Silvina Ocampo
No tengo el recuerdo de otras tardes más
que de esas tardes de otoño que han quedado presas tapándome las otras. Los jardines
y las casas adquirían aspectos de mudanza, había invisibles baúles flotando en el
aire y presencias de forros blancos empezaban ya a nacer sobre los muebles obscuros
de los cuartos. Solamente las casas más modestas se salvaban de las despedidas invernales.
Eran tardes frescas y los últimos rayos del sol amarillo, de este mismo rosado-amarillo,
envolvían los árboles de la calle Sarandí, cuando yo era chica y me mandaban al
almacén a comprar arroz, azúcar o sal.
El miedo de perder algo
me cerraba las manos herméticamente sobre las hojas que arrancaba de los cercos;
al cabo de un rato creía llevar un mensaje misterioso, una fortuna en esa hoja arrugada
y con olor a pasto dentro del calor de mi mano. En la mitad del trayecto, de la
casa donde vivíamos al almacén, un hombre se asomaba, siempre en mangas de camisa
y decía palabras pegajosas, persiguiendo mis piernas desnudas con una ramita de
sauce, de espantar mosquitos. Ese hombre formaba parte de las casas, estaba siempre
allí como un escalón o como una reja. A veces yo doblaba por otro camino dando una
vuelta larguísima por el borde del río, pero las crecientes me impedían muchas veces
pasar, y el camino directo se volvía inevitable. Mis hermanas eran seis, algunas
se fueron casando, otras se fueron muriendo de extrañas enfermedades. Después de
vivir varios meses en cama se levantaban como si fuera de un largo viaje entre bosques
de espinas; volvían demacradas y cubiertas de moretones muy azules. Mi salud me
llenaba de obligaciones hacia ellas y hacia la casa.
Los árboles de la calle
Sarandí se cubrían de oleajes con el viento. El hombre asomado a la puerta de su
casa escondía en el rostro torcido un invisible cuchillo que me hacía sonreírle
de miedo y que me obligaba a pasar por la misma vereda de su casa con lentitud de
pesadilla.
Una tarde más obscura
y más entrada en invierno que las otras, el hombre ya no estaba en el camino. De
una de las ventanas surgió una voz enmascarada por la distancia, persiguiéndome,
no me di vuelta pero sentí que alguien me corría y que me agarraban del cuello dirigiendo
mis pasos inmóviles adentro de una casa envuelta en humo y en telarañas grises.
Había una cama de fierro en medio del cuarto y un despertador que marcaba las cinco
y media. El hombre estaba detrás de mí, la sombra que proyectaba se agrandaba sobre
el piso, subía hasta el techo y terminaba en una cabeza chiquita envuelta en telarañas.
No quise ver más nada y me encerré en el cuartito obscuro de mis dos manos, hasta
que llamó el despertador.
Las horas habían pasado
en puntas de pie. Una respiración blanda de sueño invadía el silencio; en torno
de la lámpara de kerosene caían lentas gotas de mariposas muertas cuando por las
ventanas de mis dedos vi la quietud del cuarto y los anchos zapatos desabrochados
sobre el borde de la cama. Me quedaba el horror de la calle para atravesar. Salí
corriendo desanudando mis manos; volteé una silla trenzada del color del alba. Nadie
me oyó.
Desde aquel día no volví a ver más a aquel
hombre, la casa se transformó en una relojería con un vendedor que tenía un ojo
de vidrio. Mis hermanas se fueron yendo o desapareciendo junto con mi madre. A fuerza
de lavar el piso y la ropa, a fuerza de remendar las medias, el destino se apoderó
de mi casa sin que yo me diera cuenta, llevándoselo todo, menos el hijo de mi hermana
mayor. No quedaba nada de ellas, salvo algunas medias y camisones remendados y una
fotografía de mi padre, rodeado de una familia enana y desconocida.
Ahora en este espejo
roto reconozco todavía la forma de las trenzas que aprendí a hacerme de chica, gruesa
arriba y finita abajo como los troncos de los palos borrachos. La cabeza de mi infancia
fue siempre una cabeza blanca de viejita. Mi frente de ahora está cruzada por surcos,
como un camino por donde han pasado muchas ruedas, tantas fueron las muecas que
le hice al sol.
Reconozco esta frente
nunca lisa, pero ya no conozco al chico de mi hermana, era tierno y lo creí para
siempre un recién nacido cuando me lo dieron todo envuelto en una pañoleta de franela
celeste porque era un varón. Me despertaba por las mañanas con una risa de globitos
bañada de aguas muy claras y su llanto me bendecía las noches.
Pero la ropa que me
entregaban algunas familias para lavar o para coser, las vainillas de los manteles,
las costuras, invadían mis días mientras que el chico de mi hermana gateaba, aprendía
a caminar e iba a la escuela. No me di cuenta de que su voz se había desbarrancado
de una manera vertiginosa a los dieciséis años, como la voz de ese compañero de
colegio que le ayudaba a hacer los deberes. No me di cuenta hasta el día en que
pronunció un discurso ensayándose para una fiesta en el colegio; hasta entonces
había creído que esa voz obscura salía de la radio de al lado.
Cuántas vainillas habré hecho, vainillas
de manteles y vainillas de bizcochuelo (pues no puedo desperdiciar la oportunidad
de cocinar algunos bizcochuelos o dulces para vender de vez en cuando), cuántos
ruedos y dobladillos habré cosido, cuánta espuma blanca habré batido lavando la
ropa y los pisos. No quiero ver más nada. Este hijo que fue casi mío, tiene la voz
desconocida que brota de una radio. Estoy encerrada en el cuartito obscuro de mis
manos y por la ventana de mis dedos veo los zapatos de un hombre en el borde de
la cama. Ese hijo fue casi mío, esa voz recitando un discurso político debe de ser,
en la radio vecina, el hombre con la rama de sauce de espantar mosquitos. Y esa
cuna vacía, tejida de fierro…
Cierro las ventanas,
aprieto mis ojos y veo azul, verde, rojo, amarillo, violeta, blanco, blanco. La
espuma blanca, el azul. Así será la muerte cuando me arranque del cuartito de mis
manos.
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