jueves, 17 de marzo de 2022

Nocturnando

Víctor Roura

 

Tenía puesto un vestido blanco, cortísimo.

–Quisiera saber si estás de acuerdo en que el equinoccio lúgubre nos hace menos felices –le dije.

Miraba por encima de mi hombro. Volteé. Estaba un hombre de edad, pelo blanco, anillos relucientes, pañuelo apenas entrevisto de la bolsa del fino saco. Lo saludé. Contestó, amablemente, alzando su copa.

–No me distraigas –le dije–, mírame a los ojos para que nos sacudamos el alma…

Un tipo vino a nosotros. Le extendió la mano.

–¿Bailamos? –preguntó.

Ella desvió su mirada. Contestó como si no hablase con nadie.

–Son cien pesos.

El tipo se buscó en los bolsillos. Sacó el dinero. Lo dejó en la mesa. Ella se levantó. Sentí un parpadeo en mis ojos. La música era estridente, pésima, cada instrumentista se iba por donde quería, sin importarle sus compañeros. Tocaban una especie de polca sonera. Me serví otro ron. Pedí mas hielos. Los focos rojos a veces cintilaban. Ella bailaba lejana a todo.

Eran las tres y pico de la mañana.

Al regresar, me dijo que si podía servirse un trago.

–La nostalgia sólo nos enternece –repliqué.

Me dijo que sí y empezó a servirse. No era guapa, pero sin duda hacía que cualquier hombre volteara a verla.

–Me imagino que el desprendimiento de la retina es doloroso –dije.

Asintió. Por primera vez me miró fijamente. Sonrió.

–La dolencia es irrevocable –aseguré, llevándome el vaso a mis labios.

Vino a nosotros otra muchacha. Le preguntó algo a ella que no entendí. Rieron.

–El pecado nos atañe –murmuré para mí.

–¿No bailas? –me preguntó la chica.

Miré a la de blanco.

–Bailaría contigo sólo por amor –le dije, sin responderle a su amiga.

Volvieron a reír.

–De lo que se trata es de aportar dinero, no de quitar el tiempo –reveló la amiga.

Me tomé de un sorbo la bebida.

–No hagamos caso de provocaciones inestables –dije a la de blanco, quien sonrió y estiró su mano para acariciarme. Me ruboricé. Le apreté los dedos. No dijo nada. La amiga se retiró, carcajeándose.

–Vamos a bailar –dijo.

La miré a plenitud.

–Me inhibe la danza colectiva –indiqué.

Sonrió. Ahora, ella me apretó los dedos.

–Si me dijeras tu nombre podría ser el inicio de un romance inigualable –dije.

Se sirvió otro ron.

–Me llaman Adriana… –dijo.

Alguien pasó demasiado bebido y le jaló el cabello a la dama de blanco. Me levanté, contrariado.

–Pérate –ordenó ella–, es su modo de mostrar su alegría…

Se alisó el pelo. El cuate siguió su paso.

–Me irritan las descortesías –dije.

Me miró. Tenía un ojo más chico que el otro. Los labios estaban rojísimos.

–Las agresiones lo son cuando tú las admites –dijo, sabiamente.

No me interesaban las tácticas individuales. Así se lo hice saber. Le hablé de Otelo. Me vio sin entender ni una pizca.

–La ignorancia te salva, muchacha –dije, con ternura.

Me acarició la mano.

Otro tipo se acercó. Le pidió que bailara con él. Dejó sus cien pesos en la mesa. Ella me guiñó un ojo. Sentí que estaba jugando un papel que no me correspondía. Recordé a Celestina, no sé por qué. La música era horrible. El grupo interpretaba a Juan Gabriel, pero bien pudo haber sido Emmanuel o José José. Nadie entendía nada. Sin embargo, todos bailaban más por las ganas de bailar que por seguir un ritmo. El tipo se le acercó demasiado. Ella se dejó hacer. Al terminar, se acercó sonriendo.

–¿Cómo dices que te llamas? –pregunté.

Sacó un cigarrillo.

–Me llaman Olga –dijo.

No supe si estaba con un caso de doble personalidad o con una dama de fácil olvido.

–Yo me llamo Isaías pero me nombran Víctor por razones que no vienen al caso –aseguré.

Escupió largamente el humo de su cigarro.

–Yo te voy a llamar Miroslava –dije.

Hizo una mueca. Su ojo más chico se empequeñeció aún más.

Me levanté. Fui a los sanitarios. Un ebrio vomitaba sobre el mingitorio. Me lavé las manos. Regresé a mi asiento. Ya no estaba ella. Su cigarro, sí.

Me senté a esperarla. Pregunté la hora. Las cuatro y media, dijeron.

–Si viviéramos de noche, el día tendría sentido para nuestros sueños –comenté a la mujer de al lado, quien asintió torpemente. Tenía un tétrico vestido.

La invité a mi mesa.

–Quisiera saber si el hemisferio occidental te afecta en la vida privada –le dije.

Miró por encima de mi hombro…

 

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