Juan José Saer
Empezamos a la mañana bien temprano.
Cuando siete horas más tarde discutíamos todavía después de almorzar, algo había
en la habitación en la que estábamos que ahora era diferente, y no hablo de la luz
que desde luego había cambiado, ni del humo de los cigarrillos, ni de las anotaciones
y los dibujos abstraídos manchando ahora las hojas que habían sido blancas. ¡Discusiones
en el cancel del verano! Sé a qué me estoy refiriendo, pero por más que trato no
lo puedo decir. Es un estado del mundo demasiado incierto y banal como para que
alguien se haya puesto a inventar una palabra adecuada que lo nombre. Tal vez en
realidad no está pasando nada y yo, por puro vértigo, me estoy dedicando a instalar
lo innombrable en el centro mismo de la nada. Pero pongámosle que algo pasó: ni
el humo, ni los papeles, ni la luz, ni las mesas, ni los hombres, ni los temas de
discusión éramos los mismos que a las nueve de la mañana. Variante barroca: no hubo
nunca mañana o sea está este momento solo, la palabra estuvo es únicamente real
cuando se la pronuncia (vale decir no es más que ruido), y ahora no hay más que
el gran espacio amplísimo en el que todo está nítido, según lo veo ahora, acabando
de brotar y hormigueando y al que llamamos el presente.
Bien empleado,
un solo ejemplo puede servir para sugerir la diversidad, incluso lo infinito. Miembros
de una comisión de cultura, discutimos la posibilidad de difundir y reactualizar
para el público de la ciudad la obra de un clásico, digamos Cervantes. Partimos
de la idea básica de la importancia del Quijote, producto de dos datos fundamentales.
El primero, por decir así de orden histórico, es la gran envoltura en el interior
de la cual nacemos y a la cual llamamos el mundo, una de cuyas partes es la opinión
general de que el Quijote es una obra maestra. (Otra de sus partes es el Quijote,
naturalmente). El segundo dato es nuestra lectura del Quijote. Me gusta comparar
esa lectura a las veces en que me he quedado jugando con un espejo durante horas,
haciendo refractar contra su cara lisa la luz solar y llenando la habitación de
manchas móviles de luz y de destellos deslumbrantes. Siete horas después de empezar,
los dos supuestos se han alejado tanto de nuestra experiencia inmediata que sin
atreverme a afirmar que se han borrado sostengo, sin embargo, que su relación con
nuestro debate es la misma que mantienen los cimientos de una casa con su estilo
y con la disposición de sus cuartos; los sostienen pero ya nadie los ve, nadie los
ha visto nunca aparte de los albañiles que los han echado. En la boca del túnel
de tiempo cálido que transcurrió desde esta mañana, lo que el mundo sabe de Cervantes
y del Quijote está ahora empastado, denso, sin transparencia, no menos árido que
las paredes áridas contra las que nuestras voces repercuten ni menos compacto que
las palabras que bajan continuamente de la mente a las bocas y suben continuamente
del aire a las mentes. Y ahora otra vez empiezo a sentir que algo cambia, sin saber
qué, sin saber cómo decirlo, sin saber ni siquiera si algo cambia de verdad, sin
saber siquiera si podré o si valdrá la pena decirlo, si es que algo cambia. De este
estado de extrañeza al horror no hay más que un paso. De ahí a la posibilidad de
escribir un nuevo clásico, casi ninguno: por eso yo decía discusiones en el cancel
del verano.
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