Manuel Mejía Vallejo
–¡Qué
animal poderoso, qué animal! –dice el viejo, día tras día, sobre el cerro que
domina la gran curva de la carrilera y un trecho de río bravo.
–¡Ese río! –me ha dicho, señalando la
caída abismal–, siglos y siglos dándole a la tierra, un día de estos la parte
en dos. ¡Fíjese cómo va de hondo!
Resuenan las aguas contra el roquerío,
ahora el resonar se confunde con el chaque-chac-chaque del tren, que asoma por
un repecho de la cordillera.
–¡Véale la trompa, cómo resuella y echa
humo! –se solaza el viejo, a medida que el tren se deja ver entero. Y con
preocupación:
–¿No lo nota cansado? Sí, últimamente
camina distinto el tren, ¡chaque-chac-chaque!
Señala con ademán vago, más o menos
circular, incómodamente.
–A veces sueño que soy tren, siento miedo
al pasar aquel puente sobre el río. A veces amanezco cansado, ¡es dura la vida
de un tren, se lo digo!
Resuella, casi habría humo y chispas en el
viejo, vuelve a levantarse.
–Véalo, precisamente debajo de nosotros,
las rocas tiemblan. Pasa bravo, pasa cansado y bravo el tren. Se lo digo yo,
que he sido tren estos últimos cincuenta años.
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