Manuel Mejía Vallejo
Un día el lobo se dio cuenta de que los
hombres lo creían malo.
–Es horrible lo que
piensan y escriben –exclamó.
–No todos –dijo un ermitaño
desde la entrada de su cueva, y repitió las parábolas que inspiró San Francisco.
El lobo estuvo triste un momento, quiso comprender.
–¿Dónde está ese santo?
–En el cielo.
–¿En el cielo hay lobos?
El ermitaño no pudo
contestar.
–¿Y tú qué haces? –preguntó
el lobo intrigado por la figura escuálida, los ojos ardidos, los andrajos del ermitaño
en su duro aislamiento. El ermitaño explicó todo lo que el lobo deseaba.
–Y cuando mueras, ¿irás
al cielo? –preguntó el lobo conmovido, alegre de ir entendiendo el bien y el mal.
–Hago por merecer el
cielo –dijo apaciblemente el ermitaño.
–Si fueras mártir, ¿irías
al cielo?
–En el cielo están todos
los mártires.
El lobo se le quedó
mirando, húmedos los ojos, casi humanos. Recordó entonces sus mandíbulas, sus garras,
sus colmillos poderosos, y de unos saltos devoró al ermitaño. Al terminar, se tendió
en la entrada de la cueva, miró al cielo limpiamente y se sintió bueno por primera
vez.
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