Emilio Carballido
Hacia el fin de la semana la oferta
corrió de boca en boca; para el lunes todos los hombres pensaban en dedicarse a
buscar la yerba; después, el miércoles, Porfirio murió ahogado al cruzar el
río. Aunque fue un accidente, estuvo tan minuciosamente elaborado como si todos
supieran lo que iba a ocurrir.
Los americanos
tenían las básculas en una tienda de campaña. Cerca de ahí habían instalado los
cables para cruzar el barranco. Entre las dos paredes rocosas, llenas de
helechos y matas de orquídea, el río corre con bastante ímpetu, porque un poco
más allá cae un gran salto borboteante. El trabajo era pagado a destajo. Quien
quisiera podía cruzar en el flamante malacate, buscar y juntar las matas de
“cabeza de negro”, regresar y vender tantas como hubiera sido capaz de reunir.
El precio, por kilogramo, era bastante atractivo, pero nada más los hombres se
atrevían a internarse en el monte, pues hay peligros, animales.
El miércoles hubo
más cosechadores que los otros dos días. Formaron cola, esperaron, pero aun así
la canasta del malacate se bamboleó peligrosamente. Porfirio, en la orilla,
esperaba a que regresara cuando cambió de opinión: decidió cruzar a nado, cosa
que no era demasiado difícil y que cualquiera de ellos había hecho alguna vez;
todo consistía en cortar la corriente en una diagonal adecuada, para
contrarrestar, y aun utilizar en cierto modo su fuerza. Él se desnudó, dio la
ropa a un compañero, después de doblarla con pulcritud, y muy serio bajó la
pendiente musgosa, asiéndose a las piedras con los dedos de los pies.
Después, casi en el
momento en que entró al agua, todos supieron que había equivocado el cálculo;
la diagonal no era correcta y la corriente lo arrastraba ante la certidumbre y
los comentarios de todos aun con el conocimiento del mismo Porfirio, que lo
notó a la mitad del río; ni siquiera intentó regresarse: siguió luchando. Un
poco antes del salto gritó algo y alzó los brazos; los amigos supusieron que
rezaba, o que recomendaba algo relativo a la familia. Desapareció entre la
espuma y no volvió a salir.
Todos daban voces.
Alguien, que había bajado para ayudarle, se regresó oportunamente a las dos o
tres brazadas, viendo que el intento era inútil. Los americanos eran los más
afectados, pese a que no tenían ni la menor responsabilidad legal. Gritaban,
frenéticos, corrían alocados de un lado a otro, con sogas en las manos; cuando
todo pasó, uno de ellos, pesado y sanguíneo, tuvo que ir a acostarse. Duró
enfermo todo el día.
Los compañeros
discutieron mucho qué debían hacer. Al fin, varios hombres corrieron río abajo,
para tratar de pescar el cuerpo, y uno de los más jóvenes fue enviado por todos
para que diera la noticia: Erasto, muchacho lento y lleno de presencia de
ánimo.
La casa de Porfirio
era de palma y bejucos, igual a todas las de la ranchería, pero estaba un poco
más lejos que las otras, cerca de la vía del tren, que pasaba trepidando, con
su peste de aceite quemado, sin parar nunca.
Cuando Erasto
llegó, la madre molía maíz en el umbral, dos niños panzoncitos y desnudos
jugaban con un perro gordo y la esposa embarazada iba a lavar la ropa. El
mensaje se le atragantó a Erasto, pero con la mitad que pudo echar fue
suficiente: la viuda empezó a llorar y la madre lanzó gritos abrazando a los
dos niños:
–¡Huérfanos,
hijitos, ya se quedaron huérfanos!
Con esto vinieron
las vecinas y Erasto volvió a contar la historia ya mucho más hábilmente. La
esposa se enfermó, tuvo varios vómitos y hubo que atenderla con agua de brasa y
té de azahar. La madre se quedó muda después, sentada en un rincón, viendo
fijamente al suelo y con los ojos secos; los niños aullaban en la mitad de la
pieza, desnudos, sin entender nada, sintiendo que algo terrible había ocurrido.
La búsqueda del
cuerpo se continuó toda la noche. Las autoridades, avisadas, vigilaron algunos
tramos del río; los pescadores facilitaron redes que fueron fijadas en diversos
puntos. Los extranjeros prestaron varias camionetas que permanecieron toda la
noche con los fanales apuntando a la veloz superficie. El agua no era turbia,
pero sí profunda; a veces veían brillar el lomo oscuro de algún gran pez y no
faltaba nunca el cabrilleo de los pequeños, en círculos tenaces bajo la luz,
como mariposas acuáticas. Los que aguardaban, aprovecharon para pescarlos. El
alba volvió más lúgubres las luces, les comió al fin todo brillo, y el cuerpo
siguió sin aparecer.
La familia de
Porfirio se encontró de pronto sin el menor recurso. No ya para vivir, ni
siquiera para el velorio: ni una vela, ni un trago de café que ofrecer. Los
cirios que ardieron esa primera noche fueron regalo de las vecinas.
La pregunta general
era: “¿qué irán a hacer ahora?”, y ni la madre ni la esposa habrían sabido
contestar.
La Domitila contó
que a ella la había ayudado el gobierno cuando su madre estuvo tan mala; le
habían dado medicinas primero, después se la habían internado en un sanatorio,
hasta que murió, y todavía le habían pagado los servicios fúnebres. Claro, para
esto había que ver a doña Leonela.
Doña Leonela era
tía del gobernador. Había que buscarla en la capital del Estado; hacía ya dos
años que el sobrino la había puesto al frente de la Asistencia Pública. Ella
había sido siempre una señora católica, triste y nerviosa. El día que tomó
posesión del puesto, varios sacerdotes, desde los púlpitos, agradecieron el
nombramiento a Dios. Se publicaron extensas biografías de ella en los
periódicos locales. Leonela hizo un álbum con todo y lloró un poco cuando por
última vez recibió a los pobres en ese cuartito posterior de su casa; era una
pieza a la calle y en la puerta tenía un letrero: “Refugio Guadalupano”.
Durante largos años Leonela lo había atendido tres veces a la semana. Compraba
ropa, medicinas, libros escolares, alimentos; llegaba a gastar buenas
cantidades para atender a esos desdichados que le llegaban recomendados por
sacerdotes o por otros pobres. Cada vez que terminaba de aliviar tanta miseria
parecía que se le ennobleciera el rostro y que los ojos se le dulcificaran.
Después de algunos años, ésta se había vuelto su expresión habitual. Se sentía
querida, respetada. Su viudez había adquirido sentido.
Cuando el sobrino
(que ella veía como un hijo) le puso tamaña responsabilidad sobre los hombros,
muchos gratos sentimientos la invadieron: un resignado heroísmo, un buen tanto
de orgullo (que su confesor le aseguró que era sano), un júbilo de niña con
juguete nuevo. Le pareció que su refugio crecía, se extendía al tamaño del
Estado. Sólo la molestaba verlo disfrazado con ese título tan desprovisto de
sentimientos: “Asistencia Pública”.
La primera puñalada
se la dio el mismo Tiquín. Resultó que, de pronto, ya no era Tiquín. Fue en
Palacio, poco después de la toma de posesión. Ella estaba orgullosa, halagada,
atendida y solicitada por todos. Su velo de viuda, que no se quitaba nunca,
había adquirido de pronto un peso palpable; sus manos se llenaron de gestos
sabios; agitaba la cabeza de una manera especial y el velo se convertía en un
tocado regio. A todos contaba la biografía de su sobrino. En un momento dado lo
llamó por su nombre, “Tiquín”, gozando un poco la deliciosa familiaridad que se
le había vuelto, por primera vez, consciente. Tiquín se volvió, con la boca
apretada y los ojos duros:
–Ahora, tía, soy el
señor gobernador.
Leonela se vino
abajo, deseó que se la tragara la tierra y entendió en carne viva la despiadada
sugerencia. Sólo la angustiaba pensar si en la intimidad debería usar también
el título oficial, pero ya no hubo mucha intimidad en esos dos años.
Después vino la
oficina, diariamente con tanto problema, con tanta noticia de pueblitos desconocidos,
de rancherías, de las ciudades mismas. Debía dar órdenes a un ejército de
jóvenes groseras e incomprensibles: las trabajadoras sociales, que se
consideraban mal pagadas, se burlaban de ella a escondidas y la adulaban torpe
y descaradamente. Y lo que era peor: nadie parecía notar sus generosidades. Sus
virtudes se habían convertido en deberes y obligaciones. Los mismos periódicos
parecían resfriados, con todo y que recibían subsidios.
Los pobres llegaban
y llegaban. Ningún dinero era bastante. El primer año se le acabó el
presupuesto a los cuatro meses. Tuvo que ir, llorando, a hablar con el sobrino.
Recibió un regaño espantoso. Aprendió que el dinero debía durar forzosamente
todo el año. No se le había ocurrido que podía renunciar, hasta que el señor
gobernador (ya nunca era Tiquín, nunca) habló de pedirle la renuncia. Con eso
se volvió cauta. Aprendió a seleccionar y a decir que no. Siguió adelante,
aunque a su orgullo se mezclaran tantas gotas amargas de humillación. No
entendía uno solo de los papeles que le traían a firmar; tenía que usar
entonces algo nuevo, que había descubierto: la inflexibilidad y el don de
mando. Los descubrió un día en que había mucho ruido y alzó la voz. Poco a poco
aprendió a alzarla más, a golpear el escritorio, a fruncir el ceño y a
pronunciar adjetivos ásperos. Sus nuevas cualidades fueron bautizadas por la
secretaria.
A veces se sentía
agotada; a veces la conducta del sobrino era como una estaca en el corazón.
Luego pensaba: “Pero me ha honrado con este puesto, me quiere, mucho, sólo
que...”, y entraba la secretaria con otro cerro de papeles.
De los pobres
aprendió al fin la verdad: eran mendaces y adulones. Eran muchos, demasiados.
Al final del segundo año los odiaba a todos. Rompía las cartas de recomendación
sin leerlas; eran sucios; hacían crecer las montañas de papeles en su
escritorio; trataban de quitarle hasta el último centavo del presupuesto.
Habría querido volver a los tiempos del “Refugio Guadalupano” para darse el
gusto de echarlos a empujones y cerrarlo, y con todo el dinero que gastó allí
comprarse un pasaje a Europa y no regresar nunca.
La antesala era
eterna. Domitila acompañaba a la madre; ésta se sentía mal y lloraba de vez en
cuando. Le contaron la historia a dos de las trabajadoras sociales, pero las
dos se limitaron a expresar una gran compasión. Esperaron hasta el fin de las
labores, esperaron después a la salida, por donde Domitila sabía que era el
camino de doña Leonela.
–Verá usted, es tan
buena doña Leonela –prometía–. Nada más que siempre está muy ocupada.
Y la madre decía
“sí”, pensando si el cuerpo aquel ya habría sido hallado; si ya, cuando menos,
podría enterrar la carne que había echado al mundo.
La dama de negro
apareció al fin, con la frente alta, buscando el viento como un velero, para sentir
flotar la tela de su toca.
La escoltaban dos
empleadas.
Domitila y la madre
realizaron el abordaje: la alcanzaron con pasos menudos y Domitila empezó a
hablar, pero durante algún tiempo la dama no parecía oír. Al cabo, se detuvo:
–¿Y qué es lo que quieren?
Domitila se
cohibió, le pegó con el codo a la madre.
–¿Y qué es lo que
quieren? –repitió.
La otra se
sobresaltó, no supo lo que querían. Al fin propuso:
–No tenemos dinero
para el velorio.
–Aquí no damos
dinero para festejos. Ya sé lo que son sus velorios. Aguardiente, balazos,
orgía. Eso no es respeto a la muerte ni es nada.
Iba a seguir de
largo. La muchacha a su lado la detuvo.
–Han de querer
ayuda para el entierro–. Silencio. Siguió: –Si quiere voy a investigar.
–Pues vaya usted–.
Y subió al coche.
La trabajadora
social quedó con las dos suplicantes. Les pidió más datos, la dirección. Les
dio dinero para los pasajes de regreso. Cuando volvieron a la ranchería, el
cuerpo seguía sin aparecer. Seguía la vigilancia en diversos puntos del
trayecto, que no era muy largo, pues el mar estaba cerca. Se mencionaron los
tiburones. Algunos aseguraban haberlos visto corriente arriba, y no parecía
imposible, porque el río es muy hondo.
La trabajadora
social llegó al anochecer. Visitó la choza, acarició a los niños, habló con
Domitila y con Erasto, fue tomando notas de todo en una libreta. La acompañaron
hasta el río, vio brillar los fanales y habló con los extranjeros. Cuando
supieron que la enviaba el gobierno se aterrorizaron. Explicaron muchas veces
que no tenían ninguna responsabilidad, volvieron a detallar el accidente y
entregaron a la trabajadora una gratificación de cien pesos, que ella dio a la
familia. Regresó a la capital en el último camión, y al día siguiente rindió un
informe.
Doña Leonela lo
leyó, saltándose muchas líneas.
–¿Y qué es lo que
quieren?
–Ayuda.
–¿Son las del
velorio?
–Sí.
Meditó: –Que se les
pague el entierro. No les den el dinero. Lo gastarían en aguardiente. Mande
usted comprar la caja, una caja humilde. Y que pasen acá la cuenta de gastos
del entierro. Se les liquidará.
Empezó a leer otro
informe.
–Pero no podemos
pagarles el entierro –interrumpió la trabajadora.
–¿Por qué no?
–Porque no hay
cuerpo que enterrar, no aparece.
–¡Pero esa gente es
el colmo!
La trabajadora
volvió a explicar todo.
–Son pretextos, los
conozco. Ellos mismos escogieron el muerto para recibir el dinero y bebérselo.
Pues no: no hay entierro, no hay dinero–. Y golpeó la mesa.
–Está muy bien–.
Pero pensó: “vieja tacaña”. Y decidió que la caja, cuando menos, no sería nada
humilde.
La mañana del
cuarto día todos estaban ya convencidos de que el cuerpo no iba a aparecer
jamás. Erasto aseguró haber visto un tiburón, río arriba. Empezaron a
desinteresarse en la búsqueda, o siguieron esperando porque sí, por no dejar.
Entonces fue cuando la familia recibió la caja. Una camioneta la trajo, dos
hombres les pidieron que firmaran, y la esposa puso una cruz.
Parecía una caja
muy fina, forrada de tela negra, con una ventanita en la tapa, unas asas
ligeramente oxidadas y adornos de metal en derredor. La agradecieron mucho,
pero no supieron qué hacer con ella. Se les advirtió que les pagarían el
entierro, pero ya habían perdido toda esperanza de que hubiera entierro.
Los vecinos
admiraron también el ataúd. Domitila pensó, por un momento, que deberían
enterrarlo así vacío, pero a todos les pareció una tontería.
Lo guardaron debajo
de la cama, pero ahí asustaba a los niños (ya les habían dicho que era una caja
de muerto); lo metieron al corral, pero las gallinas empezaron a ensuciarlo.
Afuera de la casa era imposible que estuviera. Al fin, lo pusieron de pie:
esquinaron un ropero y lo acomodaron detrás, pero los adornos de metal, muy
grandes, no permitían un equilibrio permanente y se venía súbitamente de boca,
balanceaba así al frágil ropero, amenazando tirarlo; esto ocurría cada vez que
pasaba el tren. Allí lo dejaron, sin embargo, porque las dos mujeres ya estaban
hartas de andar acarreando el fúnebre mueble de un lado a otro.
Estaban preparando
café para el final del novenario. Domitila les preguntó:
–¿Y de qué van a
vivir?
–Pues de milagro,
tú, ¿de qué otra cosa? –dijo la viuda, y así el punto quedó aclarado. Después,
se arrodillaron todos.
Una anciana, doña
Dalia, dirigía al pequeño coro, que respondía: “ruega por él, ruega por él”.
Pasó el tren, y detrás del ropero sonó el estruendo del derrumbe. Acudieron la
madre y la esposa, fastidiadas, abrumadas, sintiendo por vez primera que aquel
cajón vacío acabaría tomando proporciones ridículas.
Iban a arrodillarse
de nuevo cuando doña Dalia empezó a toser angustiosamente, como si se le fuera
la existencia. Tardó un poco en reponerse, reanudó el rosario. La viuda y la
madre tuvieron una misma idea, que no se comunicaron de momento. Pero
disimuladamente empezaron a ver las caras de todos, escrutando las marcas de
agotamiento, o de los años, o de la enfermedad.
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