Juan Rodolfo Wilcock
Cuando aquella vasta
isla que los antiguos llamaban Atlántida comenzó a hundirse en el océano, los más
sagaces de sus habitantes decidieron embarcarse y mudarse a otro continente. Lamentablemente
sus barcos eran pequeños y bastó una sola tempestad para tragarse a todos los emigrantes.
Pero la gran mayoría de los atlánticos se habían quedado en la isla; de hecho, todas
las profecías preveían un gradual reelevamiento del nivel de las tierras, y los
isleños, como sucede a menudo, creían más en las profecías que en la realidad de
lo que veían con los ojos y tocaban con la mano. Por eso, inundadas las llanuras
costeras y amenazadas por las olas las primeras colinas, los periódicos atlánticos
continuaban alentando a la población: “Hemos tenido una nueva confirmación, venida
de las más altas esferas científicas de la isla, de que está prevista la progresiva
elevación de la plataforma continental atlántica, cuyo movimiento parece haber sido
tan repentino que ha arrastrado consigo las aguas del océano; esto explica el hecho
de que éstas hayan alcanzado en algunas localidades un nivel falsamente preocupante.
En la espera del retorno, sin duda inminente de las aguas geológicamente impelidas,
los habitantes y animales sobrevivientes se han refugiado en las montañas que rodean
a la capital. El gobierno ha tomado las medidas apropiadas para evitar este temporario
peligro, mediante oportunos diques y barreras, mientras los sacerdotes amorosamente
se ocupan de bendecir los restos flotantes”.
Más
subían las aguas, más optimistas se volvían los comunicados distribuidos por las
agencias de noticias, más inminente era declarado el reflujo de la marea, con la
consiguiente adquisición por parte del patrimonio nacional de nuevas e ilimitadas
extensiones de tierra enriquecida por el fértil humus de milenios de vida submarina.
Por eso nadie hizo nada, y cuando el último habitante, que era justamente el presidente
del consejo, se encontró en la cima de la más alta montaña del país, con el agua
al pecho, se oyó decir a los ministros que flotaban en torno suyo, cada uno aferrado
a su propio escritorio: “Valor, excelencia, lo peor ya pasó”.
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