Fernando Pessoa
Ayer
por la tarde, un hombre de ciudad hablaba ante la puerta de la posada. También
hablaba conmigo. Hablaba de la justicia y de la lucha por la justicia, y de los
obreros que sufren, y del trabajo constante, y de los que pasan hambre, y de
los ricos, que tienen anchas las espaldas por eso.
Y al mirarme vio lágrimas en mis ojos y
sonrió complacido, creyendo que sentía el odio que él sentía y la compasión que
él decía que sentía.
Pero yo apenas lo escuchaba. ¿A mí qué me
importan los hombres y lo que sufren, o suponen que sufren? Que sean como yo, y
no sufrirán. Todo el mal del mundo viene de que a unos les importen los otros,
sea para hacer el bien, sea para hacer el mal. Nuestra alma y el cielo y la
tierra nos bastan. Querer más es perderlos y ser desgraciados.
Lo que estaba pensando mientras el amigo
de los hombres hablaba (y eso me había conmovido hasta las lágrimas) era en
cómo el murmullo lejano de los cencerros, aquel atardecer, no parecía las
campanas de una ermita donde fueran a misa las flores y los regatos y las almas
sencillas como la mía.
Alabado sea Dios, que no soy bueno y tengo
el egoísmo natural de las flores y de los ríos que siguen su camino preocupados
sin saberlo tan solo por florecer e ir discurriendo. Es esta la única misión
que hay en el mundo, esta: existir claramente y saber hacerlo sin pensar en
ello.
El hombre había callado, y miraba la
puesta del sol. Pero ¿qué tiene que ver con la puesta del sol quien odia y ama?
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