Eraclio Zepeda
A
Onelio Jorge Cardoso
Este puerto que usted ve
con su muelle de concreto, con su calle para ir y venir desde el principio al fin
del caserío, con sus casas de ladrillo del lado de la tierra que es donde viven
los pescadores y las barracas de madera junto al mar, en la playa, donde se sirve
la comida a los fuereños, es ahora un puerto bueno. Pero cuando vinimos los primeros,
aquí no había más que mar y soledad en abundancia.
Recuerdo que yo era pequeño y ya sabía de bucear las heredades del
ostión y de la almeja, porque cuando hay pocos brazos hasta el dedo chiquito sirve
para ir redondeando la comida. Y esto es lo que pasaba en el otro puerto; éramos
pocos, sólo una famiia. Porque en ese puerto, amigo, únicamente había tres casas;
la de mi santo abuelo, la de mi santo tío y la de mi madre, que no resultó tan santa
porque terminó perdiéndose con un marinero que un día asomó desnudo piloteando una
barca de naufragio.
Apenas empezaba a cantar el gallo nos levantábamos y salíamos de
las tres casas del pueblo rumbo al mar que a esa hora es un ojo quieto que no sabe
de bravuras. Y desde ese momento hasta que empezaban a parpadear las luciérnagas,
después del atardecer, no había más remedio que forcejear con las aguas para irles
arrancando el alimento.
Mi santo abuelo era el mejor en la pesca, y no había más que mirarlo
caminar por la playa para saber que era marinero, y de los de antes.
Cuando yo llegaba a la orilla del mar ya me encontraba a mi abuelo
listo para navegar en su canoa de un solo tronco que él mismo había quemado con
fierros ardiendo. Porque antes en eso se bogaba, peleando de verdad con la mar a
cualquier hora, y no como es hoy en estas barcas que a punta de gasolina andan pedorreándose
en las olas.
Mi abuelo llegaba pisando la espuma que deja la resaca, silbando
“ya se va la embarcación”. Se santiguaba el pecho con el agua de la primera ola;
y encarrerando su cayuco mar adentro, de un brinco se sentaba a bordo y silba silbando
se iba con sus remos hasta donde empieza la lejanía del horizonte. Y allí cumplía
su faena hasta que el sol de la tarde hacía hervir la mar, poniendo roja la marea
como escamas de huachinango. A esa hora volvía mi abuelo silbando o cantando aquello
de “Cuando en la playa mi bella Lola / su larga cola luciendo va / los marineros
se vuelven locos / y hasta el piloto pierde el compás”. Atracaba su cayuco en la
playa para bajar las maravillas que había arponeado en todo el día, porque mi santo
abuelo sólo con arpón trabajaba, y mientras estaba mar adentro, pensando quién sabe
qué saberes en su soledad, tenía siempre listo su arponcito y ya fuera escama, concha
o lija, a todo le arrimaba. Y al atracar, sus hijos y sus nietos corríamos a ayudarle
a bajar lo que traía y ya todos juntos nos íbamos a los peroles y las ollas para
preparar la cena grande; y mientras el viejo nos dejaba caer historias del mar y
sus peligros, y de cómo el pez más grande es la ballena, y que antes él veía rebaños
de ellas jugueteando con las barcas, porque aquí enfrente de la costa, a menos de
una milla, pasa su camino. Y nosotros que nunca habíamos visto una ballena no podíamos
creer nada.
Una mañana, como siempre, mi santo abuelo se santiguó en las aguas
y se fue al horizonte. Y allá estaba mirando las aguas sin parpadear, cuando de
pronto vio bajo su barca una sombra enorme que bogaba sumergida a menos de una braza.
El miedo se le metió en los huesos haciéndole sonar el esqueleto. Rogando ayuda
a Santa Bárbara tiró el arpón con toda la fuerza que pudo sobre la mancha aquélla,
y cerrando los ojos se tiró boca abajo en el cayuco, esperando ser embarcado por
la muerte y no parar de bogar hasta el mismo purgatorio.
Sin embargo no pasó nada. Y como nada sucedía abrió mi abuelo su
santo ojo y vio que el sol y el mar eran los mismos, y entonces ya envalentonado
abrió el otro ojo y se sentó en la barca.
Bien agarrado con la mano izquierda en babor y la derecha en estribor
se asomó y vio que la gran mancha estaba allí con el dardo sembrado, y apenas si
una lágrima de sangre andaba como aprendiendo a nadar entre las aguas.
Con mucho esmero empezó a recobrar el cordel, y a cada jalón la mancha
iba subiendo. Cuando salió a la superficie al viejo se le quebró el espejo de los
ojos y llorando tocó el gran lomo jabonoso con el arpón enterrado…
–Carajo, pesqué ballena –exclamó asombrado.
Y pasando la mano una y otra vez sobre la herida, entendió que el
animal había muerto desde antes, en pago de Dios sabe qué mala aventura.
Fue un martes en la tarde cuando mi santo abuelo pescó la ballena.
Bogó toda la noche del martes, el miércoles completito siguió bogando, y tempraneando
el jueves lo divisamos a lo lejos y fuimos a ayudarle. Habíamos estado temiendo
que la mar se lo hubiera tragado. Así que cuando lo vimos nadamos con fuerza.
–¿Qué trae usted, abuelo? –preguntamos.
–Ballena –contestó.
El abuelo dirigió toda la maniobra. Ordenó a mi tío que se trajera
todos los arpones que había en las tres casas del puerto y él en persona fue clavándoselos
a la ballena e indicando dónde debíamos de jalar las cuerdas para arrimarla a la
orilla.
Todo el pueblo estuvo tirando las cuerdas hasta el atardecer de aquel
jueves bendito. Cuando salió la luna el pescadazo estaba ya varado en las arenas
como si fuera un barco encallado. Yo no sé de dónde salieron tantas luciérnagas
esa noche, pero todas se fueron a volar encima de la ballena llenándola de luces,
haciéndola cada vez más barco.
Nadie durmió esa noche y todos queríamos subirnos a su lomo. Y cuando
mi santo tío se trepó, lo único que dijo fue: “Pues de verdad que sí, es balllena”.
Al amanecer empezamos a destazarla. Todas las manos del pueblo ayudaron
a cortar filetes, a cubrirlos con sal, extenderlos al sol, y a hervir los peroles
para sacar el aceite. Trabajamos todo el viernes y el sábado, hasta acompletar 53
barrilitos cerveceros de manteca. Al promediar el domingo, las moscas habían cubierto
totalmente lo que quedaba de la ballena, de tal manera que uno trabajaba en medio
de un rumor constante. Bandadas de pelícanos y alcatraces planeaban encima de nuestras
cabezas y las gaviotas gritaban sin despegar la mirada de la ballena. Los árboles
y las piedras del pueblo estaban viciosos de zopilotes que extendían las alas al
sol con impaciencia. Los perros, a punto de volverse locos de tanto comer y tanto
correr, ladraban para ahuyentar a los pájaros.
Eran las cuatro de la tarde cuando mi abuelo dijo:
–Esta ballena está apestando.
Y la carne que habíamos logrado aprovechar era menos de la mitad
de lo que aún tenía cubriéndole los huesos.
Al amanecer del lunes la peste era ya insoportable. Ninguno de nosotros
pudo acercarse al animal que estaba adueñado por los pájaros. Los perros habían
terminado por echarse en la arena cansados de correr y ladrar. Nosotros nos encerramos
en las tres casas del pueblo porque la peste era cada vez mayor y empezaba a provocar
mareos. Las moscas estaban en todos lados y se nos metían por los oídos y los ojos.
Caminábamos con un constante crujir, pisando sobre un pleamar de hormigas venidas
de quién sabe dónde, unas que iban camino a la ballena y otras que regresaban de
allá cargando pedacitos.
El abuelo ordenó que nos amarráramos pañuelos empapados en vinagre
para taparnos la boca y las narices y nos condujo a la ballena para hacer un último
intento de librarnos de la peste. Luchando en contra de los pájaros que se habían
vuelto insolentes, clavó todos los arpones en la cola del animal y entre todos empezamos
a tirar mar adentro. Pero los arpones ya no se sostenían en aquella carne maleada
y al jalarlos saltaban al aire haciendo un ruido esponjoso. Además, no era lo mismo
llevar una ballena hacia la playa ayudados por las olas, que volverla al mar en
contra de la marea.
Al atardecer el abuelo decidió suspender los esfuerzos y todos volvimos
aprisa hacia las casas seguidos por la algarabía de los pájaros, entre nubes de
moscas y sobre el crujir de las hormigas aplastadas. Fue entonces cuando mi tío
le preguntó al abuelo:
–¿Y ahora qué vamos a hacer?
Y el abuelo no contestó hasta que aplastó bien una hormiga con el
dedo gordo del pie derecho:
–Si no podemos sacar la ballena del pueblo, pues saquemos al pueblo
de la ballena.
Y entonces nos venimos a hacer el pueblo a esta Caleta de San Simón.
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