Ricardo Palma
El
16 de julio de 1826 fue día de gran agitación en Lima y el Callao. Por todas partes
se encontraban grupos en animada charla. No era en verdad un cataclismo ni un gran
acontecimiento político lo que motivaba esta excitación, sino la noticia de haber
desaparecido del fondeadero el bergantín inglés Peruvian, cargado con dos millones
de pesos en oro, barras de plata y moneda sellada.
El
buque debía zarpar en ese día para Europa; pero su capitán había ido la víspera
a Lima a recibir las últimas instrucciones de sus armadores, permitiendo también
a varios de los tripulantes que pasasen la noche en tierra.
En
el Peruvian se encontraban sólo el piloto y seis marineros, cuando a las dos de
la madrugada fue abordado por una lancha con trece hombres, los que procedieron
con tal cautela y rapidez, que la ronda del resguardo no pudo advertir lo que acontecía.
Inmediatamente levaron ancla, y el Peruvian se hizo a la vela.
A
las tres de la tarde, un bote del Peruvian llegó a Callao conduciendo al piloto
y sus seis marineros, puestos en libertad por los piratas.
La
historia del audaz jefe de esta empresa y el éxito del tesoro que contenía el Peruvian
es lo que hoy nos proponemos narrar rápidamente, remitiendo al lector que anhele
mayor copia de datos a la hora del capitán Lafond, titulada Voyages dans les
Amériques.
I
Por
los años de 1817 un joven escocés, de aire bravo y simpático, se presentó a las
autoridades de Valparaíso solicitando un puesto en la marina de Chile, y comprobando
que había servido como aspirante en la armada real de Inglaterra. Destinado de oficial
en uno de los buques, el joven Robertson se distinguió en breve por su pericia en
la maniobra y su coraje en los combates. El esforzado Guisse, que mandaba el bergantín
Galvarino, pidió a Robertson para su primer teniente.
Era
Robertson valiente hasta el heroísmo, de mediana estatura, rojizos cabellos y penetrante
mirada. Su carácter fogoso y apasionado lo arrastraba a ser feroz. Pero eso, en
1822, cuando al mando de un bergantín chileno tomó prisioneros setenta hombres de
la banda realista de Benavídez, los hizo colgar de las ramas de los árboles.
No
es éste un artículo a propósito para extendernos en la gloriosa historia de las
hazañas navales que Cochrane y Guisse realizaron contra la formidable escuadra española.
En
el encuentro de Quilca, entre la Quintanilla y el Congreso, Robertson, que había
cambiado la escarapela chilena por la de Perú y que a la sazón tenía el grado de
capitán de fragata, fue el segundo comandante del bergantín que mandaba el valiente
Young.
En
el famoso sitio del Callao, cuyas fortalezas eran defendidas por el general español
Rodil, quien se sostuvo en ellas trece meses de la batalla de Ayacucho, cupo a Robertson
ejecutar muy distinguidas acciones.
Todo
le hacía esperar un espléndido porvenir, y acaso habría alcanzado el alto rango
de almirante si el diablo, en forma de una linda limeña, no se hubiera encargado
de perderlo. Dijo bien el que dijo que el amor es un envenenamiento del espíritu.
Teresa
Méndez era en 1826 una preciosa joven de veintiún años, de ojos grandes, negros,
decidores, labios de fuego, brevísima cintura, hechicero donaire, todas las gracias,
en fin, y perfecciones que han hecho proverbial la belleza de las limeñas. Parece
que me explico, picarillas, y que soy lo que se llama un cronista galante.
Viuda
de un rico español, se había despertado en ella la fiebre del lujo, y su casa se
convirtió en el centro de la juventud elegante. Teresa Méndez hacía y deshacía la
moda.
Su
felicidad consistía en tiranizar a los cautivos que suspiraban presos en el Argel
de sus encantos. Jamás pudo amartelado galán vanagloriarse de haber merecido de
ella favores que revelan predilección por un hombre. Teresa era una mezcla de ángel
y demonio, una de aquellas mujeres que nacieron para ejercer autocrático despotismo
sobre los que las rodean; en una palabra, pertenecía al número de aquellos seres
sin corazón que Dios echó al mundo para infierno y condenación de hombres.
Roberto
conoció a Teresa Méndez en la procesión del Corpus, y desde ese día el arrogante
marino la echó bandera de parlamento, se puso al habla con ella, y se declaró buena
presa de la encantadora limeña. Ella empleó para con el nuevo adorador la misma
táctica que para con los otros, y un día en que Roberto quiso pecar de exigente,
obtuvo de los labios de cereza de la joven este categórico ultimátum:
–Pierde
usted su tiempo, comandante. Yo no perteneceré sino al hombre que sea grande por
su fortuna o por su posición, aunque su grandeza sea hija del crimen. Viuda de un
coronel, no acepto a un simple comandante.
Robertson
se retiró despechado, y en su exaltación confió a varios de sus camaradas el éxito
de sus amores.
Pocas
noches después tomaba té en casa del capitán de puerto del Callao, en unión de otros
marinos, y como la conversación rodase sobre la desdeñosa limeña, uno de los oficiales
dijo en tono de chanza:
–Desde
que la guerra con los chapetones ha concluido no hay esperanza de que el comandante
logre enarbolar la insignia del almirantazgo. En cuanto a hacer fortuna, la ocasión
se le viene a la mano. Dos millones de pesos hay a bordo de un bergantín.
Robertson
pareció no dar importancia a la broma, y se limitó a preguntar:
–Teniente
Vieyra, ¿cómo dice usted que se llama ese barco que tiene millones por lastre?
–El
Peruvian, bergantín inglés.
–Pues
poca plata es, porque más vale Teresa –repuso el comandante, y dio sesgo distinto
a la conversación.
Tres
horas después Robertson era dueño del tesoro embarcado en el Peruvian.
II
Al
salir de la casa de capitán de puerto, Robertson se había dirigido a una posada
de marineros y escogido entre ellos doce hombres resueltos y que le eran personalmente
conocidos por haberlos manejado a bordo del Galvarino y del Congreso.
Realizado
el abordaje, pensó el pirata que no le convenía hacer partícipes a tantos cómplices
de los millones robados, y resolvió no detenerse en la senda del crimen a fin de
eliminarlos. Asoció a su plan a dos irlandeses, Jorge y Guillermo, e hizo rumbo
a Oceanía.
En
la primera isla que encontraron desembarcó con algunos marineros, se encenagó con
ellos en los desórdenes de un lupanar, y ya avanzada la noche regresó con todos
a bordo. El vino había producido su efecto en esos desventurados. El capitán los
dejó durmiendo en la chalupa, levó ancla, y cuando el bergantín se hallaba a treinta
millas de la costa, cortó la amarra, abandonando seis hombres en pleno y embravecido
Océano.
Además
de los dos irlandeses, sólo había perdonado, por el momento, a cuatro de los tripulantes
que le eran precisos para la maniobra.
Entonces
desembarcó y enterró el tesoro en la desierta isla de Agrigán, y con sólo treinta
mil pesos en oro se dirigió en el Peruvian a las islas Sandwich.
En
esta travesía, una noche dio a beber un narcótico a los marineros, los encerró en
la bodega y barrenó el buque. Al día siguiente, en un bote arribaron a la isla de
Wahou, Robertson, Guillermo y Jorge, contando que el buque había zozobrado.
La
Providencia lo había dispuesto de otro modo. El Peruvian tardó mucho tiempo en sumergirse,
y encontrado por un buque ballenero, fue salvado uno de los cuatro tripulantes;
pues sus compañeros habían sucumbido al hambre y la sed.
De
Wahou pasaron los tres piratas a Río Janeiro. En esta ciudad desapareció para siempre
el irlandés Jorge, víctima de sus compañeros.
Después
de peregrinar por Sidney, pasaron a Hobartoun, capital de Van–Diemen. Allí propusieron
a un viejo inglés, llamado Thompson, patrón de una goletilla pescadora, que los
condujese a las islas Marianas. La goleta no tenía más que dos muchachos de tripulación,
y Thompson aceptó la propuesta.
El
viaje fue largo y sembrado de peligros. El calor era excesivo, y los cinco habitantes
de la goleta dormían sobre el puente. Una noche, después de haberse embriagado todos
menos Robertson, a quien tocaba la guardia, cayó Guillermo al mar. El viejo Thompson
despertó a los desesperados gritos que éste daba. Robertson fingió esforzarse para
socorrerlo; pero la obscuridad, la corriente y la carencia de bote hicieron imposible
todo auxilio.
Robertson
quedaba sin cómplice, mas le eran indispensables los servicios de Thompson. No le
fue difícil inventar una fábula, revelando a medias su secreto al rudo patrón de
la goleta y ofreciéndole una parte del tesoro.
Al
tocar en la isla Tinián para procurarse víveres, el capitán de una fragata española
visitó la goleta. Súpolo Robertson, al regresar de tierra, y receló que el viejo
hubiese hablado más de lo preciso.
Apenas
se desprendía de la rada la embarcación, cuando Robertson, olvidando su habitual
prudencia, se lanzó sobre el viejo patrón y lo arrojó al agua.
Robertson
ignoraba que se las había con un lobo marino, excelente nadador.
Pocos
días después la fragata española, a cuyo bordo iba el viejo Thompson, descubría
a la goletilla pescadora oculta en una ensenada de Saipán.
Preso
Robertson, nada pudo alcanzarse de él con sagacidad, y el capitán español dispuso
entonces que fuese azotado sobre cubierta.
Eran
transcurridos cerca de dos años, y las gacetas todas de Europa habían anunciado
la desaparición del Peruvian, acusando al comandante Robertson. El marinero milagrosamente
salvado en Wahou había también hecho una extensa declaración. Los armadores ingleses
y el almirantazgo ofrecían buena recompensa al que capturase al pirata. El crimen
del aventurero escocés había producido gran ruido e indignación.
Cuando
iba a ser flagelado, pareció Robertson mostrarse más razonable. Convino en conducir
a sus guardianes al sitio donde tenía enterrados los dos millones; pero al poner
el pie en la borda del bote, se arrepintió de su debilidad y se dejó caer al fondo
del mar, llevándose consigo su secreto.
III
Una
noticia importante, por vía de conclusión, para los que aspiren a salir de pobres.
La
isla de Agrigán, en las Marianas, está situada en la latitud Norte 19º 0′, longitud
al Este del meridiano de París 142º 0′.
Dos
millones no son para despreciados.
Conque
así, lectores míos, buen ánimo, fe en Dios y a las Marianas, sin más equipaje.
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