Isabel Allende
Antes de que empezara la pelotera descomunal
del progreso, quienes tenían algunos ahorros, los enterraban, era la única forma
conocida de guardar dinero, pero más tarde la gente les tomó confianza a los bancos.
Cuando hicieron la carretera y fue más fácil llegar en autobús a la ciudad, cambiaron
sus monedas de oro y de plata por papeles pintados y los metieron en cajas fuertes,
como si fueran tesoros. Tomás Vargas se burlaba de ellos a carcajadas, porque nunca
creyó en ese sistema. El tiempo le dio la razón y cuando se acabó el gobierno del
Benefactor –que duró como treinta años, según dicen– los billetes no valían nada
y muchos terminaron pegados de adorno en las paredes, como infame recordatorio del
candor de sus dueños. Mientras todos los demás escribían cartas al nuevo Presidente
y a los periódicos para quejarse de la estafa colectiva de las nuevas monedas, Tomás
Vargas tenía sus morocotas de oro en un entierro seguro, aunque eso no atenuó sus
hábitos de avaro y de pordiosero. Era hombre sin decencia, pedía dinero prestado
sin intención de devolverlo, y mantenía a los hijos con hambre y a la mujer en harapos,
mientras él usaba sombreros de pelo de guama y fumaba cigarros de caballero. Ni
siquiera pagaba la cuota de la escuela, sus seis hijos legítimos se educaron gratis
porque la Maestra Inés decidió que mientras ella estuviera en su sano juicio y con
fuerzas para trabajar, ningún niño del pueblo se quedaría sin saber leer. La edad
no le quitó lo pendenciero, bebedor y mujeriego. Tenía a mucha honra ser el más
macho de la región, como pregonaba en la plaza cada vez que la borrachera le hacía
perder el entendimiento y anunciar a todo pulmón los nombres de las muchachas que
había seducido y de los bastardos que llevaban su sangre. Si fueran a creerle, tuvo
como trescientos porque en cada arrebato daba nombres diferentes. Los policías se
lo llevaron varias veces y el Teniente en persona le propinó unos cuantos planazos
en las nalgas, para ver si se le regeneraba el carácter, pero eso no dio más resultados
que las amonestaciones del cura. En verdad sólo respetaba a Riad Halabí, el dueño
del almacén, por eso los vecinos recurrían a él cuando sospechaban que se le había
pasado la mano con la disipación y estaba zurrando a su mujer o a sus hijos. En
esas ocasiones el árabe abandonaba el mostrador con tanta prisa que no se acordaba
de cerrar la tienda, y se presentaba, sofocado de disgusto justiciero, a poner orden
en el rancho de los Vargas. No tenía necesidad de decir mucho, al viejo le bastaba
verlo aparecer para tranquilizarse. Riad Halabí era el único capaz de avergonzar
a ese bellaco.
Antonia Sierra, la mujer
de Vargas, era veintiséis años menor que él. Al llegar a la cuarentena ya estaba
muy gastada, casi no le quedaban dientes sanos en la boca y su aguerrido cuerpo
de mulata se había deformado por el trabajo, los partos y los abortos; sin embargo
aún conservaba la huella de su pasada arrogancia, una manera de caminar con la cabeza
bien erguida y la cintura quebrada, un resabio de antigua belleza, un tremendo orgullo
que paraba en seco cualquier intento de tenerle lástima. Apenas le alcanzaban las
horas para cumplir su día, porque además de atender a sus hijos y ocuparse del huerto
y las gallinas ganaba unos pesos cocinando el almuerzo de los policías, lavando
ropa ajena y limpiando la escuela. A veces andaba con el cuerpo sembrado de magullones
azules y aunque nadie preguntaba, toda Agua Santa sabía de las palizas propinadas
por su marido. Sólo Riad Halabí y la Maestra Inés se atrevían a hacerle regalos
discretos, buscando excusas para no ofenderla, algo de ropa, alimentos, cuadernos
y vitaminas para sus niños.
Muchas humillaciones
tuvo que soportar Antonia Sierra de su marido, incluso que le impusiera una concubina
en su propia casa.
Concha Díaz llegó a
Agua Santa a bordo de uno de los camiones de la Compañía de Petróleos, tan desconsolada
y lamentable como un espectro. El chófer se compadeció al verla descalza en el camino,
con su atado a la espalda y su barriga de mujer preñada. Al cruzar la aldea, los
camiones se detenían en el almacén, por eso Riad Halabí fue el primero en enterarse
del asunto. La vio aparecer en su puerta y por la forma en que dejó caer su bulto
ante el mostrador se dio cuenta al punto de que no estaba de paso, esa muchacha
venía a quedarse. Era muy joven, morena y de baja estatura, con una mata compacta
de pelo crespo desteñido por el sol, donde parecía no haber entrado un peine en
mucho tiempo. Como siempre hacía con los visitantes, Riad Halabí le ofreció a Concha
una silla y un refresco de piña y se dispuso a escuchar el recuento de sus aventuras
o sus desgracias, pero la muchacha hablaba poco, se limitaba a sonarse la nariz
con los dedos, la vista clavada en el suelo, las lágrimas cayéndole sin apuro por
las mejillas y una retahíla de reproches brotándole entre los dientes. Por fin el
árabe logró entenderle que quería ver a Tomás Vargas y mandó a buscarlo a la taberna.
Lo esperó en la puerta y apenas lo tuvo por delante lo cogió por un brazo y lo encaró
con la forastera, sin darle tiempo de reponerse del susto.
–La joven dice que el
bebé es tuyo –dijo Riad Halabí con ese tono suave que usaba cuando estaba indignado.
–Eso no se puede probar,
turco. Siempre se sabe quién es la madre, pero del padre nunca hay seguridad –replicó
el otro confundido, pero con ánimo suficiente para esbozar un guiño de picardía
que nadie apreció.
Esta vez la mujer se
echó a llorar con entusiasmo, mascullando que no habría viajado de tan lejos si
no supiera quién era el padre. Riad Halabí le dijo a Vargas que si no le daba vergüenza,
tenía edad para ser abuelo de la muchacha, y si pensaba que otra vez el pueblo iba
a sacar la cara por sus pecados estaba en un error, qué se había imaginado, pero
cuando el llanto de la joven fue en aumento, agregó lo que todos sabían que diría.
–Está bien, niña, cálmate.
Puedes quedarte en mi casa por un tiempo, al menos hasta el nacimiento de la criatura.
Concha Díaz comenzó
a sollozar más fuerte y manifestó que no viviría en ninguna parte, sólo con Tomás
Vargas, porque para eso había venido. El aire se detuvo en el almacén, se hizo un
silencio muy largo, sólo se oían los ventiladores en el techo y el moquilleo de
la mujer, sin que nadie se atreviera a decirle que el viejo era casado y tenía seis
chiquillos. Por fin Vargas cogió el bulto de la viajera y la ayudó a ponerse de
pie.
–Muy bien, Conchita,
si eso es lo que quieres, no hay más que hablar. Nos vamos para mi casa ahora mismo
–dijo.
Así fue como al volver
de su trabajo Antonia Sierra encontró a otra mujer descansando en su hamaca y por
primera vez el orgullo no le alcanzó para disimular sus sentimientos. Sus insultos
rodaron por la calle principal y el eco llegó hasta la plaza y se metió en todas
las casas, anunciando que Concha Díaz era una rata inmunda y que Antonia Sierra
le haría la vida imposible hasta devolverla al arroyo de donde nunca debió salir,
que si creía que sus hijos iban a vivir bajo el mismo techo con una rabipelada se
llevaría una sorpresa, porque ella no era ninguna palurda, y a su marido más le
valía andarse con cuidado, porque ella había aguantado mucho sufrimiento y mucha
decepción, todo en nombre de sus hijos, pobres inocentes, pero ya estaba bueno,
ahora todos iban a ver quién era Antonia Sierra. La rabieta le duró una semana,
al cabo de la cual los gritos se tornaron en un continuo murmullo y perdió el último
vestigio de su belleza, ya no le quedaba ni la manera de caminar, se arrastraba
como una perra apaleada. Los vecinos intentaron explicarle que todo ese lío no era
culpa de Concha, sino de Vargas, pero ella no estaba dispuesta a escuchar consejos
de templanza o de justicia.
La vida en el rancho
de esa familia nunca había sido agradable, pero con la llegada de la concubina se
convirtió en un tormento sin tregua. Antonia pasaba las noches acurrucada en la
cama de sus hijos, escupiendo maldiciones, mientras al lado roncaba su marido abrazado
a la muchacha. Apenas asomaba el sol Antonia debía levantarse, preparar el café
y amasar las arepas, mandar a los chiquillos a la escuela, cuidar el huerto, cocinar
para los policías, lavar y planchar. Se ocupaba de todas esas tareas como una autómata,
mientras del alma le destilaba un rosario de amarguras. Como se negaba a darle comida
a su marido, Concha se encargó de hacerlo cuando la otra salía, para no encontrarse
con ella ante el fogón de la cocina. Era tanto el odio de Antonia Sierra, que algunos
en el pueblo creyeron que acabaría matando a su rival y fueron a pedirle a Riad
Halabí y a la Maestra Inés que intervinieran antes de que fuera tarde.
Sin embargo, las cosas
no sucedieron de esa manera. Al cabo de dos meses la barriga de Concha parecía una
calabaza, se le habían hinchado tanto las piernas que estaban a punto de reventársele
las venas, y lloraba continuamente porque se sentía sola y asustada. Tomás Vargas
se cansó de tanta lágrima y decidió ir a su casa sólo a dormir. Ya no fue necesario
que las mujeres hicieran turnos para cocinar, Concha perdió el último incentivo
para vestirse y se quedó echada en la hamaca mirando el techo, sin ánimo ni para
colarse un café. Antonia la ignoró todo el primer día, pero en la noche le mandó
un plato de sopa y un vaso de leche caliente con uno de los niños, para que no dijeran
que ella dejaba morirse a nadie de hambre bajo su techo. La rutina se repitió y
a los pocos días Concha se levantó para comer con los demás. Antonia fingía no verla,
pero al menos dejó de lanzar insultos al aire cada vez que la otra pasaba cerca.
Poco a poco la derrotó la lástima. Cuando vio que la muchacha estaba cada día más
delgada, un pobre espantapájaros con un vientre descomunal y unas ojeras profundas,
empezó a matar sus gallinas una por una para darle caldo, y apenas se le acabaron
las aves hizo lo que nunca había hecho hasta entonces, fue a pedirle ayuda a Riad
Halabí.
–Seis hijos he tenido
y varios nacimientos malogrados, pero nunca he visto a nadie enfermarse tanto de
preñez –explicó ruborizada–. Está en los huesos, turco, no alcanza a tragarse la
comida y ya la está vomitando. No es que a mí me importe, no tengo nada que ver
con eso, pero ¿qué le voy a decir a su madre si se me muere? No quiero que me vengan
a pedir cuentas después.
Riad Halabí llevó a
la enferma en su camioneta al hospital y Antonia los acompañó. Volvieron con una
bolsa de píldoras de diferentes colores y un vestido nuevo para Concha, porque el
suyo ya no le bajaba de la cintura. La desgracia de la otra mujer forzó a Antonia
Sierra a revivir retazos de su juventud, de su primer embarazo y de las mismas violencias
que ella soportó. Deseaba, a pesar suyo, que el futuro de Concha Díaz no fuera tan
funesto como el propio. Ya no le tenía rabia, sino una callada compasión, y empezó
a tratarla como a una hija descarriada, con una autoridad brusca que apenas lograba
ocultar su ternura. La joven estaba aterrada al ver las perniciosas transformaciones
en su cuerpo, esa deformidad que aumentaba sin control, esa vergüenza de andarse
orinando de a poco y de caminar como un ganso, esa repulsión incontrolable y esas
ganas de morirse. Algunos días despertaba muy enferma y no podía salir de la cama,
entonces Antonia turnaba a los niños para cuidarla mientras ella partía a cumplir
con su trabajo a las carreras, para regresar temprano a atenderla; pero en otras
ocasiones Concha amanecía más animosa y cuando Antonia volvía extenuada, se encontraba
con la cena lista y la casa limpia. La muchacha le servía un café y se quedaba de
pie a su lado, esperando que se lo bebiera, con una mirada líquida de animal agradecido.
El niño nació en el
hospital de la ciudad, porque no quiso venir al mundo y tuvieron que abrir a Concha
Díaz para sacárselo. Antonia se quedó con ella ocho días, durante los cuales la
Maestra Inés se ocupó de sus chiquillos. Las dos mujeres regresaron en la camioneta
del almacén y todo Agua Santa salió a darles la bienvenida. La madre venía sonriendo,
mientras Antonia exhibía al recién nacido con una algazara de abuela, anunciando
que sería bautizado Riad Vargas Díaz, en justo homenaje al turco, porque sin su
ayuda la madre no hubiera llegado a tiempo a la maternidad y además fue él quien
se hizo cargo de los gastos cuando el padre hizo oídos sordos y se fingió más borracho
que de costumbre para no desenterrar su oro.
Antes de dos semanas
Tomás Vargas quiso exigirle a Concha Díaz que volviera a su hamaca, a pesar de que
la mujer todavía tenía un costurón fresco y un vendaje de guerra en el vientre,
pero Antonia Sierra se le puso delante con los brazos en jarra, decidida por primera
vez en su existencia a impedir que el viejo hiciera según su capricho. Su marido
inició el ademán de quitarse el cinturón para darle los correazos habituales, pero
ella no lo dejó terminar el gesto y se le fue encima con tal fiereza, que el hombre
retrocedió, sorprendido. Esa vacilación lo perdió, porque ella supo entonces quién
era el más fuerte. Entretanto Concha Díaz había dejado a su hijo en un rincón y
enarbolaba una pesada vasija de barro, con el propósito evidente de reventársela
en la cabeza. El hombre comprendió su desventaja y se fue del rancho lanzando blasfemias.
Toda Agua Santa supo lo sucedido porque él mismo se lo contó a las muchachas del
prostíbulo, quienes también dijeron que Vargas ya no funcionaba y que todos sus
alardes de semental eran pura fanfarronería y ningún fundamento.
A partir de ese incidente
las cosas cambiaron. Concha Díaz se repuso con rapidez y mientras Antonia Sierra
salía a trabajar, ella se quedaba a cargo de los niños y las tareas del huerto y
de la casa. Tomás Vargas se tragó la desazón y regresó humildemente a su hamaca,
donde no tuvo compañía. Aliviaba el despecho maltratando a sus hijos y comentando
en la taberna que las mujeres, como las mulas, sólo entienden a palos, pero en la
casa no volvió a intentar castigarlas. En las borracheras gritaba a los cuatro vientos
las ventajas de la bigamia y el cura tuvo que dedicar varios domingos a rebatirlo
desde el púlpito, para que no prendiera la idea y se le fueran al carajo tantos
años de predicar la virtud cristiana de la monogamia.
En Agua Santa se podía
tolerar que un hombre maltratara a su familia, fuera haragán, bochinchero y no devolviera
el dinero prestado, pero las deudas del juego eran sagradas. En las riñas de gallos
los billetes se colocaban bien doblados entre los dedos, donde todos pudieran verlos,
y en el dominó, los dados o las cartas, se ponían sobre la mesa a la izquierda del
jugador. A veces los camioneros de la Compañía de Petróleos se detenían para unas
vueltas de póquer y aunque ellos no mostraban su dinero, antes de irse pagaban hasta
el último céntimo. Los sábados llegaban los guardias del Penal de Santa María a
visitar el burdel y a jugar en la taberna su paga de la semana. Ni ellos –que eran
mucho más bandidos que los presos a su cargo– se atrevían a jugar si no podían pagar.
Nadie violaba esa regla.
Tomás Vargas no apostaba,
pero le gustaba mirar a los jugadores, podía pasar horas observando un dominó, era
el primero en instalarse en las riñas de gallos y seguía los números de la lotería
que anunciaban por la radio, aunque él nunca compraba uno. Estaba defendido de esa
tentación por el tamaño de su avaricia. Sin embargo, cuando la férrea complicidad
de Antonia Sierra y Concha Díaz le mermó definitivamente el ímpetu viril, se volcó
hacia el juego. Al principio apostaba unas propinas míseras y sólo los borrachos
más pobres aceptaban sentarse a la mesa con él, pero con los naipes tuvo más suerte
que con sus mujeres y pronto le entró el comején del dinero fácil y empezó a descomponerse
hasta el meollo mismo de su naturaleza mezquina. Con la esperanza de hacerse rico
en un solo golpe de fortuna y recuperar de paso –mediante la ilusoria proyección
de ese triunfo– su humillado prestigio de padrote, empezó a aumentar los riesgos.
Pronto se medían con él los jugadores más bravos y los demás hacían rueda para seguir
las alternativas de cada encuentro. Tomás Vargas no ponía los billetes estirados
sobre la mesa, como era la tradición, pero pagaba cuando perdía. En su casa la pobreza
se agudizó y Concha salió también a trabajar. Los niños quedaron solos y la Maestra
Inés tuvo que alimentarlos para que no anduvieran por el pueblo aprendiendo a mendigar.
Las cosas se complicaron
para Tomás Vargas cuando aceptó el desafío del Teniente y después de seis horas
de juego le ganó doscientos pesos. El oficial confiscó el sueldo de sus subalternos
para pagar la derrota. Era un moreno bien plantado, con un bigote de morsa y la
casaca siempre abierta para que las muchachas pudieran apreciar su torso velludo
y su colección de cadenas de oro. Nadie lo estimaba en Agua Santa, porque era hombre
de carácter impredecible y se atribuía la autoridad de inventar leyes según su capricho
y conveniencia. Antes de su llegada, la cárcel era sólo un par de cuartos para pasar
la noche después de alguna riña –nunca hubo crímenes de gravedad en Agua Santa y
los únicos malhechores eran los presos en su tránsito hacia el Penal de Santa María–
pero el Teniente se encargó de que nadie pasara por el retén sin llevarse una buena
golpiza. Gracias a él la gente le tomó miedo a la ley. Estaba indignado por la pérdida
de los doscientos pesos, pero entregó el dinero sin chistar y hasta con cierto desprendimiento
elegante, porque ni él, con todo el peso de su poder, se hubiera levantado de la
mesa sin pagar.
Tomás Vargas pasó dos
días alardeando de su triunfo, hasta que el Teniente le avisó que lo esperaba el
sábado para la revancha. Esta vez la apuesta sería de mil pesos, le anunció con
un tono tan perentorio que el otro se acordó de los planazos recibidos en el trasero
y no se atrevió a negarse. La tarde del sábado la taberna estaba repleta de gente.
En la apretura y el calor se acabó el aire y hubo que sacar la mesa a la calle para
que todos pudieran ser testigos del juego. Nunca se había apostado tanto dinero
en Agua Santa y para asegurar la limpieza del procedimiento designaron a Riad Halabí.
Éste empezó por exigir que el público se mantuviera a dos pasos de distancia, para
impedir cualquier trampa, y que el Teniente y los demás policías dejaran sus armas
en el retén.
–Antes de comenzar ambos
jugadores deben poner su dinero sobre la mesa –dijo el árbitro.
–Mi palabra basta, turco
–replicó el Teniente.
–En ese caso mi palabra
basta también –agregó Tomás Vargas.
–¿Cómo pagarán si pierden?
–quiso saber Riad Halabí.
–Tengo una casa en la
capital, si pierdo, Vargas tendrá los títulos mañana mismo.
–Está bien. ¿Y tú?
–Yo pago con el oro
que tengo enterrado.
El juego fue lo más
emocionante ocurrido en el pueblo en muchos años. Toda Agua Santa, hasta los ancianos
y los niños se juntaron en la calle. Las únicas ausentes fueron Antonia Sierra y
Concha Díaz. Ni el Teniente ni Tomás Vargas inspiraban simpatía alguna, así es que
daba lo mismo quien ganara; la diversión consistía en adivinar las angustias de
los dos jugadores y de quienes habían apostado a uno u otro. A Tomás Vargas lo beneficiaba
el hecho de que hasta entonces había sido afortunado con los naipes, pero el Teniente
tenía la ventaja de su sangre fría y su prestigio de matón.
A las siete de la tarde
terminó la partida y, de acuerdo con las normas establecidas, Riad Halabí declaró
ganador al Teniente. En el triunfo el policía mantuvo la misma calma que demostró
la semana anterior en la derrota, ni una sonrisa burlona, ni una palabra desmedida,
se quedó simplemente sentado en su silla escarbándose los dientes con la uña del
dedo meñique.
–Bueno, Vargas, ha llegado
la hora de desenterrar tu tesoro –dijo, cuando se calló el vocerío de los mirones.
La piel de Tomás Vargas
se había vuelto cenicienta, tenía la camisa empapada de sudor y parecía que el aire
no le entraba en el cuerpo, se le quedaba atorado en la boca. Dos veces intentó
ponerse de pie y le fallaron las rodillas. Riad Halabí tuvo que sostenerlo. Por
fin reunió la fuerza para echar a andar en dirección a la carretera, seguido por
el Teniente, los policías, el árabe, la Maestra Inés y más atrás todo el pueblo
en ruidosa procesión. Anduvieron un par de millas y luego Vargas torció a la derecha,
metiéndose en el tumulto de la vegetación glotona que rodeaba a Agua Santa. No había
sendero, pero él se abrió paso sin grandes vacilaciones entre los árboles gigantescos
y los helechos, hasta llegar al borde de un barranco apenas visible, porque la selva
era un biombo impenetrable. Allí se detuvo la multitud, mientras él bajaba con el
Teniente. Hacía un calor húmedo y agobiante, a pesar de que faltaba poco para la
puesta del sol. Tomás Vargas hizo señas de que lo dejaran solo, se puso a gatas
y arrastrándose desapareció bajo unos filodendros de grandes hojas carnudas. Pasó
un minuto largo antes que se escuchara su alarido. El Teniente se metió en el follaje,
lo cogió por los tobillos y lo sacó a tirones.
–¡Qué pasa!
–¡No está, no está!
–¡Cómo que no está!
–¡Lo juro, mi Teniente,
yo no sé nada, se lo robaron, me robaron el tesoro! –Y se echó a llorar como una
viuda, tan desesperado que ni cuenta se dio de las patadas que le propinó el Teniente.
–¡Cabrón! ¡Me vas a
pagar! ¡Por tu madre que me vas a pagar! Riad Halabí se lanzó barranco abajo y se
lo quitó de las manos antes de que lo convirtiera en mazamorra. Logró convencer
al Teniente que se calmara, porque a golpes no resolverían el asunto, y luego ayudó
al viejo a subir. Tomás Vargas tenía el esqueleto descalabrado por el espanto de
lo ocurrido, se ahogaba de sollozos y eran tantos sus titubeos y desmayos que el
árabe tuvo que llevarlo casi en brazos todo el camino de vuelta, hasta depositarlo
finalmente en su rancho. En la puerta estaban Antonia Sierra y Concha Díaz sentadas
en dos sillas de paja, tomando café y mirando caer la noche. No dieron ninguna señal
de consternación al enterarse de lo sucedido y continuaron sorbiendo su café, inmutables.
Tomás Vargas estuvo
con calentura más de una semana, delirando con morocotas de oro y naipes marcados,
pero era de naturaleza firme y en vez de morirse de congoja, como todos suponían,
recuperó la salud. Cuando pudo levantarse no se atrevió a salir durante varios días,
pero finalmente su amor por la parranda pudo más que su prudencia, tomó su sombrero
de pelo de guama y, todavía tembleque y asustado, partió a la taberna. Esa noche
no regresó y dos días después alguien trajo la noticia de que estaba despachurrado
en el mismo barranco donde había escondido su tesoro. Lo encontraron abierto en
canal a machetazos, como una res, tal como todos sabían que acabaría sus días, tarde
o temprano.
Antonia Sierra y Concha
Díaz lo enterraron sin grandes señas de desconsuelo y sin más cortejo que Riad Halabí
y la Maestra Inés, que fueron por acompañarlas a ellas y no para rendirle homenaje
póstumo a quien habían despreciado en vida. Las dos mujeres siguieron viviendo juntas,
dispuestas a ayudarse mutuamente en la crianza de los hijos y en las vicisitudes
de cada día. Poco después del sepelio compraron gallinas, conejos y cerdos, fueron
en bus a la ciudad y volvieron con ropa para toda la familia. Ese año arreglaron
el rancho con tablas nuevas, le agregaron dos cuartos, lo pintaron de azul y después
instalaron una cocina a gas, donde iniciaron una industria de comida para vender
a domicilio. Cada mediodía partían con todos los niños a distribuir sus viandas
en el retén, la escuela, el correo, y si sobraban porciones las dejaban en el mostrador
del almacén, para que Riad Halabí se las ofreciera a los camioneros. Y así salieron
de la miseria y se iniciaron en el camino de la prosperidad.
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