Víctor Roura
Tenía puesto un vestido blanco, cortísimo.
–Quisiera saber si estás
de acuerdo en que el equinoccio lúgubre nos hace menos felices –le dije.
Miraba por encima de
mi hombro. Volteé. Estaba un hombre de edad, pelo blanco, anillos relucientes, pañuelo
apenas entrevisto de la bolsa del fino saco. Lo saludé. Contestó, amablemente, alzando
su copa.
–No me distraigas –le
dije–, mírame a los ojos para que nos sacudamos el alma…
Un tipo vino a nosotros.
Le extendió la mano.
–¿Bailamos? –preguntó.
Ella desvió su mirada.
Contestó como si no hablase con nadie.
–Son cien pesos.
El tipo se buscó en
los bolsillos. Sacó el dinero. Lo dejó en la mesa. Ella se levantó. Sentí un parpadeo
en mis ojos. La música era estridente, pésima, cada instrumentista se iba por donde
quería, sin importarle sus compañeros. Tocaban una especie de polca sonera. Me serví
otro ron. Pedí mas hielos. Los focos rojos a veces cintilaban. Ella bailaba lejana
a todo.
Eran las tres y pico
de la mañana.
Al regresar, me dijo
que si podía servirse un trago.
–La nostalgia sólo nos
enternece –repliqué.
Me dijo que sí y empezó
a servirse. No era guapa, pero sin duda hacía que cualquier hombre volteara a verla.
–Me imagino que el desprendimiento
de la retina es doloroso –dije.
Asintió. Por primera
vez me miró fijamente. Sonrió.
–La dolencia es irrevocable
–aseguré, llevándome el vaso a mis labios.
Vino a nosotros otra
muchacha. Le preguntó algo a ella que no entendí. Rieron.
–El pecado nos atañe
–murmuré para mí.
–¿No bailas? –me preguntó
la chica.
Miré a la de blanco.
–Bailaría contigo sólo
por amor –le dije, sin responderle a su amiga.
Volvieron a reír.
–De lo que se trata
es de aportar dinero, no de quitar el tiempo –reveló la amiga.
Me tomé de un sorbo
la bebida.
–No hagamos caso de
provocaciones inestables –dije a la de blanco, quien sonrió y estiró su mano para
acariciarme. Me ruboricé. Le apreté los dedos. No dijo nada. La amiga se retiró,
carcajeándose.
–Vamos a bailar –dijo.
La miré a plenitud.
–Me inhibe la danza
colectiva –indiqué.
Sonrió. Ahora, ella
me apretó los dedos.
–Si me dijeras tu nombre
podría ser el inicio de un romance inigualable –dije.
Se sirvió otro ron.
–Me llaman Adriana…
–dijo.
Alguien pasó demasiado
bebido y le jaló el cabello a la dama de blanco. Me levanté, contrariado.
–Pérate –ordenó ella–,
es su modo de mostrar su alegría…
Se alisó el pelo. El
cuate siguió su paso.
–Me irritan las descortesías
–dije.
Me miró. Tenía un ojo
más chico que el otro. Los labios estaban rojísimos.
–Las agresiones lo son
cuando tú las admites –dijo, sabiamente.
No me interesaban las
tácticas individuales. Así se lo hice saber. Le hablé de Otelo. Me vio sin entender
ni una pizca.
–La ignorancia te salva,
muchacha –dije, con ternura.
Me acarició la mano.
Otro tipo se acercó.
Le pidió que bailara con él. Dejó sus cien pesos en la mesa. Ella me guiñó un ojo.
Sentí que estaba jugando un papel que no me correspondía. Recordé a Celestina, no
sé por qué. La música era horrible. El grupo interpretaba a Juan Gabriel, pero bien
pudo haber sido Emmanuel o José José. Nadie entendía nada. Sin embargo, todos bailaban
más por las ganas de bailar que por seguir un ritmo. El tipo se le acercó demasiado.
Ella se dejó hacer. Al terminar, se acercó sonriendo.
–¿Cómo dices que te
llamas? –pregunté.
Sacó un cigarrillo.
–Me llaman Olga –dijo.
No supe si estaba con
un caso de doble personalidad o con una dama de fácil olvido.
–Yo me llamo Isaías
pero me nombran Víctor por razones que no vienen al caso –aseguré.
Escupió largamente el
humo de su cigarro.
–Yo te voy a llamar
Miroslava –dije.
Hizo una mueca. Su ojo
más chico se empequeñeció aún más.
Me levanté. Fui a los
sanitarios. Un ebrio vomitaba sobre el mingitorio. Me lavé las manos. Regresé a
mi asiento. Ya no estaba ella. Su cigarro, sí.
Me senté a esperarla.
Pregunté la hora. Las cuatro y media, dijeron.
–Si viviéramos de noche,
el día tendría sentido para nuestros sueños –comenté a la mujer de al lado, quien
asintió torpemente. Tenía un tétrico vestido.
La invité a mi mesa.
–Quisiera saber si el
hemisferio occidental te afecta en la vida privada –le dije.
Miró por encima de mi
hombro…
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