Gabriel García Márquez
El
invierno se precipitó un domingo a la salida de misa. La noche del sábado había
sido sofocante. Pero aún en la mañana del domingo no se pensaba que pudiera llover.
Después de misa, antes de que las mujeres tuviéramos tiempo de encontrar un broche
de las sombrillas, sopló un viento espeso y oscuro que barrió en una amplia vuelta
redonda el polvo y la dura yesca de mayo. Alguien dijo junto a mí: “Es viento de
agua”. Y yo lo sabía desde antes. Desde cuando salimos al atrio y me sentí estremecida
por la viscosa sensación en el vientre. Los hombres corrieron hacia las casas vecinas
con una mano en el sombrero y un pañuelo en la otra, protegiéndose del viento y
la polvareda. Entonces llovió. Y el cielo fue una sustancia gelatinosa y gris que
aleteó a una cuarta de nuestras cabezas. Durante el resto de la mañana mi madrastra
y yo estuvimos sentadas junto al pasamano, alegres de que la lluvia revitalizara
el romero y el nardo sedientos en las macetas después de siete meses de verano intenso,
de polvo abrasante. Al mediodía cesó la reverberación de la tierra y un olor a suelo
removido, a despierta y renovada vegetación, se confundió con el fresco y saludable
olor de la lluvia con el romero. Mi padre dijo a la hora del almuerzo: “Cuando llueve
en mayo es señal de que habrá buenas aguas”. Sonriente, atravesada por el hilo luminoso
de la nueva estación, mi madrastra me dijo: “Eso lo oíste en el sermón”. Y mi padre
sonrió. Y almorzó con buen apetito y hasta tuvo una entretenida digestión junto
al pasamano, silencioso, con los ojos cerrados pero sin dormir, como para creer
que soñaba despierto.
Llovió durante toda la tarde en un solo tono.
En la intensidad uniforme y apacible se oía caer el agua como cuando se viaja toda
la tarde en un tren. Pero sin que lo advirtiéramos, la lluvia estaba penetrando
demasiado hondo en nuestros sentidos. En la madrugada del lunes, cuando cerramos
la puerta para evitar el vientecillo cortante y helado que soplaba del patio, nuestros
sentidos habían sido colmados por la lluvia. Y en la mañana del lunes los había
rebasado. Mi madrastra y yo volvimos a contemplar el jardín. La tierra áspera y
parda de mayo se había convertido durante la noche en una substancia oscura y pastosa,
parecida al jabón ordinario. Un chorro de agua comenzaba a correr por entre las
macetas. “Creo que en toda la noche han tenido agua de sobra”, dijo mi madrastra.
Y yo noté que había dejado de sonreír y que su regocijo del día anterior se había
transformado en una seriedad laxa y tediosa. “Creo que sí –dije–. Será mejor que
los guajiros las pongan en el corredor mientras escampa”. Y así lo hicieron, mientras
la lluvia crecía como árbol inmenso sobre los árboles. Mi padre ocupó el mismo sitio
en que estuvo la tarde del domingo, pero no habló de la lluvia. Dijo: “Debe ser
que anoche dormí mal, porque me ha amanecido doliendo el espinazo”. Y estuvo allí,
sentado contra el pasamano, con los pies en una silla y la cabeza vuelta hacia el
jardín vacío. Sólo al atardecer, después que se negó a almorzar dijo: “Es como si
no fuera a escampar nunca”. Y yo me acordé de los meses de calor. Me acordé de agosto,
de esas siestas largas y pasmadas en que nos echábamos a morir bajo el peso de la
hora, con la ropa pegada al cuerpo por el sudor, oyendo afuera el zumbido insistente
y sordo de la hora sin transcurso. Vi las paredes lavadas, las junturas de la madera
ensanchadas por el agua. Vi el jardincillo, vacío por primera vez, y el jazminero
contra el muro, fiel al recuerdo de mi madre. Vi a mi padre sentado en el mecedor,
recostadas en una almohada las vértebras doloridas, y los ojos tristes, perdidos
en el laberinto de la lluvia. Me acordé de las noches de agosto, en cuyo silencio
maravillado no se oye nada más que el ruido milenario que hace la Tierra girando
en el eje oxidado y sin aceitar. Súbitamente me sentí sobrecogida por una agobiadora
tristeza.
Llovió durante todo el lunes, como el domingo.
Pero entonces parecía como si estuviera lloviendo de otro modo, porque algo distinto
y amargo ocurría en mi corazón. Al atardecer dijo una voz junto a mi asiento: “Es
aburridora esta lluvia”. Sin que me volviera a mirar, reconocí la voz de Martín.
Sabía que él estaba hablando en el asiento del lado, con la misma expresión fría
y pasmada que no había variado ni siquiera después de esa sombría madrugada de diciembre
en que empezó a ser mi esposo. Habían transcurrido cinco meses desde entonces. Ahora
yo iba a tener un hijo. Y Martín estaba allí, a mi lado, diciendo que le aburría
la lluvia. “Aburridora no –dije–. Lo que me parece demasiado triste es el jardín
vacío y esos pobres árboles que no pueden quitarse del patio”. Entonces me volví
a mirarlo, y ya Martín no estaba allí. Era apenas una voz que me decía: “Por lo
visto no piensa escampar nunca”, y cuando miré hacia la voz, sólo encontré la silla
vacía.
El martes amaneció una vaca en el jardín.
Parecía un promontorio de arcilla en su inmovilidad dura y rebelde, hundidas las
pezuñas en el barro y la cabeza doblegada. Durante la mañana los guajiros trataron
de ahuyentarla con palos y ladrillos, Pero la vaca permaneció imperturbable en el
jardín, dura, inviolables todavía las pezuñas hundidas en el barro y la enorme cabeza
humillada por la lluvia. Los guajiros la acostaron hasta cuando la paciente tolerancia
de mi padre vino en defensa suya: “Déjenla tranquila –dijo–. Ella se irá como vino”.
Al atardecer del martes el agua apretaba
y dolía como una mortajada en el corazón. El fresco de la primera mañana empezó
a convertirse en una humedad caliente; era una temperatura de escalofrío. Los pies
sudaban dentro de los zapatos. No se sabía qué era más desagradable, si la piel
al descubierto o el contacto con la ropa en la piel. En la casa había cesado toda
actividad. Nos sentamos en el corredor, pero ya no contemplábamos la lluvia como
el primer día. Ya no la sentíamos caer. Ya no veíamos sino el contorno de los árboles
en la niebla, en un atardecer triste y desolado que dejaba en los labios el mismo
sabor con que se despierta después de haber soñado con una persona desconocida.
Yo sabía que era martes y me acordaba de las mellizas de San Jerónimo, de las niñas
ciegas que todas las semanas vienen a la casa a decirnos canciones simples, entristecidas
por el amargo y desamparado prodigio de sus voces. Por encima de la lluvia yo oía
la cancioncilla de las mellizas ciegas y las imaginaba en su casa, acuclilladas,
aguardando a que cesara la lluvia para salir a cantar. Aquel día no llegarían las
mellizas de San Jerónimo, pensaba yo, ni la pordiosera estaría en el corredor después
de la siesta, pidiendo como todos los martes, la eterna ramita de toronjil.
Ese día perdimos el orden de las comidas.
Mi madrastra sirvió a la hora de la siesta un plato de sopa simple y un pedazo de
pan rancio. Pero en realidad no comíamos desde el atardecer del lunes y creo que
desde entonces dejamos de pensar. Estábamos paralizados, narcotizados por la lluvia,
entregados al derrumbamiento de la naturaleza en una actitud pacífica y resignada.
Sólo la vaca se movió en la tarde. De pronto, un profundo rumor sacudió sus entrañas
y las pezuñas se hundieron en el barro con mayor fuerza. Luego permaneció inmóvil
durante media hora, como si ya estuviera muerta, pero no pudiera caer porque se
lo impedía la costumbre de estar viva, el hábito de estar en una misma posición
bajo la lluvia, hasta cuando la costumbre fue más débil que el cuerpo. Entonces
dobló las patas delanteras (levantadas todavía en un último esfuerzo agónico las
ancas brillantes y oscuras), hundió el babeante hocico en el lodazal y se rindió
por fin al peso de su propia materia en una silenciosa, gradual y digna ceremonia
de total derrumbamiento. “Hasta ahí llegó”, dijo alguien a mis espaldas. Y yo me
volví a mirar y vi en el umbral a la pordiosera de los martes que venía a través
de la tormenta a pedir la ramita de toronjil. Tal vez el miércoles me habría acostumbrado
a ese ambiente sobrecogedor si al llegar a la sala no hubiera encontrado la mesa
recostada contra la pared, los muebles amontonados encima de ella, y del otro lado,
en un parapeto improvisado durante la noche, los baúles y las cajas con los utensilios
domésticos. El espectáculo me produjo una terrible sensación de vacío. Algo había
sucedido durante la noche. La casa estaba en desorden; los guajiros, sin camisa
y descalzos, con los pantalones enrollados hasta las rodillas, transportaban los
muebles al comedor. En la expresión de los hombres, en la misma diligencia con que
trabajaban se advertía la crueldad de la frustrada rebeldía, de la forzosa y humillante
inferioridad bajo la lluvia. Yo me movía sin dirección, sin voluntad. Me sentía
convertida en una pradera desolada, sembrada de algas y líquenes, de hongos viscosos
y blandos, fecunda por la repugnante flora de la humedad y de las tinieblas. Yo
estaba en la sala contemplando el desierto espectáculo de los muebles amontonados
cuando oí la voz de mi madrastra en el cuarto advirtiéndome que podía contraer una
pulmonía. Sólo entonces caí en la cuenta de que el agua me daba en los tobillos,
de que la casa estaba inundada, cubierto el piso por una gruesa superficie de agua
viscosa y muerta.
Al mediodía del miércoles no había acabado
de amanecer. Y antes de las tres de la tarde la noche había entrado de lleno, anticipada
y enfermiza, con el mismo lento y monótono y despiadado ritmo de la lluvia en el
patio. Fue un crepúsculo prematuro, suave y lúgubre, que creció en medio del silencio
de los guajiros, que se acuclillaron en las sillas, contra las paredes, rendidos
e impotentes ante el disturbio de la naturaleza. Entonces fue cuando empezaron a
llegar noticias de la calle. Nadie las traía a la casa. Simplemente llegaban, precisas,
individualizadas, como conducidas por el barro líquido que corría por las calles
y arrastraba objetos domésticos, cosas y cosas, destrozos de una remota catástrofe,
escombros y animales muertos. Hechos ocurridos el domingo, cuando todavía la lluvia
era el anuncio de una estación providencial, tardaron dos días en conocerse en la
casa. Y el miércoles llegaron las noticias, como empujadas por el propio dinamismo
interior de la tormenta. Se supo entonces que la iglesia estaba inundada y se esperaba
su derrumbamiento. Alguien que no tenía por qué saberlo, dijo esa noche: “El tren
no puede pasar el puente desde el lunes. Parece que el río se llevó los rieles”.
Y se supo que una mujer enferma había desaparecido de su lecho y había sido encontrada
esa tarde flotando en el patio.
Aterrorizada, poseída por el espanto y el
diluvio, me senté en el mecedor con las piernas encogidas y los ojos fijos en la
oscuridad húmeda y llena de turbios pensamientos. Mi madrastra apareció en el vano
de la puerta, con la lámpara en alto y la cabeza erguida. Parecía un fantasma familiar
ante el cual yo misma participaba de su condición sobrenatural. Vino hasta donde
yo estaba. Aún mantenía la cabeza erguida y la lámpara en alto, y chapaleaba en
el agua del corredor. “Ahora tenemos que rezar”, dijo. Y yo vi su rostro seco y
agrietado, como si acabara de abandonar una sepultura o como si estuviera fabricada
en una substancia distinta de la humana. Estaba frente a mí, con el rosario en la
mano, diciendo: “Ahora tenemos que rezar. El agua rompió las sepulturas y los pobrecitos
muertos están flotando en el cementerio”. Tal vez había dormido un poco esa noche
cuando desperté sobresaltada por un olor agrio y penetrante como el de los cuerpos
en descomposición. Sacudía con fuerza a Martín, que roncaba a mi lado. “¿No lo sientes?”,
le dije. Y él dijo “¿Qué?” Y yo dije: “El olor. Deben ser los muertos que están
flotando por las calles”. Yo me sentía aterrorizada por aquella idea, pero Martín
se volteó contra la pared y dijo con la voz ronca y dormida: “Son cosas tuyas. Las
mujeres embarazadas siempre están con imaginaciones”.
Al amanecer del jueves cesaron los olores,
se perdió el sentido de las distancias. La noción del tiempo, trastornada desde
el día anterior, desapareció por completo. Entonces no hubo jueves. Lo que debía
serlo fue una cosa física y gelatinosa que había podido apartarse con las manos
para asomarse al viernes. Allí no había hombres ni mujeres. Mi madrastra, mi padre,
los guajiros eran cuerpos adiposos e improbables que se movían en el tremedal del
invierno. Mi padre me dijo: “No se mueva de aquí hasta cuando no le diga lo que
se hace”, y su voz era lejana e indirecta y no parecía percibirse con los oídos
sino con el tacto, que era el único sentido que permanecía en actividad.
Pero mi padre no volvió: se extravió en el
tiempo. Así que cuando llegó la noche llamé a mi madrastra para decirle que me acompañara
al dormitorio. Tuve un sueño pacífico, sereno, que se prolongó a lo largo de toda
la noche. Al día siguiente la atmósfera seguía igual, sin color, sin olor, sin temperatura.
Tan pronto como desperté salté a un asiento y permanecí inmóvil, porque algo me
indicaba que todavía una zona de mi conciencia no había despertado por completo.
Entonces oí el pito del tren. El pito prolongado y triste del tren fugándose de
la tormenta. “Debe haber escampado en alguna parte”, pensé, y una voz a mis espaldas
pareció responder a mi pensamiento: “Dónde...”, dijo. “¿Quién está ahí?”, dije yo,
mirando. Y vi a mi madrastra con un brazo largo y escuálido extendido hacia la pared.
“Soy yo”, dijo Y yo le dije: “¿Los oyes?” Y ella dijo que sí, que tal vez habría
escampado en los alrededores y habían reparado las líneas. Luego me entregó una
bandeja con el desayuno humeante. Aquello olía a salsa de ajo y manteca hervida.
Era un plato de sopa. Desconcertada le pregunté a mi madrastra por la hora. Y ella,
calmadamente, con una voz que sabía a postrada resignación, dijo: “Deben ser las
dos y media, más o menos. El tren no lleva retraso después de todo”. Yo dije: “¡Las
dos y media! ¡Cómo hice para dormir tanto!” Y ella dijo: “No has dormido mucho.
A lo sumo serían las tres”. Y yo, temblando, sintiendo resbalar el plato entre mis
manos: “Las dos y media del viernes...”, dije. Y ella, monstruosamente tranquila:
“Las dos y media del jueves, hija. Todavía las dos y media del jueves”.
No sé cuánto tiempo estuve hundida en aquel
sonambulismo en que los sentidos perdieron su valor. Sólo sé que después de muchas
horas incontables oí una voz en la pieza vecina. Una voz que decía: “Ahora puedes
rodar la cama para ese lado”. Era una voz fatigada, pero no voz de enfermo, sino
de convaleciente. Después oí el ruido de los ladrillos en el agua. Permanecí rígida
antes de darme cuenta de que me encontraba en posición horizontal. Entonces sentí
el vacío inmenso. Sentí el trepidante y violento silencio de la casa, la inmovilidad
increíble que afectaba a todas las cosas. Y súbitamente sentí el corazón convertido
en una piedra helada. “estoy muerta –pensé–. Dios. Estoy muerta”. Di un salto de
la cama. Grité: “¡Ada, Ada!” La voz desabrida de Martín me respondió desde el otro
lado: “No pueden oírte porque ya están fuera”. Solo entonces me di cuenta de que
había escampado y de que en torno a nosotros se extendía un silencio, una tranquilidad,
una beatitud misteriosa y profunda, un estado perfecto que debía ser muy parecido
a la muerte. Después se oyeron pisadas en el corredor. Se oyó una voz clara y completamente
viva. Luego un vientecito fresco sacudió la hoja de la puerta, hizo crujir la cerradura,
y un cuerpo sólido y momentáneo, como una fruta madura, cayó profundamente en la
alberca del patio. Algo en el aire denunciaba la presencia de una persona invisible
que sonreía en la oscuridad.
“Dios mío –pensé entonces, confundida por
el trastorno del tiempo–. Ahora no me sorprendería de que me llamaran para asistir
a la misa del domingo pasado”.
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