Francis Picabia
Yo
tenía un amigo suizo llamado Jacques Dingue que vivía en el Perú, a cuatro mil
metros de altitud. Partió hace algunos años para explorar aquellas regiones, y
allá sufrió el hechizo de una extraña india que lo enloqueció por completo y
que se negó a él. Poco a poco fue debilitándose, y no salía siquiera de la
cabaña en que se instalara. Un doctor peruano que lo había acompañado hasta
allí le procuraba cuidados a fin de sanarlo de una demencia precoz que parecía
incurable.
Una noche, la gripe se abatió sobre la
pequeña tribu de indios que habían acogido a Jacques Dingue. Todos, sin
excepción, fueron alcanzados por la epidemia, y ciento setenta y ocho
indígenas, de doscientos que eran, murieron al cabo de pocos días. El médico
peruano, desolado, rápidamente había regresado a Lima… También mi amigo fue
alcanzado por el terrible mal, y la fiebre lo inmovilizó.
Ahora bien, todos los indios tenían uno o
varios perros, y éstos muy pronto no encontraron otro recurso para vivir que
comerse a sus amos: desmenuzaron los cadáveres, y uno de ellos llevó a la choza
de Dingue la cabeza de la india de la que éste se había enamorado…
Instantáneamente la reconoció y sin duda experimentó una conmoción intensa,
pues de súbito se curó de su locura y de su fiebre. Ya recuperadas sus fuerzas,
tomó del hocico del perro la cabeza de la mujer y se entretuvo arrojándola
contra las paredes de su cuarto y ordenándole al animal que se la llevase de
vuelta. Tres veces recomenzó el juego, y el perro le acercaba la cabeza
sosteniéndola por la nariz; pero a la tercera vez, Jacques Dingue la lanzó con
demasiada fuerza, y la cabeza se rompió contra el muro. El jugador de bolos
pudo comprobar, con gran alegría, que el cerebro que brotaba de aquélla no
presentaba más que una sola circunvolución y parecía afectar la forma de un par
de nalgas…
No hay comentarios:
Publicar un comentario