Isabel Allende
Clarisa nació cuando aún no existía la
luz eléctrica en la ciudad, vio por televisión al primer astronauta levitando sobre
la superficie de la luna y se murió de asombro cuando llegó el Papa de visita y
le salieron al encuentro los homosexuales disfrazados de monjas. Había pasado la
infancia entre matas de helechos y corredores alumbrados por candiles de aceite.
Los días transcurrían lentos en aquella época. Clarisa nunca se adaptó a los sobresaltos
de los tiempos de hoy, siempre me pareció que estaba detenida en el aire color sepia
de un retrato de otro siglo. Supongo que alguna vez tuvo cintura virginal, porte
gracioso y perfil de medallón, pero cuando yo la conocí ya era una anciana algo
estrafalaria, con los hombros alzados como dos suaves jorobas y su noble cabeza
coronada por un quiste sebáceo, como un huevo de paloma, alrededor del cual ella
enrollaba sus cabellos blancos. Tenía una mirada traviesa y profunda, capaz de penetrar
la maldad más recóndita y regresar intacta. En sus muchos años de existencia alcanzó
fama de santa y después de su muerte muchos tienen su fotografía en un altar doméstico,
junto a otras imágenes venerables, para pedirle ayuda en las dificultades menores,
a pesar de que su prestigio de milagrera no está reconocido por el Vaticano y con
seguridad nunca lo estará, porque los beneficios otorgados por ella son de índole
caprichosa: no cura ciegos como Santa Lucía ni encuentra marido para las solteras
como San Antonio, pero dicen que ayuda a soportar el malestar de la embriaguez,
los tropiezos de la conscripción y el acecho de la soledad. Sus prodigios son humildes
e improbables, pero tan necesarios como las aparatosas maravillas de los santos
de catedral.
La conocí en mi adolescencia,
cuando yo trabajaba como sirvienta en casa de La Señora, una dama de la noche, como
llamaba Clarisa a las de ese oficio. Ya entonces era casi puro espíritu, parecía
siempre a punto de despegar del suelo y salir volando por la ventana. Tenía manos
de curandera y quienes no podían pagar un médico o estaban desilusionados de la
ciencia tradicional esperaban turno para que ella les aliviara los dolores o los
consolara de la mala suerte. Mi patrona solía llamarla para que le aplicara las
manos en la espalda. De paso, Clarisa hurgaba en el alma de La Señora con el propósito
de torcerle la vida y conducirla por los caminos de Dios, caminos que la otra no
tenía mayor urgencia en recorrer, porque esa decisión habría descalabrado su negocio.
Clarisa le entregaba el calor curativo de sus palmas por diez o quince minutos,
según la intensidad del dolor, y luego aceptaba un jugo de fruta como recompensa
por sus servicios. Sentadas frente a frente en la cocina, las dos mujeres charlaban
sobre lo humano y lo divino, mi patrona más de lo humano y ella más de lo divino,
sin traicionar la tolerancia y el rigor de las buenas maneras. Después cambié de
empleo y perdí de vista a Clarisa hasta un par de décadas más tarde, en que volvimos
a encontrarnos y pudimos restablecer la amistad hasta el día de hoy, sin hacer mayor
caso de los diversos obstáculos que se nos interpusieron, inclusive el de su muerte,
que vino a sembrar cierto desorden en la buena comunicación.
Aun en los tiempos en
que la vejez le impedía moverse con el entusiasmo misionero de antaño, Clarisa preservó
su constancia para socorrer al prójimo, a veces incluso contra la voluntad de los
beneficiarios, como era el caso de los chulos de la calle República, quienes debían
soportar, sumidos en la mayor mortificación, las arengas públicas de esa buena señora
en su afán inalterable de redimirlos. Clarisa se desprendía de todo lo suyo para
darlo a los necesitados, por lo general sólo tenía la ropa que llevaba puesta y
hacia el final de su vida le resultaba difícil encontrar pobres más pobres que ella.
La caridad se convirtió en un camino de ida y vuelta y ya no se sabía quién daba
y quién recibía.
Vivía en un destartalado
caserón de tres pisos, con algunos cuartos vacíos y otros alquilados como depósito
a una licorería, de manera que una ácida pestilencia de borracho contaminaba el
ambiente. No se mudaba de esa vivienda, herencia de sus padres, porque le recordaba
su pasado abolengo y porque desde hacía más de cuarenta años su marido se había
enterrado allí en vida, en un cuarto al fondo del patio. El hombre fue juez de una
lejana provincia, oficio que ejerció con dignidad hasta el nacimiento de su segundo
hijo, cuando la decepción le arrebató el interés por enfrentar su suerte y se refugió
como un topo en el socavón maloliente de su cuarto. Salía muy rara vez, como una
sombra huidiza, y sólo abría la puerta para sacar la bacinilla y recoger la comida
que su mujer le dejaba cada día. Se comunicaba con ella por medio de notas escritas
con su perfecta caligrafía y de golpes en la puerta, dos para sí y tres para no.
A través de los muros de su cuarto se podían escuchar su carraspeo asmático y algunas
palabrotas de bucanero que no se sabía a ciencia cierta a quién iban dirigidas.
–Pobre hombre, ojalá
Dios lo llame a Su lado cuanto antes y lo ponga a cantar en un coro de ángeles –suspiraba
Clarisa sin asomo de ironía; pero el fallecimiento oportuno de su marido no fue
una de las gracias otorgadas por La Divina Providencia, puesto que la ha sobrevivido
hasta hoy, aunque ya debe tener más de cien años, a menos que haya muerto y las
toses y maldiciones que se escuchan sean sólo el eco de ayer.
Clarisa se casó con
él porque fue el primero que se lo pidió y a sus padres les pareció que un juez
era el mejor partido posible. Ella dejó el sobrio bienestar del hogar paterno y
se acomodó a la avaricia y la vulgaridad de su marido sin pretender una fortuna
mejor. La única vez que se le oyó un comentario nostálgico por los refinamientos
del pasado fue a propósito de un piano de cola con el cual se deleitaba de niña.
Así nos enteramos de su afición por la música y mucho más tarde, cuando ya era una
anciana, un grupo de amigos le regalamos un modesto piano. Para entonces ella había
pasado casi sesenta años sin ver un teclado de cerca, pero se sentó en el taburete
y tocó de memoria y sin la menor vacilación un Nocturno de Chopin.
Un par de años después
de la boda con el juez, nació una hija albina, quien apenas comenzó a caminar acompañaba
a su madre a la iglesia. La pequeña se deslumbró en tal forma con los oropeles de
la liturgia, que comenzó a arrancar los cortinajes para vestirse de obispo y pronto
el único juego que le interesaba era imitar los gestos de la misa y entonar cánticos
en un latín de su invención. Era retardada sin remedio, sólo pronunciaba palabras
en una lengua desconocida, babeaba sin cesar y sufría incontrolables ataques de
maldad, durante los cuales debían atarla como un animal de feria para evitar que
masticara los muebles y atacara a las personas. Con la pubertad se tranquilizó y
ayudaba a su madre en las labores de la casa. El segundo hijo llegó al mundo con
un dulce rostro asiático, desprovisto de curiosidad, y la única destreza que logró
adquirir fue equilibrarse sobre una bicicleta, pero no le sirvió de mucho porque
su madre no se atrevió nunca a dejarlo salir de la casa. Pasó la vida pedaleando
en el patio en una bicicleta sin ruedas fija en un atril.
La anormalidad de sus
hijos no afectó el sólido optimismo de Clarisa, quien los consideraba almas puras,
inmunes al mal, y se relacionaba con ellos sólo en términos de afecto. Su mayor
preocupación consistía en preservarlos incontaminados por sufrimientos terrenales,
se preguntaba a menudo quién los cuidaría cuando ella faltara. El padre, en cambio,
no hablaba jamás de ellos, se aferró al pretexto de los hijos retardados para sumirse
en el bochorno, abandonar su trabajo, sus amigos y hasta el aire fresco y sepultarse
en su pieza, ocupado en copiar con paciencia de monje medieval los periódicos en
un cuaderno de notario. Entretanto su mujer gastó hasta el último céntimo de su
dote y de su herencia y luego trabajó en toda clase de pequeños oficios para mantener
a la familia. Las penurias propias no la alejaron de las penurias ajenas y aun en
los períodos más difíciles de su existencia no postergó sus labores de misericordia.
Clarisa poseía una ilimitada
comprensión por las debilidades humanas. Una noche, cuando ya era una anciana de
pelo blanco, se encontraba cosiendo en su cuarto cuando escuchó ruidos desusados
en la casa. Se levantó para averiguar de qué se trataba, pero no alcanzó a salir,
porque en la puerta tropezó de frente con un hombre que le puso un cuchillo en el
cuello.
–Silencio, puta, o te
despacho de un solo corte –la amenazó.
–No es aquí, hijo. Las
damas de la noche están al otro lado de la calle, donde tienen la música.
–No te burles, esto
es un asalto.
–¿Cómo dices? –sonrió
incrédula Clarisa–. ¿Y qué me vas a robar a mí?
–Siéntate en esa silla,
voy a amarrarte.
–De ninguna manera,
hijo, puedo ser tu madre, no me faltes el respeto.
–¡Siéntate!
–No grites, porque vas
a asustar a mi marido, que está delicado de salud. Y de paso guarda el cuchillo,
que puedes herir a alguien –dijo Clarisa.
–Oiga, señora, yo vine
a robar –masculló el asaltante desconcertado.
–No, esto no es un robo.
Yo no te voy a dejar que cometas un pecado. Te voy a dar algo de dinero por mi propia
voluntad. No me lo estás quitando, te lo estoy dando, ¿está claro? –Fue a su cartera
y sacó lo que le quedaba para el resto de la semana–. No tengo más. Somos una familia
bastante pobre, como ves. Acompáñame a la cocina, voy a poner la tetera.
El hombre se guardó
el cuchillo y la siguió con los billetes en la mano. Clarisa preparó té para ambos,
sirvió las últimas galletas que le quedaban y lo invitó a sentarse en la sala.
–¿De dónde sacaste la
peregrina idea de robarle a esta pobre vieja?
El ladrón le contó que
la había observado durante días, sabía que vivía sola y pensó que en aquel caserón
habría algo que llevarse. Ése era el primer asalto, dijo, tenía cuatro hijos, estaba
sin trabajo y no podía llegar otra vez a casa con las manos vacías. Ella le hizo
ver que el riesgo era demasiado grande, no sólo podían llevarlo preso, sino que
podía condenarse al infierno, aunque en verdad ella dudaba que Dios fuera a castigarlo
con tanto rigor, a lo más iría a parar al purgatorio, siempre que se arrepintiera
y no volviera a hacerlo, por supuesto. Le ofreció incorporarlo a la lista de sus
protegidos y le prometió que no lo acusaría a las autoridades. Se despidieron con
un par de besos en las mejillas. En los diez años siguientes, hasta la muerte de
Clarisa, el hombre le enviaba por correo un pequeño regalo en cada Navidad.
No todas las relaciones
de Clarisa eran de esa calaña, también conocía a gente de prestigio, señoras de
alcurnia, ricos comerciantes, banqueros y hombres públicos, a quienes visitaba buscando
ayuda para el prójimo, sin detenerse a especular cómo sería recibida. Cierto día
se presentó en la oficina del diputado Diego Cienfuegos, conocido por sus incendiarios
discursos y por ser uno de los pocos políticos incorruptibles del país, lo cual
no le impidió ascender a ministro y acabar en los libros de historia como padre
intelectual de un cierto tratado de la paz. En esa época Clarisa era joven y algo
tímida, pero ya tenía la misma tremenda determinación que la caracterizó en la vejez.
Llegó donde el diputado a pedirle que usara su influencia para conseguir una nevera
moderna a las Madres Teresianas. El hombre la miró pasmado, sin entender las razones
por las cuales él debía ayudar a sus enemigas ideológicas.
–Porque en el comedor
de las monjitas almuerzan gratis cien niños cada día, y casi todos son hijos de
los comunistas y evangélicos que votan por usted –replicó mansamente Clarisa.
Así nació entre ambos
una discreta amistad que habría de costarle muchos desvelos y favores al político.
Con la misma lógica irrefutable conseguía de los jesuitas becas escolares para muchachos
ateos, de la Acción de Damas Católicas ropa usada para las prostitutas de su barrio,
del Instituto Alemán instrumentos de música para un coro hebreo, de los dueños de
viñas fondos para los programas de alcohólicos.
Ni el marido sepultado
en el mausoleo de su cuarto, ni las extenuantes horas de trabajo cotidiano, evitaron
que Clarisa quedara embarazada una vez más. La comadrona le advirtió que con toda
probabilidad daría a luz otro anormal, pero ella la tranquilizó con el argumento
de que Dios mantiene cierto equilibrio en el universo, y tal como crea algunas cosas
torcidas, también crea otras derechas, por cada virtud hay un pecado, por cada alegría
una desdicha, por cada mal un bien y así, en el eterno girar de la rueda de la vida
todo se compensa a través de los siglos. El péndulo va y viene con inexorable precisión,
decía ella.
Clarisa pasó sin prisa
el tiempo de su embarazo y dio a luz un tercer hijo. El nacimiento se produjo en
su casa, ayudada por la comadrona y amenizado por la compañía de las criaturas retardadas,
seres inofensivos y sonrientes que pasaban las horas entretenidos en sus juegos,
una mascullando galimatías en su traje de obispo y el otro pedaleando hacia ninguna
parte en una bicicleta inmóvil. En esta ocasión la balanza se movió en el sentido
justo para preservar la armonía de la Creación y nació un muchacho fuerte, de ojos
sabios y manos firmes, que la madre se puso al pecho, agradecida. Catorce meses
después Clarisa dio a luz otro hijo con las características del anterior.
–Estos crecerán sanos
para ayudarme a cuidar a los dos primeros –decidió ella, fiel a su teoría de las
compensaciones, y así fue, porque los hijos menores resultaron derechos como dos
cañas y bien dotados para la bondad.
De algún modo Clarisa
se las arregló para mantener a los cuatro niños sin ayuda del marido y sin perder
su orgullo de gran dama solicitando caridad para sí misma. Pocos se enteraron de
sus apuros financieros. Con la misma tenacidad con que pasaba las noches en vela
fabricando muñecas de trapo, tortas de novia para vender, batallaba contra el deterioro
de su casa, cuyas paredes comenzaban a sudar un vapor verdoso, y le inculcaba a
los hijos menores sus principios de buen humor y de generosidad con tan espléndido
efecto que en las décadas siguientes estuvieron siempre junto a ella soportando
la carga de sus hermanos mayores, hasta que un día éstos se quedaron atrapados en
la sala de baño y un escape de gas los trasladó apaciblemente a otro mundo.
La llegada del Papa
se produjo cuando Clarisa aún no cumplía ochenta años, aunque no era fácil calcular
su edad exacta, porque se la aumentaba por coquetería, nada más que para oír decir
cuán bien se conservaba a los ochenta y cinco que pregonaba. Le sobraba ánimo, pero
le fallaba el cuerpo, le costaba caminar, se desorientaba en las calles, no tenía
apetito y acabó alimentándose de flores y miel. El espíritu se le fue desprendiendo
en la misma medida en que le germinaron las alas, pero los preparativos de la visita
papal le devolvieron el entusiasmo por las aventuras terrenales. No aceptó ver el
espectáculo por televisión, porque sentía una desconfianza profunda por ese aparato.
Estaba convencida de que hasta el astronauta en la luna era una patraña filmada
en un estudio de Hollywood, igual como engañaban con esas historias en las cuales
los protagonistas se amaban o se morían de mentira y una semana después reaparecían
con sus mismas caras, padeciendo otros destinos. Clarisa quiso ver al Pontífice
con sus propios ojos, para que no fueran a mostrarle en la pantalla a un actor con
paramentos episcopales, de modo que tuve que acompañarla a vitorearlo en su paso
por las calles. Al cabo de un par de horas defendiéndonos de la muchedumbre de creyentes
y de vendedores de cirios, camisetas estampadas, policromías y santos de plástico,
logramos vislumbrar al Santo Padre, magnífico dentro de una caja de vidrio portátil,
como una blanca marsopa en su acuario. Clarisa cayó de rodillas, a punto de ser
aplastada por los fanáticos y por los guardias de la escolta. En ese instante, justamente
cuando teníamos al Papa a tiro de piedra, surgió por una calle lateral una columna
de hombres vestidos de monjas, con las caras pintarrajeadas, enarbolando pancartas
en favor del aborto, el divorcio, la sodomía y el derecho de las mujeres a ejercer
el sacerdocio. Clarisa hurgó en su bolso con mano temblorosa, encontró sus gafas
y se las colocó para cerciorarse de que no se trataba de una alucinación.
–Vámonos, hija. Ya he
visto demasiado –me dijo, pálida. Tan desencajada estaba, que para distraerla ofrecí
comprarle un cabello del Papa, pero no lo quiso, porque no había garantía de su
autenticidad. El número de reliquias capilares ofrecidas por los comerciantes era
tal, que alcanzaba para rellenar un par de colchones, según calculó un periódico
socialista.
–Estoy muy vieja y ya
no entiendo el mundo, hija. Lo mejor es volver a casa.
Llegó a su caserón extenuada,
con el fragor de campanas y vítores todavía retumbándole en las sienes. Partí a
la cocina a preparar una sopa para el juez y a calentar agua para darle a ella una
infusión de camomila, a ver si eso la tranquilizaba un poco. Entretanto Clarisa,
con una expresión de gran melancolía, colocó todo en orden y sirvió el último plato
de comida para su marido. Puso la bandeja ante la puerta cerrada y llamó por primera
vez en más de cuarenta años.
–¿Cuántas veces he dicho
que no me molesten? –protestó la voz decrépita del juez.
–Disculpa, querido,
sólo deseo avisarte que me voy a morir.
–¿Cuándo?
–El viernes.
–Está bien –y no abrió
la puerta. Clarisa llamó a sus hijos para darles cuenta de su próximo fin y luego
se acostó en su cama. Tenía una habitación grande, oscura, con pesados muebles de
caoba tallada que no alcanzaron a convertirse en antigüedades, porque el deterioro
los derrotó por el camino. Sobre la cómoda había una urna de cristal con un Niño
Jesús de cera de un realismo sorprendente, parecía un bebé recién bañado.
–Me gustaría que te
quedaras con el Niñito, para que me lo cuides, Eva.
–Usted no piensa morirse,
no me haga pasar estos sustos.
–Tienes que ponerlo
a la sombra, si le pega el sol se derrite. Ha durado casi un siglo y puede durar
otro si lo defiendes del clima.
Le acomodé en lo alto
de la cabeza sus cabellos de merengue, le adorné el peinado con una cinta y me senté
a su lado, dispuesta a acompañarla en ese trance, sin saber a ciencia cierta de
qué se trataba, porque el momento carecía de todo sentimentalismo, como si en verdad
no fuera una agonía, sino un apacible resfrío.
–Sería bien bueno que
me confesara, ¿no te parece, hija?
–¡Pero qué pecados puede
tener usted, Clarisa!
–La vida es larga y
sobra tiempo para el mal, con el favor de Dios.
–Usted se irá derecho
al cielo, si es que el cielo existe.
–Claro que existe, pero
no es tan seguro que me admitan. Allí son bien estrictos –murmuró. Y después de
una larga pausa agregó–: Repasando mis faltas, veo que hay una bastante grave…
Tuve un escalofrío,
temiendo que esa anciana con aureola de santa me dijera que había eliminado intencionalmente
a sus hijos retardados para facilitar la justicia divina, o que no creía en Dios
y que se había dedicado a hacer el bien en este mundo sólo porque en la balanza
le había tocado esa suerte, para compensar el mal de otros, mal que a su vez carecía
de importancia, puesto que todo es parte del mismo proceso infinito. Pero nada tan
dramático me confesó Clarisa. Se volvió hacia la ventana y me dijo ruborizada que
se había negado a cumplir sus deberes conyugales.
–¿Qué significa eso?
–pregunté.
–Bueno… Me refiero a
no satisfacer los deseos carnales de mi marido, ¿entiendes?
–No.
–Si una le niega su
cuerpo y él cae en la tentación de buscar alivio con otra mujer, una tiene la responsabilidad
moral.
–Ya veo. El juez fornica
y el pecado es de usted.
–No, no. Me parece que
sería de ambos, habría que consultarlo.
–¿El marido tiene la
misma obligación con su mujer?
–¿Ah?
–Quiero decir que si
usted hubiera tenido otro hombre, ¿la falta sería también de su esposo?
–¡Las cosas que se te
ocurren, hija! –Me miró atónita.
–No se preocupe, si
su peor pecado es haberle escamoteado el cuerpo al juez, estoy segura de que Dios
lo tomará en broma.
–No creo que Dios tenga
humor para esas cosas.
–Dudar de la perfección
divina ése sí es un gran pecado, Clarisa.
Se veía tan saludable
que costaba imaginar su próxima partida, pero supuse que los santos, a diferencia
de los simples mortales, tienen el poder de morir sin miedo y en pleno uso de sus
facultades. Su prestigio era tan sólido, que muchos aseguraban haber visto un círculo
de luz en torno de su cabeza y haber escuchado música celestial en su presencia,
por lo mismo no me sorprendió, al desvestirla para ponerle el camisón, encontrar
en sus hombros dos bultos inflamados, como si estuviera a punto de reventarle un
par de alas de angelote.
El rumor de la agonía
de Clarisa se regó con rapidez. Los hijos y yo tuvimos que atender a una inacabable
fila de gentes que venían a pedir su intervención en el cielo para diversos favores
o simplemente a despedirse. Muchos esperaban que en el último momento ocurriera
un prodigio significativo, como que el olor a botellas rancias que infectaba el
ambiente se transformara en perfume de camelias o su cuerpo refulgiera con rayos
de consolación. Entre ellos apareció su amigo, el bandido, quien no había enmendado
el rumbo y estaba convertido en un verdadero profesional. Se sentó junto a la cama
de la moribunda y le contó sus andanzas sin asomo de arrepentimiento.
–Me va muy bien. Ahora
me meto nada más que en las casas del barrio alto. Le robo a los ricos y eso no
es pecado. Nunca he tenido que usar violencia, yo trabajo limpiamente, como un caballero
–explicó con cierto orgullo.
–Tendré que rezar mucho
por ti, hijo.
–Rece, abuelita, que
eso no me puede hacer mal. También La Señora apareció compungida a darle el adiós
a su querida amiga, trayendo una corona de flores y unos dulces de alfajor para
contribuir al velorio. Mi antigua patrona no me reconoció, pero yo no tuve dificultad
en identificarla a ella, porque no había cambiado tanto, se veía bastante bien,
a pesar de su gordura, su peluca y sus extravagantes zapatos de plástico con estrellas
doradas. A diferencia del ladrón, ella venía a comunicar a Clarisa que sus consejos
de antaño habían caído en tierra fértil y ahora ella era una cristiana decente.
–Cuénteselo a San Pedro,
para que me borre del libro negro –le pidió.
–Qué tremendo chasco
se llevarán estas buenas personas si en vez de irme al cielo acabo cocinándome en
las pailas del infierno… –comentó la moribunda, cuando por fin pude cerrar la puerta
para que descansara un poco.
–Si eso ocurre allá
arriba, aquí abajo nadie lo sabrá, Clarisa.
–Mejor así. Desde el
amanecer del viernes se congregó una muchedumbre en la calle y a duras penas sus
hijos lograron impedir el desborde de creyentes dispuestos a llevarse cualquier
reliquia, desde trozos de papel de las paredes hasta la escasa ropa de la santa.
Clarisa decaía a ojos vista y por primera vez dio señales de tomar en serio su propia
muerte. A eso de las diez se detuvo frente a la casa un automóvil azul con placas
del Congreso. El chófer ayudó a descender del asiento trasero a un anciano, que
la multitud reconoció de inmediato. Era don Diego Cienfuegos, convertido en prócer
después de tantas décadas de servicio en la vida pública. Los hijos de Clarisa salieron
a recibirlo y lo acompañaron en su penoso ascenso hasta el segundo piso. Al verlo
en el umbral de la puerta, Clarisa se animó, volvieron el rubor a sus mejillas y
el brillo a sus ojos.
–Por favor, saca a todo
el mundo de la pieza y déjanos solos –me sopló al oído.
Veinte minutos más tarde
se abrió la puerta. Y don Diego Cienfuegos salió arrastrando los pies, con los ojos
aguados, maltrecho y tullido, pero sonriendo. Los hijos de Clarisa, que lo esperaban
en el pasillo, lo tomaron de nuevo por los brazos para ayudarlo y entonces, al verlos
juntos, confirmé algo que ya había notado antes. Esos tres hombres tenían el mismo
porte y perfil, la misma pausada seguridad, los mismos ojos sabios y manos firmes.
Esperé que bajaran la
escalera y volví donde mi amiga. Me acerqué para acomodarle las almohadas y vi que
también ella, como su visitante, lloraba con cierto regocijo.
–Fue don Diego su pecado
más grave, ¿verdad? –le susurré.
–Eso no fue pecado,
hija, sólo una ayuda a Dios para equilibrar la balanza del destino. Y ya ves cómo
resultó de lo más bien, porque por dos hijos retardados tuve otros dos para cuidarlos.
Esa noche murió Clarisa
sin angustia. De cáncer, diagnosticó el médico al ver sus capullos de alas; de santidad,
proclamaron los devotos apiñados en la calle con cirios y flores; de asombro, digo
yo, porque estuve con ella cuando nos visitó el Papa.
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