Silvina Ocampo
Era en un barrio de pescadores cerca del
puerto; el caserío de latas grises brillaba en la tarde, cuando una mujer con la
mano puesta como una visera sobre sus ojos resguardándolos del sol, miraba lejos
sobre la extensión vacía de la playa. La playa en aquel lugar se asemejaba al mar;
era undosa y reflejaba con trasparencias de agua los cambios del cielo. Los tamariscos
se encaminaban perpetuamente hacia el mar como lentas procesiones de bichos quemadores
verdes.
La mujer mordía sus
labios paspados. La playa, hasta donde llegaban sus ojos, estaba desierta. El cencerro
de las vacas lecheras cruzaba el camino; era la vaca blanca la que llevaba el cencerro.
La mujer dejó de morder sus labios; en el horizonte aparecieron dos diminutos puntos
negros que aumentaban despacito; dos hombres venían caminando.
La mujer sabía quiénes
eran esos hombres, sabía cómo estaban vestidos, sabía de memoria cuál era el botón
descosido de la camisa de su hermano y el remiendo del pantalón de su marido; los
veía venir desde muy lejos, el color de las bufandas flameaba detrás de ellos como
banderitas en el viento.
Después de inclinar
la cabeza a un lado y a otro, dos o tres veces, como si ese movimiento atestiguara
el regreso de los dos hombres, entró en la casa. Esa casa se diferenciaba de las
otras porque tenía un jardincito muy pequeño, con canteros de flores rodeados de
piedras y caracoles y un columpio colgado entre dos postes gruesos de madera.
Todos los chicos de
las casas vecinas se columpiaban en ese jardín y por eso la llamaban “La Casa de
las Hamacas”.
La cocina estaba llena
de humo, las paredes chorreaban negrura de carbón, pero todo estaba en perfecto
orden como en un cuarto recién blanqueado, mientras la mujer cocinaba.
Por el camino de tierra
venían acercándose los dos hombres; el más alto era de tez más obscura, con los
ojos asimétricos, el otro tenía los ojos grises muy hundidos; a uno lo había obscurecido
el sol, al otro lo había iluminado como a un campo de trigo.
La puerta permanecía
entreabierta; entraron derecho a la cocina; la mesa estaba puesta. Después de quitarse
los abrigos se sentaron frente a la mesa; la mujer iba y venía, retiraba la olla
del fuego, buscaba sal en los estantes, hasta que todo estuvo listo y trajo la fuente,
la depositó sobre la mesa y se sentó entre los dos hombres. No hablaban, se oía
solamente el ruido de los cubiertos contra los platos, ruido de mandíbulas y dientes
en el silencio.
Después de un rato el
hombre obscuro habló: hablaba de las lanchas pescadoras; nombres de pescados plateados
relumbraban sobre la mesa. La mujer protestó: no traían nunca nada, ninguna brótola,
ninguna corvina negra, todo lo vendían, y los pescados que sobraban los tiraban
siempre al mar. El hombre rubio se reía: el pescado era comida para gatos; en cuanto
a él, prefería morirse de hambre antes de probar un calamar o un langostín. El otro
hombre escupió contra el suelo: a él le era lo mismo con tal de comer algo, lo mismo
la perdiz que el pejerrey, la carne de vaca o el caballo. Sobrevino el silencio,
abrieron la puerta y vieron que era una noche sin luna.
Después de lavar los
platos, la mujer cansada se desvestía sentada sobre la cama, los hombres la miraban
sin verla por la abertura de la puerta. Ella oía entre sueños las voces de los hombres
que la llevaban por un camino larguísimo, al final del que se quedaba dormida, meciendo
la cuna del hijo.
Los dos hombres seguían
sentados en la cocina. Fue recién a la una de la noche cuando salieron de la casa;
llevaban un revólver, un farol, y un manojo de llaves. Elegían un mes antes la casa
adonde entraban a robar. Rondaban varios días por los barrios, viendo a qué horas
apagaban las luces, cómo eran las cerraduras, trataban de amigarse con los perros,
y pedían algunas veces permiso al jardinero para beber agua en las canillas. Y después,
sigilosamente elegían la noche más obscura.
Los dos hombres se pusieron
los abrigos; esa noche se internaban por los caminos de las lomas que se alejaban
del mar. Había que caminar más de cincuenta cuadras; las casas estaban sin luz;
no había ningún viento; los hombres caminaban despacio. Caminaban entre matorrales
cortando camino; tardaron más de una hora en llegar, la maleza subía en grandes
olas y se rompía a la altura de las rodillas; de vez en cuando encendían el farol.
Cuando estuvieron a unos veinte metros, el perro empezó a ladrar; saltaron por encima
de la reja; el perro seguía ladrando; se acercaron hasta que los reconoció y se
quedó quieto, acurrucado, desperezándose y moviendo la cola. Era una casa grande.
Revisaron las persianas que daban sobre el corredor: estaban todas cerradas. En
las partes laterales no había corredores; los dos hombres iban deslizándose pegados
contra el muro y vieron que una de las persianas estaba abierta, una pequeña luz
brillaba a través de la cortina, la ventana estaba también abierta de par en par.
Se treparon despacio sobre un tanque de agua llovida por donde pudieron asomarse
al cuarto. La luz estaba encendida. Frente a un espejo una mujer se probaba un traje
de baño, se acercaba, se retiraba y se acercaba de nuevo al espejo como si ejecutara
un baile misterioso. Se miraba de frente y de perfil. Uno de los dos hombres cerró
los ojos.
La mujer se quitó el
traje, tomó el camisón que estaba estirado sobre la cama y se lo puso, después dobló
el traje de baño y lo dejó sobre la silla contra la ventana. Los dos hombres contenían
sus respiraciones, no se movieron durante quizás media hora, hasta que la mujer
se durmió.
Entonces uno de los
hombres, agrandando el silencio, extendió el brazo y robó el traje de baño y una
caja de cartón que estaba sobre la silla. Salieron corriendo; habían oído golpear
una puerta. Caminaron largamente en las lomas, volvían desandando caminos defraudados
por aquel robo en que no había intervenido la ganzúa ni el farol, en que no habían
penetrado en el comedor eligiendo la platería, con el revólver apuntando a las puertas.
Los dos sentían el perfume que emanaba del traje de baño, iban arrancando las hojas
de los cercos hasta que llegaron a la casa.
Entraron golpeando las
puertas y vieron de pronto, por primera vez, a la mujer durmiendo en el cuarto vecino;
un hombro desnudo se asomaba por encima de la sábana.
Se durmieron con el
canto de los pájaros.
Al día siguiente, cuando volvió la mujer
del tambo, le mostraron el traje de baño y el vestido celeste que habían encontrado
en la caja de cartón. La mujer levantó los brazos: ¡para eso habían salido a la
una de la noche y no la habían dejado dormir tranquila! Examinó el género del vestido
sacudiendo la cabeza: no alcanzaba ni para hacerle una bombacha al hijo; todavía
el traje de baño era un poco más abrigado. Los hombres le contestaron que tenía
que ponerse el traje, ya que se lo habían traído; la llevarían hasta la playa a
bañarse; ellos se bañaban siempre los días de mucho calor. ¿Por qué no se bañaba
ella también? La mujer sacudió de nuevo la cabeza: el mar no había sido nunca un
placer sino más bien un aparato de tortura incansable. La vecina le aconsejaba bañarse;
cuando tenía libres las mañanas iba a la playa vestida con un traje de seda, viejo
y negro; se bañaba en la orilla y volvía cubierta de caracoles chiquitos, piedritas
y algas enredadas entre los dedos de los pies. Decía que era bueno para los huesos.
Los hombres insistieron
hasta que la mujer accedió creyendo que se habían vuelto locos. Salió vestida como
estaba con un pañuelo sobre la cabeza; los hombres iban de cada lado, caminando
apuradamente.
La mañana estaba muy
quieta, era domingo. Llegaron a la playa, la mujer tras una larga consideración
se desvistió junto al bote. A esos hombres que nunca la llevaban con ellos, que
nunca se ocupaban de ella sino para pedirle comida o alguna otra cosa, ¿qué era
lo que les pasaba?
La mujer se olvidó de
la vergüenza del traje de baño y el miedo de las olas: una irresistible alegría
la llevaba hacia al mar. Se humedeció primero los pies despacito, los hombres le
tendieron la mano para que no se cayera. A esa mujer tan fuerte le crecían piernas
de algodón en el agua; la miraron asombrados. Esa mujer que nunca se había puesto
un traje de baño se asemejaba bastante a la bañista del espejo. Sintió el mar por
primera vez sobre sus pechos, saltaba sobre esa agua que de lejos la había atormentado
con sus olas grandes, con sus olas chicas, con su mar de fondo, saltando las escolleras,
haciendo naufragar barcos; sentía que ya nunca tendría miedo, ya que no le tenía
miedo al mar.
Cuando regresaron, el
llanto del chico los esperaba desde lejos; la mujer lo acunó en sus brazos. Los
hombres no se movieron de la casa ese día. Discusiones oblicuas se establecían entre
ellos; un odio obscuro empezó a envolverlos; subía, subía como la marea alta. Vivieron
en una madeja intrincada de ademanes, palabras, silencios desconocidos.
Mucho tiempo después
se creyó que el demonio se había apoderado de La Casa de las Hamacas. Las hamacas
se columpiaban solas. Una noche los vecinos oyeron gritos y golpes y luego, después
de un silencio bastante largo, creyeron ver la sombra de una mujer que corría con
un niño en los brazos y un atado de ropa. No se supo nada más. Al día siguiente,
como de costumbre, al alba salieron los dos hombres con la red de pescar. Caminaron
uno detrás del otro, uno detrás del otro, sin hablarse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario