Silvina Ocampo
Quería acordarse del día en que había
nacido y fruncía tanto las cejas que a cada instante las personas grandes la interrumpían
para que desarrugara la frente. Por eso no podía nunca llegar hasta el recuerdo
de su nacimiento.
Los chicos antes de
nacer estaban almacenados en una gran tienda en París, las madres los encargaban,
y a veces iban ellas mismas a comprarlos. Hubiera deseado ver desenvolver el paquete,
y abrir la caja donde venían envueltos los bebés, pero nunca la habían llamado a
tiempo en las casas de los recién nacidos. Llegaban todos achicharrados del viaje,
no podían respirar bien dentro de la caja, y por eso estaban tan colorados y lloraban
incesantemente, enrulando los dedos de los pies.
Pero ella había nacido
una mañana en Palermo haciendo nidos para los pájaros. No recordaba haber salido
de su casa aquel día, tenía la sensación de haber hecho un viaje sin automóvil ni
coche, un viaje lleno de sombras misteriosas y de haberse despertado en un camino
de árboles con olor a casuarinas donde se encontró de repente haciendo nidos para
los pájaros. Los ojos de Micaela, su niñera, la seguían como dos guardianes. La
construcción de los nidos no era fácil; eran de varios cuartos: tenía que haber
dormitorio y cocina.
Al día siguiente, cuando
volvió a Palermo, buscaba los nidos en el camino de casuarinas. No quedaba ninguno.
Estaba a punto de llorar cuando la niñera le dijo: “Los pajaritos se han llevado
los nidos sobre los árboles, por eso están tan contentos esta mañana”. Pero su hermana,
que tenía cruelmente tres años más que ella, se rio, le señaló con su guante de
hilo el jardinero de Palermo que tenía un ojo tuerto y que barría la calle con una
escoba de ramas grises. Junto con las hojas muertas barría el último nido. Y ella,
en ese momento sintió ganas de lanzar, como si oyera el ruido de las hamacas del
jardín de su casa.
Y después, el tiempo
había pasado desde aquel día alejándola desesperadamente de su nacimiento. Cada
recuerdo era otra chiquita distinta, pero que llevaba su mismo rostro. Cada año
que cumplía estiraba la ronda de chicas que no se alcanzaban las manos alrededor
de ella.
Hasta que un día jugando
en el cuarto de estudio, la hija del chauffeur francés le dijo con palabras
atroces, llenas de sangre: “Los chicos que nacen no vienen de París” y mirando a
todos lados para ver si las puertas escuchaban dijo despacito, más fuerte que si
hubiera sido fuerte: “Los chicos están dentro de las barrigas de las madres y cuando
nacen salen del ombligo”, y no sé qué otras palabras oscuras como pecados habían
brotado de la boca de Germaine, que ni siquiera palideció al decirlas.
Entonces empezaron a
nacer chicos por todas partes. Nunca habían nacido tantos chicos en la familia.
Las mujeres llevaban enormes globos en las barrigas y cada vez que las personas
grandes hablaban de algún bebito recién nacido, un fuego intenso se le derramaba
por toda la cara, y le hacía agachar la cabeza buscando algo en el suelo, un anillo,
un pañuelo que no se había caído. Y todos los ojos se tornaban hacia ella como faroles
iluminando su vergüenza.
Una mañana, recién salida
del baño, mirando la flor del desagüe mientras la niñera la secaba envolviéndola
en la toalla, le confió a Micaela su horrible secreto, riéndose. La niñera se enojó
mucho y volvió a asegurarle que los bebés venían de París. Sintió un pequeño alivio.
Pero cuando la noche
llegaba, una angustia mezclada con los ruidos de la calle subía por todo su cuerpo.
No podía dormirse de noche aunque su madre la besara muchas veces antes de irse
al teatro. Los besos se habían desvirtuado.
Y fue después de muchos
días y de muchas horas largas y negras en el reloj enorme de la cocina, en los corredores
desiertos de la casa, detrás de las puertas llenas de personas grandes secreteándose,
cuando su madre la sentó sobre sus faldas en su cuarto de vestir y le dijo que los
chicos no venían de París. Le habló de flores, le habló de pájaros; y todo eso se
mezclaba a los secretos horribles de Germaine. Pero ella sostuvo desesperadamente
que los chicos venían de París.
Un momento después,
cuando su madre dijo que iba a abrir la ventana y la abrió, el rostro de su madre
había cambiado totalmente debajo del sombrero con plumas: era una señora que estaba
de visita en su casa. La ventana quedaba más cerrada que antes, y cuando dijo su
madre que el sol estaba lindísimo, vio el cielo negro de la noche donde no cantaba
un solo pájaro.
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