
–Trataré
de hacerlo –respondió ella.
Salió
del despacho tras él y se dirigió al suyo. Robbie se detuvo en mitad de la sala
de recepción y, sin volverse, murmuró:
–¿Liz?
–¿Sí?
Él
permaneció pensativo unos momentos y dijo:
–Creo
que tenía algo que decirte… En fin, no importa.
–¿Nos
vemos para almorzar?
–Estaré
de vuelta a las doce y media –asintió él. Cerró la puerta y ella escuchó sus pasos
recorriendo enérgicamente el pasillo hasta el ascensor; unos pasos atareados, pensó,
por si alguien estaba pendiente de ellos en aquel edificio viejo y espantoso.
Permaneció
sentada tras el escritorio durante unos minutos, fumando y deseando pintar de un
verde pálido las paredes del despacho. Podía hacerlo ella misma, si una noche decidía
quedarse tras el trabajo. Para un despacho de aquellas medidas, se dijo amargamente,
solo necesitaría un bote de pintura y aún sobraría la suficiente para hacer la fachada
del edificio. Por fin, apagó el cigarrillo y pensó que llevaba mucho tiempo trabajando
en aquello. Tal vez algún día tengamos un cliente de un millón de dólares y podamos
trasladarnos a un auténtico edificio de oficinas con paredes a prueba de ruidos.
El
correo que tenía sobre la mesa no le gustó. Una factura del dentista, una carta
de un cliente de Oregón, un par de hojas de propaganda, una carta de su padre y
el sobre voluminoso que, sin duda, contenía un manuscrito. Arrojó a la papelera
los anuncios y la factura del dentista, que llevaba la indicación: “Sírvase remitir”,
apartó el manuscrito y la otra carta y abrió la que le enviaba su padre.
Estaba
escrita en su estilo de siempre, con “Queridísima hija” en el encabezado y “Tu affmo.
padre” junto a la rúbrica, y le contaba que la tienda de alimentación iba fatal,
que su hermana de California volvía a estar embarazada, que la vieja señora Gilí
había preguntado por ella hacía unos días y que se encontraba muy solo desde la
muerte de su madre. Y que esperaba que ella se encontrara bien. Liz arrojó la carta
a la papelera, encima de la factura del dentista.
El
cliente de Oregón quería saber qué había sucedido con un manuscrito que había enviado
tres meses antes. El sobre abultado contenía un original escrito a mano de un joven
de Allentown que daba instrucciones para venderlo inmediatamente y deducir su comisión
del cheque del editor. Elizabeth echó un somero vistazo al manuscrito, volviendo
las páginas y leyendo unas cuantas palabras de cada una; hacia la mitad del texto,
se detuvo a leer una página entera y, a continuación, volvió un poco atrás y leyó
unos párrafos más. Con los ojos todavía en el manuscrito, se inclinó hacia adelante
e introdujo la mano en el cajón inferior del escritorio, desordenando unos papeles
hasta que encontró un pequeño bloc de notas de diez centavos, con algunas páginas
llenas de anotaciones. Abrió el bloc por una hoja en blanco y copió un párrafo del
manuscrito, pensando que podía cambiarlo y ponerlo en boca de una mujer, en lugar
de atribuirlo a un hombre; a continuación escribió otra nota: “Hacerlo en mujer;
utilizar cualquier nombre menos Helen”, que era el nombre de la mujer de la historia.
Tras esto, guardó el bloc de notas y dejó el manuscrito en un rincón del escritorio
para levantar el panel que ponía derecha la máquina de escribir. Sacó una hoja de
papel de carta con el marbete “robert shax, Agentes Literarios, Elizabeth Style,
Departamento de Ficción” y lo colocó en el carro de la máquina; justo estaba escribiendo
el nombre y la dirección del joven: Lista de Correos, Allentown, cuando escuchó
que la puerta exterior se abría y volvía a cerrarse.
–¿Sí?
–preguntó sin alzar la vista.
–Buenos
días.
Elizabeth
levantó la vista al escuchar la voz aguda y aniñada. La muchacha que acababa de
entrar era alta y rubia y cruzó la pequeña sala de recepción como si estuviera dispuesta
a dejarse impresionar por cualquier cosa que le sucediese en aquella oficina.
–¿Deseaba
usted verme? –preguntó Elizabeth con las manos posadas todavía en las teclas de
la máquina de escribir. Si Dios le enviaba una cliente, pensó, no venía mal dar
una apariencia literaria.
–Buscaba
al señor Shax –dijo la muchacha, aguardando en el umbral del despacho de Elizabeth.
–Tuvo
que salir por un asunto urgente –explicó Elizabeth–. ¿Estaba usted citada?
La
muchacha titubeó, como si dudara de la autoridad de Elizabeth.
–No
exactamente –dijo por fin–. Se supone que voy a trabajar aquí.
Elizabeth
pensó para sí: De modo que a ese cobarde le parecía que tenía algo que decirme…
–Entiendo
–respondió–. Entre y siéntese.
La
muchacha entró con cautela, aunque sin aparente timidez. Elizabeth siguió diciéndose:
Seguramente piensa que era asunto de él, y no suyo, ponerme al corriente de esto.
–¿Le
dijo el señor Shax que viniera a trabajar aquí?
–Bueno
–contestó la muchacha, llegando a la conclusión de que podía confiar en Elizabeth–,
el lunes pasado, hacia las cinco, estaba buscando trabajo en todos los despachos
del edificio y entré aquí y el señor Shax me enseñó la oficina y me dijo que pensaba
que podría encargarme del trabajo –repasó lo que acababa de decir y añadió –: Usted
no estaba.
–Era
imposible que estuviera –asintió Elizabeth. Robbie está al corriente de esto desde
el lunes, se dijo, y yo me entero… ¿a qué estamos hoy? ¿Miércoles? Me entero el
miércoles, cuando la chica se presenta a trabajar–. No le he preguntado su nombre…
–Daphne
Hill –dijo la muchacha sumisamente.
Elizabeth
anotó “Daphne Hill” en el dietario y observó el nombre, en parte para ver si llegaba
a alguna decisión importante y en parte para ver qué tal quedaba “Daphne Hill” por
escrito.
–El
señor Shax me dijo… –empezó a decir la muchacha, pero se detuvo. Tenía la voz aguda
y, cuando se ponía nerviosa, abría mucho sus ojillos castaños y parpadeaba rápidamente.
Salvo el cabello, que era de un rubio pálido y formaba rizos en toda la parte superior
de su cabeza, tenía un aspecto torpe y desmañado, emperifollada para el primer día
de trabajo.
–¿Qué
le dijo el señor Shax? –preguntó Elizabeth al ver que la chica parecía haber enmudecido
definitivamente.
–Dijo
que no estaba satisfecho con la chica que tenía ahora y que yo iba a aprender su
trabajo y me pondría a hacerlo y que viniera hoy porque él se lo diría ayer.
–Muy
bien –asintió Elizabeth–. Supongo que sabe mecanografía.
–Supongo
que sí –respondió la muchacha.
Elizabeth
miró la carta que tenía en la máquina de su escritorio y luego dijo:
–Bien,
pase ahí fuera, siéntese tras la mesa y atienda el teléfono si hay alguna llamada.
Mientras tanto, lea o haga lo que quiera.
–Sí,
señorita Style –dijo la muchacha.
–Y
haga el favor de cerrar la puerta del despacho –añadió Elizabeth. Siguió con la
vista a la muchacha mientras ésta salía y cerraba la puerta con cuidado. Las cosas
que había querido decirle quedaron sin decir; tal vez pudiera volver a expresarlas
con otras palabras durante el almuerzo con Robbie.
¿Qué
significa esto?, se preguntó, presa de un repentino pánico. La señorita Wilson lleva
en la agencia casi tanto tiempo como yo. ¿Acaso Robbie pretende, con su habitual
torpeza, embellecer un poco la oficina? Si es así, mejor hubiera sido comprar una
estantería para libros. ¿Quién tendría que enseñar a esa muchacha increíble a atender
el teléfono y pasar las cartas a máquina tal como lo hace la señorita Wilson? Yo,
se dijo por fin. Como siempre, voy a tener que sacar a Robbie de este nuevo gesto
hermoso e impulsivo; las cosas que debo hacer por un minúsculo despacho y la posibilidad
de hacer dinero. En todo caso, tal vez Daphne me ayude a pintar las paredes cualquier
día, después de las cinco; puede que la única cosa que Daphne sepa hacer sea pintar
paredes.
Volvió
a concentrarse en la carta que tenía en la máquina de escribir. Era una nota de
estímulo a un nuevo cliente y Elizabeth aplicó mentalmente una sencilla fórmula
que procedió a mecanografiar sin titubeos, pulsando las teclas con la torpeza de
una aficionada, pero con bastante rapidez. “Apreciado señor Burton, hemos leído
su trabajo con gran interés. La trama está bastante bien urdida y creemos que el
personaje de…”
Elizabeth
se detuvo un momento y consultó el manuscrito, abriéndolo al azar. “… de lady Montague,
en particular, tiene un valor fuera de lo común. Por supuesto, para poder aspirar
a los mercados mejor retribuidos, la obra necesita los retoques de una dirección
literaria profesional y experimentada, un servicio clave para la venta de una obra
que nuestra agencia está en disposición de ofrecer a sus clientes. Nuestras tarifas…”
–¿Señorita
Style?
A
pesar de las paredes de cartón, Elizabeth contestó:
–Señorita
Hill, si tiene algo que decirme, entre.
Al
cabo de unos momentos, la señorita Hill abrió la puerta y penetró en el despacho.
Elizabeth vio el bolso de la muchacha sobre la mesa de recepción y, junto a él,
la barra de lápiz de labios y la polvera.
–¿Cuándo
volverá el señor Shax?
–Probablemente,
no hasta esta tarde. Salió para tratar un asunto importante con un cliente –añadió
Elizabeth–. ¿Por qué? ¿Hubo alguna llamada?
–No,
sólo me lo preguntaba –respondió la señorita Hill antes de cerrar la puerta y volver
lentamente hasta su mesa. Elizabeth observó de nuevo la carta a medio escribir en
el carro de la máquina y movió la silla a un lado para apoyar los pies, todavía
húmedos, en el radiador situado bajo la ventana. Al cabo de un minuto, abrió otra
vez el cajón inferior del escritorio y sacó una reimpresión en formato de bolsillo
de un libro de misterio. Con los pies sobre el radiador, se dedicó a leer.
En
vista de que seguía lloviendo, de que se sentía deprimida y malhumorada y de que
era la una menos cuarto y Robbie seguía sin aparecer, Elizabeth se permitió el placer
de un martini mientras esperaba, incómodamente sentada en una estrecha silla del
restaurante, y observaba la entrada y salida de otras personas nada destacables.
El restaurante estaba lleno, con el suelo mojado por los zapatos que entraban de
la calle encharcada, y resultaba sombrío y deprimente. Elizabeth y Robbie llevaban
almorzando en aquel local dos o tres veces por semana desde que abrieran la oficina
en el edificio próximo. El primer día que habían entrado era verano y Elizabeth,
con un fino vestido negro (todavía lo recordaba, pero ahora le vendría ancho, con
lo delgada que estaba) y un casquete blanco y unos guantes también blancos, se había
sentido emocionada y feliz ante las grandes perspectivas laborales que se abrían
ante ella. Ella y Robbie se habían tomado las manos sobre la mesa y habían hablado
con entusiasmo: solo iban a quedarse en el viejo edificio durante un año, dos a
lo sumo, hasta tener el dinero suficiente para trasladarse al distrito residencial
de la ciudad; los buenos clientes que acudirían a la renovada Agencia Robert Shax
serían escritores honrados y respetables con espléndidos originales de gran éxito;
los editores los llevarían a comidas de negocios en restaurantes elegantes del mejor
barrio de la ciudad y tomar una copa antes del almuerzo no sería nada extraordinario.
Aún no habían encargado el primer pedido de sobres y papel de carta con el membrete
de “ROBERT SHAX, Agentes Literarios, Elizabeth Style, Departamento de Ficción”;
ese día, durante el almuerzo, habían diseñado el membrete.
Elizabeth
pensó en pedir un segundo martini cuando vio a Robbie abriéndose paso con impaciencia
entre la gente que abarrotaba los pasillos. Robbie la distinguió desde el otro extremo
del local y llamó su atención agitando la mano, consciente de que la gente lo observaba;
otro ejecutivo que llegaba tarde a una cita para comer, aunque fuera en un restaurante
de poca categoría.
Cuando
llegó hasta la mesa, de espaldas al local, Robbie mostró un rostro fatigado y habló
en voz baja.
–Por
fin estoy aquí –comentó. Observó la copa de martini vacía con aire de sorpresa y
añadió–: Yo aún no he desayunado.
–¿Pasaste
un mal rato con el clérigo?
–Terrible
–asintió él–. Quiere ver publicado su libro de poemas este año.
–¿Qué
le dijiste? –Elizabeth procuró que su voz no pareciera tensa. Ya habría tiempo para
eso más tarde, se dijo; cuando se sienta con ganas de responderme.
–No
lo sé –declaró Robbie–. ¿Cómo diablos voy a saber qué le dije a ese viejo idiota?
–se dejó caer pesadamente en el asiento y añadió–: Algo así como que haremos lo
posible.
Esto
significa que realmente ha organizado un buen lío, pensó Elizabeth. Si le hubiera
ido bien, me lo habría contado con detalle. De pronto, se sintió tan cansada que
hundió los hombros y permaneció sentada con aire estupefacto, mirando a la gente
que entraba y salía por la puerta. ¿Qué voy a decirle?, pensó. ¿Qué palabras comprenderá
mejor?
–¿A
qué viene esa expresión tan lúgubre? –inquirió de pronto Robbie–. No fuiste tú quien
tuvo que ir al otro extremo de la ciudad sin siquiera haber desayunado.
–Yo
también tuve una mañana difícil –declaró Elizabeth. Robbie alzó la vista, esperando
que continuara–. Para empezar, se presentó una nueva empleada.
Robbie
siguió esperando, ligeramente ruborizado y mirándola con los ojos entrecerrados,
aguardando a ver qué más decía Liz antes de disculparse, de ponerse furiosa o de
intentar quitar hierro al asunto como si se tratara de una broma divertida.
Elizabeth
lo observó detenidamente mientras pensaba: Así es Robbie. Sé cómo va a reaccionar
y qué va a decir y qué corbata va a ponerse cada día de la semana, y hace once años
que conozco estas cosas y llevo once años buscando la manera de exponerle las cosas
de modo que las entienda. Y hace once años que nos sentamos aquí y nos tomamos las
manos y le oí asegurar que las cosas nos iban a salir bien.
–Pensaba
en el día que vinimos a comer aquí cuando pusimos en marcha la agencia –dijo en
voz baja, y Robbie pareció desconcertado–. El día en que empezamos juntos –repitió
en voz más clara–. ¿Te acuerdas de Jim Harris? –Robbie asintió, con la boca ligeramente
abierta–. íbamos a hacer mucho dinero porque Jim iba a traernos a todos sus amigos,
pero luego tuviste esa pelea con él y no hemos vuelto a verlo desde entonces y nunca
vimos a esos amigos suyos y ahora solo tenemos a tu amigo el clérigo y una hermosa
fotografía de Jim en la pared de tu despacho. Firmada –añadió–. Firmada “con gratitud”,
y si Jim estuviera haciendo suficiente dinero, nosotros lo estaríamos rondando aún
hoy para darle un sablazo.
–¡Elizabeth!
–murmuró Robbie, dividido entre tratar de parecer dolido e intentar observar si
alguien había prestado atención a lo que ella acababa de decir.
–Hasta
al chico de la tienda de la esquina de mi casa –Elizabeth lo miró fijamente durante
unos instantes–. Daphne Hill –murmuró–. ¡Dios mío!
–Entiendo
–replicó Robbie con una sonrisa de inteligencia–. Daphne Hill –al ver acercarse
a la camarera, la llamó y luego le dijo a Elizabeth–: Creo que deberías tomar otra
copa. Para animarte un poco –cuando la camarera lo miró, pidió dos martinis y volvió
a concentrarse en Elizabeth, recuperando la sonrisa–. Eso es lo que voy a desayunar
–comentó. Alargó la mano, tocó la de Elizabeth y añadió–: Escucha, Liz, si eso es
todo lo que te preocupa… He sido un asno: pensaba que te habrías imaginado que había
cometido algún patinazo con el clérigo. Escucha, lo de Daphne no tiene importancia.
Solo pensé que necesitábamos a alguien que diera un poco de alegría a la oficina.
–Podrías
haber pintado las paredes –replicó Elizabeth en voz apagada. Al ver que Robbie la
miraba inquisitivamente, murmuró: “Nada”, y él continuó, inclinándose hacia adelante
con expresión seria.
–Escucha
–dijo–, si esa Daphne no te cae bien, ya está despedida. Sobre eso no habrá disputas.
Estamos juntos en el negocio –desvió la mirada hacia el vacío y mostró una sonrisa
evocadora–. Yo también recuerdo esos días. Entonces nos proponíamos hacer maravillas
–bajó la voz y miró a Elizabeth con afecto–. Y creo que aún podemos hacerlas.
Elizabeth
se echó a reír sin poder evitarlo.
–Tendrás
que bajar la escalera con más cuidado –dijo–. La portera pensó que eras el joven
que deja los esquís en el pasillo. Estuvo a punto de romperse una pierna.
–No
te burles de mí –suplicó Robbie–. Elizabeth, me duele de veras ver que alguien como
tú se deje trastornar por una Daphne Hill.
–Pues
claro que me molesta –replicó ella. De pronto, Robbie le pareció muy divertido.
Ojalá pudiera seguir sintiéndose así, pensó mientras seguía riéndose de él–. Aquí
llega tu desayuno.
–Señorita
–dijo Robbie a la camarera–, ¿puede tomar nota del almuerzo, por favor?
Pasó
ceremoniosamente la carta a Elizabeth y se volvió a la camarera.
–Croquetas
de pollo y papas fritas –pidió.
–Para
mí, lo mismo –dijo Elizabeth, devolviendo la carta a la camarera. Cuando ésta se
hubo ido, Robbie alzó de la mesa uno de los martinis y se lo ofreció a Liz.
–Necesitas
esta copa –murmuró. Levantó la otra y miró a Liz; luego, bajó la voz y añadió, en
el mismo tono suave y afectuoso–: Por ti y por nuestro futuro éxito.
Elizabeth
le sonrió con ternura y dio un sorbo a la copa mientras advertía que Robbie se debatía
entre apurar la suya de un trago o tomársela lentamente, como si no la necesitara.
–Si
bebes demasiado deprisa te marearás, querido –le recordó–. No has desayunado y…
Robbie
dio un delicado sorbo al martini y volvió a dejarlo sobre la mesa.
–Ahora,
hablemos en serio de Daphne –propuso.
–Pensaba
que iba a marcharse –apuntó Elizabeth.
–Por
supuesto, si así lo quieres –Robbie parecía asustado. Con voz tensa, añadió–: Pero
parece de muy mal tono contratar a una chica y despedirla el mismo día porque estés
celosa.
–No
estoy celosa –protestó Elizabeth–. Nunca he dicho que lo estuviera.
–Si
no puedo tener a una chica guapa en la oficina… –insistió Robbie.
–Claro
que puedes –dijo ella–, solo que preferiría una que supiera escribir a máquina.
–Daphne
sabrá encargarse del trabajo sin problemas.
–Robbie…
–empezó a decir Elizabeth, pero dejó la frase en el aire. Ya no quiero seguir burlándome
de él, pensó. Ojalá me sintiera siempre como hace un minuto, y no como ahora.
Estudió
detenidamente a Robbie, fijándose en su rostro encendido, en sus cabellos ralos
y cada vez más canosos y en sus hombros robustos; mantenía la cabeza erguida y el
mentón firme porque sabía que ella lo estaba mirando. Piensa que estoy asustada,
se dijo; cree que es un hombre y me ha intimidado.
–Que
se quede –dijo finalmente.
–Al
fin y al cabo… –Robbie se echó hacia atrás para permitir que la camarera dejara
el plato ante él–. Al fin y al cabo –repitió cuando se hubo marchado la camarera–,
no es como si no tuviera la autoridad para contratar a alguien en mi propia oficina.
–Ya
lo sé –contestó Elizabeth cansinamente.
–Si
quieres empezar una discusión por una tontería… –dijo Robbie con una mueca de disgusto
y rehuyendo su mirada–. Yo puedo dirigir mi propia oficina –repitió.
–Tienes
un miedo mortal a que un día te pueda dejar –afirmó Elizabeth–. Cómete el almuerzo.
Robbie
tomó el tenedor.
–Por
supuesto –prosiguió–, creo que sería una lástima romper una estupenda colaboración
por culpa de tus celos.
–No
te preocupes –replicó ella–. No pienso irme a ninguna parte.
–Eso
espero –afirmó Robbie, y se dedicó a comer diligentemente durante un minuto –. Haremos
una cosa –dijo de pronto, dejando el tenedor en el plato–: La tendremos a prueba
una semana, y si crees que no lo hace mejor que la señorita Wilson, la despedimos.
–Pero
si yo no… –empezó a protestar Elizabeth. Luego añadió–: Está bien. Así podremos
descubrir cómo se acopla a nosotros.
–Espléndida
idea –asintió Robbie–. Ahora me siento mejor –alargó la mano sobre la mesa y esta
vez le dio unas palmaditas en la suya–. Mi querida Liz…
–¿Sabes?,
ahora mismo me siento muy rara –Elizabeth tenía la mirada fija en la puerta del
local–. Me pareció ver a un conocido.
–¿Quién?
–Robbie se volvió y miró hacia la puerta.
–Nadie
que conozcas. Un chico de mi pueblo. Pero no era él.
–En
Nueva York, uno siempre cree ver gente que conoce –sentenció Robbie, volviendo a
su tenedor.
Debe
ser de tanto hablar de los viejos tiempos con Robbie y de las dos copas que he tomado,
se dijo Elizabeth. Hacía años que no pensaba en Frank. Se rio en voz alta y Robbie
dejó de comer para decir:
–¿A
qué viene eso? Van a pensar que sucede algo.
–Sólo
estaba recordando –contestó ella. De pronto, se dijo que debía hablar con Robbie,
tratarlo como si fuera alguien que conociera bien, casi como a un marido–. No había
pensado en ese tipo desde hacía años. Me trajo a la memoria un millón de cosas.
–¿Algún
antiguo novio? –inquirió Robbie sin interés.
Elizabeth
sintió la misma punzada de horror que la hubiera embargado quince años atrás ante
tal sugerencia.
–¡Oh,
no! –exclamó–. Una vez me llevó a un baile. Mi madre llamó por teléfono a la suya
y le pidió que me llevara.
–Helado
de chocolate con crema de chocolate –pidió Robbie a la camarera.
–Un
café –dijo Elizabeth–. Era un chico maravilloso –explicó a Robbie. ¿Por qué no puedo
dejarlo?, pensó; no había recordado eso desde hace años.
–Escucha,
¿le dijiste a Daphne que podía salir a almorzar?
–No
le dije nada.
–Será
mejor que nos demos prisa –dijo Robbie–. La pobre chica debe de estar muerta de
hambre.
Frank,
pensó Elizabeth.
–En
serio, ¿qué decidieron tú y el clérigo?
–Ya
te lo contaré después, cuando tenga las ideas claras. Ahora mismo, no estoy muy
seguro de qué hemos resuelto.
Y
luego me lo soltará de golpe, sin darme tiempo a pensar, pensó Elizabeth. Le habrá
prometido publicarle los poemas por su cuenta, o ha salido de la ciudad y tendré
que ocuparme yo, o alguien va a demandarnos. De todos modos, Frank no habría entrado
en un lugar como aquél, si come en alguna parte ha de ser en un lugar tranquilo
donde lo llamen “señor” y las mujeres sean muy hermosas.
–En
el fondo, no importa –dijo.
–Claro
que no –asintió Robbie. Evidentemente, consideró necesario añadir un último toque
decisivo antes de volver al asunto de Daphne Hill–. Mientras podamos afrontar las
cosas juntos, todo saldrá bien. Hacemos un buen equipo, Liz.
Se
incorporó y volvió el cuerpo para tomar el abrigo y el sombrero. Llevaba el traje
arrugado y, por el modo en que movía los hombros con gesto inquieto, se sentía incómodo
con él. Elizabeth apuró el café.
–Cada
día estás más gordo –comentó.
Él
se volvió en redondo y la miró con ojos asustados.
–¿Te
parece que debería ponerme a dieta otra vez? –preguntó.
Subieron
juntos en el ascensor, cada uno en un rincón opuesto y ambos mirando al vacío, a
través del enrejado metálico del ascensor, concentrados en algo privado y secreto.
Desde que habían instalado el despacho en el edificio, habían subido y bajado en
aquel ascensor cuatro, seis, ocho y hasta diez veces al día, en ocasiones contentos
y en otras fríamente enfadados el uno con el otro, a veces entre risas y a veces
peleándose con rabia e intercambiando frases cortas cargadas de violencia. Probablemente,
el ascensorista sabía más acerca de la pareja que la portera de Elizabeth o que
la pareja joven que ocupaba el apartamento contiguo al de Robbie y, aun así, seguían
montando en el ascensor cada día, y el ascensorista los saludaba educadamente y
permanecía de espaldas a ellos, subiendo y bajando a los pasajeros, entrando brevemente
en sus discusiones y, probablemente, sonriendo a hurtadillas cuando se volvía de
espaldas.
Aquel
día, el ascensorista preguntó: “¿Sigue el mal tiempo?”, y Robbie contestó: “Peor
que nunca”, y el hombre dijo: “Tendría que haber una ley contra el mal tiempo”,
y los dejó en su piso.
–Me
pregunto qué pensará de nosotros el ascensorista –comentó Elizabeth, siguiendo los
pasos de Robbie por el corredor.
–Probablemente,
le gustaría dejar durante un rato ese ascensor y sentarse en un despacho –apuntó
Robbie. Abrió la puerta de la oficina y preguntó–: ¿Señorita Hill?
Daphne
Hill estaba sentada tras la mesa de la recepción, leyendo la novela policiaca que
Elizabeth había dejado a medias para salir a almorzar.
–Hola,
señor Shax –los recibió la muchacha.
–¿Tomó
eso de mi mesa? –dijo Elizabeth, sorprendida durante unos segundos por haber hablado
de improviso, sin pensar en lo que iba a decir.
–¿No
debía haberlo hecho? –inquirió Daphne–. Como no tenía nada que hacer…
–Ya
le encontraremos trabajo en abundancia, señorita –respondió Robbie con cordialidad,
recuperando su fachada de dinámico hombre de negocios–. Lamento haberla tenido esperando
sin almorzar.
–Salí
a comer algo –dijo Daphne.
–Bien
–asintió Robbie, mirando de reojo a Elizabeth–, en el futuro, tendremos que hacer
un arreglo con los horarios.
–En
adelante –anunció Elizabeth con voz severa–, no vuelva a entrar en mi despacho sin
permiso.
–Desde
luego –dijo Daphne, sobresaltada–. ¿Quiere que le devuelva el libro?
–Quédeselo
–replicó Elizabeth. Entró en su despacho, cerrando la puerta tras ella, y escuchó
decir a Robbie:
–A
la señorita Style no le gusta que nadie toque sus cosas, señorita Hill. Pase a mi
despacho, por favor.
Como
si hubiera de verdad un muro de separación, pensó Elizabeth. Escuchó a Robbie entrar
rápidamente en su despacho y a Daphne seguirlo con su caminar pausado, cerrando
la puerta tras ella.
Con
un suspiro, Elizabeth se dijo: Fingiré que la pared es real; es lo que haría Robbie.
En la máquina de escribir, en cuyo carro aún seguía la carta al señor Burton a medio
terminar, descubrió una nota. La sostuvo entre los dedos y la leyó con profunda
concentración para ahogar la voz de jefe de personal de Robbie al otro lado de la
pared de cartón. La nota era de la señora Wilson y decía:
“Señorita
Style, nadie me ha dicho que venía una chica nueva y llevo trabajando aquí el tiempo
suficiente para pensar que, al menos, deberían haberme avisado con antelación. Supongo
que podrá aprender el trabajo por ella misma. Haga el favor de decirle al señor
Shax que me envíe el finiquito a casa; la dirección está en el expediente, como
él sabe. Hubo una llamada para usted del señor Robert Hunt; dice que lo llame usted
a su hotel,
Addison
House. Por favor, dígale al señor Shax que me envíe el dinero; ahora me debe dos
semanas de sueldo, más otra semana de preaviso de despido. Alice Wilson.”
Debe
de haberse puesto furiosa, para no esperar siquiera a cobrar el finiquito; debe
de estar fuera de sí. Supongo que la primera noticia se la habrá dado Daphne, y
Alice se puso como yo al principio. Robbie no le mandará nunca el dinero. Mientras
pensaba todo esto, Elizabeth escuchó la voz de Robbie diciendo: “Es un trabajo terrible,
el más angustioso que conozco”. Debe de estar hablando del trabajo como escritor
independiente, se dijo Elizabeth. Probablemente, Daphne le quiere vender la historia
de su vida.
Salió
del despacho, llegó ante el de Robbie y llamó a la puerta. Si Robbie pregunta quién
es, pensó, le contestaré: “El ascensorista, que viene a sentarse un rato en tu oficina”.
Pero Robbie dijo:
–Entra,
Liz, no seas tonta.
–Robbie
–dijo ella, abriendo la puerta–, la señorita Wilson estuvo aquí y dejó una nota.
–Me
había olvidado de decírselo –asintió Daphne–, y tampoco he tenido ocasión de hacerlo,
hasta ahora. Mencionó que le dijera al señor Shax que le mandara el dinero.
–Lamento
mucho todo esto –declaró Robbie–. Debería habérselo comunicado ayer. Es una verdadera
lástima que la señorita Wilson haya tenido que enterarse de esta manera –Daphne
estaba sentada en la única silla para visitantes del despacho; Robbie titubeó un
momento y, acto seguido, añadió–: Siéntate aquí, Elizabeth.
Ella
esperó a que Robbie empezara a incorporarse y luego respondió:
–No
es preciso. Me voy a trabajar.
Robbie
leyó la carta de la señorita Wilson.
–Señorita
Hill –dijo a continuación–, tome nota de enviarle a la señorita Wilson el sueldo
pendiente y la semana extra que solicita.
–No
tengo con qué tomar notas –declaró Daphne. Elizabeth tomó un bloc y un bolígrafo
del escritorio de Robbie y se los dio. Daphne escribió una frase solemne en la primera
página del bloc.
–¿Quién
es ese Hunt? –preguntó Robbie a Elizabeth–. ¿Tu antiguo novio?
Sabía
que no debía habérselo dicho, pensó ella.
–Creo
que es un viejo amigo de mi padre –explicó.
–Será
mejor que le llames –dijo Robbie, entregándole la nota.
–Sí,
eso haré. ¿No crees que deberías escribir a la señorita Wilson y explicarle lo sucedido?
Robbie
puso cara de abatimiento y murmuró:
–La
señorita Hill puede encargarse de ello esta tarde. Elizabeth, con cuidado de no
mirar a Daphne, replicó:
–Estupendo.
Así tendrá algo que hacer.
Cerró
la puerta con suavidad al salir y, cuando estuvo en su despacho, cerró también la
de éste para tener una falsa sensación de intimidad. Sabía que Robbie la oiría hablar
por teléfono y tuvo la extraña imagen de Robbie y Daphne sentados en silencio a
cada lado del escritorio, con el rostro muy serio y la cabeza ligeramente inclinada
hacia el tabique de la pared, escuchando con aire solemne su conversación con el
viejo amigo de su padre.
Buscó
el número del hotel en la guía y oyó a Robbie decir:
–Dígale
que lo lamentamos sinceramente, pero que circunstancias imprevistas me obligan,
etcétera… Sea lo más agradable posible. Y acuérdese de poner que la tendremos en
cuenta para el primer puesto de trabajo que surja en la empresa.
Elizabeth
marcó el número, esperando a que se hiciera de pronto el silencio en el despacho
de al lado. Pidió al telefonista del hotel por el señor Robert Hunt y, cuando éste
contestó, bajó el tono de voz y dijo:
–¿Tío
Robert? Soy Beth.
–¡Beth!
–respondió su interlocutor en tono entusiasta–. Me alegro mucho de oírte. Tu tía
pensaba que estarías demasiado ocupada para llamar.
–¿Está
contigo? ¡Qué bien! –dijo Elizabeth–. ¿Cómo están los dos? ¿Cómo está papá?
–Todos
estamos bien. ¿Y tú, Beth?
Ella
siguió hablando en voz baja.
–Estupendamente,
tío Robert. Las cosas me van muy bien. ¿Cuánto tiempo llevan aquí? ¿Y hasta cuándo
se van a quedar? ¿Cuándo nos veremos?
El
tío Robert se echó a reír.
–Tu
tía me está hablando por un oído y tú por el otro. Así no entiendo una palabra de
lo que habla ninguna de las dos. ¿Cómo te encuentras, cariño?
–De
maravilla –repitió ella.
–Beth,
tenemos muchas ganas de verte. Tengo un montón de recados del pueblo y todo eso.
–Estoy
bastante ocupada –contestó Elizabeth–, pero me encantará verlos. ¿Cuánto tiempo
se quedarán?
–Hasta
mañana –dijo él–. Solo hemos venido un par de días.
Elizabeth
se puso a calcular rápidamente, al tiempo que su voz empezaba a decir, con gran
abatimiento:
–¡Oh,
no! ¿Por qué no me avisaron que venían?
–Tu
tía quiere que te diga que todos te mandan saludos –la interrumpió el tío Robert.
–¡Estoy
desolada! –exclamó Elizabeth. El sentimiento de culpa la impulsó a acentuar sus
palabras casi con violencia–. No sé cómo voy a hacer para verlos. ¿Tal vez mañana
por la mañana, en algún momento?
–Bueno…
–murmuró él pausadamente–, tu tía tenía decidido ir mañana a Long Island a ver a
su hermana, y ellos nos acompañarán luego hasta el tren. Pensábamos que tal vez
podrías venir con nosotros esta noche.
–¡Oh,
Señor!, esta noche tengo una cita inaplazable para cenar –contestó Elizabeth –.
Es un cliente, ¿sabes?
–Es
una verdadera lástima –dijo el tío Robert–. Iremos a un espectáculo y habíamos pensado
que nos acompañarías. ¿Cuál es el espectáculo que vamos a ver, mamá? –tras una breve
pausa, añadió–: Ella tampoco se acuerda. El hotel se ocupó de las entradas.
–Ojalá
pudiera –dijo Elizabeth–. De veras, ojalá pudiera –sin poder evitarlo, pensó en
la entrada extra que habían tenido el detalle de comprarle, en aquellos dos ancianos
que cenarían solos fingiendo que estaban de fiesta en una ciudad extraña. Le habían
reservado aquella velada, se dijo–. Si se hubiera tratado de cualquier otra persona,
podría haber cancelado la cita. Pero es uno de nuestros mejores clientes y no me
atrevo.
–Claro,
claro.
Se
produjo un silencio tan largo que Elizabeth se apresuró a añadir:
–¿Cómo
está papá, por cierto?
–Bien
–dijo el tío Robert–. Todo el mundo está bien. Supongo que le gustaría verte por
casa.
–Sí,
imagino que se sentirá solo –murmuró Elizabeth, cuidando mucho de que sus palabras
no la comprometieran a nada. Tenía ganas de poner fin a la conversación telefónica,
de distanciarse de los Hunt y de su padre y de las insinuaciones en tono de reprimenda
sobre si debería volver a casa. Ahora vivo en Nueva York, se dijo mientras la voz
del viejo continuaba su monótona serie de anécdotas sobre su padre y sobre gente
que había conocido hacía mucho tiempo; ahora vivo sola en Nueva York y no tengo
que acordarme de nadie, y el tío Robert debería alegrarse de que haya querido hablar
con él, siquiera.
–Me
alegro mucho de que hayas llamado –dijo de pronto, interrumpiendo a su interlocutor–.
Tengo que volver al trabajo.
–Claro,
claro –respondió él en tono de disculpa–. Bueno, Beth, escríbenos a todos, ¿querrás?
Tu tía me dice que te mande saludos.
Se
cuelgan de mí, se dijo Elizabeth; con sus cartas y sus “tus affmos.” y su mandar
recuerdos, me están reteniendo.
–Adiós
–dijo.
–Vuelve
pronto a visitarnos –continuó el tío Robert.
–Iré
cuando pueda. Adiós –insistió Elizabeth, y colgó mientras él decía: “Adiós”, y luego
añadía: “¡Ah, Beth, espera!”, como si acabara de ocurrírsele algo más. No podría
haberlo escuchado un segundo más sin mostrarme desagradable, se dijo.
A
continuación, oyó la voz de Robbie que empezaba a decir en el despacho contiguo:
–Y
supongo que entiende de asuntos como atender el teléfono y demás.
–Supongo
que sí –respondió Daphne.
Elizabeth
volvió a su carta al señor Burton, cuyo papel tenía una curva permanente de estar
tanto rato en el carro de la máquina de escribir y durante un rato oyó a Robbie
y a Daphne Hill hablando sobre los nombres de los clientes y sobre la extensión
telefónica de dos teclas de la mesa de recepción; luego los oyó salir a la recepción
y probar la extensión. Eran como dos niños jugando a los oficinistas, se dijo. De
vez en cuando escuchaba la risa ronca de Robbie y luego, al cabo de unos momentos,
también la de Daphne, tardía y sorprendida. Pese a sus esfuerzos por concentrarse
en las tarifas para el señor Burton, se descubrió prestando atención a lo que hacían
al otro lado de la puerta, siguiendo los movimientos de Robbie y Daphne por el despacho.
En cierto momento, más audible que el leve murmullo que mantenían ambos, le llegó
la voz de hombre de mundo de Robbie diciendo: “Algún restaurante tranquilo…” y luego,
cuando la voz recuperó su cauto tono cuchicheante, Elizabeth pensó: Sí, donde puedan
hablar. Esperó un poco, para no parecer una entrometida, hasta que oyó a Daphne
instalarse en la mesa de recepción y a Robbie entrar de nuevo en su despacho; entonces
dijo en voz alta:
–¿Robbie?
Se
produjo un silencio y, a continuación, el hombre desanduvo sus pasos y abrió la
puerta del despacho de Elizabeth.
–Ya
sabes que no me gusta que grites así en la oficina.
Elizabeth
hizo una pausa antes de responder porque quería hacerlo en tono cordial.
–¿Vamos
a cenar juntos esta noche? –preguntó. Habían cenado juntos cuatro o cinco veces
por semana, habitualmente en el restaurante donde habían almorzado, o en algún pequeño
local cerca del apartamento de uno de los dos. Al ver la mueca en la comisura de
los labios de Robbie y el leve giro de su cabeza hacia la puerta del despacho, Elizabeth
elevó un poco el tono de voz–. Me escapé de cenar con esos parientes esta noche
porque tenemos muchas cosas de que hablar.
–En
realidad, Liz –respondió Robbie, hablando muy deprisa y en voz muy baja–, me temo
que voy a estar ocupado para la cena –sin darse cuenta de que estaba repitiendo
las mismas palabras que ella acababa de utilizar por teléfono unos minutos antes,
Robbie continuó, con una mueca de disgusto–: Tengo una cita que no puedo cancelar.
Con un cliente –al observar la expresión de sorpresa de Elizabeth, añadió–: Es el
clérigo; esta mañana le prometí que volveríamos a encontrarnos esta noche. No tuve
oportunidad de decírtelo antes.
–Por
supuesto que no puedes faltar –asintió Elizabeth en tono tranquilizador, y esperó
con la vista fija en Robbie. Él se había sentado incómodamente en la esquina del
escritorio y jugueteaba con un lápiz con aire ausente, deseando marcharse pero temeroso
de hacerlo con demasiada brusquedad. ¿Qué estoy haciendo?, se preguntó de pronto
Elizabeth. ¿Jugar al escondite?–. ¿Por qué no te vas al cine o algo así? –le propuso.
–Ojalá
pudiera –replicó Robbie con una risa lastimera. Elizabeth alargó la mano y le arrebató
el lápiz.
–Pobrecito
Robbie –murmuró–. Estás tan preocupado que deberías salir a relajarte un poco.
–¿Por
qué lo dices? –Robbie frunció el ceño con aire nervioso–. ¿Acaso no estoy en mi
oficina?
Elizabeth
adoptó un tono de ternura.
–Tendrías
que pasar unas horas fuera, Robbie, lo digo en serio. Esta tarde no vas a ser capaz
de trabajar –decidió permitirse un toque malicioso y añadió–: Sobre todo, si esta
noche tienes que ver a ese viejo tan pesado.
Robbie
abrió la boca, volvió a cerrarla y dijo por fin:
–Cuando
hace un tiempo tan malo, no puedo pensar. La lluvia me saca de quicio.
–Lo
sé muy bien –asintió ella, poniéndose en pie–. Ponte el abrigo y el sombrero y deja
aquí el maletín y todo lo demás –dijo, empujando a Robbie hacia la puerta–. Cuando
vuelvas después de pasar un par de horas sentado en un cine, te sentirás de maravilla
para salir a convencer al clérigo.
–No
quiero salir otra vez con este tiempo.
–Y
aprovecha para afeitarte –añadió Elizabeth. Abrió la puerta del despacho y encontró
a Daphne Hill mirándola–. Córtate el pelo –dijo, tocándole la coronilla–. Seguro
que la señorita Hill y yo nos las arreglaremos sin ti, ¿verdad, señorita Hill?
–Claro
–contestó Daphne.
Robbie
entró en su despacho con aire desasosegado y volvió a salir al cabo de un momento
con el sombrero y el abrigo aún mojado.
–No
sé para qué quieres que me vaya –murmuró.
–Y
yo no sé para qué quieres quedarte –replicó Elizabeth, escoltándolo hasta la puerta
de la oficina–. Cuando te pones así, no sirves para nada –abrió la puerta y Robbie
salió–. Nos veremos luego.
–Hasta
luego –asintió Robbie, alejándose por el pasillo. Elizabeth lo siguió con la mirada
hasta que hubo entrado en el ascensor; luego, cerró la puerta y se volvió hacia
Daphne Hill.
–¿Ya
escribiste esa carta a la señora Wilson? –le preguntó.
–Ahora
mismo estaba haciéndola –contestó Daphne.
–Tráemela
cuando la tengas.
Elizabeth
entró en su despacho, cerró la puerta y tomó asiento tras el escritorio. Frank…,
se puso a pensar. No puede haber sido Frank. Me habría saludado, me habría dicho
algo; no he cambiado tanto. Y si era Frank, ¿qué andaría haciendo por aquí? De todos
modos, continuó diciéndose, era inútil, pues no habría manera de localizarlo.
Agarró
la guía telefónica de la esquina del escritorio y buscó el nombre de Frank; no estaba
y continuó pasando páginas hasta llegar a la hache. Recorrió las columnas con el
dedo hasta llegar a Harris, James. Descolgó el teléfono, marcó el número y esperó.
Cuando respondió una voz de hombre, Elizabeth preguntó:
–¿Hablo
con Jim Harris?
–En
efecto.
–Soy
Elizabeth Style.
–Hola,
Liz –dijo él–. ¿Cómo estás?
–Esperando
a que te pongas en contacto conmigo. Ha pasado mucho tiempo.
–Lo
sé –respondió Harris–. No sé por qué, pero nunca encuentro el momento de…
–Te
llamé por un asunto… ¿Te acuerdas de Frank Davis?
–Sí,
me acuerdo. ¿Qué hace ahora?
–Eso
es lo que quería preguntarte –dijo Elizabeth.
–¡Ah!
Bueno…
Ella
aguardó un momento y añadió:
–Un
día de éstos voy a reclamarte esa cita para cenar que tenemos pendiente.
–Espero
que lo hagas –dijo él–. Te llamaré.
¡Oh,
no!, pensó Elizabeth.
–Me
parece que hace una eternidad que no nos vemos. Escucha… –hizo que su voz sonara
como si fuera una idea improvisada, uno de esos chispazos inesperados–. ¿Por qué
no esta noche? –Jim Harris empezó a decir algo, pero ella no lo dejó–: Me muero
de ganas de verte.
–Es
que tengo de visita a mi hermana pequeña, ¿sabes?
–¿No
puedes traerla? –propuso Elizabeth.
–Bueno…
Supongo que sí –respondió él.
–Estupendo.
Pasa por mi apartamento para tomar una copa y trae a tu hermana y charlaremos sin
parar de los viejos tiempos.
–¿Quieres
que vuelva a llamarte? –preguntó él.
–No
–dijo Elizabeth rotundamente–. Voy a salir del despacho y estaré por ahí toda la
tarde. Así pues, ¿quedamos para las siete?
–De
acuerdo –asintió Harris.
–Estoy
encantada de que quedemos para esta noche –le aseguró Elizabeth–. Hasta luego.
Después
de colgar, permaneció unos momentos sentada con la mano sobre el teléfono, pensando:
Pobre Harris, si le hablas deprisa no le dejas la menor oportunidad; debe verse
metido en todos los malos rollos de la ciudad. Se echó a reír, satisfecha, pero
se detuvo bruscamente cuando Daphne llamó a la puerta.
–Adelante
–dijo, y Daphne abrió la puerta con cuidado y asomó la cabeza.
–Ya
terminé la carta, señorita Style –anunció.
–Tráela
aquí –ordenó Elizabeth, y añadió a continuación–: por favor.
Daphne
entró en el despacho y le tendió la carta alargando el brazo todo lo posible.
–No
está demasiado bien –murmuró–, pero es la primera carta que hago sola.
–No
importa –dijo Elizabeth, echando una ojeada a la misiva–. Siéntate, Daphne.
La
muchacha tomó asiento cautelosamente en el borde de la silla.
–Siéntate
bien –la conminó Elizabeth–. Es la única silla que tengo y no quiero que la rompas.
Daphne
se acomodó en la silla y abrió los ojos como platos.
Elizabeth
abrió el bolso con todo cuidado, sacó un paquete de cigarrillos y buscó a tientas
unos cerillos.
–Un
momento –dijo Daphne rápidamente–. Yo tengo fuego –salió a toda prisa a la sala
de recepción y regresó con una caja de fósforos–. Quédeselos. Tengo muchos más.
Elizabeth
encendió el cigarrillo y dejó los cerillos en el borde del escritorio.
–Y
ahora… –murmuró, y Daphne se inclinó hacia adelante–, ¿dónde has trabajado antes
de presentarte aquí?
–Éste
es mi primer empleo –afirmó la muchacha–. Acabo de llegar a Nueva York.
–¿De
dónde vienes?
–De
Buffalo –le informó Daphne.
–Entonces,
¿has venido a Nueva York para hacer fortuna? –Elizabeth hizo la pregunta mientras
pensaba: Aquí es donde te gano, querida Daphne; yo ya me abrí camino.
–No
lo sé –respondió la muchacha–. Mi padre nos trajo aquí porque su hermano lo necesitaba
en el negocio. Nos trasladamos hace apenas un par de meses.
Si
yo tuviera una familia que atender, pensó Elizabeth, no me metería a trabajar con
Robert Shax.
–¿Qué
clase de estudios tienes?
–Fui
a la preparatoria en Buffalo –explicó Daphne–. Y asistí algún tiempo a una academia
comercial.
–¿Quieres
ser escritora?
–No.
Quiero ser agente literaria, como el señor Shax. Y como usted –añadió.
–Es
un buen trabajo –afirmó Elizabeth–. Se puede hacer mucho dinero.
–Es
lo que me dijo el señor Shax. Ha sido muy amable conmigo.
Daphne
se estaba envalentonando. Contemplaba el cigarrillo de Elizabeth y se había instalado
cómodamente en la silla. De pronto, Liz se sintió muy cansada; Daphne había dejado
de divertirla.
–El
señor Shax y yo hemos estado hablando de ti durante el almuerzo –dijo con premeditación.
Daphne
sonrió. Cuando sonreía, y cuando estaba sentada, sin enseñar aquel corpachón enorme
apoyado precariamente sobre unos pies menudos, resultaba una chica atractiva. A
pesar de aquellos ojillos pardos y de aquel increíble cabello de estropajo, Daphne
era muy atractiva. Yo estoy muy delgada, se dijo Elizabeth, y anunció complacida:
–Me
parece que será mejor que escribas otra vez esa carta a la señorita Wilson, Daphne.
–Claro
–asintió ésta.
–Dile
que vuelva al trabajo cuanto antes.
–¿Que
vuelva aquí? –inquirió Daphne, con un levísimo tono de alarma en la voz.
–Que
vuelva aquí, exacto –dijo Elizabeth con una sonrisa–. Me temo que el señor Shax
no tuvo valor para decírtelo. El señor Shax y yo, además de compañeros de trabajo,
somos muy buenos amigos. A menudo –prosiguió–, el señor Shax se aprovecha de nuestra
amistad y me deja los trabajos desagradables.
–El
señor Shax no me dijo nada –afirmó Daphne.
–Es
lo que pensé cuando vi que continuabas trabajando como si fueras a quedarte.
Daphne
estaba asustada. Es demasiado estúpida para llorar, pensó Elizabeth, pero va a quedar
informada de todo al detalle.
–Desde
luego, no me gusta tener que hacer esto –continuó–, pero podría hacerte las cosas
más fáciles tratando de ayudarte a conseguir otro empleo.
Daphne
asintió.
–Hay
una cosa que puede ayudarte –dijo Elizabeth–, porque el señor Shax me lo comentó
antes y es una de esas cosas en que los hombres son muy quisquillosos. Se trata
de tu aspecto.
Daphne
bajó la vista hacia la amplia delantera de su vestido.
–Es
probable que ya lo sepas y sea una grosería por mi parte, pero creo que darás una
mejor impresión y, si consigues otro empleo, te permitirá trabajar con más comodidad,
si vas a la oficina con otra cosa que no sea un vestido de seda. De alguna manera,
esa ropa hace que parezcas recién llegada de Buffalo.
–¿Quiere
que me ponga un traje sastre o algo así? –preguntó Daphne con calma y sin malicia.
–Algo
más sencillo, en cualquier caso –replicó Elizabeth.
Daphne
repasó de arriba abajo a Elizabeth.
–¿Un
traje como el suyo? –insistió.
–Sí,
un traje es lo adecuado. Y procura dominar esa melena.
Daphne
se acarició la cabeza con suavidad.
–Intenta
ser más ordenada, en general –le aconsejó Elizabeth–. Tienes un cabello bonito,
Daphne, pero parecería más adecuado para una oficina si llevaras un peinado más
serio.
–¿Como
el suyo? –repitió Daphne, observando las canas de las sienes de Elizabeth.
–Como
tú prefieras, pero que no parezca un estropajo –Elizabeth volvió a concentrarse
en su escritorio en un gesto expresivo y, al cabo de un momento, Daphne se puso
en pie–. Llévate esto –añadió, tendiéndole la carta a la señorita Wilson– y vuélvela
a escribir como te he dicho.
–Sí,
señorita Style –murmuró Daphne.
–Cuando
la termines, puedes irte a casa. Déjala en el escritorio, anota tu nombre y dirección
y el señor Shax te enviará la paga del día.
–No
me importa si la manda o no –replicó Daphne con brusquedad.
Elizabeth
alzó la vista un instante y miró fijamente a Daphne.
–¿Te
crees con derecho a criticar las decisiones del señor Shax?
Elizabeth
permaneció unos minutos sentada tras el escritorio esperando a ver qué hacía la
muchacha; desde que la puerta se había cerrado en silencio tras Daphne y ésta había
vuelto a su escritorio, había caído un denso silencio. Elizabeth pensó: Está ahí
sentada, repasando lo que acaba de suceder. Por fin se escuchó el ligero sonido
del bolso de Daphne, el chasquido del cierre, el movimiento de la mano revolviendo
llaves, papeles. Está sacando la polvera, se dijo; está mirándose para ver si es
verdad lo que le dije de su aspecto; se está preguntando si Robbie dijo algo, cómo
lo dijo, si yo lo puse peor o si más bien suavicé sus palabras. Debería haberle
dicho que, según él, era una cerdita cebona, o la cosa más fea que había visto nunca;
puede que ni siquiera pusiera en duda eso. ¿Qué está haciendo ahora?
Había
dicho “maldita sea” con toda claridad; Elizabeth se inclinó hacia adelante en su
asiento, no queriendo que se le escapara el menor asomo de movimiento. Entonces
escuchó el leve sonido de la máquina de escribir; Daphne estaba mecanografiando
la carta a la señorita Wilson. Elizabeth movió la cabeza lentamente y sonrió. Encendió
un cigarrillo con uno de los cerillos de Daphne, que seguían en el borde del escritorio,
y su mirada vagó sin verla sobre la carta al señor Burton, aún en el carro de su
máquina. Sentada con un brazo colgado del respaldo de la silla y el cigarrillo entre
los labios, pulsó las teclas lentamente, con un dedo: “Vete a la mierda, Burton”,
y luego arrancó la hoja del carro y la arrojó a la papelera. Esto es todo el trabajo
que he hecho hoy, se recriminó a sí misma, y no importa después de ver la cara de
Daphne cuando se lo dije. Echó un vistazo al escritorio, con las cartas esperando
respuesta, las críticas de un director literario profesional aún por escribir, las
quejas por satisfacer, y pensó: Me voy a casa. Me daré un baño, adecentaré la casa
y compraré unos aperitivos para Jim y su hermana pequeña; solo esperaré a que se
marche Daphne.
–¿Daphne?
–¿Sí,
señorita Style? –respondió la muchacha tras un titubeo.
–¿Aún
no has terminado? –ahora podía permitirse hablar con dulzura–. Esa carta a la señorita
Wilson debería estar lista en un minuto.
–Me
estaba preparando para irme –dijo Daphne.
–No
te olvides de dejar tu nombre y la dirección.
En
la otra habitación hubo un silencio y Elizabeth, vuelta hacia la puerta cerrada
y alzando de nuevo la voz, dijo:
–¿Me
oíste?
–El
señor Shax sabe el nombre y la dirección –la puerta principal se abrió y Daphne
gritó–: ¡Adiós!
–Adiós
–dijo Elizabeth.
Se
apeó del taxi en la esquina de su casa, y después de pagar, le quedaron diez dólares
y un poco de cambio en el monedero; éste, más los veinte dólares que guardaba en
el apartamento, era todo el dinero que le quedaba hasta que pudiera pedirle más
a Robbie. Tras un rápido cálculo, decidió tomar diez dólares del dinero que tenía
en casa para pasar la velada; Jim Harris tendría que pagarle la cena. Diez dólares,
pues, para taxis y emergencias; mañana le pediría más a Robbie. Con el dinero que
tenía en el bolsillo pagaría el alcohol y los aperitivos; se detuvo en la licorería
de la esquina y compró una botella de whisky de centeno, una de tres cuartos de
litro, pensando que así quedaría suficiente para ofrecerle una copa a Robbie la
siguiente vez que pasara por su casa. Con la botella bajo el brazo, entró en la
tienda de alimentación y compró ginger ale; titubeante, seleccionó una bolsa de
papas fritas y una caja de galletas saladas y embutido de hígado para extenderlo
sobre éstas.
Elizabeth
no estaba acostumbrada a recibir gente; Robbie y ella pasaban las veladas juntos
tranquilamente, sin ver a nadie salvo a algún esporádico cliente y, en alguna rara
ocasión, a algún viejo amigo que los invitaba a salir. Como no estaban casados,
Robbie era reacio a llevarla a cualquier sitio donde su presencia pudiera ponerlo
en un aprieto. Frecuentaban pequeños restaurantes, tomaban sus escasas copas juntos
en casa o en cualquier bar de esquina y veían películas en el cine del barrio. Cuando
Elizabeth se veía obligada a invitar a alguien, Robbie se ausentaba; en una ocasión,
habían dado una fiesta en el apartamento de Robbie, que era más espacioso, para
celebrar algún acontecimiento – probablemente, haber conseguido a cierto cliente–,
pero la reunión había sido tan lamentable y el invitado de honor se había sentido
tan incómodo que jamás habían vuelto a ofrecer otra fiesta, y desde entonces solo
los habían invitado a un par de ellas.
Así
pues Elizabeth, pese a sus despreocupadas invitaciones a la gente a “pasar por casa
a tomar una copa”, se encontraba completamente perdida cuando alguien se presentaba
de verdad. Mientras subía las escaleras hasta el apartamento, con las bolsas entre
el brazo y la barbilla, repasó mentalmente una y otra vez, inquieta, la secuencia
de tomar una copa, servir las galletas y encargarse de los abrigos.
El
aspecto del apartamento la abrumó. Había olvidado su salida apresurada por la mañana
y cómo había dejado las cosas. Además, el apartamento parecía creado y pensado para
Elizabeth, es decir, para la cotidiana salida apresurada de una mujer joven bastante
infeliz y desesperada con poca o ninguna capacidad de hacer gratas las cosas, para
las veladas solitarias y aburridas en el sillón con un libro y un cenicero, para
las noches consumidas en sueños de hierba cálida y sol radiante. No había posibilidad
de disponer de las cosas que permitirían una reunión relajada de tres o cuatro personas
cómodamente sentadas en una sala, sosteniendo unas copas y charlando con animación.
Al atardecer, con una lámpara encendida y los rincones en sombras, la estancia parecía
cálida y acogedora; sin embargo, uno solo tenía que sentarse en el único sillón,
o pasar la mano por la madera gris de la mesilla auxiliar que parecía tan pulida,
para comprobar que el sillón era duro y barato, y que la pintura gris estaba desconchada.
Elizabeth
permaneció un instante en el umbral del apartamento, con los paquetes en los brazos,
tratando de visualizar la estancia como si una mano amable la hubiera adecentado,
pero el ruido de unas pisadas que descendían por la escalera desde el piso de arriba
la impulsó a cruzar el umbral y cerrar la puerta. Una vez dentro, no pudo mantener
la imagen con claridad; sus pies pisaban un suelo sin barrer y en la perilla de
la puerta había huellas de unos dedos. Los de Robbie, se dijo Elizabeth.
Abrió
la puerta corrediza acristalada que separaba la sala de la cocina empotrada y dejó
las bolsas sobre la repisa; la pequeña cocina estaba instalada en una de las paredes,
con unos reducidos fogones y un horno debajo de un armario, el fregadero encima
de un minúsculo frigorífico y, sobre el fregadero, dos estantes en los que guardaba
su vajilla de porcelana: dos platos, dos tazas con sus correspondientes platillos
y cuatro vasos. También tenía una cacerola pequeña, una sartén y una cafetera. Había
comprado todos los accesorios de la casa años atrás, en un almacén barato, con la
idea de tener algún día una pequeña cocina completa donde poder preparar minúsculos
asados para ella y para Robbie, e incluso un pastel o unas galletas, luciendo un
delantal amarillo y cometiendo divertidos errores al principio. Aunque a su llegada
a Nueva York era una cocinera bastante competente, capaz de freír chuletas y papas,
en los muchos años transcurridos desde que se había acercado por última vez a una
cocina de verdad había olvidado todo lo que sabía salvo el dulce fudge de chocolate,
en cuya confección se complacía de vez en cuando. Cocinar, como todo lo demás que
conocía a su llegada, era una habilidad decente y honrada que había de hacer de
ella una mujer capaz y feliz (“el camino al corazón de un hombre”, solía decir su
madre con aire solemne) pero que, como el resto de su vida cotidiana, había quedado
reducida a una minucia que solo le resultaba útil como curiosidad en contadas ocasiones.
Tuvo
que bajar los vasos y lavarlos, pues llevaban tanto tiempo en la estantería sin
usarse que se habían llenado de polvo. Echó un vistazo al frigorífico. Durante una
temporada había guardado huevos y mantequilla en el frigorífico, y pan y café en
la alacena, pero todo se ponía rancio antes de que preparara con ello un par de
desayunos, pues casi siempre llevaba prisa y muy rara vez sentía el impulso de dedicar
tiempo al desayuno.
Eran
las cuatro y media; tenía tiempo de adecentar la casa, tomar un baño y vestirse.
Lo primero que hizo fue ocuparse de las tareas más sencillas de la casa: quitó el
polvo de las mesas, vació el cenicero, dejó un momento el paño del polvo y extendió
la ropa de la cama, alisando la colcha hasta dejarla sin una arruga. Estuvo tentada
a recoger las tres pequeñas alfombras para sacudirlas y pasar luego la jerga por
el suelo, pero una ojeada al cuarto de baño la disuadió de hacerlo; sin duda, los
invitados utilizarían el baño, y el suelo, la bañera e incluso las paredes necesitaban
urgentemente una limpieza. Utilizó el paño del polvo, empapado en agua caliente
del grifo, para dejar el suelo limpio por fin; después, puso toallas limpias de
su reducida provisión y abrió el grifo de la bañera mientras volvía a la sala para
terminar la tarea.
A
pesar de todos sus desordenados esfuerzos, la estancia seguía teniendo el mismo
aspecto gris y poco acogedor bajo la luz de la tarde lluviosa. Por un instante,
estuvo a punto de salir corriendo escaleras abajo para ir a comprar unas ñores de
colores brillantes, pero decidió que el dinero no le daba para tanto; además, sus
invitados solo estarían un ratito en la casa y, con algo que beber y que picar,
cualquier salón parecería acogedor.
Cuando
terminó de bañarse eran casi las seis y ya estaba lo bastante oscuro como para encender
la lámpara de la mesilla auxiliar. Cruzó la sala con los pies descalzos, sintiéndose
limpia y fresca y notando la colonia que se había puesto, y con el cabello un poco
rizado a causa del agua caliente. Junto a la sensación de limpieza la asaltó una
nerviosa expectación. Aquella noche sería feliz, tendría éxito, le sucedería algo
que cambiaría toda su vida. Siguiendo esta sensación, escogió un vestido de seda
rojo oscuro del armario; era una ropa de estilo juvenil y, sin las canas de las
sienes, la hacía parecer más cerca de los veinte que por encima de los treinta.
Se decidió por una gruesa cadena dorada como complemento y pensó: sacaré el abrigo
bueno, el negro, aunque llueva; me lo pondré para sentirme a gusto.
Mientras
se vestía, pensó en su hogar. Mirando las cosas con realismo, no había nada que
hacer con aquel apartamento; de nada servirían unas cortinas amarillas o unos cuadros.
Necesitaba otro apartamento, un lugar abierto y agradable con ventanas grandes y
muebles claros, donde entrara el sol todo el día. Para cambiar de apartamento necesitaba
más dinero, necesitaba cambiar de empleo, y Jim Harris tenía que ayudarla; aquella
noche sería la primera de una larga serie de emocionantes cenas compartidas en las
que cimentarían una magnífica amistad que le proporcionaría un empleo y un apartamento
soleado. Mientras hacía planes para su nueva vida, Elizabeth se olvidó de Jim Harris,
de su rostro insulso y su voz fina; era un desconocido, un hombre moreno y galante
de ojos sagaces que la observaba desde el otro extremo de una estancia, era alguien
que la quería, era un hombre callado y preocupado que necesitaba un sol radiante,
un jardín cálido, unos prados verdes…
No hay comentarios:
Publicar un comentario