Bernard Malamud
Se despierta sintiendo
que su padre está en el pasillo, escuchando. Le escucha cuando duerme y sueña.
Le escucha cuando se levanta y busca a tientas los pantalones. Cuando no se
pone los zapatos. Cuando no va a la cocina para comer algo. Cuando se mira al espejo
con los ojos cerrados. Cuando está sentado una hora en el retrete. Cuando hojea
las páginas de un libro que no puede leer. Escucha su angustia, su soledad. El
padre se queda plantado en el pasillo. El hijo oye que está escuchando.
Mi
hijo, el desconocido; no me dirá nada.
Abro
la puerta y veo a mi padre en el pasillo. ¿Qué estás haciendo ahí? ¿Por qué no
vas a trabajar?
Porque
he tomado las vacaciones en invierno, en vez de en verano, como antes.
¿Por
qué diablos lo has hecho, si te pasas todo el tiempo en este oscuro y
maloliente pasillo, observando todos mis movimientos? Tratando de adivinar lo
que no puedes ver. ¿Por qué estás siempre espiándome?
Mi
padre se va a su cuarto y, al cabo de un rato, vuelve sigilosamente al pasillo,
a escuchar.
Yo
le oigo a veces en su habitación, pero él no me habla y yo no sé lo que pasa.
Es terrible para un padre. Tal vez un día me escriba una carta: Querido padre…
Querido
hijo Harry, abre la puerta. Mi hijo, el prisionero.
Mi
mujer se marcha por la mañana para pasar el día con mi hija casada, que está
esperando el cuarto hijo. La madre cocina, hace la limpieza y cuida de los tres
pequeños. Mi hija tiene un embarazo malo, tiene la tensión alta, y se pasa casi
todo el tiempo en la cama. Es por consejo del médico. Mi mujer está ausente
todo el día. Está preocupada porque cree que algo le pasa a Harry. Desde que se
graduó, el invierno pasado, está siempre solo, nervioso, sumido en sus propios
sentimientos. Si le hablas, la mayoría de las veces te responde gritando. Lee los
periódicos, fuma, no se mueve de su habitación. Sólo de vez en cuando sale a la
calle a dar un paseo.
¿Qué
tal el paseo, Harry?
Un
paseo.
Mi
mujer le aconsejó que buscase trabajo y él salió un par de veces a buscarlo,
pero cuando tuvo alguna oferta, no la aceptó.
No
es que no quiera trabajar. Es que me siento mal.
¿Y
por qué te sientes mal?
Yo
siento lo que siento. Siento lo que es.
¿Es
tu salud, hijito? Tal vez tendrías que ir al médico.
Te
pedí que no volvieses a llamarme hijito. No es mi salud. Sea lo que fuere, no
quiero hablar de ello. No es la clase de trabajo que me interesa.
Pero,
mientras tanto, acepta algún empleo temporal, le dijo mi esposa.
Él
se puso a chillar. Todo es temporal. ¿Por qué tengo que sumar más cosas a lo
que es temporal? Mi estómago siente de modo temporal. El maldito mundo es
temporal. No quiero añadir a esto un trabajo temporal. Quiero todo lo
contrario, pero, ¿en dónde está? ¿Dónde puedo encontrarlo?
Mi
padre escucha en la cocina. Mi hijo temporal.
Ella
dice que me sentiría mejor si trabajase. Yo digo que no. Cumplí veintidós años
en diciembre, me gradué en la universidad y ya saben para qué sirve eso. Por la
noche veo los programas de noticias. Sigo la guerra día a día. Es una guerra
ardiente y enorme en una pantalla pequeña. Llueven bombas y las llamas son cada
vez más altas. A veces me inclino hacia delante y toco la guerra con la palma
de la mano. Pienso que se me va a morir la mano.
Mi
hijo, el de la mano muerta.
Espero
que me llamen a filas el día menos pensado, pero esto ya no me preocupa tanto
como antes. No pienso ir. Me marcharé al Canadá o a cualquier otro sitio adonde
pueda llegar.
Su
forma de ser espanta tanto a mi mujer, que esta se alegra de ir a casa de mi
hija temprano por la mañana para cuidar de los tres niños. Yo me quedo con él
en casa, pero él no me habla.
Tendrías
que llamar a Harry y hablar con él, dice mi esposa a mi hija.
Lo
haré algún día, pero no olvides que hay nueve años de diferencia entre los dos.
Creo que él me considera como otra madre, y con una es bastante. Yo le quería
cuando era pequeño, pero ahora es difícil tratar con una persona que no te
corresponde.
Tiene
la tensión alta. Creo que le da miedo llamar.
Me
he tomado dos semanas de vacaciones. Trabajo en la ventanilla de venta de
sellos de la oficina de Correos. Le dije al jefe de mi sección que no me
encontraba muy bien, lo cual no es ninguna mentira, y él me dijo que debía
pedir la baja por enfermedad. Le respondí que mi mal no era tan grave, que solo
necesitaba unas vacaciones cortas. Pero a mi amigo Moe Berkman le dije que
dejaba de trabajar unos días porque Harry me tenía preocupado.
Comprendo
lo que quieres decir, Leo. Yo también tuve preocupaciones y angustias a causa
de mis hijos. Cuando tienes dos hijas en edad de crecer, estás en manos de la
fortuna. Pero a pesar de todo, tenemos que vivir. ¿Por qué no vienes a jugar al
póquer este viernes por la noche? Tenemos una buena partida. Es una buena forma
de entretenimiento.
Ya
veré cómo marchan las cosas el viernes. No puedo prometértelo.
Procura
venir. Estas cosas pasan con el tiempo. Si te parece que van mejor, ven. Si te
parece que no, ven igualmente, porque te relajará y aliviará la preocupación
que te abruma. A tu edad, demasiadas preocupaciones son malas para el corazón.
Esta
es la peor clase de preocupación que existe. Si me preocupo por mí mismo, sé de
qué preocupación se trata. Quiero decir que no hay misterio. Puedo decirme:
Leo, eres un estúpido; no debes preocuparte por nada. ¿Por qué, por unos
cuantos pavos? ¿Por la salud, que siempre ha sido bastante buena, aunque tengo
mis altibajos? ¿Porque pronto cumpliré sesenta años y la juventud no vuelve?
Todos los que no se mueren a los cincuenta y nueve llegan a los sesenta. Se
puede vencer al tiempo cuando éste corre contigo. Pero cuando la preocupación
es por otra persona, no hay nada peor. Esta es la verdadera preocupación
porque, si no nos la cuentan, no podemos meternos dentro de la otra persona y
averiguar la causa. No sabemos en dónde está el interruptor que hay que pulsar.
Lo único que hacemos es preocupamos más.
Por
eso, yo espero en el pasillo.
Harry,
no te preocupes demasiado por la guerra.
Por
favor, no me digas de qué tengo que preocuparme o despreocuparme.
Harry,
tu padre te quiere. Cuando eras un chiquillo, solías correr a mi encuentro
cuando volvía a casa por la noche. Yo te cogía en brazos y te levantaba hasta
el techo. Te gustaba tocarlo con tu manita.
No
quiero que vuelvas a hablarme de eso. No quiero oírlo. No quiero oír nada de
cuando era pequeño.
Harry,
vivimos como extraños. Lo único que te digo es que recuerdo días mejores.
Recuerdo los tiempos en que no nos daba miedo mostrar que nos queríamos.
Él
no dice nada.
Deja
que te cueza un huevo.
Un
huevo es lo que menos deseo en el mundo.
Entonces,
¿qué quieres?
Él
se puso el abrigo. Cogió su sombrero del perchero y bajó a la calle.
Harry
caminó a lo largo de Ocean Parkway, con su abrigo largo y su raído sombrero
marrón. Su padre lo seguía y eso lo enfurecía enormemente.
Caminaba
a paso ligero por la ancha avenida. En los viejos tiempos había un camino de
herradura a un lado del paseo, en donde está ahora la pista de cemento para las
bicicletas. Y había menos árboles, con sus negras ramas cortando el cielo sin
sol. En la esquina de Avenue X, en el punto desde donde se huele Coney Island,
cruzó la calle y echó a andar de vuelta a casa. Aunque estaba furioso, fingió
no ver a su padre que cruzaba también la calzada. El padre cruzó la calle y
siguió a su hijo hasta casa. Cuando llegó a ésta, pensó que Harry ya estaba
arriba. Se hallaba en su habitación, con la puerta cerrada. Fuera lo que fuese
lo que hacía en su habitación, lo estaba haciendo ya.
Leo
sacó la llave pequeña y abrió el buzón de la correspondencia. Había tres
cartas. Las miró para ver si por casualidad alguna de ellas era de su hijo,
dirigida a él. Querido padre, deja que te explique. La razón de que actúe como
lo hago… No había tal carta. Una de ellas era de la Mutualidad de Empleados de
Correos; se la metió en el bolsillo del abrigo. Las otras dos eran para Harry.
Una era de la oficina de reclutamiento. La llevó a la habitación de su hijo,
llamó a la puerta y esperó.
Esperó
un rato.
Cuando
oyó gruñir al muchacho, dijo: Hay una carta para ti de la oficina de
reclutamiento. Giró el pomo de la puerta y entró en la habitación. Su hijo
estaba tumbado en la cama, con los ojos cerrados.
Déjala
encima de la mesa.
¿Quieres
que la abra, Harry?
No,
no quiero que la abras. Déjala en la mesa. Ya sé lo que dice.
¿Les
escribiste otra carta?
Eso
es cosa mía.
El
padre dejó la carta en la mesa.
La
otra carta para su hijo la llevó a la cocina; cerró la puerta y puso a hervir
un poco de agua en una olla. Pensó leerla rápidamente, cerrar cuidadosamente el
sobre con un poco de pasta y echarla de nuevo en el buzón. Su mujer la
recogería cuando volviese de casa de su hija y se la subiría a Harry.
El
padre leyó la carta. Era muy corta y la enviaba una chica. Decía que había
prestado dos libros a Harry hacía más de seis meses y que, como los tenía en
gran aprecio, le pedía que se los devolviera. Le rogaba que lo hiciera lo antes
posible, para no tener que escribirle otra vez.
Cuando
Leo leía la carta de la chica, Harry entró en la cocina y, al ver la expresión
sorprendida y culpable de su padre, le arrancó la carta de las manos.
Debería
asesinarte por espiarme de esta manera.
Leo
se volvió y miró por la pequeña ventana de la cocina al oscuro patio de la casa
de vecindad. Le ardía el rostro y se sintió mareado.
Harry
leyó la carta de un vistazo y la rasgó. Después rasgó el sobre con la
indicación de “Particular”.
Si
vuelves a hacer esto, no te sorprendas de que te mate. Estoy harto de que me
espíes.
Harry,
estás hablando con tu padre.
Harry
salió de la casa.
Leo
entró en la habitación del hijo y miró a su alrededor.
Registró
los cajones del tocador y no encontró nada fuera de lo normal. Sobre la mesa,
junto a la ventana, había un trozo de papel escrito por Harry. Decía: “Querida
Edith, ¿por qué no te jodes? Si vuelves a escribirme otra carta estúpida, te
mataré.”
El
padre se puso el sombrero y el abrigo y salió de casa. Corrió, no muy de prisa,
durante un rato y después caminó al paso hasta que vio a Harry al otro lado de
la calle. Le siguió, a una distancia de media manzana.
Siguió
a Harry hasta Coney Island Avenue y llegó a tiempo de ver que tomaba un
trolebús que iba a la isla. Leo tuvo que esperar al siguiente. Pensó en tomar
un taxi y seguir al trolebús, pero no pasó ninguno. El siguiente trolebús llegó
quince minutos más tarde, y Leo lo tomó. Era febrero y Coney Island estaba
húmeda, fría y desierta. Había pocos coches en Surf Avenue y muy poca gente en
la calle. Parecía que iba a nevar, Leo avanzó por el paseo de tablas, entre
ráfagas de nieve, buscando a su hijo. Las playas grises, sin sol, estaban
vacías. Los puestos de perritos calientes, de tiro al blanco y los
establecimientos de baños estaban cerrados. El océano, de un gris metálico,
oscilaba como plomo fundido y parecía que iba a congelarse. Soplaba viento del
mar y se introducía por debajo de la ropa de Leo, haciéndole temblar mientras
andaba. El viento coronaba de blanco las olas plomizas, que rompían lentamente,
con un suave rugido, en las playas desiertas.
Caminó
bajo las ráfagas casi hasta llegar a Sea Gate, buscando a su hijo, y entonces
volvió atrás. Cuando se dirigía a Brighton Beach, vio a un hombre en la playa,
de pie, ante la espumosa rompiente. Leo bajó corriendo la escalera de madera y
avanzó por la arena. El hombre plantado en la playa rugiente era Harry; el agua
le cubría los zapatos.
Leo
corrió hacia su hijo. Perdóname, Harry; hice mal, siento haberte abierto la
carta.
Harry
no se movió. Siguió plantado en el agua, fija la mirada en las hinchadas olas
de plomo.
Tengo
miedo, Harry, dime qué te pasa. Hijo mío, compadécete de mí.
Yo
le tengo miedo al mundo, pensó Harry. Me espanta.
Pero
no dijo nada.
Una
ráfaga de viento levantó el sombrero del padre y lo llevó lejos, por la playa.
Pareció que iba a volar hasta el agua, pero entonces el viento sopló hacia el
paseo de tablas y lo hizo rodar sobre la arena mojada. Leo corrió en pos de su
sombrero. Fue tras él en una dirección, después en otra y luego hacia el agua.
El viento arrojó el sombrero contra sus piernas y él lo agarró. Ahora estaba
llorando. Sin aliento, se enjugó los ojos con los dedos helados y volvió hacia
su hijo, que seguía en la orilla del mar.
Es
un hombre solitario. Él es así. Siempre estará solo.
Mi
hijo se convirtió a sí mismo en un hombre solitario.
¿Qué
puedo decirte, Harry? Lo único que puedo preguntarte es: ¿Quién dijo que la
vida es fácil? ¿Desde cuándo? No lo fue para mí y no lo es para ti. La vida es
así…, ¿qué más puedo decirte? Pero si una persona no quiere vivir, ¿qué va a
hacer si está muerta? La nada es la nada; es mejor vivir.
Ven
a casa, Harry, dijo. Aquí hace frío. Si sigues con los pies en el agua te
resfriarás.
Harry
permaneció inmóvil en el agua y, al cabo de un rato, el padre se marchó. Cuando
se alejaba, el viento le arrancó el sombrero de la cabeza y éste salió rodando
por la arena. Leo se quedó quieto mirando cómo se alejaba.
Mi
padre escucha en el pasillo. Me sigue por la calle. Nos encontramos a la orilla
del mar.
Corre
detrás de su sombrero.
Mi
hijo se queda en la playa con los pies en el océano.
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